La conspiración del Vaticano (39 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Lo único que esperaba es que Coralina se encontrara en lugar seguro. Sin embargo, no podía estar seguro. Durante un breve instante jugó con la idea de preguntarle a Landini, pero no quiso concederle a su torturador el triunfo de proporcionarle una oportunidad de darle malas noticias.

Landini le observaba con los brazos cruzados. Apenas lograba reprimir una expresión de burla. Júpiter nunca había odiado a nadie con tanta pasión, pero el religioso sabía con certeza que el alemán estaba demasiado débil en ese momento como para suponer una amenaza.

—¿Ha terminado ya? —preguntó el albino cuando Júpiter, tras varios intentos, logró atarse los zapatos.

Júpiter se levantó, aturdido. A su alrededor, el aire parecía solidificarse en fríos algodones húmedos, agrupados en densas bolsas que le robaban el aire y le dejaban tiritando.

—Estoy listo —gruñó, mientras asentía.

—Vaya delante —le ordenó Landini—. A la derecha, por el pasillo hacia abajo.

Júpiter hizo lo que se le decía. Cada dos pasos tenía que sujetarse en las paredes, por lo que le alegró no tener que ver la arrogante sonrisa del albino, que le seguía dos pasos por detrás. El investigador no se volvía a mirarle, solo oía el roce de las suelas de sus zapatos sobre el linóleo, tan claro como un efecto de sonido exagerado.

Llegaron a un desgastado carrusel paternóster
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, un aparato de nombre muy adecuado, dado el lugar en el que se encontraban, según la opinión de Júpiter. Landini le dirigió a la cabina de la derecha y tiró de una palanca en la pared. Después metió a Júpiter en el hueco sin quitarle los ojos de encima. Un tosco muro pasó frente a ellos con rapidez, mientras el motor del anticuado ascensor crujía y gemía en la distancia.

Dos pisos más arriba, se bajaron. Landini dejó que el aparato siguiera su curso y empujó a su prisionero por el pasillo hasta unas estrechas escaleras ascendentes. Júpiter se preguntó por qué no se estaban encontrando con nadie, pues debían de estar regresando poco a poco a zonas densamente pobladas del Vaticano. En cualquier caso no se sentía capaz de ubicarse. Dedujo que se encontraban en algún punto de la zona este, en uno de los incontables edificios administrativos.

En un momento dado comprendió que únicamente estaban utilizando pasillos auxiliares y escaleras de incendios. Poco antes de llegar a su destino entraron en un pasillo enmoquetado con las paredes forradas de madera.

Tras atravesar una puerta doble de marco alto llegaron a una amplia oficina de paredes cubiertas hasta el techo con planos y bosquejos de edificios. Por todo el perímetro de la sala se extendía una vara de acero, colocada a la altura de la cadera, que se constituía como una especie de asidero del estilo a los de los estudios de ballet. Al otro lado de la ventana se extendían, bajo la luz de la mañana, los Jardines Vaticanos, una suave colina en un tono verde intenso y claro. A Júpiter le pareció tan irreal como el paisaje de un óleo.

En medio de la habitación había un escritorio con placas de mármol gris. En una taza humeaba té recién servido, mientras que otra permanecía boca abajo; junto a ellas, sobre un plato, había varias piezas de bollería glaseada. Se podía pensar que Júpiter acudía a una reunión de negocios, en lugar de a un interrogatorio o algo aún peor.

—¡Siéntese! —Landini señaló un sillón bien acolchado frente al escritorio.

Júpiter se sintió agradecido, pero no dejó que se le notara. La marcha a pie por el Vaticano le había dejado agotado. Un velo volvía a cubrirle los ojos, y la voz del albino le sonaba amortiguada y extraña. Necesitaría pronto otra inyección, esta vez lo suficientemente fuerte como para acabar finalmente con la reacción alérgica, o de lo contrario en menos de una hora estaría rodando por el suelo como un perro apaleado.

—Déjenos solos, Landini —dijo una voz a espaldas de Júpiter. No había oído a nadie entrar en la sala, y cuando volvió la vista descubrió al profesor Trojan. Las ruedas de goma de su silla avanzaban de forma absolutamente silenciosa por la gruesa moqueta.

—¿Está seguro...? —comenzó a replicar Landini, hasta que Trojan le interrumpió.

—No parece que nuestro amigo esté en estado de lanzarse a mi cuello —repuso el profesor, riendo suavemente, con un tono asombrosamente cálido, casi amistoso—. Váyase ya, Landini, pero coja antes un bollo.

Júpiter sintió que se le escapaba una risilla histérica, pero en el último momento logró reprimirla. La expresión oscura de Landini en ese momento, por sí misma, hacía que el duro recorrido realizado mereciera la pena.

Trojan encaró a Júpiter tras su escritorio. Asintió en su dirección cortésmente antes de volver la vista una vez más hacia el albino.

—¿No quiere un pastel? Bueno, entonces cierre la puerta cuando salga, por favor.

Landini salió, sin responder ni una palabra, y cerró la puerta con un poco más de fuerza de la necesaria.

—Un peón —suspiró Trojan—, no sirve para otra cosa —agitó la cabeza y sonrió a Júpiter—. Nadie diría que de verdad es sacerdote en el Vaticano, ¿verdad? ¡Oh! No lo digo por su vileza, eso es algo bastante extendido aquí, créame. No, lo digo por su estupidez. ¿Se puede usted imaginar a Landini hablando latín con fluidez? Yo no, por mucho que lo intento —volvió a reír, y el perjudicado raciocinio de Júpiter acarició la vaga idea de que quizá se trataba únicamente de un amistoso anciano.

«¡Un malentendido, es solo un malentendido!».

Trojan carraspeó, produciendo un ronquido seco y enfermizo. De nuevo la realidad comenzó a deformarse ante los ojos de Júpiter, a fundirse y a transformarse en algo diferente, en el momento en el que vio cómo del orificio nasal izquierdo de Trojan surgía una oscura gota de sangre que se precipitaba y deslizaba, viscosa, sobre el labio superior del anciano.

—¡Oh, maldita sea! —susurró el profesor, antes de sacar un pañuelo del bolsillo y presionar con él bajo la nariz. Después alzó la cabeza y apoyó la nuca. Por una vez, Júpiter no estaba muy seguro de quién de los dos estaba en peor estado.

—Es solo un minuto —murmuró Trojan con voz nasal.

De hecho, permanecieron así un buen rato, en silencio, el profesor con la cabeza vuelta hacia arriba, Júpiter hundido en el respaldo almohadillado del sillón, incapaces de hacer nada por su propio impulso. Su capacidad de razonamiento funcionaba, hasta cierto punto, sin dificultades, y era plenamente consciente de lo absurdo de toda la situación, sin embargo le faltaban las fuerzas para enfrentarse a ello, para alzar la voz con decisión, para golpear el escritorio con el puño o simplemente gritarle al anciano, sacudirle y hacerle pagar todo lo que le habían hecho.

Y a la Shuvani.

Y a Janus.

Y a Coralina.

Pero solo podía permanecer sentado, contemplando a Trojan mientras sangraba, desconcertado, confuso, y pensando una y otra vez: «Quiero irme de aquí, quiero irme de aquí, quiero irme de aquí...».

Finalmente, Trojan se echó hacia adelante, se palpó una vez más la nariz y el mentón y volvió a guardar el pañuelo. Bajo el orificio aún relucía el rosa intenso de las huellas dejadas por el arroyuelo de sangre seca, y Júpiter tuvo que esforzarse por controlar su mirada y clavarla en los ojos del profesor. La fina montura metálica de sus gafas relucía.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Júpiter.

—¿Le gustaría tomar un té? —Trojan dio la vuelta a la segunda taza y sirvió el líquido sin esperar a la respuesta del investigador. Le tendió después la taza y la bollería—. Debería desayunar algo.

—¿Para eso me ha traído? ¿Para desayunar conmigo? Su gente ha tratado de matarme esta misma mañana.

Trojan asintió, aparentemente afectado.

—La historia del vino... Créame si le digo que no fue idea mía. Landini y Von Thaden debieron de maquinarlo.

—Por supuesto —respondió Júpiter, con tono despectivo.

—Coma algo —repitió Trojan—. Le doy mi palabra de honor de que está todo perfectamente bien.

Júpiter no tocó ni la taza ni el plato.

—Pero mi estómago no lo está.

El profesor le miró con ojos aturdidos, pero después se encogió de hombros.

—Como quiera.

—Vaya al grano —la habitación tembló a su alrededor y los esbozos de edificios en las paredes se volvieron mucho más borrosos y menos definidos de lo que había podido apreciar. Sin embargo, por alguna razón, era el propio entorno lo que le hacía recuperar poco a poco su antigua confianza. Antes solía tratar a menudo con hombres como Trojan, y la mayoría de las veces había conseguido lo que quería.

«Pero esa gente no había sabido nada de tu alergia. No te habían hecho torturar».

—Tengo entendido que, en otro tiempo, tuvo usted mucho éxito en su campo —dijo el profesor.

Cumplidos. Ese era el primer paso.

—Usted no era solo un sabueso, también un hombre de negocios. Por eso quisiera hacerle una oferta.

—Ya no tengo la plancha, como quizá haya podido observar.

—Pero sabe dónde se encuentra.

—Hace horas que la vi por última vez, y fue cuando Estacado nos trajo aquí.

El semblante de Trojan se oscureció.

—Estacado...

—Su protegido cometió un error al no quitarnos la plancha de forma inmediata —Júpiter intentó esbozar una sonrisa ladina, pero él mismo sintió cómo fracasaba penosamente en su intento—. Eso debió de debilitar ante los suyos su propia posición entre los Adeptos, ¿no es así?

El profesor suspiró.

—No le quiero engañar, tiene usted razón. Son muchos los que opinan que Estacado ha fracasado pero, créame, tanto él como yo deploramos cualquier forma de violencia. Landini parece divertirse con ello, pero personalmente lo considero algo inoportuno y desagradable.

El tono con el que rechazaba la tortura cometida contra Júpiter revelaba que no se trataba de una cuestión ética o moral. El asesinato y la tortura le desagradaban de la misma forma que pudiera hacerlo el que alguien llevara una corbata amarillo limón o una boa de plumas. No consideraba la violencia como algo reprobable, solo como algo falto de clase.

—Janus contaba con aliados en el Vaticano —dijo Trojan tras una breve pausa, mientras apoyaba los codos en el borde de la mesa—. No estamos seguros de quiénes son, pero usted sí que lo sabe, Júpiter. Quiero que colabore con nosotros.

—¿Tendría que darles nombres?

—Quiero que trabaje para nosotros. Usted es un hombre de recursos. Podría trabajar por encargo de la Iglesia, buscando tesoros artísticos por todo el mundo. Nada de pequeños objetos, ni esas sandeces que buscan la mayoría de los coleccionistas privados. La Iglesia posee algunos de los ejemplares más valiosos que usted se pueda imaginar, y se dedica a buscar toda una serie de objetos más, que se han ido perdiendo en el transcurso de los siglos. Ese podría ser su cometido, Júpiter. Es una oferta excitante y lucrativa que muy poca gente podría mejorar —sonrió de nuevo—. Solo tiene que confiar en mí.

Júpiter le observaba atentamente mientras hablaba, le miraba directamente a los pequeños ojos azul claro, a sus finos dedos de cuidadas uñas de manicura.

—La Shuvani confió en usted.

Para sorpresa de Júpiter, sus palabras parecieron causar efecto en Trojan. La mención de la anciana le hizo sobresaltarse casi imperceptiblemente.

—Hace mucho tiempo de aquello —replicó con suavidad.

—Ella confió en usted —repitió el investigador. El sentimiento de culpabilidad que se reflejaba en los rasgos del profesor no era suficiente para él—. ¿Qué es lo que le han hecho? ¿La han matado? Nunca les habría dado el fragmento por propia voluntad.

—No, lo cierto es que no —la mirada afligida de Trojan se deslizaba por la mesa, como si buscara algo.

Júpiter ahondó aún más en la herida.

—¿También quiere culpar a Landini de eso?

Trojan retuvo la respuesta en los labios hasta que recuperó su dominio de sí mismo.

—No se distraiga, Júpiter. Sé por lo que ha pasado. Mi oferta le resulta atractiva, ¿verdad? No tiene por qué sentirse culpable por ello. Quiero decir, ¿quién no se sentiría tentado? Podría continuar con su antiguo trabajo, pero con mejores condiciones. Le respaldaría un poder sin parangón. Tendría el dinero, los contactos...

—Lo que quiere es comprarme.

—No —replicó Trojan con energía—. No le estoy ofreciendo ninguna suma de dinero, solo una perspectiva. ¡Un futuro! Piense en ello. ¿Qué es lo que hará si sale entero de esta situación? Su reputación está por los suelos, exactamente igual que su cartera de clientes. Nadie quiere trabajar con usted. Esa historia de Barcelona...

«¡También sabía eso!».

—Ha destrozado su carrera, ¿no se da cuenta? Y luego sus desavenencias con esa japonesa. Ya nadie confía en usted.

Todo lo que construyó en los últimos diez años se ha venido abajo. Lo ha perdido... todo.

Júpiter sintió cómo la cólera crecía en él, cólera contra sí mismo y contra Trojan, por reprocharle todo aquello, todas esas cosas que hacía tiempo que sabía pero que aun así, dichas en voz alta, resultaban todavía más dolorosas. No quería escucharlo, no quería enfrentarse a ello. Trojan conocía los puntos débiles de Júpiter.

—¿Y usted me ofrece la solución a todo eso?

—Si así quiere llamarlo, sí —Trojan señaló la bollería—. Ahora, pruebe uno.

Júpiter alargó el brazo y cogió una de las grasientas rosquillas glaseadas. Dubitativo, mordió un cacho, masticó y volvió a dejar el resto en su sitio.

—No me gusta —dijo—. Lo siento.

La sonrisa del profesor se volvió algo más fría.

—¿Eso significa que rechaza mi oferta?

—Eso significa que primero quiero saber en lo que me estoy metiendo. Quiero respuestas. Entonces, quizá, considere la idea de ayudarle.

—¿Tan seguro está de que necesito su ayuda?

—Quiere la plancha, y los nombres de los aliados de Janus. Landini trató de sacarme esa información por la fuerza y no funcionó —se calló el hecho de que, en realidad, Landini no le había formulado ninguna pregunta—. No puedo negar que su oferta me atrae, pero antes quiero saber a dónde quiere usted llegar.

Trojan arqueó una ceja, pero no dijo nada.

—¿Qué es lo que pasa con la Casa de Dédalo? —preguntó Júpiter—. Y, por favor..., la verdad.

—¿La verdad? —el profesor dio un golpe seco al mando de su silla de ruedas, echó marcha atrás y rodeó lentamente la mesa hasta Júpiter—. Si se le da crédito a los rumores, existe más de una verdad. ¿Sabe, por ejemplo, qué es lo que se cuenta de la llave que el bueno de Piranesi inmortalizó en su grabado? Que es la llave con la que antaño cerró Lucifer las puertas del infierno, que la tiró un buen día en que decidió que había reinado ya lo suficiente en el inframundo. Transfirió el poder a su príncipe heredero, cerró la puerta tras de sí y se marchó —Trojan permaneció muy serio mientras lo decía—. ¿Es esa la verdad que esperaba oír?

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