La costa más lejana del mundo (19 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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No notará ninguna diferencia —dijo Stephen, que tenía más ganas de las habituales de contradecir a los demás, porque no había dormido esa noche y había pasado la mayor parte de ella pensando en el láudano, la tintura de opio que durante tantos años le había quitado la angustia, la tristeza, el dolor y el insomnio, pero que había dejado de tomar (excepto cuando la usaba como medicina) desde que se casó con Diana—. Su chaqueta le protege del calor del sol, y su cuerpo, mediante cierto mecanismo, se mantiene a temperatura constante. Como usted sabe, los árabes que viven en el desierto están siempre cubiertos de pies a cabeza. El alivio es aparente, es una ilusión, y es un error común creer que eso lo produce.

Martin, que no era un hombre que se diera por vencido fácilmente, se quitó la chaqueta, la puso cuidadosamente sobre la batayola y dijo:

Será un error común creer eso, pero hacerlo es refrescante.

Y por lo que respecta a la zona de calmas —continuó Stephen—, creo que ha hablado impropiamente de ella, porque no es una región determinada sino un conjunto de condiciones atmosféricas. Un barco puede estar en una zona de calmas en cualquier lugar donde haya calma. Podría estar equivocado, pero el capitán Aubrey sabrá con certeza si es así. El capitán Aubrey lo sabía, pero como ambos eran sus invitados, se esforzó por no contradecir a ninguno de los dos. Dijo que la expresión «zona de calmas», que formaba parte de la jerga marinera, se había generalizado en tierra y se usaba con el significado con que la empleaba Martin, para indicar una zona de vientos variables. Apreciaba mucho al señor Martin y tenía una gran opinión de él, pero no le invitaba tan a menudo como debería, y para remediar eso, ahora no sólo le llenaba el vaso con frecuencia y le servía los mejores pedazos de una pierna de cordero, sino también intentaba demostrar que había acertado. Lo cierto era que Jack se sentía cohibido ante el señor Martin. Había conocido a pocos pastores, y sentía tanto respeto por ellos que en su presencia mantenía una expresión grave y sólo hablaba de cosas serias, preferiblemente de las que eran buenas desde el punto de vista de la moral; y aunque no le gustaba mucho hablar de cosas obscenas (sólo lo hacía cuando estaba entre personas que hablaban de ellas para no parecer mojigato), se preocupaba mucho por demostrar su decencia. Por otro lado, aunque el señor Martin amaba la música, no la tocaba bien, y después de haber tocado en compañía de ellos dos desafortunadas noches en que se disculpó a menudo por las notas discordantes que había dado, no volvió a invitarle a las sesiones musicales de la gran cabina. También por ese motivo Jack trataba de ser más amable con su invitado, y le felicitó (sinceramente) por su sermón de esa mañana, le sirvió tanta comida y tanto vino que pocos hombres habrían tolerado en un lugar con una temperatura de 104° Farenheit y una humedad del ochenta y cinco por ciento. Además, le contó con todo detalle cómo pondrían junto al costado una vela para que nadaran en ella los marineros que no podían meterse en el mar porque se ahogaban. Este tema suscitó comentarios sobre el hecho de que muchos marineros y, sobre todo, pescadores, se negaban a aprender a nadar; y Pullings, que estaba al final de la mesa y que por ser capitán estaba autorizado a expresar libremente su opinión, dijo:

Hace mucho que no salva a nadie, señor.

Así es —dijo Jack.

¿El capitán salva gente a menudo? —preguntó Martin.

¡Oh, sí! —respondió Pullings—. Uno o dos hombres en cada viaje, o incluso más. Creo que podría formar la tripulación de la falúa con todos los hombres que ha salvado usted, ¿verdad, señor?

Tal vez —dijo Jack, pensando en otra cosa, y después, al darse cuenta de que no se estaba portando como debía con los otros invitados, añadió—: Espero verle bajar por el costado esta tarde, señor Hollom. ¿Sabe nadar?

No, señor —respondió Hollom, que hablaba por primera vez, y luego añadió—: Pero chapotearé en la vela con los demás. Será un raro placer refrescarse un poco.

Ciertamente, era un raro placer. Durante la noche el calor parecía emanar de la luna de color de sangre, y durante el día el sol abrasador llegaba hasta la fragata incluso cuando estaba detrás de nubes bajas, y hacía borbotear la brea de las juntas de la cubierta, derretía el alquitrán de la jarcia, que caía gota a gota y hacía rezumar la resina de la capa de pintura y resbalaba por los costados. La fragata navegaba hacia el suroeste remolcada por todas las lanchas, y los remeros se turnaban cada media hora. A veces una brisa cálida y caprichosa rizaba las grasientas aguas, y todos los marineros tiraban de las brazas para hacer girar las vergas y orientar las velas para tomarlo, pero rara vez la
Surprise
conseguía navegar a más de una milla de velocidad antes de que la brisa amainara o cesara, y entonces se quedaba detenida en medio de las olas, balanceándose tan violentamente que, aunque tenía obenques nuevos y fuertes y burdas dobles y los masteleros estaban sobre la cubierta, los mástiles corrían el peligro de caer por la borda. La señora Lamb y algunos antiguos tripulantes del
Defender
que eran campesinos habían vuelto a marearse y estaban en sus coyes postrados.

Aquellos días eran agotadores y no parecían terminar nunca. Las mediciones de mediodía de un día se distinguían de las del día anterior sólo porque se usaban instrumentos de gran precisión y muy hábilmente. El calor llegaba hasta el fondo de la fragata y hacía despedir un horrible olor al agua de la sentina, de modo que quienes tenían las cabinas muy por debajo de la cubierta, como Stephen y el pastor, apenas podían dormir. A veces ambos subían a la cubierta por la noche con rollos de lona para no mancharse con la brea derretida de las juntas, pero tenían que cambiarse de un lugar a otro a menudo, ya que los marineros corrían para aprovechar las ráfagas de aire, casi siempre por orden expresa del capitán. Aquellos días muchas teorías se demostraban falsas. Aunque Stephen era tan resistente al sol como una salamandra y disfrutaba tomándolo, se quitó su gruesa chaqueta, los calzones y las medias de lana y subió a la cubierta vestido con amplios pantalones de nanquín y una túnica blanca que tenía una abertura en el cuello por la que se veía su flaco pecho. También tenía puesto un sombrero de paja de ala ancha que le había hecho Bonden cuando él le enseñó a leer hacía muchos años en esas mismas aguas; aunque entonces las aguas estaban mucho más tranquilas, el viaje fue mucho más rápido y tuvieron muchas menos preocupaciones. Lo que Jack pensaba de la humedad no le impidió beberse su propia provisión de cerveza de las Indias Orientales ni contar con el oficial de derrota una y otra vez los toneles de agua que quedaban de los de ciento cincuenta y nueve galones y ciento ocho galones que estaban en las cubiertas inferiores y de los de otros tamaños que estaban colocados con el tapón hacia arriba en los extremos de la bodega y, después de hacerlo, obtenían una suma descorazonadora. Y de esa cantidad debían descontar la que se necesitaba para que la carne salada pudiera comerse.

Cuando llegaron a los 6°25' N una tormenta daba coletazos, y lo único que hizo fue limpiar las velas y los toldos extendidos, que quedaron en las condiciones apropiadas para recibir una posible lluvia torrencial. Pudieron llenar de agua varios toneles, pero el agua tenía un sabor desagradable, sabor a alquitrán y a las sustancias empleadas por los veleros al hacer las velas nuevas, y los marineros no podían beberla pese a tener poca agua. No obstante, Jack ordenó guardarlos, porque, si esa situación se prolongaba, cualquiera daría la paga de diez años por un vaso de un brebaje de sabor aún más desagradable que esa agua. Jack estaba preocupado por la escasez de agua, naturalmente, pero también porque la fragata no avanzaba. Conocía la
Norfolk
y sabía que si la gobernaba alguno de los oficiales norteamericanos que conoció a bordo de la
Constitution
o cuando era prisionero de guerra en Boston, la harían navegar hacia el sur tan rápido como era posible, procurando no perder los palos ni causar daños a la jarcia, y que podrían recuperar el mes de retraso que tenían y pasar por el cabo San Roque antes que él. Además le preocupaba la tripulación de la fragata. Los tripulantes de la
Surprise
habían aceptado a los locos de Gibraltar y les trataban con tanta amabilidad que les cortaban la carne y les gritaban al oído cuando no entendían algo. Sin embargo, aunque mezclaba a tripulantes del
Defender
con ellos en las guardias y realizaban juntos la dura tarea de remolcar la fragata, ellos no soportaban a esos tripulantes. Lo que causaba casi todos los castigos que se aplicaban eran las peleas entre ambos grupos y Jack deseaba con ansias cruzar el ecuador, pues en la ceremonia que se celebra tradicionalmente al cruzarlo, la animadversión podría ocasionar problemas. Aparentemente, algunas veces resultaron heridos varios marineros impopulares entre sus compañeros, y uno se había ahogado cuando él era ayudante del oficial de derrota en el
Formidable
. Su ansiedad había aumentado porque los tripulantes eran cada vez más irritables debido a que tenían que trabajar muy duro en medio del asfixiante calor y recibían raciones reducidas. Como él era quien mandaba en la fragata después de Dios, podía suspender la ceremonia, pero le daría vergüenza tener que gobernar un barco de esa manera. Por otro lado, notaba en el ambiente algo que no podía definir. Siempre tuvo suerte para encontrar trabajo y, por tanto, había pasado la mayor parte de su vida navegando, lo que le permitió conocer a muchos más tripulantes que la mayoría de los oficiales de su misma antigüedad. Además, llegó a conocerles perfectamente, porque cuando era guardiamarina y se encontraba en la base naval de El Cabo, fue degradado por un capitán irascible, es decir, se convirtió en un simple marinero y tuvo que trabajar, comer y dormir con ellos. Así aprendió cuáles eran las costumbres y los cambios de humor de los marineros y el significado de sus miradas, sus gestos y sus silencios. Ahora estaba seguro de que pasaba algo, algo que todos los tripulantes de la
Surprise
sabían, pero que ocultaban; aunque también estaba seguro de que no planeaban un motín ni jugaban haciendo grandes apuestas como en otros barcos en los que se había repartido un botín, pues ahora no tenían entre todos ni una moneda de cuatro peniques. Sin embargo, como estaban nerviosos y secreteaban parecía que estuvieran haciendo alguna de esas dos cosas. Jack tenía razón. Ocurría algo que todos sabían en la fragata excepto el capitán, el pastor y, por supuesto, el condestable. En un barco de guerra abarrotado era difícil hacer algo privadamente, y todos los marineros sabían que el señor Hollom mantenía relaciones con la señora Horner. Se encontraba en el lugar ideal para hacerlo, pues colgaba su coy en la camareta de guardiamarinas, que estaba cerca de la cabina del condestable porque la señora Horner tenía que ocuparse de ellos. Muy pocos hombres podrían estar en aquel lugar sin suscitar comentarios, y Hollom, que ahora estaba bastante bien alimentado, se aprovechaba de eso. Casi todos pensaban que se aprovechaba demasiado. Al principio había actuado discretamente, pero cada vez estaba más seguro de sí mismo, y todos creían que dentro de poco iba a meterse en un lío terrible. Hollom no intimidaba a los marineros ni les denunciaba para que les castigaran, por tanto, ellos no le tenían antipatía; pero como no era un buen marino, no le respetaban. Además, a pesar de que ahora parecía tener buena suerte, tanta que todos le envidiaban por ello, era posible que fuera un Jonás. Seguía siendo un extraño para los tripulantes de la fragata, lo mismo que Horner, cuyo mal carácter le impedía tener amigos a bordo, aunque era respetado por ser un excelente condestable y temido porque si se le molestaba actuaba como un sinvergüenza. Los marineros observaban a esos dos extraños con interés cuando no estaban tratando de sacar la fragata de la zona de las calmas. Como la pareja era cada vez menos prudente, a los espectadores les parecía que el momento de la catástrofe estaba cerca. Aunque todos los marineros expresaban abiertamente su opinión sobre el asunto, los comentarios nunca llegaban a oídos del capitán, y los oficiales no hablaban de ello cuando el pastor estaba presente.

Por tanto, Jack ignoraba la causa de las miradas maliciosas de los marineros, que observaba desde el lugar que solía ocupar, en la parte de barlovento del alcázar; pero, aunque lo hubiera sabido, habría ordenado bajar las lanchas para pescar cuando aparecieron los bonitos. Al amanecer habían encontrado montones de peces voladores en la cubierta, y cuando el sol salió, todos vieron a sus perseguidores agrupados justo debajo de la superficie. Desde las lanchas, los marineros habían pescado con redes y cañas varios montones de peces, que no necesitarían ser remojados, por lo que no habría que gastar la preciada agua. Por otro lado, como Stephen dijo a Martin, el bonito, como su primo el atún, era un pez de sangre caliente y, además, excitaba el apetito sexual. Todos, excepto la señora Lamb, comieron tanto bonito como pudieron. Después del festín, muchos oyeron a Hollom, que estaba libre en ese momento, cantando dulcemente
Rosa de junio
en la cubierta inferior. El condestable subió a la cubierta para ocuparse de una de las carronadas del castillo y la música cesó de repente. Al llegar al castillo, el condestable se metió la mano en el bolsillo, notó que había olvidado su pañuelo y regresó a su cabina. La pareja se salvó porque en ese momento llamaron a todos los marineros a sus puestos porque Jack quería que bajaran los mastelerillos a la cubierta, aunque habían sido guindados apenas pocas horas antes para tomar el viento que había traído a los peces voladores, ya que pensaba que una nube púrpura de la cual salían rayos situada al noreste podría formar una tormenta cuando se acercara a la fragata. Hizo bien en ordenar eso, porque la tormenta fue más fuerte de lo que él, Pullings y el oficial de derrota esperaban. Después de desplazarse a varios lugares, llegó por la aleta de babor en forma de una blanca franja de lluvia que avanzaba a treinta y cinco millas por hora, precedida de tres blancas aves que volaban de un lado de ella al otro, y seguida de una impenetrable oscuridad. La lluvia cayó con estrépito en la fragata, haciendo que se inclinara, y Stephen y Martin, que habían cometido la imprudencia de soltar la cuerda con que estaban atados para mirar por el telescopio las aves e identificarlas, cayeron en los imbornales de sotavento. Antes de que varios amables marineros terminaran de sacarles de allí, el aire se llenó de una cálida lluvia formada por una mezcla de gotas muy grandes y gotas finamente divididas que apenas les permitieron respirar mientras subían por la inclinada cubierta, y enseguida el agua empezó a salir a chorros por los imbornales.

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