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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (8 page)

BOOK: La costa más lejana del mundo
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El doctor Harrington le está hablando, señor.

Colega —dijo el doctor Harrington desde el otro lado de la mesa—, seguramente estará de acuerdo conmigo en que apenas uno de cada diez compatriotas nuestros muere a causa de los disparos del enemigo o de las heridas que sufren en las batallas. La mayoría de ellos muere debido a accidentes o enfermedades.

¡Por supuesto! —exclamó Stephen—. Y, según esas cifras, podría decirse que no tiene mucha importancia que los oficiales pertenezcan al grupo de los que combaten o al de los que no lo hacen.

O tal vez podría decirse que por cada marinero que el enemigo mata, los médicos matan a diez —dijo un infante de marina muy ingenioso que tenía la cara roja—. Ja, ja, ja!

Mida sus palabras, Bowles —dijo el almirante—. Doctor Harrington, doctor Maturin, beban conmigo.

Se habían servido otro vino, el excelente Hermitage (para celebrar la ocasión, el almirante casi había dejado vacía la bodega que tenía en el peñón), y mientras Stephen lo saboreaba pensó: «Tengo que acordarme de hablar con Harrington para que me consiga un ayudante».

Habló con él en el intervalo entre el final de la comida y la llegada de las falúas, en medio de la multitud de hombres que estaban en el alcázar y la toldilla y que tenían la cara roja, el estómago lleno y una taza de café en la mano.

Estimado colega, le ruego que contribuya a encontrar un ayudante. Como usted sabe, no me gusta viajar con ninguno a menos que lo haga en un navío de dos puentes, porque la mayoría de ellos son ignorantes y torpes. Pero tengo que hacer un largo viaje y creo que me convendría tener la ayuda de un hombre joven y fuerte que tuviera habilidad para sacar muelas. No se me da bien sacar muelas. Como en mi juventud se consideraba que eso era indigno de un médico, nunca aprendí a hacerlo debidamente, y, por otro lado, he tenido varias experiencias desagradables. Logro sacar las muelas con tiempo, naturalmente, pero generalmente las saco más despacio de lo que desearía el paciente, y a pedazos. Si el barbero del barco en que viajo tiene habilidad para eso, le pido que se encargue de hacerlo; si no, cuando puedo mando a los pacientes al hospital.

Es muy extraño —dijo el doctor Harrington—, porque le he visto hacer amputaciones con extraordinaria rapidez y, aparentemente, con facilidad.

Así es —dijo Stephen—. Mi vieja niñera solía decir que quien puede hacer una cosa muy difícil, no siempre puede hacer una más fácil. Le agradecería que me ayudara a encontrar a un hombre joven y habilidoso.

Por lo que respecta a las extracciones —dijo—, conozco a un tipo que las hace de tal modo que se asombraría usted de verlo. Mire —dijo y luego abrió la boca cuanto pudo e inclinó la cabeza hacia un lado para que le diera el sol—. Mire —repitió, señalando un hueco en el interior de la boca y hablando con una voz tan extraña por tenerla abierta que parecía que emitía sonidos inarticulados—, el secundo molar del lado derecho de la mandíbula. Apenas hace cinco días y ya casi no se nota la herida —dijo con voz normal otra vez—. Y me lo sacó usando solamente los dedos. Pero no es un hombre joven y, para serle sincero, Maturin —dijo, acercándose a Stephen y cubriéndose a medias la boca—, es un charlatán. No sé cómo la Junta del Almirantazgo le aceptó, realmente no lo sé. No sabe ni una sola palabra de latín.

Si puede sacar las muelas así, no me importa que solamente hable inglés —dijo Stephen—. Y dígame, por favor, ¿dónde trabaja ese hombre?

En el hospital. Se llama Higgins. Pero es un charlatán y sólo le recomiendo por su destreza.

Doctor Maturin, por favor —dijo un mensajero.

Entonces el doctor Maturin fue guiado hasta la cabina del secretario, donde el señor Yarrow y el señor Pocock le estaban esperando. El señor Pocock dijo que había recibido la carta que el doctor le había enviado para que el mensajero que llevaba los despachos la entregara a Wray, y que el mensajero ya había partido. Stephen le dio las gracias y dijo que de esa manera la carta probablemente llegaría en muy poco tiempo y que eso era muy importante para él. Entonces hubo un breve silencio.

No sé cómo empezar —dijo Pocock—, porque tengo que darle una información que a mí me dieron de una manera poco clara y, por tanto, forzosamente tengo que hablarle como si le ocultara algunos detalles, y eso, doctor Maturin, puede parecerle extraño e incluso ofensivo.

¡Oh, no! —dijo el doctor Maturin—. Si, como supongo, es información sobre un asunto confidencial, prefiero conocer sólo los detalles que realmente necesito saber, pues así será materialmente imposible que descubra los demás por equivocación o por descuido.

Muy bien —dijo Pocock—. Según me han dicho, el Gobierno ha enviado a un caballero a visitar una o varias colonias españolas de Suramérica con una gran cantidad de dinero. Viaja con el nombre de Cunningham en el
Danaë
, un paquebote muy veloz que zarpó hace un tiempo de El Cabo. El ministro está muy preocupado porque es posible que el
Danaë
sea apresado por la
Norfolk
, y ha ordenado que la
Surprise
advierta del peligro al paquebote si se encuentra con él y que lo escolte hasta un puerto suramericano si eso no le hace perder mucho tiempo, pero ha dicho que si eso no es posible o si el puerto más cercano está en la costa del Atlántico, habrá que actuar de otra manera. El caballero tiene dos baúles llenos de monedas que él mismo debe custodiar y en su cabina hay una cantidad de dinero aún mayor en billetes, obligaciones y otras cosas, aunque él no lo sabe. Supongo que a la persona a quien está destinada esa gran suma le habrán dado indicaciones sobre cómo encontrarla. De todas formas, aquí tiene las indicaciones que le permitirán coger el paquete —dijo, entregándole una hoja—. Y aquí tiene una nota que hará comprender al caballero cuál es la situación. Bueno, ya he dicho todo lo que tenía que decir.

Desde hacía un rato se oían en el
Caledonia
sonidos familiares: los golpes que los marineros daban con el pie en la cubierta al mover el cabrestante y los pitidos y gritos que habitualmente acompañaban a las maniobras para desatracar. En ese momento hubo una pausa y Yarrow dijo:

Seguro que están colocando un cangrejo.

Tal vez estén quitando los camellos —dijo Pocock.

Tal vez estén amarrando los cabos a los galápagos —dijo Stephen.

¡Qué jerga han inventado estos hombres! —dijo Pocock, riendo alegremente por primera vez desde que Stephen le había conocido—. ¿Son válidos los términos que han dicho ustedes?

¡Oh, sí! —exclamó Stephen—. Y hay más: araña, paloma, perico…

Sí, lo son —dijo Yarrow—. Precisamente ayer el oficial de derrota me enseñó los que he dicho y otros: pata de ganso, coz, ahorcaperros… Ja, ja, ja!

Por favor, señores, el almirante les espera —dijo el delgado y adusto teniente desde la puerta, y los tres civiles dejaron de sonreír inmediatamente.

Hacía tiempo que el capitán de la
Surprise
y los tripulantes de su falúa habían regresado a la fragata y reanudado su trabajo, y la escala para bajar del buque insignia ya no estaba. Desde la crujía Stephen observó el costado casi vertical por donde debía hacer el peligroso descenso, el mar agitado por el fuerte viento del suroeste y la pequeña lancha del puerto, que estaba tripulada por dos marineros desconocidos y que se balanceaba como un corcho flotando en el agua. Pero no se decidía a moverse, y Pocock, que sabía perfectamente por qué vacilaba, dijo:

Si se agarra a una de mis manos y al mismo tiempo el señor Yarrow, sujeto de una anilla, me agarra la otra, creo que podremos bajar juntos, es decir, hacer una cadena humana sin correr ningún peligro.

Daba risa verles hacer eso, pero dio resultado. Y cuando el buque insignia, navegando de bolina y con todas las velas desplegadas y amuradas a estribor, puso proa a la punta de Europa, la lancha del puerto que transportaba al doctor Maturin llegó a la
Surprise
, donde todos estaban muy atareados. Stephen estaba seco de pies a cabeza, su reloj funcionaba perfectamente (con frecuencia se estropeaba cuando él caía al mar) y los escritos que acababa de recibir no estaban emborronados a causa del agua salada. Subió por la escala de popa y vio que había una gran actividad en la cubierta. Jack se había quitado su mejor uniforme y estaba junto al cabrestante dando órdenes a los marineros que iban a remolcar la fragata a dos cables
[3]
de distancia a barlovento, y otros marineros, con expresión grave, pasaban corriendo por su lado y corrían por el pasamano, el combés y el castillo.

¡Ah, ya estás aquí, doctor! —gritó Jack al ver a Stephen—. Siento haberte abandonado, pero hay que aprovechar el tiempo, ¿sabes? Vamos a llevar la fragata a Dirty Dick, la parte del astillero donde se encuentran la brea, el carbón, el sebo y el alquitrán de Estocolmo. Si tienes algo que hacer en tierra, éste es el momento oportuno para hacerlo. Supongo que ya te habrás ocupado de encargar los medicamentos del botiquín, la sopa desecada, las tablillas y esas cosas.

Iré directamente al hospital —dijo Stephen, y así lo hizo en cuanto la fragata llegó al muelle.

Por favor, señor Edwardes —dijo al médico jefe—, ¿conoce al señor Higgins?

Conozco a un señor Higgins que trabaja en el hospital de manera extraoficial cuando necesitamos que se ocupe de algún caso. A menudo el señor Oakes le llama para sacar muelas, lo que molesta mucho al barbero, pero parece que tiene habilidad especial para hacerlo. Y también sabe cortar callos —añadió con una risa burlona—. Le ha sacado una muela nada menos que al doctor Harrington, y si usted necesita sus servicios, le mandaré a buscar. En este momento está trabajando en el almacén.

Prefiero ver cómo trabaja. No se moleste, se lo ruego. Sé dónde está.

Aunque Stephen no hubiera sabido dónde estaba, el toque del tambor le habría guiado hasta allí. Abrió la puerta del almacén cuando el tambor empezaba a tocar y vio al señor Higgins, que estaba en mangas de camisa y se inclinaba sobre un marinero, y también a otros pacientes que estaban sentados en un banco y le miraban con gran atención. El toque del tambor era cada vez más rápido y más fuerte. De repente el marinero dio un horrible chillido involuntario, y Higgins, con la muela en la mano, se puso derecho. Todos los pacientes dieron un suspiro de alivio. Higgins se volvió hacia atrás y vio a Stephen allí, de pie.

¿A qué debo el honor de su visita, señor? —preguntó haciendo una inclinación de cabeza en señal de respeto, pues había reconocido el uniforme de Stephen.

El uniforme de un cirujano no era tan vistoso como el de un capitán, pero a un ayudante de cirujano desempleado le parecía mucho más digno de respeto porque quien lo llevaba podría necesitar un ayudante.

Continúe, señor, por favor —dijo Stephen—. Me gusta observarle.

Le pido disculpas por el estruendo, señor —dijo Higgins con una risa nerviosa mientras acercaba una silla para que el doctor Maturin se sentara.

Era un hombre de mediana edad, bajo, delgado y con el pelo muy corto, y su cara sucia y sin afeitar desentonaba con su expresión amable.

No tiene por qué pedírmelas —dijo Stephen— Hacer cualquier ruido que beneficie al paciente no sólo es justificable sino también loable. Yo a veces he usado cañonazos.

Higgins estaba nervioso, y eso afectaba su modo de trabajar, pero, a pesar de todo, su trabajo era magnífico. Cuando tenía bien sujeta la muela, hacía una seña con la cabeza al hombre que tocaba el tambor, una seña que ambos habían acordado. Después, en cuanto el hombre comenzaba a tocar, se inclinaba hacia el paciente, y mientras movía la muela con una mano, le hablaba al oído o le tiraba del pelo o le pellizcaba una mejilla con la otra mano. Luego volvía a hacer una seña con la cabeza al hombre, que tocaba más rápido y más fuerte, y cuando el toque era tan fuerte que el paciente estaba aturdido, tiraba de la muela con la fuerza estrictamente indispensable, a veces usando un fórceps y a veces sólo la mano, haciendo a la vez un movimiento suave, preciso y largamente practicado.

Soy el cirujano de la
Surprise
—dijo Stephen cuando se fueron los pacientes, que ahora estaban muy contentos y, como era habitual, tenían un pañuelo amarrado alrededor de la cara.

Señor, aquí todos los que estamos relacionados con la medicina hemos oído hablar del doctor Maturin —dijo y, después de vacilar unos instantes, añadió—: y conocemos los valiosos estudios que ha publicado.

Stephen hizo una inclinación de cabeza y prosiguió:

Estoy buscando a un ayudante que tenga amplios conocimientos de cirugía dental. El doctor Harrington y el señor Maitland, mi compañero de tripulación, me han hablado con admiración de su talento, y yo mismo le he visto trabajar. Si quiere, le pediré al capitán Aubrey que pida autorización para que embarque en su fragata.

Me encantaría hacer un viaje trabajando a sus órdenes —dijo Higgins—. ¿Podría decirme adonde se dirige la
Surprise
?

Todavía no se ha hecho público —respondió Stephen—, pero creo que va a la costa más lejana del mundo. He oído decir que su destino es Batavia
[4]
.

¡Oh! —exclamó Higgins con menos alegría, porque Batavia era un lugar mucho más perjudicial para la salud que las Antillas, y habían muerto allí tripulaciones enteras de fiebre amarilla—. A pesar de eso, quiero navegar con un capitán como ése, famoso por conseguir botines, ya que tendría la posibilidad de hacer una fortuna.

Era cierto. Cuando el capitán Aubrey era joven, había hecho muchas presas, tantas que en la Armada le llamaban Jack Aubrey
El Afortunado
. Cuando era capitán de la
Sophie
, una pequeña corbeta de catorce cañones, había llenado Mahón de mercantes franceses y españoles y había perjudicado de tal modo el comercio del enemigo que un jabeque-fragata llamado
Cacafuego
fue enviado expresamente a la zona para poner fin a sus ataques, pero él lo capturó y lo añadió a las demás presas. Cuando estaba al mando de una fragata, había apresado, entre otras embarcaciones, un navío español que llevaba un tesoro a bordo, y después le habían dado una parte considerable del botín obtenido en la isla Mauricio, y un mercante que había recuperado y que era una de las presas más valiosas que había entonces en los mares. El Almirantazgo se había quedado con el tesoro del navío español con el pretexto de que la guerra no había sido declarada oficialmente, y, por otra parte, como él era ingenuo, varios hombres de tierra adentro deshonestos le engañaron, le quitaron buena parte de la fortuna conseguida en la isla Mauricio y le hacían reclamaciones por las cuales era posible que perdiera todo lo demás que tenía, de modo que ni él ni sus abogados sabían si podría conservar al menos una parte. A pesar de eso, todavía conservaba la fama de tener suerte y el sobrenombre de El Afortunado.

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