¡Esta es una buena noticia! —dijo a Pullings y a Mowett—. No creo que tengamos que permanecer aquí más de una semana, aunque la
Norfolk
haya encontrado vientos débiles. Si nos separamos bastante de la costa y nos mantenemos en una posición en que tengamos esas dos montañas por el través, la
Norfolk
tendrá que bordear la costa, y la fragata estará en una posición ventajosa; tendrá la corriente a su favor y enseguida podrá empezar la feria de Saffron Waden. No creo que su capitán decline entablar combate con nosotros, ni siquiera si su fragata está a barlovento de la nuestra.
Pero el agua… —empezó a decir Pullings.
Sí, sí, el agua —dijo Jack—. Tenemos suficiente para una semana aproximadamente si la racionamos, y en esta época del año, en estas latitudes no pasa una semana sin llover torrencialmente, según creo. Tenemos que tener los cascos y los toldos preparados para cuando caiga la primera gota. Y si no llueve, podemos entrar en el
río
hasta un manantial que el oficial de derrota conoce y dejar las lanchas vigilando. Aunque la
Norfolk
pasara en ese momento, no navegaría a gran velocidad, así que podríamos alcanzarla navegando a toda vela.
Pasaron los días, días largos y extremadamente calurosos ni los que todos tenían una sed horrible. El calor agradaba a algunos, por ejemplo, a Stephen y al finlandés, y éste último se quitó su sombrero de piel por primera vez desde que saliera de Gibraltar. Pero el señor Adam estaba casi asfixiado y deshidratado, y le habían acostado en un coy debajo de un toldo del costado de barlovento y le humedecían con una esponja. Por otro lado, la señora Horner había perdido su buen aspecto, había adelgazado y su piel se estaba poniendo amarillenta, y el ruiseñor había perdido la voz y ya no se le oía cantar
Recogeré flores en mayo
ni
Rosa de junio
ni se le oía tocar la guitarra en el pasamano. Pero los marineros ya no tenían interés por la pareja culpable, en parte porque era más prudente, probablemente debido a que había mantenido las distancias a lo largo de miles de millas y les parecía casi respetables, pero sobre todo porque hacían tantas prácticas de tiro en medio del asfixiante calor que les quedaban pocas energías para contemplar a quienes cometían adulterio. Habían empezado a usar la pólvora que había comprado el capitán Aubrey. Horner y sus ayudantes llenaban montones de cartuchos cada hora, y cada tarde, después de que el capitán pasara revista, los cañones de la
Surprise
disparaban y las llamas y el humo salían por los costados con cada descarga que hacían a la vez los cañones de proa a popa. Los marineros apuntaban a toneles de carne vacíos colocados a quinientas yardas de la fragata y a menudo los hacían pedazos, y tardaban casi tan poco como los antiguos tripulantes de la
Surprise
desde que disparaban una andanada hasta que hacían la siguiente (o sea, un minuto y diez segundos), a pesar de que en todas las brigadas había un antiguo tripulante del
Defender o
un loco de Gibraltar.
El quinto día por la tarde empezó a soplar el terral y trajo consigo olor a vegetación tropical y a cieno del río y, además, un crisomélido, el primer insecto de Suramérica que Martin veía; pero, desafortunadamente, no trajo lluvia. Martin bajó corriendo a enseñárselo a Stephen, pero Higgins le dijo que el doctor estaba ocupado y que si lo deseaba podía sentarse a esperarle y comer algunas de las galletas que se daban a los enfermos y beber una copa de coñac. Apenas Martin rechazó la invitación (pensaba que comerse una galleta con aquel calor, a menos que se acompañara con más cantidad de líquido que una copa de coñac, era físicamente imposible), salió el condestable con una expresión triste.
Tal vez nadie lo haya descrito —dijo Stephen, mirando el insecto con una lupa—. No lo he visto nunca ni puedo distinguir a qué género pertenece. —Volvió a poner el insecto en la mano de Martin y luego añadió—: ¡Ah, señor Martin, ya me acuerdo de la cita a que me referí el otro día y del nombre del escritor! Se llamaba Sénac de Meilhan. Creo que exageré un poco lo que realmente él dijo. Sus palabras fueron: «Incluso las mujeres de mejor conducta,
les plus sages
, tienen aversión a los hombres débiles». Y luego añadió: «Y desprecian a los viejos, así que uno debe esconder sus penas y todo lo malo que haya en su vida: la pobreza, la desgracia, la enfermedad y el fracaso. La gente se conmueve cuando oye las penas de sus amigos, después siente lástima por ellos, lo que es casi como humillarles, luego les da consejos y finalmente les desprecia». Naturalmente, las últimas ideas no tienen nada que ver con el asunto del que hablábamos, pero me parece que… ¿Qué desea, teniente Mowett?
Perdone por interrumpirle cuando estaba contemplando el insecto, pero el capitán me mandó a preguntarle si el organismo humano puede tolerar esto —se disculpó Mowett entregándole un jarro con un poco del agua de lluvia que habían recogido hacía mucho tiempo, antes de cruzar el ecuador.
Stephen la olió, echó un poco en un pequeño frasco y la miró con la lupa. En su rostro grave apareció una amplia sonrisa de satisfacción.
¿Le gustaría mirar esto? —preguntó, entregando el frasco a Martin—. Es la mejor sopa de algas que he visto. Y creo que dentro hay algunos insectos africanos.
También hay algunos horribles pólipos y varios animales parecidos —dijo Martin—. No la bebería ni por conseguir el cargo de deán.
Por favor —dijo Stephen—, dígale al capitán que no se puede beber y que tendrá que ir al noble río São Francisco para llenar los toneles con su límpida y saludable agua, un río en Cuyas riberas hay abundante vegetación exótica y donde se oyen los gritos del jaguar, el tucán, varias clases de monos y cien especies diferentes de papagayos, que vuelan entre maravillosas orquídeas, y también hay grandes mariposas de hermosos colores que revolotean sobre nogales rodeados de boas.
Martin se estremeció involuntariamente, pero Mowett dijo:
Él se temía que usted diría eso, y me dijo que si lo decía, preguntara con tacto al señor Martin si las plegarias que se rezan en tierra para que llueva sirven para hacer que llueva en la mar, porque no queremos abandonar nuestro puesto para coger agua si se puede hacer venir el agua a nosotros.
¿Plegarias para que llueva en la mar? —preguntó el pastor—. No creo que sea muy ortodoxo rezarlas, pero buscaré en mis libros y mañana le diré lo que haya encontrado.
Creo que no tendremos que esperar a mañana —dijo Jack cuando recibió el mensaje—. Mira a sotavento.
Allí a lo lejos, al oeste, el viento estaba acumulando oscuras nubes en el horizonte, y en lugar del sol se veían relámpagos por debajo de ellas. Había electricidad incluso en el aire, y el gato del contramaestre caminaba por la jarcia muy nervioso, con los pelos de punta.
Quizá no desafiáramos al destino si extendiéramos toldos y colocáramos embudos alrededor —dijo Pullings.
Quizás el destino podría soportar el desafío esta vez —dijo Jack—. No ha sido muy generoso con nosotros hasta ahora. Además de eso, sería conveniente que pusiéramos los mastelerillos sobre la cubierta y colocáramos más poleas, pues la marejada está aumentando.
Pullings hizo todo eso, y cuando las lanchas dejaron sus puestos y regresaron a la fragata, mandó subirlas a bordo y amarrarlas a los calzos en vez de llevarlas a remolque. Parecía que el trabajo era inútil hasta que llegó la guardia de media, que harían el grupo de marineros que trabajaba en el costado de babor al mando de Maitland y Hollom, que sustituían a Honey.
¡Suerte que has llegado, Maitland! —exclamó Honey, y luego, en tono formal, dijo—: La fragata navega con las gavias arrizadas y el foque desplegado. Lleva rumbo estesureste hasta que suenen las dos campanadas, entonces debe cambiar al oestenoroeste y seguirlo hasta que termine la guardia. Si llueve, toma las medidas apropiadas.
Rumbo estesureste y luego cambiarlo y tomar medidas apropiadas —dijo Maitland.
¡Dios mío, qué bolas de fuego! —gritó Hollom, el guardiamarina de guardia, señalando al fuego de San Telmo, que se veía junto al botalón y la botavara de la cebadera, bajo la pálida luz de la luna.
¡No las señales, por lo que más quieras! —dijo Honey—. Trae mala suerte. Los toldos están en el combés, la manguera está extendida y los faroles están preparados en el castillo. Si hay justicia en el mundo, caerá un diluvio antes de que amanezca, y hay muchas posibilidades de que eso ocurra, a juzgar por las nubes de sotavento.
¿No crees que deberíamos decirle al doctor que se ven bolas de fuego? —preguntó Maitland—. Son muy curiosas.
Pues… —respondió Honey, pensativo—. Pensé en ello, pero sólo están formadas por electricidad ¿sabes?, y no creo que nos agradezca que le despertemos para ver la electricidad hacer cosas raras. Si fuera algo que tuviera plumas y pusiera huevos, le habría mandado llamar hace tiempo.
Por tanto, Stephen ignoraba que se veía el fuego de San Telmo. Estaba abajo, en su coy que se mecía suavemente describiendo un arco más grande a medida que aumentaba la marejada. Se había tapado los oídos con tapones de cera y, aunque poco antes estaba muy nervioso porque no podía dejar de pensar en Diana y el aire era irrespirable, ya estaba tranquilo, pues se había tomado una moderada dosis de láudano. No oyó la lluvia torrencial que casi llenó la fragata en la guardia de alba ni el viento huracanado que, en medio de truenos ensordecedores y relámpagos azules y naranja casi continuos, la hizo inclinarse violentamente hasta que quedó a la altura de los topes de los mástiles. Había vuelto a tomar láudano porque, después de reflexionar profundamente sobre ello, llegó a la conclusión de que por ser médico necesitaba dormir lo suficiente para cumplir con sus obligaciones como era debido al día siguiente. Además, creía que las adormideras no fueron creadas por capricho y que rechazar un bálsamo natural era una arrogancia y casi una herejía de la misma magnitud que creer que todo lo que era agradable era pecado. Y por otro lado, ese era el día de San Abdón. Como hacía tiempo que se abstenía de tomarlo, le había hecho mucho efecto, pero ni siquiera media pinta de láudano (muy distinta de las enormes cantidades que había usado en el pasado) le impidió escuchar el estruendo que produjo un rayo al caer en la
Surprise
, un rayo que derritió la anilla del ancla de leva, se propagó por los siete cañones de babor de la proa, haciéndolos disparar, e hizo pedazos el bauprés reforzado con hierro colado de forma espectacular.
«La escuadra francesa está en alta mar y tengo que coger mis instrumentos y ocupar mi puesto, y ojalá Dios nos ayude», pensó Stephen, medio despierto. Pero terminó de despertarse enseguida, cuando metió los pies en el agua de lluvia que pasaba por debajo de su coy. «No, eso es una tontería. Estamos en el Nuevo Mundo y, aunque parezca ridículo, estamos en guerra con los norteamericanos.» Pero no oyó más disparos, y después de reflexionar mucho rato y de intentar en vano encender un farol, fue a la cubierta, que estaba iluminada por faroles de proa a popa. La fragata navegaba de bolina y los marineros trataban de apagar el fuego del bauprés con la bomba de agua. La tormenta había terminado con aquel rayo, y aunque el mar todavía estaba agitado, el cielo ya estaba despejado. Por otras personas que también estaban en camisa de dormir supo que no había un combate, que nadie estaba herido y que ahora la situación era buena, así que se fue al alcázar casi desierto y se sentó en la cureña de una carronada. Entonces oyó a alguien gritar: «¡Ahí va!», y vio que la parte exterior del bauprés caía al mar con estrépito y hacía saltar chorros de agua. Luego oyó muchas órdenes y finalmente vio a los oficiales regresar al alcázar. Martin estaba entre ellos y al ver a Stephen se acercó a él y le dijo en voz baja:
Parece que hemos perdido el bauprés y el capitán está muy preocupado por eso.
Sí —dijo Stephen—. Tiene mucho valor para él, porque es fundamental para mover la proa hacia la parte por donde viene el viento o para apartarla de él.
Señor Allen, usted, que conoce estas aguas, ¿cree que con este viento tan fuerte podríamos llevar la fragata hasta Penedo?
No, señor —respondió el oficial de derrota—, ni con bauprés ni sin él. La profundidad de las aguas del estuario cambia constantemente, y para navegar por el río hace falta guiarse por un piloto, como en el Hugli. No me atrevería a navegar por él ni aunque tuviéramos una brújula fiable, que no la tenemos, ni aunque fuera de día. Pero si me lo permite, iré en la lancha, mandaré al piloto que venga y haré que construyan un bauprés en el astillero de Lopes lo más rápido que puedan. Con este viento y el cambio de la marea llegaré allí antes del amanecer, y tal vez la fragata pueda entrar en el estuario cautelosamente y anclar en aguas de veinte brazas de profundidad a dos o tres millas del banco de arena.
Muy bien, señor Allen —dijo Jack—. Hágalo.
Puesto que el principal apoyo del palo trinquete se había perdido con la caída del bauprés, los marineros tardaron tiempo en bajar la lancha más veloz, la que tenía el fondo recubierto de placas de cobre, y mientras lo hacían, Stephen dijo al oficial de derrota:
Señor Allen, tal vez pueda serle útil en tierra, pues conozco bastante el portugués.
No, doctor, aunque de todas formas se lo agradezco. Soy como uno más de la familia para los Lopes y los Moreira. Pero si no le importa mojarse un poco y quiere venir conmigo, creo que podré enseñarle algunas plantas raras, si los desbordamientos no las han destruido, lo que no creo que sea probable. El pastor puede venir también, si lo desea, pues no soy supersticioso.
La lancha era una embarcación veloz, pero no era estanca. Se dirigía a Souther Cross deslizándose por el mar conducida por el oficial de derrota y cada vez que hundía la proa entre las olas, arrojaba a su interior grandes chorros de agua que dos marineros tenían que achicar. Todos estaban empapados y tenían un poco de frío cuando llegaron al fondo del estuario, donde el banco de arena detenía las olas, y entonces el oficial de derrota soltó las escotas para entrar en el canal y se inclinó cuanto pudo hacia delante para ver la costa a la luz grisácea del amanecer. Dos veces la lancha encalló en el banco, pero dos marineros metidos en el agua hasta la cadera lograron desencallarla enseguida, y cuando Allen vio por fin un asta con una bandera destrozada en lo alto dijo:
Ya llegamos.
Entonces llevó la lancha hasta el otro lado del canal y la hizo detenerse en la playa de un islote alargado, y después de que Macbeth saltara a la arena con una plancha para que Stephen y Martin bajaran, dijo: