Ésta es para el capitán Lewis, en respuesta a su absurda solicitud de una investigación —dijo—. «Señor: Su carta no ha contribuido lo más mínimo a que dejara de pensar que usted ha traído el
Gloucester
al puerto con el pretexto de que tenía gripe. La falta más grave de que se le acusa es haber tratado con extrema rudeza al doctor Harrington en el alcázar del
Gloucester
, un acto impropio de un capitán y censurable por haber molestado a la tripulación del navío de su majestad que tiene bajo su mando. Si vuelve usted a solicitar una investigación del modo en que lo hace en la carta a la que estoy respondiendo, se abrirá una diferente antes de lo que se imagina. Su seguro servidor.» ¡Maldito granuja! ¡Trató de intimidarme!
Ninguno de los dos secretarios dijo nada al oír eso, y ambos siguieron escribiendo con rapidez la carta y una copia de ella respectivamente, pero los otros hombres que estaban en la cabina, el señor Yarrow, el secretario del almirante, y el señor Pocock, su consejero político, exclamaron:
¡Qué vergüenza!
Ésta es para el capitán Bates —dijo sir Francis en cuanto una de las plumas dejó de rasguear—. «Señor: Debido al desorden en que se encuentra el navío de su majestad que tiene bajo su mando, estoy obligado a prohibirle a usted y a todos los oficiales que bajen a tierra para disfrutar de los llamados momentos de placer. Su seguro… etcétera.» Y ahora una nota: «Hay motivos para creer que varios de los navíos que se encuentran en el Mediterráneo han traído clandestinamente a algunas mujeres de Inglaterra, sobre todo en los que llegaron el año pasado y éste. El almirante exige a los capitanes de la escuadra que recuerden a esas damas que no deben desperdiciar agua y les advierte que la primera vez que se encuentre una prueba de que alguna ha cogido agua de los toneles con cualquier pretexto y la ha usado para lavar, todas las que se encuentran en la escuadra sin autorización del Almirantazgo o del comandante general serán enviadas a Inglaterra en el primer convoy que se dirija hacia allí. Por otro lado, exhorta a los oficiales a que observen cómo se comportan y a que eviten el consumo excesivo y el desperdicio de agua en el futuro».
Entonces miró al segundo secretario, que ya estaba preparado para escribir, y dijo:
«A los capitanes de los navíos de la escuadra: El almirante ha observado que numerosos oficiales no guardan el debido respeto a los oficiales del
Caledonia
cuando suben a bordo de él y que muchos no se quitan el sombrero, y algunos ni siquiera se tocan el borde con la mano al recibir órdenes de sus superiores. En vista de esto, ha decidido que sean amonestados públicamente quienes de ese modo olviden mostrar respeto y obediencia, y espera que los oficiales del
Caledonia
sirvan de ejemplo a los demás y se quiten el sombrero en vez de tocarse el borde con desgana.» —En ese momento se volvió hacia el señor Pocock—. La mayoría de los oficiales jóvenes son afectados y presumidos. Me gustaría que fueran como los de la vieja escuela. —Después continuó—: «A los capitanes de los navíos de la escuadra: El comandante general, después de haber visto en tierra a varios oficiales de la escuadra vestidos con ropa de diversos colores, como los tenderos, y a otros con uniforme y sombrero hongo, lo que supone una violación de la norma impuesta recientemente por los honorables lores de la Junta del Almirantazgo, ha ordenado que todos los oficiales que en el futuro incumplan esa beneficiosa norma sean arrestados y llevados ante él, y ha decidido que sea cual sea la sentencia que dicte un consejo de guerra contra ellos, no podrán volver a bajar a tierra durante el tiempo que estén a las órdenes de sir Francis Ives.» —Mientras las plumas se movían con rapidez, sir Francis cogió una carta y, mirando al señor Pocock, dijo—: Ésta es de J. S. Me pide que vuelva a interceder ante el Royal Bird. No sé si hacerlo, porque creo que con ese tipo de solicitudes no se obtienen buenos resultados. También dudo porque me parece que es tan arrogante y tiene tantas pretensiones que no es digno de ser nombrado lord.
El señor Pocock no se atrevió a hacer comentarios respecto a eso, pues estaba seguro de que los secretarios escuchaban atentamente aunque estaban muy ocupados, ya que todos en la flota sabían que sir Francis ansiaba tanto ser un lord que rivalizaba con sus propios hermanos por ese título, y había luchado con afán por conseguir el mando de la escuadra del Mediterráneo porque pensaba que ese era el mejor medio de obtenerlo.
Quizás… —empezó a decir, pero se interrumpió al oír el fuerte sonido de unas trompetas y luego se acercó a la ventana de popa y dijo—: ¡Dios mío, ya ha zarpado la falúa del enviado del emperador! ¡Maldito sea ese tipo! —exclamó el almirante en tono malhumorado, mirando el reloj—. Díganle que vaya… No, no debemos ofender a los moros. No tengo tiempo de recibir a Aubrey. Comuníqueselo usted, señor Yarrow, por favor. Preséntele mis excusas y dígale que éste es un caso de fuerza mayor. También dígale que le invito a cenar conmigo y que traiga al doctor Maturin. Y si no puede quedarse, dígale que vuelva mañana por la mañana.
Aubrey no podía quedarse. Dijo al señor Yarrow que lo lamentaba mucho, pero que no podía cenar con el comandante general porque tenía una cita con una dama. Al oír las primeras palabras, el capitán de la escuadra enarcó las cejas de modo que quedaron ocultas tras el gorro de dormir, y al oír las últimas, que constituían la única excusa que podía dar al almirante sin que se le considerara un impertinente, un descontento y un rebelde, volvió a bajar las cejas hasta su lugar habitual y dijo:
Me gustaría cenar con una dama. Aunque recibo la paga de un contraalmirante, no he visto a ninguna dama, aparte de la mujer del contramaestre, desde que zarpamos de Malta. Y como contraje la maldita gripe y, además, tengo que dar ejemplo de buena conducta, no creo que vea a ninguna hasta que no volvamos a anclar en el puerto de Malta. Es maravilloso sentir las piernas de una mujer cerca de las de uno debajo de una mesa, Aubrey.
Aubrey pensaba lo mismo. Cuando se encontraba en tierra le gustaba mucho estar en compañía de mujeres (y ese gusto casi había causado su perdición algunas veces) y le encantaba sentir sus piernas cerca de las suyas debajo de la mesa; sin embargo, le causaba nerviosismo pensar en las piernas de esa dama (unas piernas muy hermosas) y en esa cena. En realidad, había estado nervioso durante todo el día, por un motivo o por otro, lo que no le permitía sentirse tan alegre como se sentía habitualmente. Había llevado a Laura Fielding a Gibraltar desde Valletta, y eso no era extraño, pues los oficiales solían llevar a las esposas de sus compañeros de un puerto a otro, aunque las circunstancias en que ella se lo había pedido no eran normales. La señora Fielding, una dama italiana con una larga cabellera rojiza, llegó una noche a la fragata sin equipaje, bajo una lluvia torrencial, guiada por Stephen Maturin, que no explicó a su amigo el motivo de la presencia de ella allí sino que simplemente dijo que le había prometido en su nombre llevarla a Gibraltar. Puesto que Jack sabía perfectamente que su íntimo amigo Maturin estaba relacionado con los servicios secretos de la Armada y del Gobierno, no le hizo preguntas y toleró aquella situación pensando que era un mal necesario, si bien un mal de gran magnitud, ya que corrió el rumor de que él tenía relaciones con Laura cuando su esposo era prisionero de los franceses; sin embargo, el rumor era falso, y aunque en determinado momento él había deseado que fuera cierto, Laura no. Pero el rumor se extendió hasta el Adriático y había llegado a oídos del esposo de Laura, el teniente de la Armada real Charles Fielding, cuando escapó de la prisión y subió a bordo de la
Nymphe
, y como era muy celoso, creyó que era cierto. El teniente había seguido a la
Surprise
en la bombarda
Hecla
hasta Gibraltar, adonde había llegado la noche anterior, y en cuanto Jack oyó la noticia, envió a la pareja una invitación para comer al día siguiente. Aunque Laura había mandado a Jack una nota muy amable aceptando su invitación, él suponía que a las dos y media iba a encontrarse en una extraña situación, cuando recibiera a sus invitados en el hotel Reid.
Desembarcó en el muelle Ragged Staff poco antes de mediodía y ordenó a los tripulantes de la falúa que regresaran a la
Surprise
después de repetir innecesariamente a su timonel que los marineros que iban a ayudar en la comida fueran puntuales y estuvieran limpios y bien vestidos, pues en la Armada, a pesar de que la comida consistía a menudo en carne de caballo salada y galletas, se comía con elegancia, una elegancia que se encontraba en pocos hoteles, ya que se colocaba un sirviente detrás de cada uno de los oficiales y los invitados que se sentaban a la mesa. Al ver que la alameda estaba casi vacía, se dirigió a los jardines que estaban al final de ella para sentarse en un banco debajo del drago. No quería volver a la fragata ahora, no sólo por la pena que le producía saber que iban a declararla inservible, sino también porque la noticia se había propagado a pesar de sus esfuerzos, y con ella, la tristeza; y ahora en la alegre
Surprise
, como la llamaban en la Armada, había pesadumbre. La comunidad formada por doscientos marineros estaba a punto de desintegrarse, lo que Jack lamentaba porque todos eran marineros de primera y muchos de ellos habían navegado con él durante años e incluso algunos desde la primera vez que tuvo un barco bajo su mando, como por ejemplo su timonel, su repostero y cuatro de los remeros de su falúa. Los tripulantes se habían familiarizado unos con otros y con sus oficiales, y no era necesario castigarles casi nunca y tampoco obligarles a observar la disciplina, ya que se sometían a ella voluntariamente. Además, manejaban tan hábilmente la artillería y tenían tantos conocimientos de náutica que, en su opinión, no había ningún grupo comparable a ése. Dentro de poco el Almirantazgo repartiría a los hombres que formaban esa inestimable tripulación entre una veintena de barcos, y algunos de sus oficiales iban a quedarse en tierra desempleados, simplemente porque la
Surprise
, una fragata de quinientas toneladas y veintiocho cañones, era demasiado pequeña según el criterio aplicado ahora. Iba a dispersar la tripulación en vez de aumentarla y trasladarla completa a una embarcación mayor, como por ejemplo la
Blackwater
, una fragata de mil toneladas y treinta y ocho cañones que habían prometido a Jack. El Almirantazgo había incumplido esa promesa, como tantas otras, y había dado el mando de la
Blackwater
al capitán Irby, un hombre influyente; de modo que Jack, cuya situación económica era horrible, no tenía la certeza de que le dieran el mando de otro barco, ni de ninguna otra cosa salvo de que en el futuro recibiría media paga, es decir, media guinea diaria, y que tenía una montaña de deudas. No sabía cuál era la altura de esa montaña, a pesar de sus amplios conocimientos de náutica y astronomía, porque varios abogados se ocupaban de la reclamación y cada uno hacía los cálculos de manera diferente. En ese momento una tos interrumpió el hilo de sus pensamientos, y luego una voz, en tono vacilante, dijo:
Buenos días, capitán Aubrey.
Jack levantó la vista y vio a un hombre delgado, de unos treinta o cuarenta años, vestido con un gastado uniforme de guardiamarina con parches blancos que parecían amarillentos al sol, que se separaba un poco el sombrero ele la cabeza.
Usted no me recuerda, señor. Me llamo Hollom y tuve el honor de estar a sus órdenes en la
Lively.
Jack sustituyó al capitán de la
Lively
durante unos meses al comienzo de la guerra. Al principio de ese período había visto a un guardiamarina que tenía ese nombre, un guardiamarina torpe y poco eficiente que fue clasificado como ayudante del oficial de derrota, pero que muy pronto cayó enfermo y fue trasladado al barco hospital. Nadie le echó de menos excepto el maestro de la fragata, un guardiamarina mayor también, y el escribiente del capitán, un hombre de cierta edad junto a los cuales se sentaba a la hora de comer, a bastante distancia de los guardiamarinas adolescentes, que eran más bulliciosos. Jack recordaba que Hollom no era malo pero que tampoco tenía ningún mérito. Era el tipo de guardiamarina que no había progresado en su profesión, que no hacía esfuerzos por aumentar sus conocimientos de náutica ni manejar mejor los cañones, ni tenía dotes de mando; era el tipo de guardiamarina que los capitanes deseaban trasladar. Mucho antes de que Jack le conociera, un tribunal benévolo consideró a Hollom preparado para desempeñar funciones de teniente, pero Hollom nunca recibió ese nombramiento. Eso ocurría con frecuencia a los jóvenes que no tenían cualidades especiales ni contactos ni familiares influyentes que hablaran en su favor. Al cabo de varios años, la mayoría de esos desafortunados abandonaban la Armada o solicitaban el cargo de oficial de derrota si tenían amplios conocimientos de matemática y náutica; sin embargo, muchos otros, como Hollom, esperaban ese nombramiento hasta que era demasiado tarde para cambiar, por lo que siempre seguían siendo guardiamarinas, y si encontraban un capitán que les admitiera en su barco, cobrarían treinta libras al año; pero si no, no cobrarían nada, ya que los guardiamarinas no recibían media paga. Estos guardiamarinas ocupaban la posición menos envidiable en la Armada, y Jack les tenía lástima, pero se preparó para rechazar la petición que seguramente Hollom haría, porque creía que un hombre de cuarenta años no armonizaría con los guardiamarinas de su fragata. Por otro lado, estaba seguro de que Hollom tenía mala suerte y de que la traería a la fragata, y como los tripulantes eran muy supersticiosos, seguramente no simpatizarían con él ni le tratarían con respeto, por lo que sería necesario aplicarles castigos, y los castigos provocarían resentimiento.
De lo que Hollom contaba se deducía que muchos otros capitanes eran de la opinión de Jack. La tripulación del último barco en que Hollom había navegado, el
Leviathan
, había sido licenciada siete meses atrás, y él había ido a Gibraltar con la esperanza de ocupar un puesto que hubiera quedado libre por defunción o de encontrar a alguno de los capitanes a los que había servido y que casualmente necesitara a un ayudante de oficial de derrota experimentado, pero estaba desesperado porque hasta ese momento nada de eso había ocurrido.
Lamento mucho decirle que no tengo ningún puesto disponible para usted en mi fragata. De todos modos, no serviría de nada, pues van a licenciar a la tripulación dentro de pocas semanas.