Como usted sabe, señor, en las posesiones españolas hay confusión, pero creo que podemos entrar en San Martín y Oropesa, y también en el puerto brasileño de Salvador. Sin embargo, no estoy seguro de que no tengamos problemas en Buenos Aires y en La Plata. Los primeros colonizadores que llegaron a esa región eran la escoria de la población andaluza, luego fueron enviados a ella varios barcos repletos de delincuentes, y en los últimos años los criollos descendientes de esos rufianes medio moros han estado tiranizados por una serie de demagogos aún más despreciables que los que hay por toda Suramérica. Allí todos nos guardan rencor por la humillante derrota que les infligimos en el combate que entablamos recientemente. Y puesto que la posición de los tiranos es un poco menos insegura si hacen que los descontentos descarguen su cólera en un extranjero, quién sabe cuántos crímenes falsos habrán achacado a nuestro pueblo, qué trama habrán urdido para engañarnos, qué obstáculos habrán planeado ponernos para retrasar nuestro avance y qué información habrán dado sobre nosotros a nuestros enemigos. A menos que podamos encontrar un contacto fiable allí, recomiendo que no vayamos a Buenos Aires.
Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo el almirante—. Mi hermano participó en la toma de la ciudad en 1806 y cuenta que nunca ha visto gente más sucia ni más antipática que la de allí. Cuando los franceses tomaron la ciudad le hicieron prisionero de guerra y le trataron bárbaramente, bárbaramente… Pero no voy a hablar más de eso.
Entonces cogió una pluma, escribió algo con rapidez y añadió:
Aubrey, aquí tiene mi autorización para llevar a bordo provisiones para seis meses. Y no deje que esos granujas del almacén de vituallas le hagan malgastar el tiempo pues, como le he dicho, no hay ni un momento que perder.
Ciertamente, no había ni un momento que perder, porque en el poco tiempo que mediaba entre el desayuno y la comida la
Norfolk
podría avanzar hacia el sur un grado completo si su capitán tenía suerte y encontraba los vientos alisios del noreste, y, por tanto, acercarse mucho más al inmenso océano Pacífico, donde posiblemente no pudieran encontrarla nunca. Pero, a pesar de la urgencia que tenía el capitán Aubrey, tuvo que perder forzosamente muchos momentos, minutos, horas e incluso días, un tiempo que nunca podría recuperar.
En primer lugar, por cumplir con las normas de cortesía, Jack recibió al señor Gill, el oficial de derrota, y al señor Borrell, el condestable, que se despidieron de él porque habían sido trasladados al
Burford
, un navío de setenta y cuatro cañones, y pronunciaron elaborados discursos en los que le agradecieron que les recomendara. Después, por el mismo motivo, recibió a Abel Hames y a Amos Day, respectivamente los encargados de la cofa del mayor y del trinquete. El primero ocupaba ahora el cargo de contramaestre en el
Fly
, un potente bergantín, y el segundo, el mismo cargo en el
Éclair
. A ambos les costó mucho empezar los discursos en que expresaban su agradecimiento, pero después no sabían cómo terminar. Pero apenas Jack había despedido a los cuatro (que bajaron por el costado vitoreados por sus compañeros de tripulación), el
Berwick
llegó al puerto e inmediatamente el capitán envió a la
Surprise
su lancha, al mando de William Honey, quien la había llevado por orden de Jack de la costa africana a Mahón para comunicar dónde se encontraba el navío francés de dos puentes. Honey, que para llegar allí tuvo que recorrer cuatro mil millas arrostrando muchos peligros, estaba muy satisfecho por haber tenido éxito, como era de esperar, y habría sido una crueldad no permitirle que le hiciera el relato del viaje. Apenas Honey acabó de hablar, llegó una lancha del
Berwick
en la que viajaban el señor Martin, un pastor que también era naturalista y que tenía amistad con Stephen, y el capitán Pullings, el antiguo primer oficial de Jack, que había sido ascendido a capitán de corbeta, pero que no tenía el mando de ninguna ni esperanzas de conseguirlo, así que tenía esa categoría sólo nominalmente, y recibía la correspondiente exigua media paga. Ambos iban bien vestidos y estaban muy contentos, y deseaban presentar sus respetos al capitán Aubrey, a quien un mensajero comunicó su llegada en la bodega, y, además, charlar con él de las misiones que habían llevado a cabo juntos en otros barcos. El capitán Aubrey les saludó con una sonrisa fingida, y tan pronto como Martin fue a enseñar a Stephen un argonauta hembra, dijo a Pullings:
Tom, discúlpame si te parezco inhospitalario, pero me han ordenado cargar inmediatamente la fragata con provisiones para seis meses. Además de eso, Gill ha sido trasladado al
Burford
y todavía no han enviado a otro oficial de derrota, Borrell también fue trasladado, Rowan todavía no ha llegado de Malta, Maitland está en el hospital porque le tienen que sacar una muela, y me faltan veintiocho marineros para completar la dotación. Por otra parte, si no meto prisa a esos malditos cerdos del almacén de vituallas, echaremos raíces aquí.
¡Cuántos problemas tiene, señor! —exclamó Pullings, que enseguida comprendió lo que significaba la orden de cargar inmediatamente una embarcación con provisiones para seis meses.
Señor, tiene que darme esa camisa —dijo el repostero de Jack, entrando sin remilgos, y, al ver a Pullings, cambió su expresión de ama de casa enfurruñada por una sonriente, se tocó la frente con los nudillos y dijo—: A sus órdenes, señor. Espero que se encuentre bien.
Muy bien, Killick, muy bien —dijo Pullings, estrechando su mano, y luego se quitó su magnífica chaqueta azul con charreteras doradas y añadió—: Ten la amabilidad de doblarla cuidadosamente y de traerme una de lana.
Entonces se volvió hacia Jack y dijo:
Me encargaré de dirigir la brigada que trabaja en la bodega, a la que carga el agua o a la que carga los pertrechos, si cree que Mowett no se molestará. Tengo mucho tiempo libre, ¿sabe?
No recibirás la bendición de Mowett sino también la mía, si te encargas de dirigir a la brigada que trabaja en la bodega mientras voy a ver a ese maldito… mientras voy a la comandancia del puerto y al almacén de vituallas. Nunca he visto a nadie tan malvado como el encargado de ese almacén. Es un monstruo, es peor que Lucifer.
Cuando Jack salió de la guarida del monstruo, con cinco guineas menos pero mucho más tranquilo porque le habían prometido darse prisa, empezó a caminar con paso rápido en dirección a la calle Waterport. De vez en cuando consultaba los papeles que llevaba en la mano y hacía comentarios sobre su contenido al guardiamarina de piernas cortas que trotaba a su lado. Incluso un barco de guerra de sexta clase
[1]
necesitaba una asombrosa cantidad de pertrechos y, además, cada uno de sus tripulantes tenía asignada una cantidad de víveres semanal que consistía en siete libras de galletas, siete galones de cerveza, cuatro libras de carne de vaca y dos de carne de cerdo, un cuarto de libra de guisantes, una pinta y media de harina de avena, seis onzas de azúcar y de mantequilla, doce onzas de queso, media pinta de vinagre y una pequeña cantidad de zumo de lima. También era necesario llevar a bordo una enorme cantidad de agua dulce para remojar la carne salada y, además, de tabaco, que costaba una libra y siete peniques la libra y era pagado por el capitán, ya que cada mes lunar había que dar a cada tripulante dos libras, y esa cifra multiplicada por doscientos daba una cantidad realmente grande. Los marineros eran muy conservadores y hacían valer sus derechos con vehemencia, y aunque no les importaba que en vez de cerveza les dieran vino cuando estaban en el Mediterráneo, o grog, una mezcla de ron con agua, cuando navegaban por otros mares lejanos a su país, y aceptaban que de vez en cuando el pudín de pasas fuera sustituido por carne, cualquier otro cambio era motivo de amotinamiento, así que los capitanes inteligentes evitaban a toda costa hacer cambios. Afortunadamente, Jack tenía la ayuda de un contador eficiente, el señor Adams, aunque ni siquiera el señor Adams podía lograr que la comisión de avituallamiento local se diera prisa. Pero Jack sospechaba que tanto el contador como el contramaestre estaban disgustados y ponían menos interés en cumplir su cometido, debido a que él había recomendado al oficial de derrota y al condestable, pero no al señor Adams ni al señor Hollar. En realidad, los tripulantes de la
Surprise
habían llegado a manejar los cañones y las carronadas tan bien que sólo era necesario que hubiera un condestable a bordo para que se ocupara de la santabárbara, y, por otra parte, él podía realizar la parte de las tareas del oficial de derrota relacionada con la navegación (de hecho, podía realizarla mejor); sin embargo, la presencia de un contador experimentado y bastante honrado era muy importante en ese momento, y la de un buen contramaestre, que lo era siempre, lo era aún más ahora, ya que se habían ido dos excelentes marinos, los encargados de la cofa del mayor y la del trinquete. El capitán Aubrey había tenido un conflicto porque debía favorecer la fragata y a sus compañeros de tripulación, y puesto que había elegido favorecer la fragata, naturalmente, sentía remordimientos, sobre todo en momentos como ése.
Frente al convento se encontró con Jenkinson, el primer oficial de sir Francis. Hasta entonces sólo había saludado inclinando la cabeza o agitando la mano a los diversos conocidos con que se encontró mientras caminaba apresuradamente, pero ahora tuvo que detenerse, y después que ambos se saludaran cortésmente, dijo:
Como usted sabe, señor Jenkinson, el comandante general fue muy amable conmigo ayer, tan amable que no me atreví a decirle que faltan veintiocho marineros para completar la dotación de la
Surprise
. ¿Cree usted que será posible que le hable de eso hoy, antes de que se haga a la mar?
No lo creo, señor —dijo Jenkinson sin vacilar—. Además, no creo que sea oportuno.
En tono respetuoso le indicó que para resolver ese asunto debería ir personalmente a hablar con el comandante del puerto y, después de justificar sus palabras, añadió:
¿Comprendió usted que el doctor Maturin también está invitado a comer hoy en el buque insignia? Creo que el señor Pocock quiere hablar con él de más cosas, pero el almirante teme no haber dicho claramente que le invitaba. Iba a ir a la fragata a comunicárselo antes de regresar al buque.
Confieso que no entendí que el doctor también estaba invitado a comer con sir Francis —dijo Jack—, pero me encargaré de que vaya.
Entonces escribió algo en una hoja de su cuaderno de bolsillo, la arrancó y se la entregó al guardiamarina diciendo:
Calamy, regrese rápidamente a la fragata y entregue esta nota al doctor. Si no está a bordo, tendrá que encontrarle, aunque para eso haya que subir corriendo a la torre de O'Hara. Pero lo más probable es que esté en el hospital.
Cien yardas más adelante se encontró con su viejo amigo Dundas, el capitán del
Edinburgh
, un amigo a quien no podía saludar simplemente inclinando la cabeza o agitando la mano.
Pareces distraído, Jack —dijo Dundas—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué llevas un sombrero hongo y esos horribles pantalones? Si el almirante te ve, te mandará arrestar por ir vestido como un tendero.
Ven conmigo, Hen, y te contaré lo que me pasa —dijo Jack—. La verdad es que estoy distraído. Ayer me ordenaron cargar la fragata con provisiones para seis meses, y desde entonces estoy corriendo de un lado para otro entre estos hombres lentos, reservados y maliciosos sin conseguir la ayuda de un agente de transporte; el oficial de derrota, el condestable y dos suboficiales se han marchado de la fragata, sólo queda un teniente a bordo, y faltan veintiocho marineros para completar la dotación. Respecto a esta ropa, te diré que es la única que tengo, porque Killick ha cogido toda la demás y se la ha llevado a las lavanderas de Gibraltar para que las laven con agua dulce, es decir, toda excepto el uniforme de gala que me pondré para ir a comer con el almirante esta tarde. ¡Oh, Dios mío! Tendré que perder muchas horas y comer comida pesada y que no deseo, cuando no debería perder ni cinco minutos y me conformaría con comer con la mano un trozo de carne fría y una rebanada de pan con mantequilla.
No obstante eso —dijo Dundas—, me alegro mucho de que no hayas llevado a Inglaterra a la pobre
Surprise
para que se quede para siempre en un puerto o algo peor. ¿Sería una indiscreción que me dijeras cuál es tu destino?
No me importa decírtelo —respondió Jack en voz baja—, pero no quisiera que lo supieran muchas personas. Vamos a dar protección a los balleneros. ¡A propósito! Como siempre llevas un montón de libros a bordo de tu barco, tal vez tengas alguno que trate de la pesca de la ballena. No sé nada de eso.
¿En el norte o en el sur?
En el sur.
Tenía un libro de Colnett, pero cometí la estupidez de prestarlo. Sin embargo, puedo hacer algo mejor por ti, Jack, algo mucho mejor. En el peñón hay un hombre llamado Allen, Michel Allen, un experto marino que fue capitán del
Tiger
hasta que hace unos meses sufrió un accidente. Fuimos compañeros de tripulación una vez. Nos saludamos en la alameda hace menos de media hora, y me dijo que ahora está muy bien y que tiene muchos deseos de encontrar un barco. Además, ha navegado con Colnett.
¿Quién era Colnett?
¿No sabes quién era Colnett, Jack? ¡Dios mío!
¿Te lo preguntaría si lo supiera?
Tienes que haber oído hablar de Colnett. Todo el mundo ha oído hablar de Colnett.
¡Qué listo y qué divertido eres, Hen! —exclamó Jack en tono malhumorado.
Es increíble que no hayas oído hablar de Colnett. Tienes que acordarte de él. Justo antes de la última guerra, me parece que en 1792, algunos comerciantes solicitaron al Almirantazgo que uno de sus navíos acompañara a varios balleneros a buscar lugares donde pudieran aprovisionarse de madera, agua y víveres en los mares del sur. El Almirantazgo dejó excedente a Colnett durante un largo período para que los acompañara al mando de la corbeta
Rattler
. Colnett había navegado con Cook cuando era guardiamarina y llevó la corbeta hasta el Pacífico pasando por el cabo de Hornos.
Perdóname, Heneage —dijo Jack—, pero tengo que ir al despacho del comandante del puerto. Ten la amabilidad de esperarme en la taberna de Richardson —dijo, señalando con la cabeza la taberna, cuyo interior oscuro y fresco podía ver a través de la puerta abierta—, bebiendo algo. Te prometo que no tardaré mucho.