No tardó mucho. Al entrar en la gran taberna, que tenía el suelo cubierto de arena, bajó la cabeza para no tropezar con el dintel de la puerta. Su cara estaba más roja de lo habitual y sus azules ojos aún tenían el intenso brillo producido por la ira. Se sentó, bebió una jarra de cerveza y después silbó una melodía.
¿Sabes la letra de esta canción? —preguntó.
Sí —respondió Dundas—. «Te vamos a decir las cuatro verdades, viejo zorro, / maldito seas, comandante del puerto.»
Así es —dijo Jack.
Al mismo tiempo, Stephen decía a Martin:
Ocho cigüeñas más. Y me parece que hay un total de diecisiete.
Diecisiete, sí —dijo Martin, observando la lista que tenía sobre las piernas—. ¿Cuál era esa ave más pequeña que volaba bajo a la izquierda del grupo?
Era una insignificante limosa de cola listada —respondió Stephen.
Una insignificante limosa de cola listada —repitió Martin, riendo alegremente—. El paraíso debe ser como esto.
Tal vez sea menos duro y afilado —dijo Stephen, cuyas descarnadas corvas estaban apoyadas en el borde puntiagudo de una roca caliza—. Según Mandeville, tiene las paredes cubiertas de moho. Pero no piense que me quejo —añadió, poniendo un gesto de satisfacción, muy diferente al gesto malhumorado que tenía habitualmente.
Los dos hombres estaban sentados al borde de la cima del peñón de Gibraltar, bajo un inmenso cielo azul y sin nubes. A la izquierda había un conjunto de rocas grises que descendían casi verticalmente hasta el Mediterráneo; a la derecha se encontraba la lejana bahía llena de barcos; y enfrente estaban los oscuros picos de las montañas de África, que sobresalían de una capa de niebla azulada. Una suave brisa que soplaba del sureste acariciaba sus mejillas mientras numerosas aves cruzaban el estrecho volando despacio en bandadas, unas formando largas filas, otras amontonadas, pero de un modo u otro cruzaban continuamente, y el cielo nunca estaba vacío. Algunas eran enormes, como los buitres negros y las cigüeñas, y otras muy pequeñas, como el cansado baharí que acababa de posar sus rojas patas sobre una roca a menos de diez yardas de distancia, pero, grandes o pequeñas, todas volaban juntas sin que ninguna mostrara animadversión hacia las demás. Algunas bandadas se elevaban describiendo una espiral, pero la mayoría de ellas volaban bajo y pasaban cerca de sus cabezas, tan cerca que en una ocasión ambos pudieron ver los ojos rojizos del buitre leonado y los ojos anaranjados del azor.
¡Ahí va otra águila imperial! —gritó Martin.
¡Ah, sí! —exclamó Stephen—. ¡Dios la bendiga!
Desde hacía tiempo habían dejado de contar las cigüeñas blancas, los halcones de todas las clases, los alfaneques, las águilas más pequeñas, los milanos y los buitres comunes, y ahora sólo se fijaban en las aves más raras. A su izquierda, más allá del baharí, en la grieta de una roca que sobresalía del acantilado, se oyó el agudo grito de un halcón peregrino, un grito con el que probablemente expresaba su deseo; a su derecha, un poco más abajo, se oía el canto de las perdices de Berbería; y el aire estaba impregnado del olor a lavanda, a lentisco y a muchos otros arbustos aromáticos que el sol calentaba.
¡Mire, mire, amigo mío! —gritó Stephen—. ¡Allí va un buitre africano! ¡Por fin he podido ver un buitre africano! Como puede ver, tiene los muslos redondeados y casi blancos.
¡Qué satisfacción! —exclamó Martin, protegiendo del sol su único ojo y siguiendo con él al ave hasta que desapareció al cabo de unos minutos—. Hay un ave casi tan rara justo encima de su fragata.
Stephen dirigió su telescopio de bolsillo hacia el ave y dijo:
Creo que es una grulla, una grulla solitaria. ¡Qué extraña!
Luego enfocó el alcázar de la
Surprise
y vio a Jack caminando de un lado a otro como Ajax, y agitando los brazos en el aire.
Parece que está muy enfadado —murmuró, pero sin asombro, pues había visto a muchos capitanes ponerse así cuando hacían los preparativos para un viaje. Pero no había visto a muchos tan enfadados como estaba ahora el capitán Aubrey, a quien Calamy, atemorizado, con la cara color púrpura y sin aliento, acababa de comunicarle que el doctor Maturin le había encargado que le presentara sus respetos, pero que no había querido regresar.
¡No quiso regresar! —gritaba el capitán Aubrey—. ¡Maldita sea!
Dice que hoy tal vez no coma en todo el día —dijo Calamy con voz temblorosa.
¿Cómo se atreve a traerme este mensaje, desdichado? ¿No sabe que en un caso así tiene usted que insistir y explicar las cosas?
Lo siento mucho, señor —dijo Calamy.
A sus doce años, Calamy tenía suficiente prudencia para no decir que había insistido y había explicado las cosas hasta que el doctor le dio una bofetada y le amenazó con hacerle algo peor si no se iba y dejaba de atemorizar a las aves. Además, el doctor le acusó de que con sus gestos, según él innecesarios, había asustado a tres torillos andaluces que estaban a punto de posarse en tierra, y después le había preguntado que si le habían enseñado a hablar así a sus mayores y que si sabía lo que eran la vergüenza y el respeto. En ese momento bajó la cabeza y el capitán le preguntó si no sabía que un oficial nunca debe desistir de su propósito al oír respuestas como ésas de hombres que, por muchos conocimientos y virtudes que tengan, son civiles.
Pero Jack no tenía paciencia para dar largos sermones, y mucho menos ahora, cuando cada minuto que pasaba era importante. Entonces se interrumpió, miró a proa y a popa tratando de recordar quién estaba a bordo de la fragata y quién no.
Digan al sargento James que venga —ordenó y luego, cuando llegó el sargento, dijo—: Escoja a los cuatro infantes de marina más ágiles y vaya rápidamente con ellos y con Bonden hasta la cima del peñón. El señor Calamy le indicará el camino. Y tú, Bonden, si puedes, explica al doctor el asunto de modo que pueda entenderlo un civil. Espero ver al doctor aquí a las dos. Killick le tendrá preparado su mejor uniforme.
Cuando sonaron las cuatro campanadas en la guardia de tarde, o sea, cuando los relojes de la ciudad dieron las dos, Jack estaba sentado delante de un pequeño espejo en su cabina y se disponía a ponerse al cuello una corbata recién lavada, una corbata del tamaño del ala de una juanete. Entonces oyó en la cubierta unos golpes como los producidos por varios fardos al caer, y luego que Killick, con su inconfundible voz chillona (una mezcla de la de niñera experimentada y amargada y la de marinero grosero y mascador de tabaco), gritaba algo en tono indignado y blasfemaba. Poco antes de las cinco campanadas subió a la cubierta con su espléndido uniforme de gala, la medalla del Nilo en la solapa, el broche de diamantes turco en el sombrero con cintas doradas y el sable de cien guineas que le había regalado la Asociación Patriótica. Allí había encontrado a Stephen, que llevaba un excelente uniforme que rara vez usaba pero que parecía ordinario comparado con el suyo, y tenía un gesto adusto. La falúa de la fragata estaba junto al pescante de estribor, y sus tripulantes tenían puestos inmaculados pantalones blancos, jerséis a rayas y sombreros de paja de ala ancha. El timonel del capitán ya se encontraba junto al timón, y a su lado estaba el guardiamarina Williamson. Los grumetes que ayudaban a bajar por el costado se habían colocado en el pasamano y el contramaestre y sus ayudantes estaban preparados para dar órdenes. Aquello era una pérdida de tiempo, pero, indudablemente, perder tiempo haciendo actos ceremoniosos, como, por ejemplo, las salvas por la restauración del rey Carlos o por la fallida Conspiración de la Pólvora, era necesario para dignificar la Armada. Jack miró hacia el puerto y vio que navegaban en dirección al
Caledonia
las falúas de todos los navíos de su majestad y, además, la falúa del comandante del puerto, que acababa de zarpar del muelle. Miró sonriente a Stephen, que le echó una mirada furibunda, y dijo:
Adelante, Macbeth.
Macbeth salió inmediatamente del pasamano de babor, donde estaba de pie junto al cabo de una polea, preparado para realizar las tareas que era preciso hacer en la fragata después que acabara la ceremonia, y al llegar frente a su capitán, juntó sus pies planos, huesudos, enrojecidos y descalzos, se quitó su gorra azul y preguntó:
¿Qué desea, señor?
No, no, Macbeth, no te llamaba a ti —dijo Jack—. En realidad, debería haber dicho Macduff…
¡Macduff! —gritaron los marineros por todo el barco—. ¡Macduff! ¡Que venga Sawny Macduff al alcázar!
¡No, no! —gritó Jack—. ¡No le llamen! Lo que quería decir es que los oficiales pueden bajar por el costado cuando quieran.
Stephen no atemperó su ira por eso y no dejó de murmurar mientras le bajaban a la falúa detrás del guardiamarina. Jack bajó después entre los pitidos de los silbatos de plata.
* * *
El comandante general, debido a su repentina benevolencia, había invitado a un asombroso número de personas; y por esa razón, cuando Stephen se sentó al final de la mesa, quedó encajado en el espacio que había entre el pastor del
Caledonia
y un caballero de chaqueta negra, recién llegado, que iba a ser auditor interino en algunos casos delicados que iban a ser juzgados por un consejo de guerra. Pero aquel banquete, a pesar de no ser agradable porque había demasiados invitados, tenía la ventaja de que en él los hombres de menos categoría estaban separados de los almirantes por un grupo tan grande de capitanes de navío que podían hablar a sus anchas, como si no estuvieran presentes los dioses del Olimpo, y ahora conversaban animadamente.
El abogado parecía un hombre instruido y conversador. Stephen le preguntó cómo se debía tramitar ante un tribunal de la Armada un pleito entablado entre dos miembros de ella de rango muy diferente por despotismo y abuso de poder, como, por ejemplo, un pleito entre un comandante general autoritario que, con ayuda de un cómplice, un capitán de navío, acosara a un inocente subordinado. Quería saber si podía tramitarse ante un tribunal formado por los oficiales de la base naval donde se encontraban o si había que hacerlo ante el gobernador o el Tribunal Supremo o ante el Alto Tribunal del Almirantazgo.
Bueno —dijo el abogado—, si el acoso sucede en la mar, en un río o en un terreno donde haya bastante agua, el Alto Tribunal del Almirantazgo tiene autoridad para resolver el caso.
Dígame, por favor, señor, ¿cuánta agua debería haber en ese lugar? —preguntó Stephen.
¡Oh, mucha, mucha! Un juez del Almirantazgo tiene aptitud legal para resolver casos que ocurren en mares, ríos, arroyos, puertos, terrenos pantanosos o cubiertos por el agua en la pleamar y la costa o las riberas adyacentes, es decir, en lugares en que hay mucha agua.
En ese momento Stephen se dio cuenta de que el señor Harrington, que se encontraba a cierta distancia de él al otro lado de la mesa, le miraba sonriendo y sosteniendo en alto su copa.
¡A su salud, doctor Maturin! —exclamó, haciendo una inclinación de cabeza.
Stephen también sonrió e hizo una inclinación de cabeza y después bebió un sorbo del vino con que un infante de marina de respiración entrecortada había llenado su copa hasta el borde. Era el mismo vino de Sillery que Jack había bebido el día anterior y le sentó muy bien.
¡Este vino es delicioso! —exclamó Stephen, sin dirigirse a nadie en particular—. Pero no es inofensivo —añadió y se bebió despacio el resto de la copa.
Puesto que había una gran confusión en la fragata, sólo había desayunado una taza de café, y cuando subió al peñón, se había dejado en la cabina un frasco con negus
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frío y unos sándwiches que ahora se estarían comiendo las ratas y las cucarachas. Estaba acostumbrado a comer dos horas antes, y se había sentido muy mal al final de la mañana porque tenía calor, estaba cubierto de polvo y le habían forzado a hacer las cosas deprisa. Hasta ahora lo único que había comido era un pedazo de pan, y el vino le hizo efecto mucho antes de que la copa estuviera vacía. Experimentó primero una sensación de turbulencia en la cabeza y luego una de bienestar, y después sintió deseos de divertirse con las personas que le rodeaban. Entonces dijo para sí: «
Quo me rapis
? Sin duda, esto anula la voluntad. Pero Júpiter hizo a Héctor atrevido y tímido, de modo que unas veces era atrevido y otras tímido, y por eso su comportamiento heroico no tiene mérito ni su cobarde huida es vergonzosa. Baco ha logrado hacer de un misántropo como yo un ser sociable… Sin embargo, yo había sonreído y hecho una inclinación de cabeza antes, o sea, que al menos hice los gestos que indican amabilidad, y, por lo que he visto, en muchas ocasiones la imitación termina por convertirse en una realidad». Advirtió que el caballero que estaba sentado junto a él hablaba de las curiosas diferencias que había entre las leyes inglesas.
… y lo mismo ocurre con las cosas confiscadas —dijo—. Si un coche está en movimiento, aunque sea casi imperceptible, y un hombre que salta a él no logra poner el pie en el pescante y muere, el rey confisca el coche y todo lo que contiene, pero si un coche está detenido y un hombre sube, por ejemplo, por la rueda, y se cae y muere, sólo confisca la rueda. Por otro lado, si un barco que causa la muerte de un hombre está a la deriva, el rey embarga el barco solamente, pero si está gobernado por alguien, también embarga el cargamento, siempre que se encuentre en el ámbito del derecho civil, pues en alta mar, amigo mío, se juzgan las cosas según un código muy distinto.
Confiscación… —dijo el pastor, que estaba sentado a la derecha de Stephen—. Al patrón de un hermano mío que vive en Kent, el rey le cedió el derecho de confiscar todo lo que cause la muerte de una persona accidentalmente en el señorío de Dodham, y me enseñó un ladrillo que le había caído en la cabeza a un albañil, una pistola que había explotado cuando la dispararon y un toro furioso cuyo dueño no quería rescatarlo porque tenía que pagar mucho dinero. Además, me dijo otra cosa muy curiosa sobre la confiscación: si un niño se cae de una escalera y muere, el rey no la confisca, pero si el que muere es el padre, sí.
Es cierto —dijo el abogado—. Según Blackstone, la razón es que en los tiempos en que imperaba la superstición de los papistas se creía que los niños eran incapaces de cometer pecados y que, por tanto, no era necesario pagar por celebrar misas por ellos con el dinero que las cosas confiscadas proporcionaban. Sin embargo, otras autoridades en…
Stephen dejó de prestarles atención hasta que el pastor le tocó el brazo y dijo: