Como te dije, un piloto borracho hizo encallar la fragata en un banco de arena en medio de este río cuando la marea había terminado de subir, y aunque tiramos de ella con todas nuestras fuerzas, no pudimos desencallarla. La fragata tampoco pudo moverse cuando volvió a subir la marea, que, a pesar de que subió mucho, no alcanzó una altura suficiente para hacerla salir del lecho arenoso y cenagoso. Después de esa pleamar, no hay posibilidades de que salga de allí hasta que cambie la luna, pues hasta entonces la marea no subirá al nivel máximo. Esa idea es tranquilizadora, pero cada día que pasa nuestra presa se aleja cien o doscientas millas, una presa de cuya captura depende la felicidad, el éxito profesional y la reputación de Jack. Por otra parte, nadie tiene la seguridad de que la siguiente marea que llegue al nivel máximo pueda resolver nuestro problema. Sin embargo, desde entonces hasta ahora no he oído a Jack quejarse ni gritar «¡Maldita sea!» ni otras blasfemias peores que frecuentemente se oyen en la mar y que él usa a menudo incluso en ocasiones en que no ocurre nada importante. Naturalmente, les ha exigido a todos que trabajen muy duro durante todo el día, ya que tuvieron que llevar a la orilla los cañones y las incontables toneladas de provisiones y pertrechos, tuvieron que excavar un canal cuando la marea estaba más baja para que la fragata saliera con más facilidad cuando llegara el momento esperado y tuvieron que volver a montar el timón, pero no oí a ninguno protestar ni blasfemar. Lo más curioso es que la tranquilidad de Jack ha sorprendido tanto a los marineros que se han puesto nerviosos y hacen su trabajo con diligencia. Lo mismo nos ocurrió a Martin y a mí. Durante los primeros días, había que aligerar la fragata rápidamente para que no se hundiera ni se partiera, ya que la parte central era la que se había quedado hundida en el banco debido al movimiento de la marea. Puesto que todos los marineros experimentados estaban transportando los cañones, Jack nos encargó a Martin, al contador y a mí que nos ocupáramos de remolcar grandes toneles a la orilla con el chinchorro, y tenía una expresión impasible y nos miraba tan serio mientras íbamos y veníamos que nos sentíamos como si fuéramos escolares. Pero después de esos primeros días, cuando teníamos las manos sangrientas y tal vez la columna vertebral dañada para siempre, nos dejó descansar porque ya no había que hacer más trabajos que no requiriesen determinada habilidad, y debo admitir que las últimas semanas han sido muy agradables. Éste es el único río que he visto en la zona tropical que no está infestado de mosquitos, aunque hay cerca algunos pantanos grandes, en los cuales abundan las aves zancudas (imagínate una cuchareta roseata si puedes, amor mío). Además, en ambas orillas hay una espesa vegetación. Rara vez he visto a un hombre más contento que mi amigo Martin, que asegura que merecía la pena hacer este viaje aunque sólo fuera por ver los coleópteros y que no sólo ha recogido gran cantidad de insectos raros sino que también ha visto una boa, que era una de sus ambiciones. Una vez estábamos caminando por un claro del bosque hablando del jaguar y los dos caímos al suelo al tropezar con algo que al principio me pareció una pesada rama o una liana, pero vi que la liana se retorcía y me di cuenta de que en realidad era una enorme serpiente que se había caído de un árbol. Pero la serpiente estaba muy asustada, casi enloquecida, y trató de escapar dando coletazos en todas direcciones. Vi a Martin cogerla por la parte de abajo de la cabeza con las dos manos y le dije que eso era una imprudencia. Quizá también debería haberle recordado lo que le ocurrió a Laoconte, pero la serpiente me dio un coletazo debajo de la barbilla y no pude hablar. Entonces él, jadeando, dijo que era una boa, que las boas no eran agresivas y que no iba a hacerle daño sino a ver los vestigios de las patas traseras, y que después la soltaría. Pero la pobre criatura recobró el juicio en ese momento y de un salto (si esa palabra puede usarse para describir el movimiento de un reptil tan largo y grueso) se le escapó de las manos, cayó en un árbol y subió por él como un torrente invertido y no volvimos a verla. Por su aspecto brillante y su miedo, creo que acababa de mudar la piel.
Pero lo que más vemos todos los días son ejemplares del reino vegetal, y eso me recuerda las hojas de coca que el viajero peruano me dio. Cuando las hojas se mascan hechas una bola con cal la mente se agudiza extraordinariamente y uno experimenta bienestar y no siente hambre ni cansancio. Tengo guardado un paquete de hojas bastante grande, porque pienso que me ayudarán a quitarme un mal hábito. Seguramente habrás notado que tomaba láudano, o sea, tintura de opio, cuando tenía insomnio u otros males, y que lo hacía cada vez con más frecuencia. No creo que haya abusado del láudano ni que tenga adicción a él, pero a veces siento necesidad de tomarlo, aunque no es tan imperiosa como la de fumar. Me gustaría liberarme de él y confío en que estas maravillosas hojas serán eficaces para ello. Su poder me ha sorprendido. Voy a adjuntar algunas a la carta para que las pruebes. Durante estos días en que todos estábamos ansiosos y trabajábamos tan duro, se las ofrecí a Jack, pero dijo que si le quitaban el sueño y el hambre no las quería, ya que en un momento crítico como éste necesitaba dormir y comer y que no tomaría ninguna medicina por nada del mundo hasta que la fragata volviera a flotar.
Ahora está a flote y en perfectas condiciones y tiene muy buen aspecto. La sacaron del banco o, mejor dicho, del islote, anoche, cuando subió la marea, pero al hacerlo perdieron un ancla y tardaron tanto en recuperarla que han tenido que esperar a que volviera a subir la marea para que el extraordinario señor Lopes (Dios le bendiga) la guíe hasta alta mar. Iba a añadir «si llega a tiempo», pero cuando iba a escribirlo, vi su lancha avanzando por el río. Ahora está a bordo y cuando se vaya, después de llevar la fragata al otro lado del banco de arena, le entregaré la carta.
¿Debo entregársela? —se preguntó en voz alta.
El tono de la carta le parecía incorrecto e incluso ofensivo. Era un tono que indicaba que no tenían problemas y, puesto que eso no era cierto, hacía parecer la carta artificial y falsa. La arrugó mientras miraba la elegante fragata, que salía del espantoso islote y entraba en el canalizo, y en ese momento vio alejarse una lancha de su costado, la lancha que le llevaría a él hasta allí, y pensó que tal vez no volvería a bajar a tierra hasta llegar a un lugar lejano en el Pacífico, así que volvió a alisarla y añadió: «Sólo Dios sabe cuándo esta carta llegará a tus manos, pero sea temprano o tarde, recibe con ella todo mi amor».
La
Surprise
se había retrasado dieciséis días. Aunque probablemente la
Norfolk
navegaba hacia el sur con poco velamen desplegado; para conservar sus pertrechos, sus palos y sus velas no podría avanzar a menos de cinco nudos con los vientos alisios del sureste, y a pesar de que hubiera arrizado las gavias durante la noche, ya habría adelantado a la
Surprise
dos mil millas. Por tanto, el capitán de la
Surprise
tenía mucha prisa, y en cuanto el piloto se fue, desplegó gran cantidad de velamen. Esa situación no era inusual, pues durante casi toda su carrera, cuando el capitán navegó en esa fragata, tuvo poco tiempo para el viaje, y tener prisa era normal para él (tener tiempo libre en la mar era extraño e inquietante). A pesar de que Jack tenía prisa, no quería hacer navegar la fragata al límite de sus posibilidades, corriendo el riesgo de que su jarcia se desprendiera, como había hecho otras veces cuando perseguía una presa que estaba a poca distancia o en el horizonte y cuando podía perder un mastelero sin sentir remordimientos. En realidad, tenía la intención de llevarla casi a ese límite, pero sabía que en las costas del océano Pacífico, adonde se dirigía ahora, no encontraría ningún lugar donde comprar pertrechos, y mucho menos un astillero. Una vez más dio gracias a Dios por tener dos oficiales como Pullings y Mowett, que la harían navegar de día y de noche con la misma rapidez.
Ahora podemos volver a sentirnos como auténticos marinos —dijo con gran satisfacción cuando la fragata salió al Atlántico Sur navegando de bolina con el viento del noreste, un viento que ya no traía ningún olor de la costa, un viento realmente marino—. Y tal vez podamos conseguir que la fragata deje de tener el aspecto de un barco que va al desguace. Detesto tener que navegar bordeando la costa —dijo, mirando hacia Brasil, que ahora era sólo una oscura franja sobre el horizonte por el oeste (aunque todavía estaba lo bastante cerca para que fuera un peligro si se encontraba a sotavento)—. «Si navego por el ancho mar, no me importa que las olas sean tan grandes y fuertes que besen la luna» —dijo, recordando las palabras que había dicho Mowett, pero pensó que eso parecía un desafío al destino y se sujetó a un puntal y añadió—: Estoy hablando metafóricamente, claro.
Jack no era uno de los capitanes modernos que se preocupaban exageradamente por la limpieza y pensaban que un barco de primera clase era aquel en el cual los masteleros se colocaban cinco segundos más rápido que en los demás en el puerto, en el cual innumerables objetos de bronce brillaban más que el sol a todas horas e hiciera el tiempo que hiciera, en el cual los guardiamarinas tenían que usar estrechos calzones, sombreros de dos picos y botas con borla y ribetes dorados, especialmente apropiadas para arrizar gavias, y en el cual las balas que estaban colocadas en las chilleras se ennegrecían cuidadosamente y los aros negros que servían para sujetar las bandejas a la mesa se frotaban con arena hasta que quedaban blancos como la plata. Sin embargo, le gustaba que los objetos de bronce que la
Surprise
tenía brillaran y que la pintura siempre estuviera en buenas condiciones. Al primer oficial eso le gustaba todavía más, y, curiosamente, los marineros que tenían que trabajar para conseguirlo estaban totalmente de acuerdo con ellos, tal vez porque estaban acostumbrados a hacer ese trabajo y se enorgullecían de él, a pesar de que tenían que empezar a frotar la cubierta con arena y piedra arenisca mucho antes del amanecer y de desayunar, y de que, como en este caso, corrían peligro al pintar determinadas partes de la fragata mientras cabeceaba con fuerza entre las grandes olas del Atlántico, con cuatro timoneles sujetando el timón y todos los marineros preparados para cualquier emergencia. Pero eso no pasaba a menudo, pues, en general, encontraron vientos tan flojos como los que habían encontrado al principio del viaje, y más de un marinero miraba de reojo a Hollom de vez en cuando, pensando que era un Jonás que evitaba que el viento fuera fuerte, a pesar de que tuvo éxito en su incursión en el terreno del condestable.
La
Surprise
avanzó hacia el sur a la mayor velocidad posible, propagando el olor a pintura fresca por sotavento, y tan pronto como la pintura más delicada se secó, empezó a propagar también el olor a pólvora. Era extraño que después de pasar revista los marineros no hicieran prácticas de tiro, al menos con las armas ligeras, o sacaran y guardaran los cañones. En opinión de Jack, era mejor hacer las prácticas cuando hacía peor tiempo, ya que uno no tenía la seguridad de que fuese a encontrarse con el enemigo cuando el mar estuviera en calma y era conveniente que los marineros aprendieran a mover los cañones de cinco quintales por la cubierta inclinada antes de que necesitaran hacerlo. Tenía dos motivos para ordenar hacer prácticas constantemente. El primer motivo era que amaba la vida. Era un hombre optimista, tenía el hígado y la mente en buenas condiciones y, a menos que la suerte le tratara muy mal (lo que ocurría a veces), siempre se despertaba contento y con la esperanza de pasar un buen día. Quería vivir tanto como pudiera y pensaba que la mejor manera de asegurarse de eso en una batalla era disparar tres andanadas cuando el enemigo disparaba dos, y dispararlas con precisión. El segundo motivo estaba estrechamente relacionado con el primero y era que pensaba que un barco de primera clase era aquel en el cual había marineros fuertes y competentes que podían hacer maniobras y disparar más rápido que el enemigo; y en el cual había armonía, es decir, un barco cuya tripulación era eficiente y tenía probabilidades de ganar a un enemigo no demasiado potente.
La fragata siguió navegando hacia el sur, grado tras grado, empujada por la cálida corriente de Brasil, y cuando aún no había llegado al trópico de Capricornio, ya todos se habían adaptado otra vez a la vida rutinaria que se llevaba en un barco de guerra, una vida marcada por campanadas. Ahora tenía muy buen aspecto, debido a la pintura nueva y a que las placas de cobre que cubrían los costados habían sido pulidas cuando estuvo involuntariamente varada, y llevaba desplegadas las finas velas de buen tiempo. Daba gusto verla navegar velozmente con las alas extendidas y con la luz del sol por la popa. Los guardiamarinas estaban aprendiendo el aoristo, el ablativo absoluto y elementos de trigonometría, pero no mostraban entusiasmo por ninguna de esas cosas sino por ayustar con Bonden y aprender a hacer extraños nudos con Doudle
El Rápido
, un hombre que nunca les explicaba nada porque no sabía expresarse, pero que repetía cómo hacerlos una y otra vez con enorme paciencia, sin decir ni una palabra, y en ocasiones pasaba la punta de un estay por un lazo diez veces seguidas. No veían a Martin durante el resto del día, y a veces les parecía que tenía tantas ganas como ellos de dejar de hablar de senos, tangentes y secantes. Martin estaba ordenando su colección de coleópteros de Brasil, que había recogido muy deprisa, y hasta ahora no se había dado cuenta de que había conseguido muchos ejemplares de especies e incluso familias nuevas. Stephen y él esperaban pasar varios meses muy tranquilos y felices clasificando esas criaturas, aunque Stephen no tenía tanto interés como él por los insectos y sus obligaciones (y también su deseo de ver cualquier pájaro o cualquier ballena que se acercaran a la fragata) le impedían dedicar tiempo a ello.
A Stephen cada vez le gustaba menos Higgins como ayudante. Sin duda, Higgins era un experto en sacar muelas, pero no sabía nada de medicina ni de cirugía, y además de no saber nada, era atrevido y descuidado. Por otro lado, abusaba de la credulidad de los marineros, y aunque a veces era útil engañarles o darles un placebo, el beneficio que ambas cosas producían a los pacientes no justificaba que Higgins las hiciera con tanta frecuencia. Además, había empezado a obtener dinero ilícitamente de los marineros (a veces sacándoles anguilas, ratones y tijeretas), tanto de los que realmente estaban enfermos como de los que fingían estarlo para permanecer un tiempo en la enfermería y tomarse un descanso. Por eso Stephen decidió atender a los pacientes personalmente y dejar que Higgins sólo les sacara muelas, aunque sabía que así no pondría fin a su consulta privada o, mejor dicho, secreta, porque conocía perfectamente a los marineros; pero al menos podía evitar que les envenenara, y podía guardar bajo llave los medicamentos más peligrosos. Atendía a los marineros por la mañana y luego les visitaba cuando hacía la ronda de la enfermería con Jack. Por otro lado, cuando pedían turno para verle, los oficiales consultaban al ayudante encargado de la enfermería, aunque no todos lo hacían así, sobre todo sus compañeros de la cámara de oficiales. Por eso no le sorprendió oír que llamaban a la puerta pocos días después de salir de Penedo, y pensó que algunos de ellos tenían problemas digestivos debido a la gran cantidad de tortuga y de frutas tropicales que habían comido. Sin embargo, los que llamaban no eran ellos sino la señora Horner, que había aprovechado que todos los marineros estaban en cubierta hablando con los tripulantes de un mercante procedente del río de la Plata para ir a verle. Cuando Stephen le dijo que sería mejor que la examinara en su cabina y en presencia de su esposo, ella dijo que no quería y que tampoco deseaba que estuvieran presentes la señora Lamb ni la esposa del sargento de infantería de marina. No fue necesario hacerle un examen muy largo, pues lo que le ocurría era que estaba embarazada, como ella ya sabía desde que cambió la luna por última vez. Cuando Stephen se lo comunicó, ella dijo: