Sí. Y Horner no es el padre. Ya sabe usted cuál es su problema, doctor, porque él me dijo que se lo había contado. Él no es el padre y cuando se entere de la verdad, me matará. Es un hombre terrible. Si no puedo deshacerme del niño, me matará —dijo y, después de una larga pausa, murmuró—: Me matará.
Lo siento mucho —dijo Stephen—. No voy a fingir que no sé lo que usted quiere que haga, pero no puedo hacerlo. Haría cualquier cosa para ayudarla, pero no eso. Debe intentar…
Guardó silencio porque no se le ocurrió nada que decir y miró al suelo. Entonces sintió sobre sí el peso de la amargura y la decepción de la señora Horner.
Le conozco bien —susurró la señora Horner—. Me matará.
Después de unos momentos se serenó y su aspecto mejoró. Entonces se puso de pie, se alisó el delantal y en su rostro juvenil se reflejó la tristeza.
Antes que se vaya tengo que decirle dos cosas. Una es que interrumpir el natural desarrollo de esto es muy peligroso, y la otra es que a veces lo interrumpe la propia naturaleza, pues uno de cada diez embarazos termina en aborto. Espero que venga a verme al menos una vez a la semana. Es posible que sienta algunas molestias y que haya que modificar el nivel de los humores del cuerpo.
Era evidente que ella apenas le había prestado atención, aunque hizo una reverencia cuando él terminó de hablar, y cuando cruzaba la puerta murmuró:
Me matará.
«Tal vez lo haga», pensó Stephen unos minutos después, cuando subió a la cubierta para olvidarse de la mala impresión que le había causado la entrevista y enterarse de lo que contaban los tripulantes del mercante, y vio en el pasamano, a pocos pies de allí, al condestable, que era un hombre robusto y de brazos largos, tenía un gesto adusto y era propenso a enfurecerse por cosas sin importancia. Stephen llegó demasiado tarde a la cubierta, llegó cuando todos se despedían cortésmente de los tripulantes del mercante, que ya se encontraba separado de la fragata por una franja de azules aguas jaspeadas de blanco de un cuarto de milla de ancho. Sin embargo, Pullings le comunicó que les habían dado malas noticias: la
Norfolk
no había hecho escala en el río de la Plata, lo que hubiera permitido a la
Surprise
acercarse a ella algunos cientos de millas más, sino que había continuado navegando. El capitán de un mercante que había salido de Montevideo la había visto cerca de los 40° S, lo que seguramente significaba que aumentó su velocidad porque encontró vientos más fuertes.
Ahora nuestra única esperanza es encontrar algún barco cuyos hombres la hayan visto repostando en algún lugar como, por ejemplo, Puerto Deseado, antes de pasar el cabo de Hornos —dijo Pullings—. Si no es así, tendremos que seguirla más allá del cabo y sólo Dios sabe si podremos encontrarla.
Pero el señor Allen conoce los lugares que frecuentan los balleneros ingleses, y, sin duda, la misión de la
Norfolk
es perseguirlos.
Sí, pero desde hace algunos años los balleneros frecuentan muchos más caladeros al sur y al oeste, y si no la encontramos cerca de la costa, en aguas próximas a Chile, Perú, las islas Galápagos, México o California, que son las que el oficial de derrota conoce bien, es muy difícil que la encontremos tres mil millas o más al oeste, en medio del inmenso océano, donde no hay rutas comerciales y, por tanto, no hay mercantes que puedan verla ni hay puertos en los que puedan darnos información sobre ella. Nos haría falta mucha suerte para encontrarla allí, y en este maldito viaje no hemos tenido mucha.
La fragata continuó navegando hacia el sur, pero no volvió a encontrar ningún barco. Siguió avanzando día tras día, semana tras semana, por las tranquilas y solitarias aguas. Los vientos eran flojos y variables, y a veces desfavorables. Durante tres noches seguidas Jack soñó que estaba montado en un caballo que se reducía de tamaño poco a poco y llegaba a ser tan pequeño que él tocaba el suelo con los pies, y que entonces la gente le lanzaba miradas de reproche e incluso de desprecio; después se despertaba angustiado y sudoroso.
Cada día el viento y el mar eran un poco más fríos y el sol subía un grado menos a mediodía. Ya los guardiamarinas podían medir la altitud del sol perfectamente, y Jack lo había comprobado con suma satisfacción porque revisaba diariamente los cálculos que hacían para determinar la posición de la fragata al sur del ecuador y al oeste de Greenwich, pero, además de eso, a veces les llamaba para que recitaran fragmentos de alguna oda en latín (ahora estudiaban poemas de Horacio) o declinar una palabra griega.
Si se ahogaran mañana —dijo a Stephen—, sus padres no podrían decir que yo no me he ocupado de ellos como debía. (Cuando yo era un muchacho, a nadie le importaba un comino si yo hacía bien o mal mis deberes, y en cuanto al latín y el griego…
Además, Jack a menudo les invitaba a comer alternativamente, de modo que casi siempre desayunaba con él el guardiamarina que hacía la guardia de alba y comían con él uno o dos más. En este largo viaje había tiempo, mucho tiempo para que el capitán y los oficiales se invitaran a comer asiduamente, como era su costumbre, y la secuencia de invitaciones se volvió monótona. El capitán comía con los oficiales en la cámara de oficiales; los oficiales comían con el capitán en la cabina alternativamente; uno o dos guardiamarinas siempre comían con los dos grupos. Mientras la fragata avanzaba más hacia el sur, peor era la comida. Las provisiones de su propiedad eran cada vez más escasas, aunque ambos cocineros hacían su trabajo lo mejor que podían. Todavía
Poncio Pilatos
, el gallo de la cámara de oficiales, cantaba cada mañana cuando subían los gallineros al alcázar y provocaba que ocasionalmente las gallinas pusieran huevos, y todavía la cabra
Aspasia
daba suficiente leche para tomar con el sagrado café del capitán, pero habían matado el último cordero al cruzar el paralelo cuarenta (lo habían trasquilado por su propio bien al cruzar el ecuador y ya no podía soportar el frío en esa zona). Por esa razón, un día en que Jack había invitado a comer al pastor la carne de cerdo salada sustituyó al cordero. Jack se disculpó por el cambio, ya que le había invitado a comer cordero, pero Martin dijo:
No tiene importancia, no tiene importancia. Esta es la mejor carne de cerdo salada que he comido en mi vida, porque está preparada con algunas hierbas de las Indias Orientales. Y aunque me hubiera ofrecido las gachas que se comen para hacer penitencia, me parecería una comida espléndida. ¡Esta mañana a las ocho y media he visto un pingüino por primera vez en mi vida! Era un pingüino macho, según el doctor. Nadaba junto a la fragata con tanta rapidez y agilidad que parecía que volaba.
La
Surprise
estaba próxima a una zona en la que los océanos Pacífico, Atlántico e Indico se unían para formar una corriente que daba la vuelta al mundo y en la cual vivían numerosos animales comunes a todos los mares del sur. De repente cambiaron el color, la temperatura e incluso el movimiento del mar, y aunque todavía no había posibilidades de ver los grandes albatros, era probable que pudieran verse fardelas, petreles azules, falaropos y, naturalmente, muchos pingüinos. El día siguiente a este cambio, Martin y Stephen salieron de sus cálidos coyes tan pronto como oyeron en la cubierta, justo por encima de sus cabezas, el conocido ruido de la piedra arenisca, un sonido que se sentía más que se oía, pues hacía vibrar las cuadernas y los cabos tensos. Fueron a la cámara de oficiales, donde el despensero les dio un cuenco con una papilla hecha con avena, un poco más líquida que las gachas. Martin se había lavado y afeitado a la luz de una vela, pues hasta ese momento no apareció la primera luz grisácea por el este. Honey fue hasta allí desde la empapada cubierta con los pies descalzos y enrojecidos por el frío para ponerse las medias y los zapatos; les dijo que los marineros terminarían de secar la cubierta en cinco minutos y que la llovizna de la noche había cesado.
El viento sopla del noreste y el mar está agitado. Como todavía hace mucho frío, ¿por qué no esperan a subir a la cubierta hasta después de desayunar? Por el olor, parece que habrá bacalao.
Ambos dijeron que preferían estar en la cubierta antes de que llevaran los coyes allí y los metieran en las batayolas, porque eso taparía parte de la vista, y que subirían tan pronto como estuvieran secas.
¡Oh, señor, señor! —gritó Calamy, que bajó corriendo y también tenía los pies descalzos—. ¡Hay una ballena gigantesca junto a la fragata!
Efectivamente, junto a la fragata había una enorme ballena, una ballena azul, con su enorme cabeza cuadrada cerca del pescante de proa y el final de su oscuro cuerpo cerca del alcázar. Probablemente medía setenta y cinco u ochenta pies y, a juzgar por su grosor, era muy fuerte, y a su lado la fragata parecía frágil. Tenía la parte superior de la cabeza y todo el lomo fuera del agua. En ese momento resopló e hizo subir un grueso y blanco chorro de agua con la punta curvada hacia delante en menos tiempo que un hombre puede contar hasta tres, y después de una pausa se hundió durante el doble de ese tiempo. Volvió a sacar la cabeza y a echar otro chorro de agua, y mientras avanzaba junto a la fragata moviendo ligeramente su cola potente y dispuesta en un plano horizontal, inspiraba y echaba chorros de agua una y otra vez. Estaba muy cerca de la fragata, y podía verse su cuerpo por debajo del agua grisácea y transparente. Todos estaban alineados en el pasamano contemplándola extasiados y silenciosos.
De las de esta clase se pueden obtener ochenta barriles quizá noventa —dijo el oficial de derrota—. Generalmente van solas.
No parece asustada —susurró Stephen.
No. Probablemente sea sorda. He visto algunas sordas y otras ciegas de los dos ojos, aunque se desenvolvían bien. Tal vez le guste estar acompañada. A veces parece que a las que están solas les gusta eso, como a los delfines. De un momento a otro se sumergirá, porque ya ha echado bastantes chorros de agua y…
Entonces un tiro de mosquete hirió el silencio y le hizo interrumpir su explicación. Stephen miró hacia el extremo del pasamano y vio al sargento de infantería de marina, que aún llevaba el gorro de dormir y tenía el mosquete humeante en la mano, riendo como un loco. La ballena sumergió la cabeza de modo que el agua formó borbotones a su alrededor, arqueó su enorme lomo, elevó la cola por encima de la superficie y la mantuvo así unos momentos hasta que desapareció bajo el agua. Stephen miró hacia la proa para que no se notara su furia y en el pasamano vio a alguien que casi nunca estaba allí a esa hora del día ni a ninguna otra: la señora Lamb, la esposa del carpintero. Ella había esperado a que se rompiera el silencio y en ese momento corrió hacia él.
¡Doctor, por favor, venga enseguida! ¡La señora Horner se encuentra muy mal!
Era cierto que se encontraba muy mal. Estaba doblada en su coy, aguantando la respiración para resistir el dolor; el pelo le cubría las mejillas, y tenía la cara amarilla y cubierta de sudor. En una esquina estaba el condestable con una expresión asustada y la esposa del sargento de infantería de marina estaba arrodillada junto al coy y repetía:
Tranquila, amiga mía, tranquila.
Stephen no se había acordado de la señora Horner esa mañana, pero en cuanto entró en su cabina comprendió lo que le había ocurrido tan bien como si ella se lo hubiera contado: había intentado abortar. Era evidente que la señora Lamb lo sabía y que los demás no, y que la señora Horner, además de en sus convulsiones y en su agonía, pensaba en la forma de hacerles salir de allí.
Necesito luz, aire, dos palanganas con agua caliente y toallas —dijo en tono autoritario—. La señora Lamb me ayudará, pero no hay espacio para nadie más aquí.
Después de examinarla rápidamente y de resolver los problemas más urgentes, fue corriendo adonde estaba el botiquín. Cuando estaba llegando abajo se encontró con Higgins, su ayudante, que no tuvo otro remedio que apartarse para dejarle pasar, pero él le cogió por el codo, le llevó hasta debajo de un enjaretado para que le diera un poco de luz en la cara y le dijo:
Señor Higgins… Señor Higgins, si no la salvo, le colgarán por esto. Es usted un estúpido, un ignorante y un asesino.
Higgins no solía quedarse callado cuando le atacaban, pero al ver que los claros ojos de Stephen brillaban de rabia como los de un reptil, bajó la cabeza y no respondió.
Poco después, en la desierta enfermería, uno de los pocos lugares de la fragata en que se podía hablar sin que los demás escucharan, Stephen recibió al condestable, quien le preguntó qué enfermedad tenía su mujer y cuál era la causa.
Es un trastorno propio de mujeres y no es raro —dijo Stephen—, pero creo que en este caso es grave. Confío en que la señora Horner lo resistirá porque es joven. ¿Qué edad tiene?
Diecinueve.
A pesar de todo, debe prepararse para lo peor. Es posible que se recobre cuando ceda la fiebre, pero también es posible que no.
¿Soy yo quien la ha causado? —preguntó el condestable en voz baja—. ¿La ha causado mi… usted ya sabe?
No, no tiene nada que ver con usted —respondió Stephen y se percató de que Horner tenía un gesto preocupado y furioso a la vez.
Entonces se preguntó: «¿Siente por ella amor, afecto o ternura? ¿O acaso sólo esté preocupado por ella porque es de su propiedad?». No estaba seguro de nada de eso, pero a la mañana siguiente, cuando le dijo que su esposa no mejoraba, le pareció que el sentimiento que experimentaba ahora, después de pasar miedo y tristeza, era rabia. Le tenía rabia al mundo que le rodeaba y a ella por estar enferma. Eso no le sorprendió mucho a Stephen, porque durante los años que había ejercido su profesión en tierra vio que muchos esposos y amantes se enfadaban porque sus mujeres se ponían enfermas. En muchos casos les cogían rabia y no sentían lástima por ellas, se enfadaban si les sugerían que debían sentirla.
Era una mañana gris, y caían innumerables chubascos que venían del noreste. Cuando la luz aumentó y la cortina de lluvia que se extendía por el suroeste desapareció, el serviola gritó:
¡Cubierta! ¡Barco a la vista por la amura de estribor!
Jack oyó parte de la frase en la cabina cuando estaba cogiendo la primera taza de café. Entonces volvió a poner la taza en la mesa, derramando la mitad del café, y subió corriendo a la cubierta.
¡Tope! —gritó—. ¿Dónde está el barco?
No puedo verlo ahora, señor —respondió el serviola—. Creo que está a quince grados por la amura de estribor y ya se le ve el casco. Me parece que navega de bolina con las velas amuradas a babor.