La costa más lejana del mundo (24 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Siento decirle que se fue corriendo. Debería haberle llamado antes.

Debemos imitarle. No hay ni un momento que perder. Por aquí llegaremos antes a la orilla del río que por detrás del manglar. Mantenga la mano sobre el pecho y recuerde que el pañuelo es mío.

Mientras ambos corrían bajo los ardientes rayos del sol, Martin dijo:

No cualquiera tiene una herida infligida por un mono nocturno con cara de búho.

Después de atravesar un grupo de bambúes llegaron a la orilla del río, donde ahora la arena estaba firme porque la marea había bajado, y allí vieron a dos marineros, Davis
El Torpe
y Jenks
El Tonto
, que tenían un gesto adusto y recogían trozos de madera flotante.

¡Pero si es el doctor! —gritó Davis, el más listo de los dos—. Pensábamos que ustedes eran indios, salvajes o caníbales.

O tigres que atravesaban las cañas con sed de sangre dijo Jenks.

¿Qué están haciendo aquí? —preguntó Stephen, ya que ambos eran tripulantes de la lancha.

¿No ha oído la noticia, señor? —inquirió Davis.

¿Qué noticia?

No ha oído la noticia —dijo Davis, volviéndose hacia Jenks.

Entonces, dásela, compañero —dijo Jenks.

La noticia, despojada de innumerables detalles sin importancia y aumentada con algunos datos circunstanciales, era que la
Norfolk
había pasado por allí navegando con las mayores desplegadas en dirección sursuroeste. Davis y Jenks dijeron que el capitán Pullings había ido inmediatamente a Penedo en la lancha para comunicarlo, pero que tuvo dificultades para encontrar el canalizo, y como la marea acababa de bajar y la lancha había encallado tantas veces en los bancos de arena, les dijo que, puesto que eran muy pesados y no tenían que remar porque el viento era fuerte, recorrieran a pie el resto del trayecto, pero que tuvieran cuidado con los tigres. También dijeron que la falúa, que estaba al mando del señor Mowett, volcó al chocar con un banco de arena y que todos sus palos se cayeron, así que él tendría que esperar allí hasta que la fragata le recogiera.

La lancha llegó hace una hora —dijo Davis—, así que los tripulantes de la fragata deben de estar trabajando como abejas.

Efectivamente, trabajaban como abejas, y bajo la supervisión de un exigente oficial. Se suspendió la comida del capitán, los oficiales y los guardiamarinas, y sólo se concedieron diez minutos a los marineros para comer. Los marineros abandonaron los trabajos que realizaban para embellecer la fragata, y eran tantos los carpinteros que estaban colocando el bauprés, debido a que Jack había contratado y pagado con su propio dinero a muchos más de los que había, que no quedaba ningún lugar libre donde pudieran poner sus herramientas. Cuando anocheció, los marineros siguieron haciendo los trabajos que era posible realizar a la luz de las enormes hogueras del muelle, y aunque había que esperar a que saliera el sol para hacer muchas otras cosas, Jack confiaba en que podrían zarpar al día siguiente, cuando por la tarde cambiara la marea.

¿No te importa que sea viernes? —inquirió Stephen.

¿Viernes? —preguntó Jack, que debido al excesivo trabajo había perdido la noción del tiempo—. ¡Es cierto! Pero eso no importa, ¿sabes? No vamos a zarpar voluntariamente, sino que estamos obligados a hacerlo. Pero, aparte de eso, que te ruego que no digas a nadie más, tenemos dos cosas a nuestro favor. Una es que la
Norfolk
navegaba sólo con las mayores desplegadas cuando podía tener desplegado mucho más velamen, así que es probable que la alcancemos si navegamos a toda vela, y la otra es que la marea subirá al nivel máximo y nos hará alejarnos más rápido de lo que llegamos.

Otra cosa a su favor fue que poco después del amanecer llegaron Mowett y los tripulantes de la falúa, que habían reparado totalmente la embarcación. Con la ayuda de estos hombres, entre los cuales se encontraban muchos de los marineros que mejor sabían colocar una jarcia, los trabajos se hicieron con más rapidez. Los carpinteros terminaron de colocar el nuevo bauprés a las diez y media, lo aseguraron con cabos y cadenas a las once y le añadieron el nuevo botalón y amarraron a él los estayes al final de la bajamar. Jack dio la orden de repartir grog y, volviéndose hacia Pullings, dijo:

Esperaremos a estar en alta mar para seguir pintando y embelleciendo la fragata. Todavía no tiene muy buen aspecto, pero no pensaba que lográramos mejorarlo tanto en tan poco tiempo. Por favor, pida al oficial de derrota que diga al señor Lopes que aceptamos con gusto su invitación. Él ya sabe que zarparemos cuando cambie la marea. ¡Dios mío, qué ganas tengo de comer y tomar una copa de vino!

En el alegre banquete no faltaron copas de vino ni excelente comida (que incluía tortuga en lugar de pescado) ni canciones. A Jack le pareció que el piloto cantó demasiadas canciones marineras que había aprendido a bordo de mercantes ingleses y norteamericanos, pero lo que le pasaba era que estaba tan preocupado por la marea que la música no le proporcionaba placer. En cuanto el guardiamarina que había apostado junto a los cronómetros vino a decirle que había llegado la hora acordada, se puso de pie, agradeció de todo corazón a Lopes la invitación y se marchó seguido de Stephen y del oficial de derrota, sin acceder a la petición del piloto de que hicieran el último brindis por San Pedro.

La marea era muy alta, y las aguas estancadas estaban tan agitadas que se habían formado pequeñas olas que chocaban contra el muelle, y aunque había avanzado hacia sotavento casi todo el tiempo, ahora se movía con el viento del suroeste. Jack, mirando hacia el lejano y amplio banco de arena, pensó que en cuanto aquella enorme masa de agua empezara a bajar de nivel arrastraría consigo la
Surprise
hasta el mar a gran velocidad y que, si el viento la ayudaba, saldría del estuario antes de que terminara la bajamar, sobre todo porque ahora había tanta agua allí que no tendría que seguir el tortuoso canalizo como cuando la marea estaba baja. La inusual altura de la marea tenía otra ventaja; Stephen pudo subir fácilmente a la lancha del piloto y sentarse tranquilamente en ella en vez de caer en el fondo, caer al agua o darse golpes en las espinillas. El piloto y sus hombres les llevaron a él y a Martin a la
Surprise
, que ya estaba en el canalizo, sujeta por dos anclotes unidos a balizas que pertenecían al astillero, y preparada para soltar amarras cuando el capitán diera la orden.

Así que ya nos vamos —dijo Martin, contemplando el muro de vegetación iluminado por el sol que estaba por estribor, mientras pasaba por delante de él.

Si éste hubiera sido un viaje para recoger información como es debido, habríamos estado aquí tres semanas —dijo Stephen—. ¿Cómo está su mano?

Muy bien, gracias —respondió Martin—. Aunque la herida fuese cincuenta veces peor, pensaría que ha valido la pena sufrirla por esas horas… por esa abundancia… Maturin, dirija su telescopio hacia aquel enorme árbol en ese montículo y luego desplácelo un poco a la derecha. ¿No ve algo que parece una manada de monos?

Sí —respondió—. Y me parece que son monos aulladores negros.

¿Monos aulladores? Sí, sin duda. Quisiera que ese hombre hiciera menos ruido —añadió en voz baja para que el piloto no le oyera.

Realmente está haciendo mucho ruido —dijo Stephen—. Vamos a la proa.

Pero incluso en la proa podían oír la risa del piloto y cómo imitaba el grito del jaguar, diciendo «buu-buu» en tono grave. Además, el piloto les causó una decepción, porque condujo la lancha al centro del río, desde donde no podían ver bien ninguna de las dos riberas. La marea había empezado a bajar y la fragata avanzaba muy rápido con las gavias y el foque desplegados y con el viento por la aleta. Avanzó muy rápido hasta que.chocó suavemente con un banco de arena y quedó detenida con la cubierta inclinada, de modo que la proa estaba mucho más alta que la popa e hizo desprenderse una enorme masa de cieno y arena que la corriente arrastró. Enseguida los marineros tiraron de las escotas, y cuando cargaron las velas, Jack salió de su cabina y corrió a la proa gritando:

¡Echen la sonda la agua! ¡Echen la sonda al agua!

Entonces se inclinó sobre la borda y miró hacia el agua, que ya estaba más clara, y comprobó que la fragata se había hundido tanto en el banco de arena que el fondo estaba a una yarda del orificio por donde se sacaban las amarras.

Tendrá que virar el timón —ordenó al timonel, pues tenía la esperanza de que la medición de la sonda indicara un pequeño espacio a algún lado por donde pudiera ser remolcada.

Pero no había ninguno. Y mientras el sondador volvía a meter la sonda por babor, Jack vio arbustos y cañas debajo de la roda. La fragata había encallado en un banco tan alto que casi nunca estaba cubierto por la marea. Jack se dirigió a la popa para ver lo que ocurría allí, y al pasar junto a Pullings y Mowett vio que ya estaban echando las lanchas al mar.

¡Saquen la cadena por la porta de la cámara de oficiales! —gritó al pasar.

La popa estaba muy hundida en el agua y era probable que el timón se hubiera desprendido, pero a Jack no le preocupaba eso, por el momento.

¡Deje caer la sonda justo por encima de la borda! —ordenó, y la sonda cayó al agua.

Marca dos, señor —dijo el timonel en tono sorprendido—. Apenas dos.

La situación era muy mala, pero no desesperada.

Pongan el ancla de leva en la lancha y el anclote con una guindaleza en el cúter rojo —ordenó Jack, inclinándose sobre la borda para ver si la corriente indicaba los límites del banco.

En ese momento vio que el piloto y su ayudante remaban con fuerza en la lancha, que ya se encontraba a doscientas yardas de allí, y se volvió hacia el oficial de derrota para decirle:

Empiece a arrojar los toneles de agua por la borda.

Entonces bajó a la cubierta inferior, donde el contramaestre y un grupo de hombres robustos de ambos grupos de guardia estaban moviendo hacia la popa una de las nuevas cadenas de quince pulgadas de ancho al ritmo de los gritos: «¡A la una, a las dos, tirar!». Después de comprobar que allí todo estaba bien y que los hombres trabajaban muy rápido, subió a la cubierta y ordenó que prepararan el chinchorro y una baliza especial para colocar en aguas poco profundas y bancos de arena, pero, además, dio gracias a Dios por tener oficiales tan competentes y tripulantes tan experimentados. Cuando subió al chinchorro, el anclote ya estaba en el cúter rojo y el ancla de leva estaba colgada del pescante justo por encima de la lancha, y los marineros arrojaban los toneles de agua por la borda, aligerando la fragata con rapidez. El chinchorro se deslizaba hacia un lado y hacia otro como un perro de caza para encontrar un lugar donde las aguas fueran profundas y el suelo fuera firme, y en cuanto Jack encontró un lugar con estas características, arrojó la baliza por la borda y llamó a los tripulantes de la lancha, que llevaba el ancla de leva a bordo y arrastraba la cadena. Los tripulantes remaban con todas sus fuerzas, pues avanzaban contra el viento y ahora la marea bajaba a mayor velocidad; tenían la cara roja por el esfuerzo y los remos se doblaban peligrosamente sobre los escálamos. No había ni un momento que perder, ni uno solo, porque, como todos sabían, la marea bajaría treinta pies (en los últimos diez minutos la profundidad del agua que rodeaba la fragata había disminuido cinco pulgadas) y si no lograban sacarla antes de que terminara de bajar, posiblemente no podrían sacarla cuando volviera a subir, porque no llegaría tan alto. Además, había el peligro de que el casco se partiera cuando el agua bajara.

¡Remar, remar! —gritaba Pullings en la lancha.

¡Remar, remar! —gritaba Mowett en el cúter.

Cuando la lancha llegó a la baliza, los tripulantes subieron la enorme ancla con cuidado y la echaron por la borda. El cúter llegó adonde la tripulación del chinchorro indicaba que había bastante profundidad y sus hombres echaron el anclote y ataron a su cadena la cadena del ancla. Jack se puso de pie y, volviéndose hacia la fragata, gritó:

¡Tirar! ¡Tirar!

Inmediatamente el cabrestante de la fragata empezó a dar vueltas.

Cuando la lancha y el cúter regresaron, los marineros estaban haciendo todo el esfuerzo que podían por realizar el trabajo y estaban inclinados sobre las barras del cabrestante jadeando. El cabrestante todavía se movía, pero muy lentamente. Stephen y Martin empujaban juntos las barras, pero cuando llegaron los tripulantes de la lancha y el cúter, Jack apartó a Stephen y ocupó su lugar diciendo:

Yo soy más fuerte. —Y, con voz potente, gritó—: ¡Empujar Con fuerza! ¡Empujar con fuerza todos juntos!

Ahora el mayor número de marineros posible sujetaban las barras, y el cabrestante dio una vuelta mientras se oía el clic-clic de las lengüetas de hierro. En ese momento hicieron tanta fuerza que parecía que iba a romperse la cadena, y Stephen miró hacia atrás y vio que estaba completamente recta y que se había reducido a menos de la mitad de su tamaño.

¡Echen arena a las badernas! —gritó Jack, que tenía una voz ronca debido al esfuerzo que hacía al empujar—. ¡Empujar todos juntos!

El cabrestante apenas se movía. Se oyó un clic y después de una larga pausa, otro clic.

¡Empujar juntos! ¡Empujar juntos!

Entonces se oyó el clic-clic de las lengüetas mucho más rápido y el cocinero gritó:

¡Está saliendo!

Los marineros que no habían encontrado sitio en las barras empezaron a dar gritos de alegría. Sin embargo, lo que ocurría era que las anclas se estaban aproximando a la fragata. La
Surprise
no se había movido sino que se había hundido un poco más en el cieno, y ya la marea había bajado dos pies.

¡Deténganse! —ordenó Jack, soltando la barra—. Capitán Pullings —dijo, después de observar el río y sus riberas—, creo que la fragata se inclinará hacia estribor a medida que baje la marea, así que tenemos que apuntalarla. Además, debemos encontrar un lugar firme en el banco de arena más próximo para colocar los cañones; así la fragata podrá flotar cuando vuelva a subir la marea. —Y pensó: «O cuando suba al nivel máximo. ¡Dios mío, haz que suba mucho la marea mañana!».

* * *

«A veces, cariño mío, a uno no le agrada del todo Jack Aubrey, pero si tú le hubieras visto los últimos quince días, habrías dicho que tiene madera de héroe y grandeza de alma», escribió Stephen a Diana en una carta en cuyo encabezamiento había puesto: «Desde la ribera del río Sao Francisco». La carta continuó:

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