—¡Qué vista tan maravillosa! —dijo Degas, como suspirando.
Caminó hasta el borde del sendero. El viento alborotaba su traje blanco, haciendo que las solapas húmedas se agitaran contra su pecho. La fina cadena de oro de su reloj de bolsillo pendía de la chaqueta y se bamboleaba sobre el estómago, casi bailaba como una serpiente encantada. Emília miró fijamente su perfil, la piel color café con leche, la nariz prominente que se arqueaba hacia abajo y terminaba en lo que parecía una pequeña lágrima de piel. Tenía un aspecto noble, algo arábigo. Se dijo que parecía uno de los jeques de sus novelas. La mula insistía en apoyar su hocico sobre el brazo de Emília, como si quisiera despertarla de tales ensoñaciones.
Cuando regresó a Taquaritinga, Emília aceptó la ayuda del coronel. Confeccionó más vestidos, manteles y paños de cocina para doña Conceição que nunca. Al final de cada semana, guardaba el pago, un fajo de billetes arrugados, bajo su cama, al lado de las abandonadas revistas
Fon Fon
. Se hacía su propio pan y compraba las tiras de carne seca de menor calidad, por lo que debía remojarlas durante todo un día para poder comerlas. Usaba el jabón más duro y negro para lavar la ropa y asearse. Podía privarse de los pequeños lujos si el sacrificio la ayudaba a comprar un billete de tren. Sólo era cuestión de paciencia. El trabajo la ayudó a olvidar las ausencias que pesaban sobre la casa. Impidió que pensara en Luzia. Y la distrajo de los chismes de los que era protagonista. Sólo «las mujeres de la calle» vivían solas. O los ermitaños. Por tanto, o Emília era una impúdica o estaba trastornada, o ambas cosas a la vez. Su vecina, doña Chaves, la visitaba de improviso para inspeccionar furtivamente su situación. Pronto se comenzó a hablar de lo mal que Emília limpiaba la casa. El polvo se adueñó de los alféizares y el suelo se cubrió de trozos de tela. El padre Otto le aconsejó que se mudara a casa de doña Chaves, o que se empleara como criada en casa de doña Conceição. Emília hizo oídos sordos a sus consejos. Era como si estuvieran hablando de otra muchacha, otra Emília, y ella fuera la observadora pasiva de una vida que no tenía nada que ver con la suya. Su vida se había transformado en el pedaleo de la máquina Singer, el tintineo de las agujas, las sensaciones de las telas bajo sus dedos callosos. Pronto pudo identificar las telas con sólo tocarlas: la trama lisa del crespón de china, el tejido cruzado del lino, la áspera tela vaquera, el vaporoso algodón. Lo único que rompía la monotonía de su vida era el montón de dinero que crecía bajo la cama, y la presencia de Degas Coelho.
No habían vuelto a hablar desde aquel día en que se conocieron en la cresta de la montaña. Cuando llegaron a la verja del coronel, Degas vio a Felipe, con sus ojos pálidos y el rostro lleno de pecas, descansando en la hamaca del porche, esperando. Degas dio las gracias rápidamente a Emília y entró apresuradamente, olvidando a su mula.
La muchacha sonrió tristemente, ató las riendas a un árbol y se marchó a su casa. A la mañana siguiente, vio por la ventana tres mulas que pasaban caminando lentamente y se dirigían a la casa del coronel. Había tres maletas de cuero atadas a sus lomos, junto con dos raquetas de madera y un sombrerero redondo. Desde ese día, cuando Emília cosía en la máquina Singer a pedal de doña Conceição, escuchaba la voz de Degas Coelho. Sus palabras flotaban por encima de las baldosas del suelo y llegaban a la sala de costura. Emília reducía la velocidad del pedaleo para oírlo mejor. Hacía cumplidos a la cocinera e indicaba a las criadas cómo debían almidonar sus camisas. Jadeaba y resoplaba cuando jugaba al bádminton con Felipe en el jardín lateral. Daba las gracias al joven sirviente cada vez que corría a recuperar la pluma cuando caía fuera de la zona de juego. Durante las comidas, Degas intercambiaba chismes con doña Conceição acerca de la sociedad de Recife. Sazonaba su portugués con frases extranjeras. Las palabras eran enrevesadas y extrañas.
—¿Qué diablos ha dicho? —gritaba a menudo el coronel preguntándole a Felipe en lugar de a Degas, como si su invitado no estuviera presente.
El coronel era al único a quien Degas no cautivaba. Mientras doña Conceição se probaba sus vestidos nuevos detrás del biombo en la sala de costura, el coronel andaba de un lado a otro de la pequeña habitación quejándose en voz baja a su esposa. Emília guardaba silencio detrás de su máquina. Su invitado no sabía cabalgar como Dios manda y no estaba interesado en visitar la gran hacienda al pie de la montaña. Las vacas y las cabras le tenían sin cuidado. Lo peor era que vivía según el ritmo de Recife. Felipe y él jugaban al ajedrez o leían poesía hasta bien entrada la noche, y se despertaban justo a tiempo para comer. Todas las mañanas, el coronel insistía en que Emília dejara abierta la puerta de la sala de costura, para que hubiera ruido. Además del traqueteo de la Singer, el coronel hablaba a viva voz, arrastraba sillas y daba portazos, hasta que su hijo y el invitado se levantaban, con cara de sueño y malhumor, a una hora decente.
—Eres un hombre, no un murciélago, Felipe —le reprendía a menudo el coronel.
Esta rutina continuó más allá de julio. Los profesores de Derecho de la Universidad Federal habían convocado una huelga y Degas se quedó hasta mucho después de que concluyeran las vacaciones de invierno. Durante el primer mes de su estancia, Degas no reparó en la presencia de Emília. La sala de costura, cerca de la zona del lavadero y el depósito de agua, era una parte de la casa en la que Degas rara vez hacía incursiones. Pero la ventana de la sala de costura daba al porche lateral del coronel, en donde, una tarde, Degas se halló paseando de un lado a otro. Tenía círculos de sudor alrededor de las axilas, en la camisa. Era a finales de septiembre y hacía un sol bochornoso, un signo de que la sequía del verano se anticiparía. Degas sostenía un telegrama en la mano. Lo leyó y luego hizo un mohín y volvió a andar sin pausa. Emília jamás había visto a una persona que recibiera tantos telegramas. Cada dos por tres, un mensajero entregaba un sobre con un mensaje despachado desde Recife.
Emília dejó de pedalear. Se incorporó para echarle un vistazo al fino papel amarillento del telegrama. Un día, pensó, ella recibiría telegramas. Degas dejó de caminar. Levantó la cabeza. Si había terminado de leer el mensaje o se había acostumbrado al estrépito de la máquina de coser y estaba sorprendido por el repentino silencio, Emília no lo supo. Miró por la ventana de la sala de costura. Los postigos estaban abiertos; la delgada cortina de algodón, apartada. Emília estaba a la vista. Degas se acercó al alféizar.
—¡Ah! —suspiró—. Mi salvadora. Mi amazona.
Emília se volvió a sentar. Se inclinó hacia la máquina y volvió a su trabajo, pedaleando febrilmente. Cuando levantó la vista, Degas había desaparecido. La joven siguió cosiendo por temor a que aquel hombre notara el silencio y regresara. Sus dedos estaban calientes. Su garganta, reseca. Su salvadora. Su amazona. Nadie se había arrogado jamás el derecho de reclamarla para sí, ni un granjero ni un caballero. Era algo descarado, audaz. Algo que diría un niño consentido. Le provocaba furia…, no era una amazona…, y sin embargo se sintió reconfortada al saber que alguien la reclamaba como suya. Ser reclamada significaba existir fuera de la sala de costura, más allá de su casa oscura y vacía, y tener un lugar en la mente de un hombre que no conocía.
Al día siguiente, Degas apoyó los gruesos antebrazos sobre el alféizar de la ventana y la observó mientras trabajaba. A la semana siguiente, se apoyó contra el marco de la puerta de la sala de costura. Emília comenzó a presentir sus pasos sobre las baldosas. Esperaba que Degas carraspeara y se anunciase antes de levantar la mirada y ver su sonrisa cordial. Finalmente, un día Degas entró en la sala de costura. Se sentó justo enfrente de la Singer. Al principio hablaba poco, quejándose del tedio, hablando de su deseo de regresar a Recife. Emília disminuía la velocidad del pedaleo y escuchaba. Tal vez fuera el silencio ávido de Emília, o el calor, o la opaca monotonía de sus días, o el constante traqueteo hipnótico de la Singer lo que desató la lengua del veterano estudiante. O tal vez, pensó Emília después, simplemente le gustaba hablar de sí mismo.
Tenía 36 años. No tenía hermanos. Su padre había estudiado Medicina, pero venía de una larga estirpe de prestamistas y comerciantes que vendían máquinas importadas a las plantaciones de azúcar. La familia de su madre, los Van der Ley, había sido dueña de una de esas plantaciones. Cuando cayó el precio del azúcar, no pudieron pagar sus máquinas. Comprometieron a su hija, Dulce, con el joven comerciante, y sus deudas fueron perdonadas. De niño, Degas había ido a un internado en Inglaterra. Emília recordó la isla sobre el mapa del padre Otto. Viajó en barco de vapor. En el muelle de embarque, sus padres prendieron con alfileres su nombre a su chaqueta, pero durante el largo viaje los alfileres se cayeron y Degas tuvo miedo de perderse para siempre.
Cuando el hombre hablaba de sus viajes, Emília quería dejar de pedalear por completo, pero temía sobresaltar a Degas en medio de sus historias. Degas describió la nieve, y cómo el frío extremo podía sentirse como el calor extremo, una especie de hormigueo doloroso sobre la piel. Describió la avena aguada que comía cada mañana en el comedor del internado. Recordó cómo los niños británicos lo habían atormentado, llamándolo «gitano sucio» por su nariz y el color de su piel.
—¿Por qué? —interrumpió Emília—. ¿Acaso son todos sonrosados? ¿Son como el padre Otto?
Degas inclinó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Emília tiró de una hebra suelta en la aguja de la Singer. Se reprendió a sí misma por haber hecho semejante pregunta. Colocó los pies sobre el pedal, pero, antes de que empezara, Degas estiró el brazo hacia la máquina. Puso una mano sobre la de ella.
—Eres absolutamente preciosa —dijo.
A diferencia de los dedos del profesor Celio, los de Degas eran delgados y morenos. Su mano estaba húmeda de sudor. Suavemente posada sobre la suya, se notaba caliente. Emília intentó apartar la mano, para que continuara su historia. Con el primer ligero tirón, la sonrisa de Degas se marchitó. Su rostro tenía una forma abrupta de ensombrecerse, y su buen humor desaparecía tan repentinamente que parecía que jamás había existido, que el Degas real no era un encantador hombre de mundo, sino la figura abatida y sombría que se encontraba por debajo. Cambió de posición en la silla, como si se encontrara incómodo en su traje almidonado. Había una ingenuidad infantil, un destello de desesperación en sus ojos que detuvo a Emília. De repente, quería tranquilizarlo. Mantuvo la mano debajo de la de él.
—Las mujeres en Recife son tigresas —prosiguió—. No tienen nada en la cabeza más que chismes y secretos. Son arteras. Pero tú —apretó su mano con fuerza—, tú eres dulce, como una niña. Una hermosa niña.
A partir de esa tarde, Degas la esperaba al lado de la puerta de la cocina, entre la ropa que chorreaba agua y los sacos de sémola colocados en el suelo, y la acompañaba a su casa. Durante sus caminatas, llevaba el costurero en una mano y un cigarrillo en la otra. Fumaba rápidamente: daba unas cuantas caladas y luego tiraba el cigarrillo a medio terminar. Mientras se abrían paso por el sendero de adoquines irregulares, Emília admiraba los zapatos de cuero, de dos colores, de Degas. A medida que las noches se hicieron más cálidas y se acercó el verano, el polvo cubrió sus zapatos y las puntas de charol se volvieron opacas, como los caparazones de los escarabajos.
No se sentía excitada ni nerviosa cuando estaba junto a Degas, como le había sucedido con el profesor Celio. Jamás sintió el deseo de cogerle de la mano o de peinarle el pelo hacia atrás. Nunca sintió calor en la boca del estómago cuando se acercaba. Salvo aquella vez en la sala de costura, él tampoco intentó jamás cogerle la mano. Nunca caminaba demasiado cerca. Jamás la miraba cuando él creía que ella no miraba. De noche, cuando Emília no podía dormir porque su cama estaba demasiado vacía y la casa demasiado silenciosa, intentaba evocar sueños románticos con Degas, pero aquel cuerpo rechoncho y aquella sonrisa cordial chocaban con sus ensoñaciones, lo que la llevaba a recordar otras imágenes: Degas cuando presionaba un vaso de agua sobre su amplia frente; Degas cuando discretamente le apartaba un hilo suelto del hombro de su vestido; Degas sacando un pañuelo torpemente doblado del bolsillo de la chaqueta de Felipe, volviéndolo a doblar y colocándolo de nuevo en su lugar. Nada romántico, desde luego.
Cuando comenzó el verano, los bananos perdieron la mayor parte de sus hojas, con lo que la sierra de Taquaritinga parecía desnuda y estéril. Algunas noches, durante sus largos paseos, Emília veía granjas, blancas y pequeñas como uñas, posadas sobre la ladera de la montaña. Durante esas tardes veraniegas, cuando el sol se ponía lentamente y las sombras se estiraban, largas y deformes, delante de ellos, Emília sentía el impulso de interrumpir la caminata silenciosa y decirle a Degas:
—Mi hermana tiene un brazo tullido; la gente la llama Gramola.
Jamás se lo contó. Cuando Degas finalmente le preguntó por su familia, Emília le dijo que habían muerto todos. Como era un caballero, no pidió más detalles. Suponía que Degas había oído hablar del rapto de Luzia, pero no estaba segura. Al coronel no le gustaba hablar de sus fracasos, especialmente con un invitado por el que sentía aversión. Felipe estaba en la capital cuando los cangaceiros ocuparon el pueblo. Lo más probable era que el hijo del coronel supiera lo del rapto, pero era posible que el frío desdén que Felipe sentía por Taquaritinga le hiciera olvidar a Gramola o que ni siquiera se acordase de que era hermana de Emília. Y el pueblo mismo evitaba mencionar a Luzia, como si pronunciar su nombre fuera a convocar a un fantasma que los atormentaría a todos. Era como si su hermana jamás hubiera existido, nunca hubiera caminado por esas calles con Emília, jamás le hubiera roto los dientes a un muchacho de un cabezazo, ni se hubiera caído del árbol de mango. Emília sólo hablaba de Luzia con el padre Otto. Todas las semanas, se sentaba dentro del estrecho confesionario y miraba fijamente el perfil del sacerdote a través del entramado de madera. Le confió que dormía en la cama de tía Sofía. Que había cubierto la puerta de su antiguo dormitorio con una cortina porque se sentía enferma de vergüenza cada vez que miraba adentro y veía la ropa de su hermana: las bragas de tela resistente, un par de gruesos calcetines, un chal que podría haber abrigado a Luzia. Emília tenía que haberla metido en la maleta de su hermana. Aunque la atormentaban, Emília jamás compartía estos pensamientos con Degas. Pero una noche le habló del montón de dinero que tenía bajo su cama.