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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (60 page)

BOOK: La costurera
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—Gracias —respondió el hombre—. En realidad ahora soy un ranchero, allá en Bahía. Pero a nadie en Recife le importa mi ocupación actual. Sólo les impresiona mi vieja profesión. Así que la uso cuando me presento.

Emília asintió con la cabeza. Se miró los guantes, deseando que la dejara sola.

—Siento haber escuchado, ha sido por casualidad —se disculpó—. No era mi intención. Tuve que escapar de la sala. Es demasiado ruidosa. Toda la ciudad lo es.

—Ya se acostumbrará.

—De ninguna manera. Hice un largo viaje para acudir a esta celebración, pero no veo la hora de regresar al campo.

—Aquello también es ruidoso, pero no por los tranvías o la gente. Allí son las cabras y las ranas.

—¿Ha estado usted en el campo?

Emília asintió con la cabeza.

—De allí vengo. Me escapé. Creía que había llegado a oír esa parte de la conversación.

El hombre se puso rojo. Pareció contener la risa.

—No creo que necesitara escapar.

—Usted puede ir de un lado a otro como le plazca. Pero sin medios o sin una profesión, uno está atado a su lugar. Yo tuve suerte. Era costurera.

—¿Y ahora?

—Soy una esposa. Una esposa pobre, según mi suegra. —Emília sonrió. El hombre se rió entre dientes.

—Yo soy un ranchero pobre, si eso le sirve de consuelo.

—Creía que todos los rancheros estaban en contra de Gomes.

—No todos. —El hombre frunció el ceño—. Los coroneles sí, pero su lealtad tendrá que cambiar. Tendrán que apoyar a Gomes ahora. Y espero que éste acabe con ellos. El campo se transformará. Sin embargo, los coroneles no quieren eso.

—¿Y usted sí? —quiso saber Emília.

—Sí. Por supuesto. No hay caminos. Ni escuelas. Es una vida miserable la de las zonas rurales. Usted lo sabe mejor que yo.

—Pero usted ha dicho que le gustaba. Dejó la vida de ciudad para irse al campo.

El hombre se colocó bien las gafas. Se adelantó en su sofá. Sus rodillas casi tocaban las de Emília. Bajó la voz:

—El campo, tierra adentro, la caatinga, lo llame usted como lo llame, me asusta. Siempre me ha asustado. Ya cuando era un niño, allá en Salvador, me aterrorizaban las historias que la gente contaba. Me aterrorizaban la zona y todo lo que tenía relación con ella: las serpientes, los bandidos, las sequías, la gente. La gente de la ciudad vuelve la cabeza y mira hacia otro lado. Quieren ver el mar, las palmeras. Pero yo nunca quise darme la vuelta. La vida en la ciudad es buena, pero es una existencia sin esfuerzos. Todo ha sido resuelto, las carreteras ya están pavimentadas. Pero en la caatinga todo es nuevo todavía. Todavía puede ser moldeado. Es posible transformarlo en otra cosa. En algo mejor. Los coroneles ya han tenido su oportunidad. Ahora es el turno de Gomes.

Aquel hombre hablaba con tal convicción, con tanta esperanza pura, que Emília se sintió conmovida por sus creencias y avergonzada de las propias. Ella había abandonado el lugar que él quería cambiar. Y donde él descubría una tierra nueva, ella sólo veía una tierra antigua, tan obstinada en sus creencias como lo había estado la tía Sofía con las suyas. Pero lo que más conmovió a Emília fue el hecho de que él al menos hablaba del campo. No lo ignoraba, como hacían los habitantes de Recife. No se encerraba en sus tradiciones como hacían los coroneles. ¿Por qué el campo no podía tener telégrafo, teléfonos, escuelas y carreteras como las ciudades? ¿Qué tenía de malo, coincidía Emília, poner el interior al mismo nivel que la costa?

Antes de que pudiera responder al médico, se oyó una salva de aplausos dentro del teatro.

—Higino va a dar a conocer el mensaje de Gomes —informó el médico mientras abandonaba su asiento en el sofá—. Deberíamos entrar y escuchar.

Emília asintió con la cabeza. Siguió al médico hasta la puerta de entrada a la sala, pero no pasó con él. No quería esconderse en la parte de atrás, condenada como estaba al exilio por orden de doña Dulce. En lugar de ello, Emília subió por la escalera al primer piso. Allí se abrió paso entre la gente de clase media —muchos de los cuales quedaron admirados por su vestido verde y los guantes de seda— y se instaló cerca de un palco. Desde arriba pudo ver claramente al capitán Higino, de pie junto a su mesa y con un telegrama amarillo en las manos. Vio las filas de hombres sentados delante de él, vio las coronillas de sus cabezas, con sus calvas y su pelo peinado con fijador. Vio a las mujeres de las familias nuevas en el perímetro de la sala; sus cabezas se habían vuelto, obedientes, hacia el escenario, pero sus ojos seguían revoloteando por sus propias mesas, observándose entre ellas.

En un primer momento, las palabras de doña Dulce habían entristecido a Emília. Pero pasado un rato se sintió aliviada por ellas. Fue como si hubiera tenido ante sí una hoja de vidrio, tan limpio e inmaculado como las ventanas de la casa de los Coelho, y el discurso de doña Dulce hubiera dejado una mancha reveladora. Como un insecto que hubiera volado hacia una ventana para dejar allí pruebas de su presencia, mostrándole a Emília que se alzaba una barrera delante de ella. En lugar de sentirse decepcionada, la joven se sentía liberada. Era liberador comprender finalmente cuál era su lugar. Ver que había permitido que los menores cumplidos se convirtieran en victorias y los más insignificantes errores en derrotas. Si ella se permitía ser tan fácilmente persuadida y creer que no existía ninguna barrera entre ella y las mujeres de Recife, iba a fracasar siempre. Caería en la trampa, continuamente observándolas e imitándolas a través del vidrio, en lugar de conseguir que las otras la miraran a ella.

En su discurso, el capitán Higino expuso los objetivos de Gomes para la región. En Recife iba a reemplazar toda la iluminación de gas con luz eléctrica. Los obreros municipales iban a abrir carreteras en la periferia pantanosa de Recife. Iban a rellenar los pantanos para generar solares donde construir «viviendas populares», verdaderas estructuras de ladrillo que iban a reemplazar a los mocambos de hojas de palmera instalados precariamente en las colinas y en las riberas de los ríos. Gomes pensaba en la necesidad de un nuevo sistema de alcantarillado. Prometía campañas de vacunación para combatir el cólera, la lepra y la difteria.

—El hombre ideal llevará solamente una marca: la cicatriz de la vacuna —anunció el capitán Higino.

Finalmente, reveló el plan más ambicioso de todos los de Gomes: la Transnordeste iba a unir los estados del norte y atravesar el estado de Pernambuco. Iba a abrir el interior. Iba a conectar la costa con el campo. El este con el oeste.

Mientras el capitán hablaba, Emília sintió escalofríos. Se imaginó esa carretera, amplia, suave y plana como una cinta negra. Sería una línea limpia que daría unidad al estado. Iba a obligar a la gente a mirar hacia el interior, hacia el campo, en lugar de mirar hacia fuera. Si esa carretera hubiera estado allí hacía muchos años, Luzia y ella podrían haber elegido otro destino. Sus vidas no habrían estado tan cerradas, tan escasas de oportunidades. No habrían tenido que escapar de manera tan desesperada.

—«La carretera —leyó el capitán Higino— será una fuerza de unificación, una fuerza civilizadora».

Emília miró hacia abajo, adonde estaban todos los hombres. Trató de encontrar al médico ranchero, pero no pudo verlo. En cambio descubrió a Degas y al doctor Duarte. Su suegro estaba de pie. Aplaudió con vehemencia el proyecto. Emília sintió un revuelo en el estómago. Por debajo de su entusiasmo descubrió un sedimento de temor, frío y pesado. Recordó a la niña sirena. Recordó el cráneo de porcelana en la oficina del doctor Duarte, el cráneo minuciosamente marcado por la serie de líneas negras que separaban la razón de la emotividad, el idealismo de la cautela, la benevolencia del coraje.

Capítulo 8

Luzia

Caatinga, tierras áridas de monte bajo, Pernambuco

Valle del río San Francisco, Bahía

Enero-julio de 1932

1

El camino de entrada y de salida de las tierras áridas de monte bajo en realidad no era un camino. Era una cañada para el ganado, un ancho y polvoriento sendero usado por los vaqueiros para llevar sus animales al matadero de Recife. El rumbo de esa cañada no estaba determinado por la distancia ni la eficiencia, sino por el agua. Dos veces al año, los vaqueiros llevaban su ganado cerca del río Navio, del Curupiti, del Riacho do Meio, del Ipojuca, del Capibaribe, y de todos los manantiales y arroyos intermedios. De esta manera, sus animales no morirían antes de llegar a Recife, donde eran engordados en granjas en las afueras de la ciudad y enviados a los mataderos y las carnicerías periódicamente. El resto del año, el ganado era reemplazado en aquel sendero por modestos viajeros: comerciantes con carros de mulas, jóvenes que iban caminando hasta la costa con la esperanza de encontrar trabajo y, después de la revolución de Gomes, caravanas de miembros del Partido Azul que huían.

A finales de enero de 1932, el sendero estaba vacío. Sólo los cangaceiros del Halcón permanecían agazapados en sus márgenes, mal escondidos detrás de los árboles achaparrados y deshojados, entre la maleza. Estaban divididos en cuatro grupos ubicados a lo largo del sendero. En total eran cuarenta cangaceiros. Eran tantos los hombres nuevos que se habían unido al grupo que a Luzia le resultaba difícil recordar cada uno de sus apodos. En el pasado, Antonio no había permitido que los hombres se unieran a la banda por diversión. Quería guerreros, no juerguistas.

—Los hombres que se unen a nosotros por necesidad o por venganza son hombres de fibra —le había explicado una vez a Luzia—. Los otros son mala gente. —Pero después de perder la mayor parte del grupo en la emboscada en el rancho del coronel Clovis, Antonio aflojó sus criterios de admisión. Quería formar un ejército. Algunos nuevos miembros cumplían con los viejos requisitos de Antonio. Eran hombres que habían ajustado cuentas con los coroneles y no podían vivir sin peligro en sus pueblos. La vida había endurecido a estos jóvenes, de modo que comprendieron que el cangaco era la única salida que les quedaba a ellos, y que los cangaceiros eran la última familia que iban a tener. Estos hombres cargaban obedientemente al hombro el peso de sus morrales con provisiones y rifles. Otros jóvenes se unían a la banda porque estaban cansados de trabajar en las granjas de sus padres y les entusiasmaba la posibilidad de vagar por el noreste e invadir los pueblos. Más que malas personas, eran individuos impresionables. Preocupado por ese exceso de entusiasmo, Antonio les dio uniformes y sombreros de tipo medialuna, pero no armas. La disciplina vendría primero, les dijo a los nuevos reclutas, luego llegarían las armas. Nombró a Baiano, a Orejita y a Ponta Fina subcapitanes. Cada hombre era responsable de un grupo de reclutas. Cada subcapitán se escondió a lo largo de la cañada con sus hombres.

Luzia y Antonio se parapetaron detrás de una roca. En el calor del mediodía no había cantos de pájaros ni zumbidos de insectos. La brisa se anunciaba antes de ser sentida en la piel, haciendo crujir las ramas de árboles distantes, sacudiendo hojas secas hasta que un rumor colectivo avanzaba entre la maleza. Luzia cerró los ojos, expectante. Cada vez que soplaba una brisa era un alivio en medio del calor, pero también se levantaba polvo. Los cangaceiros se ataron pañuelos de seda sobre la nariz y la boca para protegerse de él. Luzia se puso el pañuelo que llevaba a la cabeza, pero estaba húmedo por el sudor, lo que le dificultaba la respiración. No podía ver a los otros cangaceiros, pero escuchaba su coro de respiraciones. Trató de hacer coincidir sus inhalaciones y exhalaciones con las de ellos. Esto se lo había enseñado Antonio: ocultar su presencia haciendo que sus ruidos fueran uniformes. De esta manera, las respiraciones unidas de cuarenta hombres lograban sonar como la de una bestia grande, o como la respiración de la maleza misma.

Habían recibido información acerca de posibles viajeros por la cañada para el ganado. Las caravanas bien provistas de funcionarios del Partido Azul habían disminuido en los meses que siguieron a la revolución. Los cangaceiros estaban excitados ante la perspectiva de robar a viajeros nuevos, inesperados.

—Rezagados —sospechó Antonio.

—Tal vez no —replicó Luzia.

Quizá estos nuevos viajeros eran un grupo de nuevos enemigos de Gomes. Los fugitivos del Partido Azul habían pasado tiempo atrás con sus familias a cuestas. Según un fabricante de sillas de montar que Orejita había asaltado al principio de la semana, los nuevos viajeros eran todos hombres. El fabricante de sillas de montar regresaba de un trabajo en Carpina y había pasado a un grupo de hombres de la ciudad. Viajaban con cinco mulas de carga. Los funcionarios del Partido Azul que huían viajaban en carruajes cuyas ruedas crujían bajo el peso de baúles de madera llenos de ropa de cama, juegos de platos, vestidos y joyas. A veces había máquinas de coser. El grupo de Antonio les había bloqueado el paso para exigirles obsequios si querían pasar. La mayoría obedecía sin resistencia, entregándoles monederos de cuero llenos de billetes de mil reales y joyas. Luzia dejaba que los hombres se quedaran con esos lujos; ella sólo quería los periódicos. La mayoría de los fugitivos llevaban montones de ejemplares del
Diario de Pernambuco
para mostrárselos a sus parientes y anfitriones en el campo. Luzia cogía los periódicos y buscaba noticias sobre Emília.

Pero en ese momento Luzia no quería noticias, quería comida. Las cinco mulas de carga estarían bien cargadas con bolsas de frijoles, buena harina de mandioca y posiblemente harina de maíz. Seguramente tendrían carne, pensó Luzia. Estaría deshidratada, carne seca, por supuesto, pero sería mejor que lo que se podía conseguir en aquellas tierras áridas. Al final de la temporada sin lluvia, la carne estaba tan salada para ocultar la putrefacción que tenía que ser cortada en trocitos pequeños, porque de otro modo era imposible masticarla.

El recuerdo de esa carne produjo un raro remolino en el estómago de Luzia. Estaba a punto de vomitar. Luzia se agachó más aún en su escondite. Se quitó el pañuelo de la cara y respiró hondo varias veces. Antonio se volvió hacia ella. Sin preocuparse por el polvo, no llevaba nada que le tapara la boca.

—¿Qué te pasa, mi Santa? —susurró él. Este era su nombre ahora. No Luzia. Tampoco la Costurera, como la llamaban los periódicos. Orejita era el responsable de ese nombre absurdo de la prensa. En un pueblo, alguien había preguntado por Luzia. «¿Quién es ésa?», quisieron saber, y Orejita, molesto, respondió: «Es nuestra costurera». El nombre cuajó, pero sólo fuera del grupo.

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