Antonio se quitó el sombrero. Debajo de él, el pelo tenía un brillo aceitoso cerca del cuero cabelludo. A la altura de la oreja, donde el sombrero ya no lo protegía, se aclaraba gradualmente y cambiaba de textura, se le volvía seco y se le enredaba hasta que las puntas rubias como la miel le rozaban los hombros.
—Es tarde, mi Santa. Debes descansar. Mañana partiremos muy temprano.
—¿Adónde?
—A otro pueblo. A algún lugar donde haya un fotógrafo. —Antonio hizo un gesto con la cabeza en dirección a los cartógrafos, que estaban echados debajo de un árbol cercano con los pies atados. Antonio había dado carne a los rehenes y la grasa brillaba en los contornos de sus bocas.
—Enviaremos la prueba —dijo.
—¿La prueba de que están vivos? —preguntó Luzia.
Antonio se secó el ojo nublado.
—La prueba del error de la capital.
Su marido tenía el hábito de referirse a la capital como si fuera algo vivo, un rival de carne y hueso. «Le daremos una lección a la capital», decía a menudo. «Esto va a provocar la atención de la capital». Era más fácil para Antonio decir «la capital» que nombrar al teniente Higino Ribeiro o incluso a Gomes. Eso le molestaba a Luzia. Había empezado a repetirlo con frecuencia, y con firmeza, como si estuviera hablando de un hombre y no de toda una ciudad.
—El doctor me ha preguntado por mi salud —le contó Luzia. Respiró hondo; si Antonio lo consideraba impropio, su revelación podía significar la muerte para Eronildes.
—¿Qué clase de cosas te ha preguntado?
—Está preocupado por mí. Por nuestro niño. —Luzia tosió. Era la primera vez que hablaban del niño.
—¿Tú estás preocupada? —quiso saber Antonio.
Luzia no pudo asentir con la cabeza. Mostrarse preocupada sería una traición a Antonio, una manera de decir que pensaba que no podía cuidarla como un buen marido debe hacerlo. La joven se acurrucó. Se recostó sobre él, apoyando la cabeza en su hombro. A Antonio no le gustaban esas demostraciones de afecto. Junto al fuego, los cartógrafos y los cangaceiros los estaban mirando. Luzia apretó la nariz contra la chaqueta de Antonio. Percibió su olor a polvo, sudor y Fleur d'Amour.
—Mi Santa —susurró Antonio, agarrándole suavemente la cara para que lo mirara a los ojos.
Recogió la manga de su chaqueta dejando el brazo desnudo. Estaba más pálido que la mano, pero seguía siendo muy moreno. Luzia observó la parte inferior, más blanda, las sombras de sus nudosas venas proyectadas por el fuego. Antonio sonrió.
—Tómalo —ofreció—. Es tuyo.
—¿Crees que quiero esa carne dura?
—No —respondió él. La sonrisa había desaparecido. Mantuvo el brazo extendido—. Pero si lo quisieras, te dejaría darle todos los mordiscos que te hicieran falta. Te dejaría comerme vivo.
—No me gusta este tipo de conversaciones —protestó Luzia. Cuando estaban recién casados, ella le había contado la historia de la esposa caníbal. Pero en ese momento, con la sequía que se avecinaba, esa historia ya no era divertida.
—Es la única clase de charla que conozco —respondió Antonio en voz baja.
Luzia miró fijamente el brazo. Si se lo llevaba a la boca, él no reaccionaría. Ni gritaría. Se lo daría. Le dejaría comérselo bocado a bocado, si eso fuera lo que ella necesitaba.
Al día siguiente, mientras se preparaban para dejar el rancho de Eronildes, Antonio le dio las gracias al doctor, pero no estrechó su mano. Serenamente, Eronildes le recordó que debía ponerse las gotas en los ojos. Unos minutos después, mientras los cangaceiros recogían el campamento y preparaban sus petates, Eronildes hizo un aparte con Luzia. Le puso una tela doblada en las manos. Era un tejido de bramante rústico, de color azul.
—Tendrás que hacerte unos pantalones para que te quepa el vientre —le dijo Eronildes. Puso las manos entre los pliegues de la tela y cogió un frasquito tapado. Dentro del frasco marrón había un polvo.
—Es cianuro —susurró—. Por favor, ábrelo sólo si lo vas a usar, Es muy fuerte. Es mejor que morirse de hambre o ser capturada por los soldados. Especialmente por los soldados. Esa no es una manera digna de morir para una dama.
Le puso el frasco en la palma de la mano.
—Moriré de la manera que Dios decida —replicó Luzia. De todas maneras, cogió el frasquito y lo guardó en su morral. Luego miró fijamente al doctor. Los ojos de Eronildes se veían grandes y redondos detrás de las gruesas gafas. La joven tullida pensó en los binoculares de Antonio. Cuando miraba a través de ellos, todo se volvía tangible y fácil de alcanzar, aun cuando en realidad no fuera así. Quizá ésa era la manera en que Eronildes veía las cosas. «Abandónalo», la había exhortado él creyendo que era algo sencillo. Eronildes creía que abandonar a Antonio quería decir que amaba a su hijo. Y que si no lo dejaba, lo verdadero era lo contrario.
«Ama lo que tienes delante de ti. No hagas ninguna diferencia», le había dicho a menudo el padre Otto. Pero era imposible no hacer diferencias. El niño de su vientre era un fantasma. Era amorfo, desconocido. Era frágil, y Luzia no podía confiar en la fragilidad. Sólo podía confiar en la fuerza. Antonio era carne y hueso. Era real, estaba vivo junto a ella. En ese momento era el más fácil de querer de los dos.
«Las personas son débiles —pensó Luzia—. Nos apoyamos en lo que es fácil, en lo que ya es conocido». Algún día, cuando tuviera edad suficiente como para comprender, le diría eso a su hijo.
A ella nunca le gustaron las fotografías. Nunca le gustó la manera en que las personas salían en ellas: los cuerpos rígidos, las caras congeladas, los ojos oscuros dentro de las órbitas como dos hoyos sin alma. Las pinturas, por lo menos, estaban hechas por manos de seres humanos. Y las canciones, como las que cantaban aquellos artistas ambulantes acompañándose con sus pequeñas guitarras, contaban historias. Las fotografías provenían del interior de una caja negra, producto de una creación misteriosa y sin dioses. No contaban historias. No se sabía qué había ocurrido antes de que se sacara la fotografía o qué iba a suceder después. Sólo se podía adivinarlo, y Luzia odiaba la adivinación. Prefería la precisión. Un centímetro era la diferencia entre unos pantalones que resultaban cómodos y otros que quedaban mal. Entre un bordado perfecto y otro desastroso. Entre un tiro en el corazón y otro en un pulmón, o en un músculo, o en un hueso.
Después de unas pocas semanas de marcha cerca del río San Francisco, encontraron un pueblo de dimensiones decentes, que tenía una capilla, un activo mercado y un fotógrafo. Luzia vaciló ante la idea de hacerse un retrato.
—Conocerán tu cara —señaló—. Conocerán la mía.
—Eso es lo que quiero —replicó Antonio.
Cuarenta cangaceiros se alinearon en tres filas. Los nuevos reclutas se inclinaron sobre una rodilla, con sus sandalias de cuero bien abrillantadas, las alas de sus sombreros recién dobladas y sostenidas hacia arriba en forma de media luna. La segunda fila estaba formada por hombres en cuclillas, apoyados en el suelo sobre sus rifles. En la tercera fila estaban de pie. La integraban los miembros más antiguos del grupo: Baiano, Canjica, Inteligente, Orejita, Zalamero, Medialuna, Cajú, Sabia, Ponta Fina. Los anillos brillaban en sus dedos oscuros. Ajustaron las bufandas de seda en sus cuellos y torcieron sus morrales hacia delante para mostrar a la cámara los bordados de Luzia. Todos estaban cubiertos con los dibujos de ella, el de Antonio sobre todo. Llevaban los puñales metidos en ángulo en las cinturas de los pantalones, de modo que las asas de los cuchillos sobresalían por encima de sus grandes cartucheras. Delante de los cangaceiros arrodillados se colocaron los dos cartógrafos. Estaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos atadas a la espalda. Las vendas que Eronildes les había puesto en los pies estaban manchadas y rotas.
Luzia estaba en el centro de la tercera fila, al lado de Antonio. Al igual que los hombres, no sonreía. Había mascado corteza de juá de manera obsesiva, pero sus dientes todavía seguían enfermos. Después de dejar el rancho de Eronildes, uno de sus dientes superiores había empezado a dolerle. Cuando pasaba la lengua por él, notaba sabor a podrido, como a leche ácida. Empezó a tener mal aliento. Durante sus viajes, habían encontrado a un vaqueiro que tenía pinzas para dientes. El hombre le había hecho beber a Luzia una taza de licor de caña de azúcar y luego, mientras Antonio le sujetaba los brazos, le arrancó el diente podrido. En ese momento le dolía otro diente. A causa del niño, había cambiado su sombrero por un frasco de melaza pura. Odiaba su sabor tan dulce, pero todos los días se ponía una cucharada de ese jarabe en la boca. Había tenido antojo de tierra otra vez y hasta llegó a ponerse un polvoriento trozo de arcilla de la orilla del río en la boca, pero de inmediato lo escupió. Era peligroso. La tierra contenía gusanos invisibles que podían apoderarse de su vientre y devorar la comida de su hijo. El consumo constante de melaza le estropeó los dientes, pero disminuyó sus antojos. Le daba la energía necesaria para levantarse y salir de su manta todas las mañanas y caminar junto a Antonio.
El fotógrafo a quien Antonio había contratado era asustadizo y desorbitado, como los mocos, esos roedores que vivían en las rocas y que a los cangaceiros les gustaba cazar. No se parecía en nada al hombre impaciente y presumido que había fotografiado a Luzia y Emília para su primera comunión. La joven recordó la vergüenza que había sentido cuando le cubrió el brazo lisiado con una tela que sacó de un recipiente lleno de adornos y complementos. Cuando el flash lanzó su destello, Luzia se movió sólo para fastidiarle. Emília nunca la perdonó por arruinar esa fotografía.
El fotógrafo de Antonio no se atrevió a esconder el brazo lisiado de Luzia. Si ella se movía, parpadeaba o hacía cualquier cosa que normalmente hubiera que corregir, sacaría otra fotografía sin protestar. Esta vez Luzia no tuvo que llevar guantes ni un traje de comunión almidonado. En cambio llevaba puesto un vestido de lona diseñado por ella misma. Estaba sólo en el cuarto mes de gestación, pero los pantalones ya le apretaban demasiado. Después de abandonar el rancho del doctor Eronildes, Luzia había cortado la tela que éste le había regalado y confeccionado con ella un vestido. Era cómodo y amplio, para ocultar su vientre en los meses que se avecinaban. Le había hecho muchos bolsillos en la parte delantera de la falda, de modo que no iba a echar de menos el lado práctico de los pantalones. Había guardado una cinta de raso robada en su día a una mujer del Partido Azul. Luzia la usó como adorno de las costuras del vestido. Bordó puntos blancos y rojos a lo largo de los puños y un dibujo en forma de «V» sobre el pecho. A pesar del calor, también llevaba medias gruesas y polainas de cuero.
Delante de ella, el fotógrafo se escondió debajo de la lona protectora de su cámara. El polvo y el sol habían hecho que la tela antes negra se volviera gris. La gente se amontonaba detrás de él. Los habitantes del pueblo se abanicaban la cara. Incluso bien avanzada la tarde, el sol no cedía apenas. Era el 19 de marzo —el día de San José— y no había llovido todavía. Aunque el día no había terminado, la gente ya rezaba a san Pedro con la esperanza de convencerlo de que enviara agua. Varias mujeres piadosas se arrodillaron alrededor del fotógrafo de Antonio para continuar con sus oraciones y, al mismo tiempo, poder ver al Halcón y a la Costurera.
«Chove-chuva, chove-chuva, chove-chuva
—canturreaban las mujeres—. Ten piedad de nosotros, María, madre adorada. De nuestros lamentos y de nuestros dolores. De nuestro orgullo y nuestra terquedad. Moriremos todos de sed porque somos pecadores. Pero te pedimos, Madre Santa de la tierra y del mar, que nos des agua. Concédenos esta gracia para que podamos amarte todavía más».
El fotógrafo levantó su lámpara dispuesto a disparar el fogonazo. El sol de la tarde era tan brillante que ellos no podían mirarlo directamente. Antonio no quería ojos cerrados en su retrato. El fotógrafo los colocó en un ángulo adecuado para que pudieran mantenerlos abiertos. Le aseguró al jefe de los bandidos que sus caras serían claramente visibles; el fogonazo de la cámara eliminaría cualquier sombra. Cuando las fotografías estuvieran reveladas, el fotógrafo prometió llevarlas a Recife personalmente. Antonio le dio dinero para un billete de tren y le dijo al hombre que podía vender las fotos por la suma que quisiera y que se guardara todas las ganancias, siempre y cuando fueran publicadas en los periódicos.
El fotógrafo empezó a echar la cuenta atrás. Luzia se alisó el vestido. Se enderezó las gafas. Junto a ella, Antonio cambió de posición. Para la fotografía había embutido los pies en un par de botas de cuero de caña alta que habían sido de los cartógrafos. Las abrió por el lateral, pero todavía eran demasiado estrechas para él. Tenía que moverse constantemente para no sentir hormigueo en los pies. Pasaron varios segundos antes de que el obturador de la cámara soltara su clic. A Luzia le lloraron un poco los ojos. Podía percibir la ansiedad de los cangaceiros, y también la suya propia. Le ardía el pecho, como si albergara una respiración retenida demasiado tiempo. De pronto se oyó una pequeña explosión. Estalló el brillante chispazo, dejando olor a humo y a magnesio y un silencio de ultratumba durante un instante, que pareció un rato largo, de no saber cuándo moverse o si debían hacerlo.
El fotógrafo apareció desde debajo de su velo gris. Los cangaceiros lo aclamaron. Antes de separarse, se reunieron alrededor de Luzia con las manos extendidas.
—Bendígame, madre —decía cada hombre.
—Estás bendecido —respondía ella.
Los hombres le pedían la bendición a Luzia cada vez que salían a recorrer un pueblo o a atacar la casa de un coronel desleal, o cuando se separaban en la cañada del ganado a la espera de viajeros. Los miembros más viejos del grupo le agarraban los dedos y la llamaban madre, como si Luzia fuera la sustituta de las madres a quienes habían dejado hacía mucho tiempo. Orejita y Medialuna, que todavía desconfiaban de su presencia, recibían sus bendiciones sin demasiado entusiasmo, y sólo para complacer al Halcón. Los miembros más recientes del grupo bajaban los ojos y susurraban como pretendientes avergonzados:
—Bendígame, madre.
En las últimas semanas, los hombres se habían vuelto más fervorosos en su reverencia. Después de cambiar el sombrero por la melaza, Antonio le dio a Luzia un chal de lino largo que llevaba sobre la cabeza para protegerse del sol. El chal y el vientre que crecía habían afectado a los hombres. Besaban los bordes sucios de la tela, ponían pequeñas ofrendas de comida a los pies de Luzia y discutían acerca de quién iba a llevar su máquina de coser. Anteriormente, Antonio había convencido a sus hombres de que la presencia de Luzia los protegía del daño, pero hasta él mismo se sorprendió por la profundidad con que éstos la reverenciaban. También estaba orgulloso. Luzia apreciaba el respeto de los hombres, pero desconfiaba de él. Recordaba las imágenes mutiladas de los santos atadas a los techos de las casas donde vivía la gente, en castigo por sus pobres servicios. La devoción era siempre condicional. Luzia percibía que la adoración de los cangaceiros dependía de la suerte que tuvieran; la querrían hasta que la buena suerte se acabara.