La costurera (71 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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—¿Estás intentando que mis hombres se casen? —Su voz parecía cansada, pero el lado izquierdo de su boca se alzó en una ligera sonrisa.

Luzia dejó su bordado.

—No le he animado a que lo hiciera.

Antonio asintió con la cabeza.

—Pero debo dejar que ella se incorpore al grupo. Eso es lo que crees.

—No —replicó Luzia, súbitamente enfadada—. ¿Ponta ha dicho eso?

Antonio negó con la cabeza.

—Creía que te pondrías del lado de ella.

—Que ambas seamos mujeres no quiere decir que lo apruebe.

Antonio se acarició la cabeza, pensativo.

—Están siguiendo mi ejemplo. Nuestro ejemplo.

—Entonces, ¿qué dices?

—Entonces digo que sí.

—Es una mala idea —señaló Luzia.

—Lo sé —respondió Antonio. La miró a los ojos; su lado izquierdo sonreía. Luzia le puso la mano en el rostro. Lentamente, Antonio se quitó el sombrero y recostó su cabeza en el regazo de la mujer, la oreja sobre el abultado vientre. Luzia cerró los ojos. Por un breve momento fueron como cualquier otra pareja joven que tuviera un momento de afecto, de intimidad.

Llegaban voces desde el campamento de los cangaceiros. Se incorporaron cuando oyeron gritos. Antonio suspiró. Luzia no quería romper el encanto de aquel momento, pero Antonio se apartó de ella rápidamente. Sus rodillas crujieron cuando se puso de pie. Orejita se dirigía hacia ellos. Detrás lo seguían Ponta Fina, Bebé, Baiano y un grupo de cangaceiros.

—Quiere casarse —dijo Orejita sofocado al tiempo que señalaba a Ponta Fina.

—Lo sé —respondió Antonio. Se había olvidado de ponerse el sombrero. Tenía el pelo enmarañado y extrañamente desordenado, lo que dejaba ver una parte más clara de cuero cabelludo a un lado de la cabeza. Luzia hubiera querido esconder aquella incipiente calva, peinarle con sus propias manos.

—No puede casarse. —Orejita no parecía dispuesto a entrar en razón—. Y si lo hace, que devuelva los cuchillos. Que se marche.

Un grupo se había formado alrededor de ellos y algunos cangaceiros mostraban su acuerdo con Orejita con movimientos de cabeza. El ojo sano de Antonio se entornó. El lado activo de su boca descendió. Estaba prohibido resolver los problemas de ese tipo así, delante de todo el grupo. El Halcón sólo permitía a sus hombres quejarse unos de otros en privado, y únicamente delante de él para impedir luchas internas. Se acercó más a Orejita.

—No permito desertores —dijo.

Orejita asintió con la cabeza.

—Lo sé.

—Parece que sabes mucho últimamente —respondió Antonio.

Luzia se agarró de los brazos de su sillón. Separó bien las rodillas para volcar todo su peso sobre las piernas. Alzó la pelvis, y se levantó del sillón. El grupo entero la observaba ahora, y ella odiaba su torpe cuerpo por hacerla parecer tan torpe. Orejita sacudió la cabeza.

—Las mujeres son un problema —dijo, volviéndose a Antonio—. Tú mismo lo dijiste: tenemos que ser un ejército, no una familia.

—Eso no es asunto tuyo —respondió Antonio.

Orejita se dio golpes en el pecho.

—Claro que es asunto mío. Soy parte de este grupo. No podemos dejar entrar a todas las fulanas que veamos.

Hubo protestas en el grupo. Algunos hombres negaban con la cabeza. Ponta Fina dio un paso adelante con su afilado cuchillo brillando en la mano. Baiano puso un brazo alrededor de Ponta y lo retuvo.

—Discúlpate —ordenó Antonio.

Orejita pasó su mirada de Ponta Fina a su capitán, y de éste a Ponta Fina.

—¿Qué?

—Discúlpate. Has insultado a su mujer. Una mujer honesta. No hay ninguna fulana aquí.

—No lo haré.

Antonio dio unos pasos hacia él. Orejita alzó las manos como si se estuviera rindiendo, y luego las bajó hasta su cinturón. Al igual que los otros hombres, se había acostumbrado a quitarse las pistoleras y dejar las pistolas y el rifle sobre las mantas todas las noches. Sólo llevaba sus cuchillos. Orejita cogió el puñal metido entre el cinturón y la cartuchera. Su rostro estaba demacrado y triste. Dejó caer al suelo la larga daga de borde cuadrado.

—Me voy —anunció.

Antonio no hizo ningún movimiento para recoger el puñal.

—Te he dicho que no admito desertores.

La barbilla de Orejita tembló. Apretó los labios para controlarla. Había un acuerdo tácito entre los cangaceiros y Antonio. Al unirse al grupo y sellar sus cuerpos con la plegaria del
corpo fechado
, todo hombre aceptaba ese pacto. Luzia lo aceptaba también. El amor de Antonio, su protección, su liderazgo a cambio de la obediencia, de la confianza absoluta. En el momento en que la confianza de un hombre vacilaba, el apoyo mutuo o en su caso el amor, se retiraba. Orejita había desobedecido a su capitán y lo había hecho delante del grupo. Si Antonio no se atenía a los términos de su acuerdo, si no castigaba a aquellos que desobedecían, perdería el respeto de todos, y eso lo condenaría.

Luzia sintió un estremecimiento en su vientre. Vio el movimiento debajo de la tela apretada de su vestido, sintió un golpe en sus costillas inferiores. Su hijo le dio una patada rápida, como si le estuviera diciendo que actuara, que hiciera algo. Luzia dio un paso adelante. Puso una mano sobre el brazo de Antonio.

—Déjalo partir —dijo.

Orejita bufó:

—La piedad de una mujer.

Antonio se puso tenso. Apartó el brazo de Luzia.

—No me toques —protestó.

Ella retrocedió. La mano de Antonio se alzó cerrada en un puño, los nudillos blancos de tanto apretar. Luzia se abrazó el vientre. No podía pensar con claridad, no podía recordar lo que había querido decirle a Antonio o a Orejita. Sólo podía recordar la iglesia llena de humo en Taquaritinga y al padre Otto de pie delante de ella, pronunciando su sermón anual de Pascua. En aquel sermón no se refería a la Virgen Madre, sino a la otra María, la Magdalena, que se había quedado en la tumba de Cristo durante mucho tiempo después de que todos los discípulos se hubieron ido, desesperanzados. Su recompensa fue la aparición de Él. Pero cuando ella extendió la mano para tocarlo, Él retrocedió. «No me toques», le ordenó. Ya de niña, Luzia pensaba que había sido un gesto desagradable de Cristo. Ya no era un hombre, sino Dios, y esta deificación provocaba que apartara a quien más lo había amado. Luzia había preferido siempre al hombre por encima del dios.

—Arrodíllate —ordenó Antonio.

Orejita negó con la cabeza.

—Soy uno de tus mejores hombres.

—Lo sé —respondió Antonio—. Has desobedecido. Arrodíllate ahora.

Orejita asintió. Se quitó su sombrero y lo arrojó al lado del puñal que había dejado caer. Antonio se colocó junto a él. Los ojos de Orejita miraban hacia abajo, pero no miraban al suelo. Miraban la parte delantera de su chaqueta, el cinturón, la cartuchera. «Mira siempre a los hombres a los ojos», le había enseñado Antonio a Luzia. Él decía que había que mirar a los hombres a los ojos atentamente, porque revelaban sus intenciones. Los hombres miraban siempre hacia donde iban a moverse después. Lo normal era que las mujeres embarazadas apartaran la mirada de la violencia, pero Luzia no podía hacerlo. Miraba a Orejita. Cuando Antonio desenvainó su puñal, la mano de Orejita se movió. Era su mano derecha, oculta a la vista de Antonio debido a su ojo malo. Metido en el cinturón de Orejita había otro cuchillo, uno pequeño de punta afilada, el que usaba para desangrar a los animales. Todos los cangaceiros llevaban cuchillos similares. Nadie se acordó de quitárselo.

Luzia llevó la mano hacia su Parabellum. Estaba en su pistolera, que descansaba cómodamente cerca de la axila del brazo lisiado. Estiró el brazo bueno sobre sus pechos agrandados y su vientre. Empezó a abrir a tientas el cierre de la pistolera. En el suelo, delante de ella, Orejita se alzó. Su brazo se movió en un arco grande y elegante. En su mano, la hoja del cuchillo brilló con luz tenue, reflejando el fuego cercano. Antonio dejó caer su puñal. Luzia finalmente terminó de abrir su pistolera del hombro y con el brazo bueno cogió la Parabellum. No podía apuntar correctamente; Antonio había agarrado a Orejita y ambos hombres gruñían y se movían en un extraño abrazo. El ojo bueno de Antonio estaba muy abierto y se movía en todas direcciones. Parecía una vaca en el matadero mientras buscaba el cuchillo perdido.

Luzia encontró su blanco. Apretó el gatillo. El disparo fue como el descorche de una botella, nadie sabía dónde acertaría. Los cangaceiros se quedaron paralizados. Bebé gritó y todos los ojos se volvieron hacia la muchacha. Por un instante, Antonio apartó la mirada de la punta del cuchillo. Orejita dio un golpe al aire. Luego el pequeño cuchillo cayó junto a sus pies.

—¡Mierda! —gritó Orejita. Su voz pareció sacar a los hombres de su estupor. Baiano se adelantó, y levantó a Orejita por el brazo. La pechera de la chaqueta de Orejita ya estaba oscura, la mancha crecía. Luzia le había dado en el hombro. Ponta Fina intervino con su machete de hoja gruesa, pero Luzia lo detuvo. Oyeron una tos.

Antonio permanecía inmóvil, de espaldas a Luzia y a los hombres, con las manos en el cuello. Luzia tocó el hombro de Antonio y él se inclinó hacia ella, con las manos todavía agarrándose el cuello.

Su cara era de color morado, como si estuviera enfadado. Tosió otra vez. La sangre corría entre sus dedos.

Mientras caía, Luzia gritó su nombre. Su voz parecía lejana. La Parabellum cayó de su mano. Sintió el olor de algo que se quemaba y se dio cuenta de que era la carne carbonizada de los cuises, que se habían quedado abandonados sobre el fuego de la cocina. El vientre de Luzia la volvía torpe. Se dejó caer junto a Antonio y sus rodillas chocaron contra el suelo duro. Sus manos parecían moverse sin que ella las guiara, desesperadamente, desatando el pañuelo empapado de Antonio, y luego apretando los dedos contra su cara. El lado con la cicatriz estaba sereno, como siempre. La parte sana parecía perpleja. Un ruido húmedo y ronco surgía de la herida irregular de su garganta, cerca de la nuez, donde el cuchillo de Orejita lo había alcanzado. La sangre formaba burbujas al salir que sorprendieron a Luzia por su intensidad. Presionó con las manos el profundo corte. ¡El líquido era tibio! ¡Tan tibio! Como el agua espesa que surgía de los lechos de los ríos muertos cuando ella cavaba en ellos. Luzia apretó con más fuerza. Las moscas que rodeaban los montones de rapadura de melaza se habían espantado con la pelea, pero de pronto regresaron. Se lanzaban sobre el cuello de Antonio y sobre el charco que crecía debajo de él.

Ponta Fina se arrodilló junto a Luzia. Los cangaceiros se amontonaron alrededor de ellos. Los oídos de Luzia estaban aturdidos. Toda ella estaba como en una pesadilla. Pensó que los hombres necesitaban tareas de las que ocuparse. Los cangaceiros tenían que estar ocupados.

—¡Traedme una hamaca! —gritó—. Una hamaca limpia.

Los hombres corrían de un lado a otro respondiendo a la urgencia de ella, creyendo que si se apresuraban su capitán viviría. Varios entraron en la casa abandonada del coronel. Luzia escuchaba cómo lo revolvían todo allí dentro. Ordenó a Canjica y a Cajú que corrieran a buscar un curandero o una comadrona. Alguien que se ocupara de cosas de medicina, les dijo. Si no podían encontrar a nadie, Luzia decidió atender ella misma a Antonio. Pondría sal, cenizas y pimienta en la herida para detener la hemorragia. Cosería la herida para cerrarla. Luego llevarían a Antonio al doctor Eronildes. Era una larga marcha, pero tendrían que hacerla. Ella sabía por su propia experiencia cuando había matado cabras y otros animales de las tierras áridas que el cuello albergaba un entrecruzamiento vital de tubos y vasos sanguíneos. Antonio tenía que recibir cuidados rápidamente.

La mano del herido temblaba. Sus dedos le rozaban una pierna, como si la acariciara. Luzia trató de acercarse más, pero su barriga se lo impidió.

—Quédate quieto —le ordenó, con sus manos empapadas sobre la herida—. Debes mantenerte despierto.

Cuando los hombres regresaron con una hamaca, Luzia ató una improvisada venda alrededor del cuello de Antonio. Baiano envolvió a su capitán cuidadosamente dentro de la hamaca y él e Inteligente lo levantaron. Aturdidos, esperaron las órdenes de Luzia.

—Vamos adentro —dijo—. Tenemos que limpiarlo adecuadamente. Que no se balancee demasiado.

Pusieron la hamaca, que goteaba sangre, en el vestíbulo de la casa del coronel. Había frijoles secos esparcidos por el suelo de madera, vestigios de la incursión a la despensa de los cangaceiros. La sangre en las manos de Luzia ya se estaba secando. Hacía que le resultara difícil doblar los dedos. Cuando le temblaron, Luzia apretó los puños. No podía permitir que los hombres la vieran temblando.

Le pidió ayuda a Baiano, y con dificultad bajó su cuerpo otra vez al lado de Antonio. Luzia recordó a su propio padre en la iglesia de Otto, envuelto en una hamaca fúnebre blanca. Tuvo miedo de abrir la que envolvía a Antonio, pero los cangaceiros se reunieron alrededor de ella, expectantes. Rápidamente, Luzia abrió la tela de la hamaca.

Los ojos de Antonio estaban abiertos. Sus labios torcidos también estaban abiertos. Ambos lados de la cara tenían un aspecto sereno. Luzia se sintió como si se hubiera tragado una espina de cactus. La hería desde la garganta hasta el estómago en una sola línea ardiente.

Los hombres se acercaron. La joven embarazada sintió sus ojos fijos sobre ella. Se había quitado el chal aquella tarde y sin él se sentía expuesta, con su pelo mal trenzado, su vestido demasiado ajustado alrededor del vientre, sus piernas gruesas, los pechos hinchados. Los hombres lo vieron todo.

Luzia apoyó las palmas de las manos sobre el suelo. Se puso en cuclillas, en incierto equilibrio sobre sus pies. Luego respiró hondo y se levantó. Sus rodillas crujieron por el esfuerzo. De pie, Luzia vio a Ponta Fina. Bebé se acurrucaba cerca de él. Ellos habían provocado el problema, pensó Luzia. Y también Orejita. Con toda la conmoción se había olvidado de él. Lo habían dejado fuera, herido. Tenía que castigarlo, pero esa idea le provocó un vahído. Luzia cerró los ojos para serenarse. Organizaría a los hombres alrededor de ella antes de ocuparse de Orejita. Abrió los ojos y se concentró en Ponta Fina.

—Dame tu puñal —ordenó Luzia.

El obedeció y le entregó su cuchillo más afilado, el que usaba para separar la carne del hueso. Con su brazo lisiado, Luzia sostuvo el cuchillo detrás del cuello. Con su brazo bueno tomó la parte inferior de su trenza. Estaba atada con una cuerda rígida. La parte alta de la trenza, cerca de la base del cuero cabelludo, era muy gruesa. Luzia cortó con fuerza.

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