—¿Entonces usted es uno de ellos? —preguntó Antonio—. ¿Un hombre de Gomes?
Eronildes levantó sus manos manchadas por el sol, como si quisiera mostrar que estaba desarmado.
—¿Qué otra cosa se puede ser, eh?
Antonio asintió con la cabeza. Se puso el artículo del periódico debajo del brazo y salió de la habitación con paso majestuoso, olvidando a Luzia. Cuando ella se movió para seguirlo, Eronildes dio la vuelta a su escritorio y la cogió por el codo lisiado. Avergonzado, la soltó rápidamente.
—Puedo pedir unas nuevas lentes para tus gafas —farfulló Eronildes—. Ésas están rayadas.
—Todavía me sirven —dijo Luzia—. Gracias.
—Vosotros…, Antonio no volverá aquí otra vez, ¿verdad? Ésta es la última vez.
Luzia asintió con la cabeza. Antonio recelaba de aquellos a quienes consideraba «hombres de Gomes», incluso si habían sido alguna vez sus amigos. El doctor se retorció las manos.
—Te pregunto esto como médico —susurró Eronildes—. Y como amigo. ¿De cuántos meses estás?
Luzia levantó la vista, sorprendida.
—Es por la cara —explicó Eronildes—. Los semicírculos oscuros debajo de los ojos. Y los pantalones —agregó, haciendo un gesto con la cabeza hacia la cintura de Luzia— apenas te los pueden abotonar.
La mujer sintió que su cara enrojecía. Los hombres —incluso los médicos— no hablan con las mujeres sobre esos asuntos. Sólo las comadronas se ocupan de los problemas femeninos, pero Luzia no tenía ninguna comadrona. No tenía ninguna guía.
—Han pasado tres lunas —respondió—. Desde que… —Sus palabras se detuvieron. No podía completar lo que iba a decir.
—Debes descansar —le aconsejó Eronildes—. Debes comer apropiadamente. Lo perderás si no lo haces.
—No. No éste. Éste se queda.
—¿Abandonarás el grupo?
Luzia negó con la cabeza, sorprendida de que él siquiera considerara esa posibilidad.
—¿Cómo criarás a ese niño? —le preguntó Eronildes, indignado. «Ese niño», dijo, como si no fuera de ella.
—Lo criaré como corresponde.
—¿Dónde?
Ella se tambaleó, luego habló en voz baja:
—En algún sitio cerca del río. Vamos a comprar un terreno con el dinero del rescate.
Eronildes resopló.
—Eres tan terca como él. No pagarán. Y aunque lo hicieran, no serviría de nada. La tierra está muerta. ¡Ninguna plantación de algodón, ni siquiera la mía, aquí junto al río, ha florecido! Y si no llueve este año, ni siquiera la mandioca crecerá. Se morirá de hambre.
—¿Adónde debo ir, entonces? —balbuceó Luzia, con un tono de voz inexpresivo—. ¿A una ciudad? ¿A la capital? Me moriría de hambre allí también. Nadie quiere contratar a un lisiado. Especialmente a uno con mi barriga.
—Podrías quedarte aquí.
—¿Como su criada? —Luzia tosió. No dejó que el médico respondiera—. Antonio no me lo permitiría.
—Si te ama, lo hará.
Luzia nunca había escuchado a un hombre pronunciar en voz alta el verbo amar. Emília solía hacerlo, en susurros, antes de dormirse. Pero los hombres, especialmente los hombres de la caatinga, no decían esas cosas. Luzia apartó la cara de la mirada del doctor.
—Me han dicho que eres buena con las armas —dijo Eronildes.
—Sí —respondió Luzia, y su voz sonó demasiado fuerte—. Soy buena disparando.
—¿Quién te enseñó a disparar?
—Antonio.
—¿Porqué?
—Para que pueda defenderme yo misma —respondió Luzia, confundida. Sintió una cierta vergüenza por su habilidad para disparar, y estaba enfadada con Eronildes por hacer que se sintiera de esa manera—. Me enseñó porque me iba a ser útil.
—¿O fue para ayudarse a sí mismo? —insistió el médico—. ¿Para que le fueras útil a él, ahora que su visión está fallando?
El corazón de Luzia latió desenfrenadamente. Era una imprudencia que le dijera a ella esas cosas. ¿Acaso no veía la Parabellum en su pistolera al hombro? ¿Eronildes no sabía de lo que ella era capaz? Las yemas de los dedos de Luzia rozaron la empuñadura de su arma.
—¿Ahora estás pensando en dispararme? —preguntó Eronildes, con expresión triste—. Eso sería más fácil, ¿no? En lugar de escucharme. Ya lo ves, en cuanto uno recurre una vez a la violencia como solución, ya se siente tentado a hacerlo otra, y otra más. Hasta que un día, Luzia, ya no podrás decidir si usarla o no. Lo harás de manera automática y no podrás contenerte. ¿Cómo vas a criar a otro ser humano, cuando no puedes controlarte tú misma? ¿Qué le enseñará a este hijo suyo?
Luzia sintió que el pecho se le encogía y le cortaba el aliento.
—Usted nunca ha tenido que disparar —le dijo ella—. No sabe nada de eso.
Eronildes asintió con la cabeza.
—Eso es verdad. Pero sé de medicina. Sé lo que significa estar embarazada. Y tú sabes que no se espera que llueva. Sabes que tu marido atacará la carretera que planea construir el gobierno. No le dará paz. El país está cambiando, Luzia. Las regiones más remotas formarán parte del país, le guste a él o no. Si ese niño tiene suerte, morirá el día que nazca.
—¿Me está echando una maldición? —preguntó Luzia.
—No creo en las maldiciones —respondió Eronildes—. Si tu hijo muere, no le eches la culpa a una maldición. Échate la culpa a ti misma.
Luzia abandonó el consultorio. Atravesó rápidamente los oscuros pasillos de la casa de Eronildes hasta que llegó a la puerta de la cocina. Fuera, desapareció entre la maleza, donde los cangaceiros habían levantado el campamento.
Luzia todavía recordaba su primer muerto y cómo eso la había cambiado. Un año y dos meses antes del secuestro de los cartógrafos, mientras Gomes organizaba su nuevo gobierno en la costa, Antonio también decidió reorganizarse: reunió a sus nuevos reclutas y regresó al rancho del coronel Clovis. Poco había cambiado en Santo Tomé desde su primera y desastrosa visita. El coronel Clovis todavía llevaba el pijama con un cuchillo metido en el cinturón. Marcos no era diferente, salvo por el anillo de boda de oro que llevaba en su grueso dedo. Se había casado, pero había dejado a su esposa en la ciudad costera de Salvador, protegida del sol y el polvo de las tierras áridas, y de sus cangaceiros. Cuando el grupo de Antonio se apoderó del rancho del coronel, dominando rápidamente a sus capangas, Marcos trató de escapar por la puerta trasera. Baiano lo detuvo. El coronel Clovis, por otro lado, permaneció sentado plácidamente en su sillón, en el porche.
—Sabía que vendrías —le dijo, dirigiendo su barbilla barbuda hacia Antonio—. No soporto la espera. Vamos, haz lo que piensas hacer.
El coronel se puso de pie y le entregó su cuchillo peixeira a Antonio. Éste asintió con la cabeza y llevó al anciano dentro del rancho. Desde el porche, Luzia escuchó un solo disparo. Cuando Antonio regresó, se encontró cara a cara con Marcos. El hijo del coronel estaba entre Baiano y Orejita. La pechera de su camisa estaba mojada de sudor. La tela se le pegaba al pecho.
—Todo fue cosa de mi padre —dijo Marcos con voz ronca—. El hizo un trato con el coronel Machado, a cuyo hijo estuviste a punto de matar. Le iba a dar toda su cosecha de algodón si mi padre te entregaba. Era un negocio. —Marcos miró a Luzia, como si buscara compasión. Ella le devolvió la mirada con la boca rígida. Marcos se secó la frente con el dorso de la mano—. Ahora ya no importa. Gomes está en el poder. Las tropas se han ido. Tú estás vivo.
—Perdí la mitad de mis hombres —respondió Antonio—. Me hirieron en una pierna. ¿Sabes lo que es arrastrarse entre la maleza con una pierna herida?
Marcos negó con la cabeza. Se miró los zapatos.
—El día que llegaron los soldados, tú desapareciste —continuó Antonio—. Dejaré que vuelvas a hacer lo mismo otra vez.
Los ojos de Marcos se abrieron muy grandes.
—Pero el algodón… —protestó—. No hay mucho, pero tengo que empezar a cosechar…
—Yo me ocuparé de eso ahora —le interrumpió Antonio.
—¿Y si me quedo?
El porche estaba en silencio, salvo por la tensa respiración de Marcos, un inquietante silbido del aire que entraba y salía por su nariz.
—Es mejor que ensilles un caballo —insistió Antonio—. Hazlo rápido o cambiaré de idea.
Marcos asintió con la cabeza. Baiano lo condujo a las cuadras. Cuando Orejita protestó porque estaban siendo demasiado indulgentes, Antonio le hizo abandonar el porche.
—Saldrá al galope —le susurró Antonio a Luzia. Puso su mano debajo de la axila de ella y abrió delicadamente la pistolera que llevaba en el hombro. Sacó la Parabellum y la puso en sus manos—. Dispárale a la pierna —dijo—. Hazle caer.
Antonio hablaba con voz baja y suave. Era el mismo tono que usaba cuando le pedía que leyera en voz alta su certificado de bodas, o que le hiciera una compresa para su ojo malo. Conseguía que sus órdenes parecieran ruegos.
Luzia escuchó el golpeteo de los cascos. Sentía que la Parabellum pesaba mucho en su mano. Recordó haber estado de pie ante un inmenso rollo de seda portuguesa, precisamente después de que su brazo resultara herido. «Corta derecho y corta rápido —le había dicho su tía Sofía—. El primer corte es siempre el más difícil. Después se vuelve más fácil».
—Mi Santa —susurró Antonio.
Luzia subió el brazo bueno. Lo estabilizó con el miembro lisiado. Marcos, grande y semejante a un gusarapo, se movía sobre su caballo. El polvo nublaba el sendero de la entrada. Pronto estaría fuera de su alcance. Luzia contuvo la respiración.
Los cangaceiros la felicitaron. Era un disparo difícil, un blanco móvil, con todo aquel polvo. Sus ojos eran más agudos de lo que ellos habían imaginado. Ponta Fina se ofreció para limpiar la Parabellum. Orejita lo consideró un disparo afortunado. Marcos pasó el día yendo de un lado a otro en el patio delantero, chocando contra los postes de la cerca y los pilares de la casa, tratando de encontrar la puerta principal. Antonio le había atado las manos a la espalda y le había puesto una dura lona sobre los ojos. Por la noche, Marcos lloró y gimió. Luzia no pudo dormir a causa de esos ruidos. Al día siguiente, Marcos no hacía ruido. Antonio desenvainó su puñal y se dirigió al patio. Los buitres de cuello negro se amontonaban sobre la cerca y en las ramas de los árboles. Luzia se tapó los oídos con algodón, pero de todos modos siguió escuchando los movimientos de sus alas. Los actos de ella habían atraído aquellas siniestras aves hasta allí.
A petición de Antonio, Luzia escribió una carta para la viuda de Marcos, que estaba en Salvador, informándola de que su marido, Marcos Lucena, y su suegro, Clovis, habían muerto. Antonio enviaba sus más sentidas condolencias. Aseguraban a la viuda que la granja sería cuidada de la forma debida. Para ser justos, ella iba a recibir anualmente una parte de las ganancias producidas por la fibra de algodón. No había necesidad de hacer visitas ni investigaciones, pues todo estaba en orden. «El interior no es lugar para una dama —añadió Luzia antes de sellar la carta—. Si la señora es prudente, tendrá esto en cuenta».
Luzia tenía la esperanza de quedarse en Santo Tomé, donde podían labrar la tierra y vivir normalmente. Pero, al cabo de un mes, Antonio empezó a mostrarse inquieto. Argumentaba que la propiedad no era suya por derecho, y para sacar adelante su reclamación legal por ella iba a necesitar más hombres y más dinero. Abandonaron Santo Tomé y regresaron a la maleza. Pero Luzia no podía apartar de su cabeza el recuerdo de aquel patio polvoriento, el tacto resbaladizo de la Parabellum en sus manos, el ruido sordo y fuerte que Marcos hizo al caer de su caballo. Había esperado sentir culpa o remordimiento por estos recuerdos, pero más bien sentía enfado. No estaba segura de por qué. Era como si lo que podría llamarse su primer muerto hubiera descorrido un cerrojo dentro de ella que abría las puertas a emociones que habían estado encerradas. La rabia de la niñez de Luzia volvió.
En los meses que siguieron, cuando los cangaceiros se dedicaron a asaltar a los leales azules en la cañada para el ganado, Luzia sólo robaba periódicos a aquellos hombres. A las mujeres les robaba mucho más. Los fugitivos viajaban a menudo con esposas e hijas, que miraban a Luzia con una mezcla de miedo y aversión. Fijaban la vista en sus pantalones y en su brazo lisiado. Para ellas, era la humilde Costurera. Luzia les arrancaba los collares y demás colgantes del cuello, tirando hasta que las cadenas se rompían, hasta que le dolían las palmas de las manos. A veces miraba el pelo de aquellas damas y, sin saber por qué, les daba tirones, y luego se lo rapaba, tan corto que hería aquellos pálidos cueros cabelludos. En ese momento daba salida a su antigua rabia, liberada de las reglas de la tía Sofía y de la voz tranquilizadora de Emília. Luzia podía entonces agredir, apuntar y disparar. Podía herir a alguien antes de que la hirieran a ella.
Después de su discusión con el doctor Eronildes, la joven empezó a comprender las consecuencias de aquella lógica. Había aprendido a ser tan cruel como los hombres. En las tierras áridas, las mujeres sólo aprendían a vivir junto a la crueldad, a soportarla, a valorarla a veces. Como mujer, Luzia veía lo que Antonio y los demás cangaceiros no podían ver: la crueldad no podía ser controlada. No podía ser usada y luego descartada como si fuera una simple sandalia de cuero. Una vez que estaba ahí, ahí se quedaba. Había crecido dentro de ella y de los hombres hasta convertirse en un mal crónico. Indiferencia. Eronildes tenía razón. Pero Luzia tenía otra cosa creciendo dentro de ella compitiendo por el espacio. El niño que se formaba en su vientre podía salvarla de todo aquello. Antes de nacer, ya la había impulsado a desear estabilidad, a querer un pedazo de tierra. Ese deseo le había dado la idea de secuestrar a aquellos cartógrafos y de pedir un rescate. Si podía hacerle esto a ella, pensaba Luzia, quizá el niño podía cambiar también a Antonio e impulsarlo a dejar de ser un cangaceiro para convertirse en un padre.
En su campamento cerca de la casa de Eronildes, Antonio mostró el periódico a sus hombres. El secuestro de los cartógrafos había salido en la portada. El gobierno de Gomes les tenía miedo. Tanto miedo, les dijo Antonio, que había ofrecido una recompensa por sus cabezas. Los cangaceiros no sabían leer, de modo que creyeron la palabra de su capitán. Sólo Baiano conocía el alfabeto, pero no pudo retener el periódico el tiempo suficiente para hacer una de sus lentísimas lecturas. Los hombres lo pasaron de mano en mano entre aclamaciones y risas. Eran famosos, les dijo Antonio. Eso merecía una celebración. Los hombres hicieron una hoguera y asaron un buey que Eronildes les había regalado. El animal era flaco y su carne dura, pero habían pasado semanas desde la última vez que todos ellos habían comido carne fresca. Después de la cena, algunos de los bandidos se pusieron a bailar. Otros, conducidos por Orejita, se dirigieron a pie a un pueblo cercano con la esperanza de encontrar mujeres de la calle. Con aquellos que se quedaron, Antonio trató de mostrarse alegre. Cantó y jugó al dominó. Cuando se cansó, se apartó del fuego y se sentó junto a Luzia.