—Mi Santa —gritó Antonio—, háblales o perderé la paciencia.
Luzia se situó junto a él. Los hombres de ciudad se quedaron mirándola con los ojos muy abiertos. Antonio sonrió.
—No es de buena educación mirar así a una mujer decente —señaló—, pero lo comprendo. No lo pueden evitar. No estiren sus cuellos.
Detrás de ella, Luzia escuchó la risa ahogada de algunos cangaceiros. Apretó con más fuerza su Parabellum. Al principio, le había gustado la fascinación de Antonio por su altura. Primero le susurraba sus cumplidos sólo a ella, pero a medida que su ojo se fue nublando, que sus hombros se fueron encorvando y su pierna lisiada se arrastraba, empezó a elogiarla delante de los otros. Cuanto más se deterioraba su propio aspecto, más se preocupaba Antonio por el aspecto de ella. Le llenó los dedos con anillos. Le regaló pañuelos de seda y un par de guantes de cuero para proteger sus manos de las espinas. Le regaló una pistolera de hombro y una Luger Parabellum, una pistola alemana semiautomática de ocho tiros, gatillo sensible y feroz culatazo. Hacía que Luzia echara los hombros hacia atrás y se estirara hasta adquirir su plena estatura, que mantuviera su brazo lisiado orgullosamente a un costado, en lugar de acunarlo sobre el pecho. Con el tiempo, la actitud de Luzia se volvió tan segura como su puntería, pero no estaba segura de si Antonio amaba su aspecto o la impresión que causaba.
—¿Qué negocios les traen por aquí? —preguntó Luzia.
—No tenemos negocios —replicó el viajero más viejo—. Somos topógrafos.
—¿Qué es lo que son? —quiso saber Antonio.
—Cartógrafos —espetó el más joven.
—Van en dirección equivocada —advirtió Antonio.
—No —dijo el más joven—. Vamos hacia el interior.
—Morirán de hambre. No hay lluvia.
Los cartógrafos se miraron entre sí.
—No les miento —continuó Antonio—. No llegarán muy lejos. Los caballos necesitan agua. Y comida.
Antonio ordenó a los cangaceiros que vaciaran las canastas que cargaban las mulas. A tierra cayeron lápices, frascos de tinta, fajos de papel blanco y una brújula. Luego aparecieron tubos negros. Los cangaceiros los manipularon con cautela, como si fueran armas. Mientras abrían con palancas los misteriosos tubos, el viajero más corpulento movió nervioso las manos. El más joven frunció el ceño. Dentro de los tubos no había ningún tesoro, sólo había papeles. Luzia los desenrolló en el suelo. No eran periódicos, sino grandes dibujos hechos a lápiz, con líneas sinuosas, marcas, extraños símbolos y nombres de ciudades. Mapas. Encima de los dibujos, Luzia pudo leer un nombre: «Instituto Nacional de Caminos». Debajo de éste vio una lista de empresas: Standard Oil, Pernambuco Tramways, Ferrocarril Gran Oeste de Brasil.
Antonio estudió los mapas desenrollados a los pies de Luzia.
—¿Por qué quieren dibujar este sendero?
—No el sendero —susurró el cartógrafo más viejo—. El sendero es sólo una guía.
—¿Para qué? —preguntó Antonio, impaciente.
—Una carretera, un gran camino —respondió Luzia, mirando otro mapa. Vio una línea negra y larga que comenzaba en la costa y serpenteaba hacia las tierras áridas. La siguió con el dedo. Parecía un río negro. La Transnordeste.
—Sí. Exactamente —confirmó el cartógrafo más viejo, con unos labios que se convirtieron en una sonrisa—. La señora es perspicaz. Somos sólo simples cartógrafos. Trabajamos para empresas privadas… y para el gobierno, por supuesto —añadió a manera de respuesta al gesto que le hizo su joven compañero de trabajo—. Están construyendo la Transnordeste. Es una carretera. El proyecto es que vaya desde Recife hasta el sertão.
Antonio se rió. Se secó el ojo lechoso con un pañuelo.
—¿Una carretera? ¿Aquí? ¿Para qué?
—Para el transporte —explicó el mayor de los cartógrafos—. Para facilitar el transporte de algodón y de ganado. Y para tener acceso.
—¿Acceso a qué? —quiso saber Antonio.
—A la región —interrumpió el más joven—. El norte no es sólo el litoral. El presidente Gomes dice que no podemos dirigir un país si éste es desconocido.
—Es conocido para la gente que vive aquí —dijo Antonio, acercándose al cartógrafo joven—. Nosotros no necesitamos que dirijan nada. No necesitamos su carretera. Gomes debe mantenerse al margen de nuestros asuntos.
Detrás de ellos, los cangaceiros se rieron. Uno de ellos se probó un guardapolvo de viaje. Ponta Fina cogió las gafas de sol del joven y se las puso sobre los ojos. Baiano miró a través del telescopio de topógrafo. Orejita dio patadas al trípode de metal, con la idea de doblarlo y romperlo. Canjica e Inteligente se ocupaban de la carga de alimentos, repartiéndola entre los morrales de los cangaceiros. Antonio se apoderó de la brújula. Luzia se agachó. Dobló el mapa más grande en cuatro y lo metió en su morral.
—¡Eso es nuestro! —reclamó el cartógrafo más joven. El más viejo le dio un codazo, pero el otro no se calmó—: ¡Cojan lo que quieran, pero dejen nuestro trabajo!
Luzia quiso hacerlo callar. Si hubiera querido salvar sus mapas, debió haber fingido que no tenían valor. Antonio calculaba el valor de algo no por su valor intrínseco, sino por el afecto que inspiraba. Cuanto más quería una persona algo, más deseaba apoderarse de ello. Antonio sacó una lata de queroseno de uno de los cestos de las mulas. Se puso de pie sobre los mapas y vertió el líquido amarillo. Los cangaceiros se rieron. El mayor de los cartógrafos se llevó las manos a la cabeza. Antonio encendió una cerilla y se apartó.
Los mapas se quemaron rápidamente. El calor hizo que Luzia sintiera un hormigueo en la cara. Se cubrió la boca para protegerse del humo.
—¡Enviarán más! —gritó el cartógrafo más joven. Su agitación crecía. Los tendones del cuello se le hinchaban con cada respiración.
—¿Más de qué? —quiso saber Antonio.
—Más hombres como nosotros. La construcción de la carretera ya ha comenzado. Está más allá de Carpina. ¿Cree usted que puede detenerla?
—¿Por qué no?
—¡Usted es una reliquia! —gritó el cartógrafo más joven.
—¿Una qué? —preguntó Antonio.
El mayor de los hombres hizo callar a su compañero.
—Es un joven temerario. No sabe lo que está diciendo.
—Sé muy bien lo que hago —interrumpió el joven—. ¡Viva Gomes!
Orejita avanzó. Agarró la pata de metal rota del trípode, dispuesto a darle con ella al topógrafo.
—Atrás —ordenó Antonio, todavía mirando al joven. El lado izquierdo de la boca de Antonio se elevó. La piel alrededor de sus ojos se arrugó. Enseñó los dientes.
Cuando Antonio sonreía de verdad, sus ojos acompañaban la sonrisa. Pero cuando aparecía esa sonrisa falsa, sus ojos se veían nublados y muertos, como si estuviera en un trance. Luzia lo había observado antes con sus víctimas. Estaban aquellos que imploraban, balbuceaban, y a veces se ensuciaban los pantalones cuando se arrodillaban delante de él. Con éstos se mostraba expeditivo, como si quisiera ahorrarles mayor vergüenza. En sus ojos ella veía tristeza y renuencia, como si estuviera cumpliendo con obligaciones que no comprendía del todo y con las que tampoco disfrutaba. Cuando mostraba piedad, los miraba a los ojos y suspiraba, sacudiendo la mano y diciéndoles que se quitaran de su vista, como si estuviera tratando con niños rebeldes. Alentaba a sus hombres a mostrar piedad, porque eso demostraba que podían dominarlo todo, hasta sus propios impulsos. Pero cuando aparecía su sonrisa falsa, Luzia sentía miedo. Era como si las tablillas de una persiana se abrieran para revelar parcialmente algo inquietante y desconocido dentro de él, una cólera que no podía dominar con la fuerza de su voluntad.
Una conocida oleada de náusea se alzó en la boca del estómago de Luzia. Respiró hondo y la contuvo. Luego puso la mano sobre el brazo de Antonio.
—Podemos obtener más que sus botas y sus chaquetas —susurró—. Podemos pedir rescate por ellos.
Ella sintió que los hombros de él se aflojaban. En los periódicos que había conseguido de los fugitivos del Partido Azul, Luzia había leído algo acerca de inversores extranjeros. Había estudiado las fotografías de Emília junto a esos especuladores, esos ejecutivos de empresas. Tendrían que pagar para recuperar a sus topógrafos. Tendrían que pagar por el mapa que ella había guardado en su morral.
Luzia calculó el dinero que podían ganar a cambio de esos cartógrafos. No se trataba de las pequeñas sumas que les robaban a los fugitivos del Partido Azul o que obtenían extorsionando a los comerciantes. El dinero que llevaban encima era una fortuna en aquel desierto, pero nunca llegaba a la cantidad imposible que se necesitaba para comprar tierras. Si pedían un rescate por esos cartógrafos, pensó Luzia, tal vez podrían conseguir lo suficiente para comprar un terreno grande cerca del río San Francisco. Aquellos cangaceiros que quisieran establecerse podrían dividir el terreno en partes iguales; podrían construir casas y dedicarse a cultivar. Comprar era diferente de alquilar un terreno a un ranchero o trabajar para un coronel a cambio de vivienda. Comprar quería decir ser dueños, y ser dueños significaba trabajar para uno mismo, dirigir la propia casa y vender los productos que uno mismo cosechaba. Es decir, lujos reservados para hombres como el doctor Eronildes, o para los coroneles, o para los hijos de los coroneles. Por un instante, Luzia dejó volar su imaginación.
Volvió a meter su Parabellum en la pistolera y enderezó los hombros. Se acercó a los topógrafos. Los prisioneros retrocedieron un poco, asustados.
—Si esa carretera es importante, ustedes también deben de serlo —dijo.
Los hombres no la miraron a los ojos. En cambio, dirigieron la mirada a su brazo lisiado, a sus pantalones de lona. Luzia les dejó que miraran bien, sabiendo que se fijaban en su bolso ricamente bordado y no en la carne seca y la mandioca rancia que había dentro. Vieron los dos colgantes de oro que tenía alrededor del cuello, no los dos bebés que había perdido antes de que su vientre ni siquiera se hubiese hinchado. Vieron la brillante pistola en su funda al hombro, no el peso que sentía en ese momento en su pecho, como si su corazón se hubiera vuelto tan tosco y encallecido como sus pies. Veían, en fin, a la Costurera.
Su primer embarazo le había traído antojo de naranjas. Unas semanas después de que Antonio y ella se unieran en el porche del doctor Eronildes, la sangre mensual de Luzia desapareció. El olor a levadura de harina de mandioca le provocaba arcadas. Le dolían los pechos al tocárselos, los pezones se le pusieron firmes y redondos. Una noche soñó con una naranja. Sintió la cascara debajo de las uñas. Se llevó los suaves gajos en forma de medialuna a la boca. Cuando despertó, percibía el olor de la naranja. Lo notaba en las manos, en el aire y hasta en los bordes de su lata de café.
—Necesito una naranja —le dijo a Antonio—. Muy dulce.
Él se rió. Sería más fácil conseguir una pantera. Pero cuando Luzia insistió, comprendió lo que ocurría. Una madre tenía que conseguir la comida por la que sentía antojo, si no el niño que crecía en su vientre moriría. Eso era lo que las mujeres de Taquaritinga creían. Una de las vecinas de la tía Sofía casi había perdido a su hijo porque su marido se había retrasado en traerle el estofado de rabo de buey que se le antojaba. Tampoco había que olvidar la leyenda de la esposa caníbal que la tía Sofía les contaba muchas veces antes de dormir, para asustarlas. La esposa caníbal, embarazada, olió el brazo de su marido, inocentemente al principio, percibiendo su rastro de sudor y polvo. «Esposo mío, quiero un trocito, un pequeño mordisco de tu brazo», le dijo. El marido vaciló, inseguro. Luego estiró el brazo. Ella mordió. El marido gritó. Pero la esposa no estaba todavía satisfecha. «Esposo mío, quiero otro mordisco». Esta vez él dijo que no. Cuando dio a luz, había gemelos en su vientre, uno estaba vivo, el otro muerto. El final de la historia siempre hacía temblar a Luzia. Después de que la tía Sofía apagara la vela, Luzia y Emília se movían debajo de las sábanas y trataban de morderse mutuamente los brazos, hasta que la tía Sofía las regañaba. En secreto, tenían la esperanza de que hubiera algo de verdad en esa historia, y todos los sábados, en el mercado, Luzia y su hermana observaban los antebrazos de los vendedores esperando encontrar marcas de dientes. Nunca encontraron nada.
Durante las siguientes semanas Antonio preguntó a los comerciantes, a los coroneles y a los productores de algodón dónde podría encontrar una naranja de las dulces. Les ofreció joyas, billetes de mil reales, incluso sus prismáticos de bronce, pero nadie pudo conseguirle ninguna. Finalmente, en un mercado al aire libre, cerca de Triunfo, encontró una. El vendedor la envolvió cuidadosamente en papel de periódico y la puso en las manos de Antonio. La cáscara estaba arrugada y la fruta, ácida. Una semana después, en medio de la noche, Luzia sintió algo así como un terrible nudo en el vientre. Parecía que hubiera comido un montón de plátanos verdes. Se incorporó. Había algo tibio y pegajoso entre sus piernas.
En el suelo, alrededor de ella, en todas las direcciones, vio las formas oscuras de los cangaceiros durmiendo. Escuchó los ronquidos de Inteligente. Las brasas brillaban en la hoguera donde habían cocinado. Los centinelas —Orejita y un joven flaco llamado Jueves por el día en que se unió al grupo— estaban junto a los rescoldos. Al escuchar a Luzia, instintivamente se volvieron hacia ella. Luzia cerró las piernas y apartó la mirada. Odió a Orejita y a su compañero por prestarle atención. De pronto sintió odio por todos aquellos hombres dormidos —incluido Antonio— que nada podían hacer para ayudarla. Necesitaba a una mujer. Necesitaba a la tía Sofía, con su voz enérgica y su cuerpo grueso y sólido, para que la guiara. Luzia recordó las historias de mujeres embarazadas que escuchaba en Taquaritinga. Habían sangrado antes de tiempo y habían perdido a los niños en sus vientres. Con cuidado, se puso de pie. Los calambres del vientre desaparecieron. Más fluidos salieron de ella, mojándole los pantalones. Cogió su morral y rápidamente se dirigió a la maleza. Antonio se incorporó, pero no la siguió.
Cerca del campamento, escondido en una hendidura entre dos rocas grandes, había un manantial. Luzia vio las sombras de las rocas. Se dirigió hacia ellas. La noche estaba fría y oscura. Por encima de ella había una delgada luna, curva como una hoz. Otra oleada de calambres la recorrió. Luzia se agachó y se abrazó el vientre.
En el manantial, se quitó cuidadosamente los pantalones y las bragas. Tenía los muslos pegajosos. Había un olor penetrante y metálico. Extendió las bragas sobre la tierra y las miró detenidamente. Había una mancha oscura. Cuando tocó el sitio mojado, sintió bultos resbaladizos, amorfos. Retiró las manos con un sobresalto. «No es diferente de una hemorragia mensual», se dijo, pero no lo creía de verdad. Al mirar hacia la oscuridad de la maleza, Luzia se puso nerviosa pensando que Antonio u otro hombre podría estar espiándola. Envolvió los pantalones sobre sus desnudos muslos. Otras mujeres, pensó Luzia con amargura, tenían habitaciones con puertas. Podían dejar a los hombres fuera. Podían descansar en camas limpias y lavarse en jofainas de estaño. Luzia quería meterse entera en el manantial, pero no podía; era un crimen contaminar agua potable. Cogió el pañuelo de repuesto que llevaba en su bolso y lo mojó. El agua del manantial estaba fría. Luzia tembló cuando se pasó el trapo por las piernas.