La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (61 page)

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En el sistema rabelesiano de las imágenes, los
infiernos son el nudo donde se cruzan sus elementos directores: el carnaval, el banquete, la batalla y los golpes, las groserías y las imprecaciones.

¿Cómo se explica esta situación central, cuál es su sentido verdadero?

Evidentemente, no podemos responder a esta pregunta con razonamientos abstractos. Importa, ante todo, remontarse a las fuentes de Rabelais y a la tradición de la pintura de los infiernos que se extiende a lo largo de toda la Edad Media y encuentra su punto culminante en la literatura del Renacimiento; en segundo lugar, hay que revelar los elementos populares de esta tradición; y en tercer lugar comprender la significación tanto de esta última como de la imagen misma de los infiernos a la luz de las grandes tareas que tenían actualidad en la época de Rabelais.

Algunas palabras, para comenzar, sobre las fuentes antiguas. Las obras siguientes han descrito los infiernos: el canto XI de la
Odisea, Fedro, Fedón, Georgias
y
La República
de Platón, el
Sueño de Escipión
de Cicerón, la
Eneida
de Virgilio y, en fin, numerosos textos de Luciano (especialmente
Menipo
o el
Viaje a los reinos de ultratumba).

Rabelais los conocía, pero no se puede decir que estos textos hayan ejercido influencia alguna sobre él, salvo las obras de Luciano, influencia que, por otra parte, se ha tendido a exagerar. En realidad, el parecido entre el
Menipo
y nuestro episodio no va más allá de ciertos rasgos superficiales.

El infierno de Luciano ofrece, también, un alegre espectáculo. El disfrazamiento y el cambio de rol son en él subrayados. El cuadro de los infiernos obliga a Menipo a comparar toda la existencia humana a una procesión teatral:

«Mientras estuve observando este espectáculo, me pareció que la vida de los seres humanos era una larga procesión en la que Fortuna ordena y dirige las filas, y donde conduce, de manera diversa, a los que la componen. Si es propicia a alguien, lo viste de rey, le coloca una tiara sobre la cabeza, lo rodea de satélites y ciñe su frente con una diadema: a otro, en cambio, lo viste con un hábito de esclavo; a uno le otorga las gracias de la belleza y desfigura al otro hasta hacerlo ridículo, pues es preciso que el espectáculo sea variado.»

En Luciano, la condición de los poderosos de este mundo —emperadores y ricos— es la misma que en Rabelais.

«Pero te habrías reído mucho más si hubieras visto a los reyes y sátrapas reducidos al estado de mendigos y forzados por la miseria a volverse mercaderes de viandas saladas, o bien enseñando a leer, expuestos a los insultos del primero que pase, y
abofeteados como los más viles esclavos.
No puedo contener la risa al ver a Filipo, rey de Macedonia, ocupado en una esquina en
reunir zapatos viejos
para ganar ganar un módico salario. Se veía asimismo a muchos pidiendo limosna en las callejas, entre otros Jerjes, Darío y Polícrates.»
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A pesar de esta semejanza aparente, es muy grande la diferencia con Rabelais.
La risa de Luciano es abstracta, exclusivamente burlona, privada de toda alegría verdadera.
En su infierno no queda casi nada de la ambivalencia de las imágenes saturnalescas. Las figuras tradicionales aparecen exangües y puestas al servicio de la filosofía estoica, abstracta y moral (por añadidura degeneradas y desnaturalizadas por el pesimismo). Los ex-reyes son golpeados, «abofeteados como esclavos». Pero se trata de los
golpes ordinarios del régimen esclavista,
traspuesto a los infiernos. No queda aquí nada de la imagen saturnalesca ambivalente. Estos golpes no tienen ningún valor real: no ayudan a nadie a venir al mundo o a renovarse. Lo mismo ocurre con las imágenes del banquete. Por cierto, es como en el infierno de Luciano, pero ello nada tiene que ver con la gran cena rabelesiana. Si los ex-soberanos no pueden disfrutar, tampoco pueden hacerlo los antiguos miserables y esclavos. En los infiernos se come, pero nadie lo celebra, ni siquiera los filósofos: ellos no hacen sino reír, burlarse sin vergüenza de los soberanos y los ricos. Lo esencial es que, en Luciano, el principio material y corporal sirve para rebajar de manera puramente formal las imágenes elevadas, situándolas al nivel de lo cotidiano; está casi totalmente desprovisto de ambivalencia, pues no renueva ni regenera. De allí la profunda diferencia de tono y de estilo entre los dos autores.

El Apocalipsis de Pedro
puede ser considerada como la obra clave en la tradición medieval de la descripción del infierno. Compuesta por un autor griego a finales del primer siglo o a principios del siglo segundo de nuestra era, esta obra era la suma de las ideas antiguas sobre el mundo de ultratumba, para las necesidades de la doctrina cristiana. Este texto, que no había sido conocido en la Edad Media,
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inspiró la
Visto Pauli
redactada en el siglo
IV
. Sus diversas variantes, harto difundidas en la Edad Media, ejercieron una influencia considerable sobre el rico ciclo de las leyendas irlandesas acerca del infierno y el paraíso, que han jugado un rol capital en la historia de la literatura medieval.

Entre estas últimas, las que tratan del «hoyo de San Patricio» tienen una importancia particular. Este hoyo, según decían, llevaba al purgatorio, y había sido mostrado por Dios a San Patricio en el siglo
V
. Hacia mediados del siglo
XII
, el monje Henri de Saltre describió el descenso al purgatorio de un caballero en su
Tratado del purgatorio de San Patricio.
De la misma época data la célebre
Visión de Tungdal.
Después de su muerte, Tungdal efectúa un viaje a los infiernos y vuelve al mundo de los vivos para narrarles los espectáculos horribles a que ha asistido. Estas leyendas sucitarían un interés extraordinario y darían nacimiento a numerosas obras. El
Purgatorio de San Patricio,
de Marie de France, el
Menosprecio de las condiciones humanas,
del papa Inocencio III, los
Diálogos de San Gregorio,
la
Divina Comedia
de Dante.

Las visiones de ultratumba relacionadas con la
Visio Pauli,
transcritas y enriquecidas por la gran fantasía celta, son amplificadas y detalladas en lo posible. Las imágenes grotescas del cuerpo han sido exageradas. El número de pecados y su castigo (de seis a nueve y más todavía) fueron también exagerados. En la construcción de las imágenes relativas a los suplicios, se puede sentir la lógica específica de las groserías, imprecaciones e injurias, la de los denigramientos y rebajamientos corporales topográficos. Las imágenes de los suplicios son a menudo organizadas como la realización de las metáforas comprendidas en las groserías y las imprecaciones. Los cuerpos de los pecadores atormentados aparecen frecuentemente de modo claro: algunos de los pecadores son asados, mientras que otros deben beber metales incandescentes.

En la
Visión de Tungdal,
Lucifer aparece encadenado a la rejilla calentada al rojo de la chimenea sobre la cual es asado, mientras se alimenta de pecadores.

Existía un ciclo de leyendas en torno al tema de Lázaro en los infiernos. Según una vieja leyenda, Lázaro contó a Cristo, durante un festín en casa de Simón el Leproso, los secretos de ultratumba que había podido ver. Asimismo un sermón de San Agustín señalaba la posición excepcional de Lázaro, el único ser viviente que había presenciado esos misterios. En este sermón, Lázaro, en el curso de un banquete, cuenta lo que ha visto. En el siglo
XII
, el teólogo Píerre Comestor evoca por su parte el testimonio de Lázaro. A finales del siglo
XV
, su rol adquiere especial importancia, y su figura penetra en los Misterios, pero es sobre todo gracias a su inclusión en los calendarios populares como el relato de Lázaro tuvo la más amplia propagación.

Todas estas leyendas, que comprenden pasajes grotescos y corporales importantes, así como imágenes del banquete, determinaron la temática y la imaginería de las diabladas, donde estos elementos fueron largamente desarrollados. El aspecto cómico de las imágenes grotescas del infierno también fue puesto vivamente de relieve.
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¿Cuál fue la influencia de estas leyendas y de las obras por ellas inspiradas en la imagen rabelesiana de los infiernos?

Dos aspectos son puestos allí en primer plano: primeramente, las imágenes del banquete que encuadran el relato de Epistemón; su propia comida en los infiernos, la de los filósofos, la venta de comestibles; en segundo lugar, el carácter carnavalesco consecuente de los infiernos.

El primer aspecto está presente en las leyendas y obras de la Edad Media mencionadas. En la
Visión de Tungdal
(siglo
XIV
), Lucifer devora a los pecadores, mientras él mismo es asado en la gigantesca parrilla de la chimenea. Se le ha representado a veces de este modo en los misterios. Encontramos esta imagen en Rabelais: en
Pantagruel
se cuenta que un día Lucifer rompió sus cadenas, y tuvo un cólico atroz por comer en su desayuno un fricasé hecho con el alma de un sargento. En el
Cuarto Libro
(cap. XLVI) encontramos las consideraciones detalladas de un diablo sobre los gustos comparados de las diversas almas; algunas son buenas para el desayuno, otras para el almuerzo, según la manera de ser preparadas. Aparentemente, Rabelais utilizó como fuente directa dos poemas: el
Salut d'Enfer
de un autor desconocido y el
Songe d'Enfer
de Raoul de Houdan, que describen su visita a Belcebú y su participación en un festín de diablos. El desarrollo detallado de la gastronomía de los pecadores empieza a perfilarse. Al héroe del
Salut d'Enfer
le sirven una copa hecha con la carne de un usurero, un asado de monedero falso y salsa de abogado. Raoul de Houdan da una descripción todavía más detallada de la
gastronomía infernal.
Como Epistemón, los dos poetas son muy cortésmente recibidos en el Infierno, donde conversan con Belcebú.

El ciclo de leyendas sobre Lázaro también influyó en Rabelais. Como hemos señalado ya, todo el episodio de Epistemón parodia parcialmente el milagro evangélico de la resurrección de Lázaro. El relato de Epistemón, como el relato legendario de Lázaro, está enmarcado por las escenas del banquete.

El segundo aspecto carnavalesco proviene igualmente de fuentes análogas.

El elemento carnavalesco es muy poderoso en los dos poemas citados. Existía ya además en las antiguas leyendas célticas. Los infiernos son el mal del pasado vencido y condenado. En verdad, este mal es concebido y representado desde un punto de vista cristiano y oficial, y su negación es algo dogmática. Pero en las leyendas, esta negación dogmática se mezcla con las nociones folklóricas acerca de lo «bajo» terrestre, o seno maternal, que absorbe y da a luz al mismo tiempo, a las ideas relativas del pasado, alegre fantoche, cazado. La concepción folklórica del tiempo festivo no puede dejar de penetrar las imágenes del infierno, en tanto que imágenes del mal del pasado vencido. En la
Visión de Lungdal,
Lucifer no es, de hecho, sino un festivo fantoche, la imagen del viejo poder vencido y del temor que inspira.

Esta es la razón por la cual las leyendas pudieron dar origen a estos dos poemas impregnados de cierto espíritu de fiesta, así como al mundo perfectamente carnavalesco de las diabladas. El mal vencido, el pasado vencido, el viejo poder vencido, el temor vencido, todo esto pudo dar nacimiento, en ciertos pasajes ininterrumpidos y con matices variados, a las imágenes siniestras del infierno dantesco, así como también al alegre infierno rabelesiano. Finalmente la lógica misma de lo bajo, de la inversión, condujo irresistiblemente la pintura del infierno hacia una presentación y una interpretación carnavalesca y grotesca.

Existe, sin embargo, un elemento que es preciso tener muy en cuenta: los dioses de la mitología, degradados al rango de diablos por el cristianismo, y las imágenes de las saturnales romanas, lograron sobrevivir en la Edad Media, siendo precipitados por la conciencia cristiana ortodoxa en el infierno, donde introdujeron su espíritu saturnalesco.

Una de las descripciones más antiguas que del carnaval poseemos, reviste la forma de una visión mística del infierno. Orderic Vidal, historiador normando del siglo
XI
, nos describe con todo detalle la visión de cierto San Gochelin que, el primero de enero de 1901, cuando volvía de visitar a un enfermo, a una hora avanzada de la noche, había visto al «ejército de Arlequín» desfilar sobre un camino desierto. Arlequín era un gigante armado de una maza monumental (cuya forma recuerda la de Hércules). El grupo que él conduce es harto disparatado.

Al frente vienen unos hombres vestidos con pieles de bestias, que llevan todo un equipo culinario y doméstico. Luego siguen otros, que cargan cincuenta ataúdes en los que van curiosos hombrecillos de cabeza enorme, con grandes cestas en la mano. En seguida, dos etíopes con un potro de tortura sobre el cual el diablo castiga a un hombre clavándole espuelas de fuego en el cuerpo. Después viene una multitud de mujeres a caballo que saltan sin cesar sobre sus sillas guarnecidas de clavos incandescentes; se advierte entre ellas algunas virtuosas damas más muertas que vivas. En seguida avanza el clero, y cerrando el desfile, unos guerreros rodeados de llamas. Todos estos personajes son las almas de los pecadores difuntos. Gochelin conversa con tres de ellas y luego con la de su hermano, quien le explica que es la procesión de las almas errantes del purgatorio, ocupadas en redimirse.
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Uno no encuentra aquí ni el término, ni tampoco la noción de carnaval. Gochelin, como Orderic Vidal, considera que se trata de una visión del «ejército de Arlequín». Él da una interpretación totalmente cristiana a esta representación mitológica, (análoga al «ejército salvaje», a la «caza salvaje», a veces a la «armada del rey Arturo»). Las concepciones cristianas determinan, pues, el tono, el carácter, e incluso ciertos detalles del relato de Orderic: el espanto de Gochelin, las quejas y lamentaciones de los personajes, los castigos de algunas de sus víctimas, (el hombre atormentado es el asesino de un cura, las mujeres son castigadas por su depravación).

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