La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (69 page)

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Hay que añadir que las imágenes de los infiernos son a veces, también en Dante, la realización evidente de las metáforas injuriosas, es decir de las groserías, y que, también a veces, se ve aparecer, abiertamente, el motivo de la absorción de alimentos, (Ugolino que roe el cráneo de Rugieri, el motivo del hambre; la garganta de Satán que devora a Judas, Bruto y Casio); más a menudo, la injuria y la absorción están comprendidas
implícitamente
en estas imágenes. No obstante, en el universo dantesco y su ambivalencia, están casi totalmente esfumadas.

En el Renacimiento, todas las imágenes de lo bajo, desde las groserías cínicas hasta la imagen de los infiernos, estaban penetradas de una profunda sensación del tiempo histórico, de la sensación y de la conciencia de la alternancia de las épocas en la historia mundial. En Rabelais, la noción del tiempo y de la alternancia histórica penetra de manera particularmente profunda y capital todas las imágenes de lo «bajo» material y corporal y les confiere una coloración histórica. La bicorporalidad se convierte directamente en la dualidad histórica del mundo, la fusión del pasado y del porvenir en el acto único de la muerte de lo uno y del nacimiento de lo otro, en la imagen única del mundo histórico en estado de profundo devenir y renovación cómica. Es el tiempo mismo, burlón y alegre a la vez, el tiempo, «el alegre muchachito de Heráclito», a quien pertenece la supremacía en el universo que elogia-injuria, golpea-embellece, mata-da a luz. Rabelais traza un cuadro de excepcional vigor del devenir histórico en las categorías de la risa, el único posible en el Renacimiento, en una época a la que él había sido preparado por el curso entero de la evolución histórica.

«La historia actúa a fondo y pasa por una multitud de fases, cuando conduce a la tumba la forma periclitada de la vida. La última fase de la forma universal histórica es su
comedia.
¿Por qué el curso de la historia es así? Lo es, a fin de que la humanidad se separe alegremente de su pasado.»
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El sistema rabelesiano de imágenes, tan universal como amplio, autoriza por lo tanto, e incluso exige, ser extremadamente concreto, pleno, detallado, preciso y actual en la pintura de la realidad histórica contemporánea. Cada imagen asocia en sí misma una amplitud y una extensión cósmicas extremas, con una visión concreta de la vida, una individualidad, un talento de publicista, excepcionales. Es a esta notable particularidad del realismo rabelesiano a la que estará consagrado nuestro último capítulo.

Capítulo 7

LAS IMÁGENES DE RABELAIS
Y LA REALIDAD DE SU TIEMPO

Hemos examinado hasta aquí las imágenes de Rabelais esencialmente a través de sus vínculos con la cultura popular. Lo que nos interesaba en su obra era la
gran
línea principal de la lucha de dos culturas: la cultura popular y la cultura oficial medievales. Hemos señalado varias veces que esta gran línea se unía orgánicamente a los ecos de actualidad, a los sucesos grandes y pequeños de los años, meses e incluso días en que Rabelais escribió las diferentes partes de su libro. Podemos decir que toda la obra, de comienzo a fin, surgió del corazón mismo de la vida de la época en que el autor fue activo participante o testigo interesado. Este une en sus imágenes la extraordinaria amplitud y profundidad del universalismo popular, a una individualidad, un sentido del detalle, de lo concreto, de la vida y una actualidad llevada al extremo. Estas imágenes se hallan infinitamente alejadas del simbolismo y del esquematismo abstractos.

Podemos afirmar que, en el libro de Rabelais, la amplitud cósmica del mito se asocia a un sentido agudo de la actualidad, en una «sinopsis del horizonte contemporáneo», así como al sentido de lo concreto y a la precisión propias de la novela realista. Detrás de las imágenes que parecen ser las más fantásticas, se perfilan los acontecimientos reales, figuran personajes vivos, reside la gran experiencia personal del autor y sus observaciones precisas.

Los estudios rabelesianos en Francia han efectuado un trabajo enorme y minucioso con miras a poner en evidencia el vínculo estrecho y variado que une las imágenes de Rabelais a la realidad de su tiempo. Como resultado de esta actividad, se ha podido acumular una amplia documentación, preciosa bajo muchos aspectos. Sin embargo, estos materiales son elucidados y generalizados por los estudios contemporáneos a partir de posiciones metodológicas estrechas. Vemos predominar en ellos una preocupación por la biografía de mala ley en función de la cual los acontecimientos sociales y políticos de la época pierden su sentido directo, su agudeza política, son ahogados, entorpecidos, y se convierten simplemente en hechos biográficos, ubicados en el mismo rango que ocupan los menudos acontecimientos de la vida privada o cotidiana. Detrás de la masa de estos hechos biográficos, minuciosamente reunidos, desaparece el gran sentido tanto de la época como del libro de Rabelais, desaparece la verdadera
posición popular
que este libro ocupó en la lucha de su tiempo.

En verdad, algunos especialistas, y sobre todo Abel Lefranc, el jefe de fila de los estudios rabelesianos, otorgan gran atención a los acontecimientos políticos de la época y a su reflejo en la obra de Rabelais. Pero tanto los acontecimientos como sus reflejos, no son interpretados sino sobre el
plano oficial.
Abel Lefranc ha llegado a considerar a Rabelais como el
propagandista del rey.

Efectivamente, él había sido propagandista, pero no del rey, aunque hubiera comprendido el carácter relativamente progresista del poder real y de ciertos actos políticos de la corte. Ya hemos dicho que Rabelais suministró admirables muestras de escritos propagandísticos, sobre la base popular de la plaza pública, es decir de escritos que no contenían la menor dosis de espíritu oficial. En tanto que «propagandista», Rabelais no se solidarizó jamás
hasta el fondo,
con ninguno de los grupos fundados en el interior de las clases dominantes, (incluyendo a la burguesía), con ninguno de sus puntos de vista, ninguna de sus medidas, ni ninguno de los acontecimientos de la época. Aun cuando él sabía comprender perfectamente y apreciar el carácter
relativamente
progresista de ciertos hechos, incluyendo ciertas medidas tomadas por el poder real, y aunque les haya rendido homenaje en su libro.

No obstante, estas apreciaciones no han sido nunca incondicionales, oficiales, ya que la forma de la imaginería popular conducida por la risa ambivalente permitía descubrir hasta qué punto ese carácter progresista era
limitado.
Para el punto de vista
popular,
expresado en el libro de Rabelais, se abrían perspectivas más amplias, transgrediendo el cuadro del carácter progresista limitado, al cual tenían acceso los movimientos de la época.

La tarea esencial de Rabelais consistió en destruir el cuadro oficial de la época y de sus acontecimientos, en lanzar una mirada nueva sobre ellos, en aclarar la tragedia o la comedia de la época desde el punto de vista del
coro popular que se ríe en la plaza pública.
Rabelais moviliza todos los medios de la imaginería popular lúcida para extirpar de las ideas relativas a su época y a sus acontecimientos, todo mensaje oficial, toda seriedad limitada, dictada por
los
intereses de las clases dominantes. El no creía en la palabra de su época, «en lo que ella dice de sí misma y lo que ella se imagina»; quería revelar su sentido verdadero para el pueblo creciente e inmortal.

Al destruir las ideas oficiales sobre la época y sus acontecimientos, Rabelais no se esfuerza evidentemente en dar un análisis científico. El no habla el lenguaje de los conceptos sino el de las imágenes cómicas populares. No obstante, al destruir la falsa seriedad, el falso impulso histórico, Rabelais prepara el terreno para una nueva seriedad y un nuevo impulso histórico.

Seguiremos ahora, a través de una serie de ejemplos, la manera en que se reflejó la realidad de la época, desde el contorno inmediato del escritor hasta los grandes acontecimientos.

En
Pantagruel,
el primer libro escrito, el capítulo del nacimiento del héroe describe el espantoso calor, la sequía y la sed general que éste provoca. Si creemos a Rabelais, esta sequía duró «treinta y seis meses, tres semanas, cuatro días y trece horas y pico». Las memorias de los contemporáneos nos informan de que, en el año en que fue escrito
Pantagruel,
(1532), hubo efectivamente una sequía terrible que duró seis meses. Rabelais no hace sino exagerar su duración. Como ya hemos dicho, la sequía y la sed general dieron vida a Pantagruel, el diablillo del misterio, que tenía el poder de dar sed, y pusieron a este personaje de relieve.

Se encuentra en el mismo Libro, el episodio en el cual Panurgo compra las indulgencias, lo que le permite salir a flote. El año en que fue escrito el libro, fue un año jubilar extraordinario. Las iglesias que Panurgo recorre se habían beneficiado realmente con el derecho de vender las indulgencias. La precisión absoluta de detalles es una vez más respetada. En
Pantagruel
encontramos el pasaje siguiente: «Después, leyendo las bellas crónicas de sus antepasados, encontró que Godofredo de Lusignan, llamado Godofredo el gran diente, abuelo del primo político de la hermana mayor de la tía del yerno del tío de la nuera de su suegra, estaba enterrado en Maillezais; se tomó un día de vacaciones para ir a visitarle, como hombre de bien. Y, partiendo de Poitiers con algunos compañeros, pasaron por Ligugé, donde visitaron al noble Ardillón, abate, y por Lusignan, Sanxay, Celles, Coulomges, Fontenay-le-Comte, donde saludaron al docto Ti- raqueau; y de allí llegaron a Maillezais, donde visitó el sepulcro del dicho Godofredo el del gran diente» (Libro II, cap. V).
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Cuando Pantagruel observa la estatua de piedra de Godofredo, erigida sobre su tumba, queda impresionado por la expresión furiosa que el escultor ha dado a su figura.

Hay dos momentos fantásticos en el episodio: la imagen del
gigante Pantagruel viajando
y sus lazos de parentesco paródico con Godofredo de Lusignan. Todo el resto del texto —el número de los personajes, la mención de localidades, de acontecimientos, la figura furiosa de Godofredo y otros detalles— corresponde con perfecta precisión a la realidad, está ligado del modo más estrecho a la vida y a las impresiones del autor.

En la época en que Rabelais era secretario particular de Godofredo d'Estissac, obispo y abad de Maillezais, había viajado muchas veces de esta ciudad a Poitiers, (itinerario de Pantagruel), pasando por los lugares que nombra tan exactamente. D'Estissac hacía frecuentes viajes en su obispado, (como la mayor parte de los señores de su tiempo, le gustaba mucho edificar), y Rabelais lo acompañaba siempre. Conocía así a la perfección el Poitou, hasta sus localidades más alejadas. Cita en su libro más de cincuenta nombres de ciudades y villorrios, comprendiendo los burgos más minúsculos y perdidos. Evidentemente, los conocía bien.

Es en el monasterio de los franciscanos de Fontenay-le-Comte donde Rabelais pasa sus primeros años; allí, frecuentó a un grupo de clérigos de ideas humanistas que se reunían con el abogado André Tiraqueau, con quien Rabelais conservaría relaciones amistosas hasta el fin de sus días. Al lado de Ligugé, se encuentra un monasterio augustino, que tenía por cura al docto abad Ardiílon, a quien Rabelais hacía frecuentes visitas (es allí donde, bajo
la influencia de Jean Bouchet, escribe sus primeros versos franceses).
De modo, pues, que Ardillon y Tiraqueau son nombres reales de contemporáneos bien conocidos del autor.

Godofredo de Lusignan, llamado Godofredo el del Gran Diente, antepasado de Pantagruel, no era tampoco imaginario, sino un personaje histórico que vivió a comienzos del siglo
XIII
. Había incendiado la abadía de Maillezais (por eso Rabelais lo había hecho vendedor de yesca en los infiernos, castigo carnavalesco de ultratumba), pero luego, habiéndose arrepentido, la había reconstruido dotándola ricamente. Para agradecérselo, le habían erigido, en la iglesia de Maillezais, una suntuosa estatua de piedra (aunque había sido enterrado en otra parte).

La expresión «furiosa» de esta estatua, de la que habla Rabelais, corresponde también a la realidad. A decir verdad, esta escultura ha desaparecido; sólo su cabeza, encontrada en 1834 en las ruinas de la iglesia, es expuesta actualmente en el Museo de Niort. He aquí como Jean Plattard la describe: «las cejas fruncidas, la mirada dura y fija, el mostacho erizado,
la boca abierta, los dientes agudos,
todo en esa figura expresa ingenuamente la cólera»,
328b
es decir, los rasgos grotescos principales del Pantagruel del primer libro. ¿No sería por esto que Rabelais, que había visto tantas veces esta cabeza en la iglesia de la abadía, convirtió a Godofredo en el antepasado de Pantagruel?

Este pequeño episodio, de poca importancia, es extremadamente típico por su construcción y su tenor. La imagen grotesca y fantástica (incluso cósmica) de Pantagruel es trazada con
una realidad perfectamente precisa e íntimamente conocida por el autor: él viaja entre dos lugares conocidos y próximos, se encuentra con amigos personales,
ve los mismos objetos que él. El episodio abunda en nombres propios —nombres de localidades y de personas— que son todas
perfectamente reales,
Rabelais da incluso las direcciones de los personajes (Tiraqueau y Ardillon).

La realidad que rodea a Pantagruel tiene, pues, un carácter real, individual y, por así decirlo,
nominal;
es el
mundo de los personajes y de las cosas individualmente conocidos:
la generalización abstracta, la tipificación están reducidas al mínimo.

Señalemos todavía el carácter topográfico local de las imágenes. Lo encontramos de un lado a otro de la obra. Rabelais se esfuerza siempre por tramar en su relato alguna particularidad local efectiva, de tal provincia o tal ciudad, alguna curiosidad o leyenda local. Ya hemos hablado, por ejemplo, del «abrevadero» en que se le daba la papilla a Pantagruel, y que, en vida del autor, era exhibido en Bourges con el nombre de «escudilla del gigante». El pequeño Pantagruel estaba encadenado a su cuna. Rabelais anota, de paso, que una de las cadenas se encontraba en La Rochelle, otra en Lyon y la tercera en Angers. Existían, efectivamente, y eran muy conocidas por todos los que habían pasado por esas ciudades. En Poitiers, el joven Pantagruel arrancó una piedra de una gran roca e hizo con ella una mesa para los estudiantes. Esta piedra hendida en dos, existe todavía hoy en Poitiers.

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