—Te lo preguntaré una vez más. Una sola, y quiero una respuesta. —El hombre acentuaba cada palabra con un fuerte tirón de pelo, obligándola a arquearse hacia atrás—. Dime, exactamente,
dónde
has escondido la figura...
¿Qué podía hacer? Lo único que conseguiría si se callaba sería que el hombre le hiciera más daño. Y, aunque no le atemorizaba demasiado el dolor que pudiera infligirle, de repente le preocupaba mucho que hubiese descubierto
aquello
y decidiera dañarlo también. En otras circunstancias, quizá no hubiese dicho nada. Odiaba a aquel hombre con todas sus fuerzas y no deseaba implicar a Rulfo, pero ahora ya no había remedio.
—La tiene él... Se llama Salomón Rulfo. No sé dónde vive, pero sé su teléfono...
Por un momento el hombre no reaccionó. Contemplando de cerca los inclementes cristales negros, la muchacha se preguntó, sin excesiva emoción, si la mataría en ese mismo instante. Entonces las gafas retrocedieron.
—Espero por tu bien que sea cierto. —Su pelo quedó libre y el hombre se puso en pie—. Lo espero de verdad. Confío en que no quieras jugármela... —Y, de alguna forma, aunque ella seguía arrodillada y solo veía los zapatos y las perneras del pantalón del hombre, percibió que la sonrisa regresaba a sus rasgos como una luz helada—. Pero no vamos a despedirnos sin un poco de diversión, ¿no te parece...?
la figura
Dentro de ella había una tumba.
Dentro de aquella tumba milenaria, nada ni nadie podía dañarla.
La patada la arrojó al suelo. Sintió el peso sobre su espalda, separándole las piernas. Apretó los dientes.
La figura. Allí.
De la tumba emergían filosas llamas oscuras. Llamas que eran como la luz de una luna quemada. Como una hoguera elaborada con estrellas. Un incendio frío que, al carbonizar el mundo, lo dejaba convertido en pura noche negra.
Arañó las baldosas mientras aquel peso se hundía dentro de ella.
La figura. Allí. En una esquina.
En esa tumba, en esa cámara clausurada de su imaginación, se refugiaba para soportar el dolor. En su interior seguía siendo ella, pero se volvía indestructible.
Abrió los ojos a ras del suelo un instante. Y la vio.
La figura. Allí. En una esquina.
—Recuerda: si me has mentido, volveré...
Díselo y que se la lleve. Díselo.
No, no se lo digas.
El hombre había añadido algo. Una amenaza precisa. Comprendió, aturdida, que había descubierto lo que había en la habitación cerrada.
Debo ir y ver. Debo ir y ver
. Escuchó el sonido de la puerta. Luego el silencio. Siguió inmóvil.
¿Por qué no se lo has dicho? ¿Por qué?
Debo ir y ver. Debo.
La frialdad de las baldosas entumecía su vientre y sus pechos, anestesiándola como un gélido ungüento. Sabía que debía levantarse, pero un vértigo de dolor y fatiga la mantenía quieta.
Antes de cerrar de nuevo los ojos volvió a mirar hacia la pared del fondo. No había sido una alucinación: allí estaba, tirada en el suelo.
Parpadeó en medio de una helada y dispersa penumbra, una taxonomía de distintos matices de sombra, y advirtió la presencia de una de sus botas a escasa distancia de su ojo derecho.
Una media. Su ropa por el suelo.
Se incorporó. Un alambre cayó a las baldosas: una horquilla. Se quitó las demás con furiosos ademanes. Su pelo increíblemente negro y largo llovió sobre sus hombros y espalda. Entonces se tambaleó hacia el cuarto de baño, tanteó a oscuras hasta levantar la tapa del retrete y vomitó. Un sabor acre la anegó. El mundo era un carrusel de sombras que daba vueltas a su alrededor.
Se quedó sentada en el suelo, jadeando, hasta recobrar la calma, la estabilidad, la obligación de permanecer tranquila.
Lo único malo era que siempre terminaba recuperándose. Su cuerpo, ese saco muscular de arena firme, nunca cedía, nunca le ofrecía la capitulación final, como ella ansiaba. Estaba diseñado, sin duda, por algún tipo de dios cruel, alguna divinidad sádica y calculadora. Ella lo odiaba. Le repugnaba cada una de sus fibras.
Se puso en pie y abrió el grifo de la ducha. El agua helada terminó de despejarla. Se lavó una y otra vez, intentando desprenderse hasta el último resto de la presencia de aquel tipo. Con todo, el hombre de las gafas negras nunca dejaba otras huellas sobre su piel que los golpes y una sensación de despreciable humillación. Ella sospechaba, incluso, que ni siquiera sentía verdaderos
deseos
de poseerla. Cuando la penetraba, como esa noche, se comportaba como un simple mecanismo, un instrumento que parecía destinado únicamente a vejarla una y otra vez. Pero el agua le hacía creer, al menos, que parte de su nauseabundo recuerdo desaparecía para siempre.
Cayó en la cuenta de que era preciso comprobar algo. Se secó rápidamente con una toalla y salió del baño. El frío la atacó como una punzada imprevista, pero no quiso perder tiempo vistiéndose. Abrió sigilosamente la puerta de la habitación del pasillo y entró. Era un lugar mínimo y oscuro con un camastro en el suelo y algunos objetos diseminados, el más llamativo de los cuales era un plato con restos de comida. Se agachó y observó el bulto cubierto por las mantas. Estuvo contemplándolo largo rato, como si no supiera muy bien qué hacer.
Al fin, levantó un poco las mantas y se cercioró de que nada malo parecía haber ocurrido.
Duerme
. Luego las dejó como estaban y salió.
Se envolvió en una toalla y regresó al saloncito, donde la lámpara aún se esforzaba por iluminar. Se agachó y recogió la figura de cera.
Akelos
.
No entendía bien por qué no le había dicho al hombre que la figura estaba allí, que, sin duda, se había caído de la mesa la noche anterior, cuando Rulfo y ella se acariciaban (ahora recordaba que también se había caído la lata de comida), y había rodado hasta esa esquina. Si hubiera obrado así, el problema ya estaría resuelto.
No. Has hecho bien.
Puso en pie una silla volcada y se sentó. Tenía la figura en la mano.
Hiciste bien en callarte.
La contempló. No pesaba nada. Apenas era nada. Sus bordes de cera emitían un ínfimo brillo de lustre. Se preguntó por qué aquella nimiedad, que casi parecía un juguete, podía ser tan importante.
Se quedó quieta, sentada en la silla, observando la figura.
El andrajo de tela que cubría la ventana empezó a clarear. La muchacha seguía inmóvil. De pronto
mediodía
fue como si hubiese tomado una decisión.
Mediodía. Cenit
Se levantó y se dirigió al dormitorio. En una de las esquinas había un zócalo suelto desde hacía tiempo. Lo desprendió.
Cuando lo dejó en su sitio otra vez, ya no llevaba nada en las manos.
Mediodía. Cenit.
Las lluvias recientes habían lavado el aire dejándolo pleno y puro, de un color azul que parecía simbólico. El sol la hizo parpadear cuando salió a la calle. Llevaba su vestuario de costumbre: cazadora negra, minifalda, botas y medias. Cruzó el patio entre las miradas silenciosas de los vecinos. En aquel edificio nadie conversaba con nadie, salvo con sus respectivas familias. Procedían de distintos países, hablaban diferentes idiomas. No confiaban en los demás, y hacían bien. Vivían hacinados en lugares diminutos y ocultos. Ella era de las que tenían suerte: poseía un apartamento propio. Patricio se lo decía muchas veces.
Entró en una cabina, introdujo unas monedas y marcó un número. No tenía teléfono en casa. Patricio no lo había considerado necesario, porque las citas se concertaban en el club y porque ella no iba a llamar a nadie salvo a él. El número que le había dado a Rulfo era falso. Ahora, el número de Rulfo era uno de los dos únicos que conocía.
Pero no fue ése el que marcó.
Estaba tan nerviosa que tuvo que volver a pulsar. No sabía lo que hacía. El auricular se le caía de las manos. Mientras escuchaba el remoto timbre intentó calmarse.
Un miedo como jamás había sentido la hacía estremecerse de la cabeza a los pies, pero no a las posibles represalias del hombre de las gafas negras o de Patricio. Ambos le habían hecho creer que el infierno existía y se hallaba en la Tierra, pero no era ése el miedo que ahora experimentaba. Ni siquiera se trataba del que había sentido en la casa de Lidia Garetti o en su dormitorio a oscuras, sino de un pavor mucho más hondo y antiguo, como si el temor cotidiano se hubiese arrancado la máscara de querubín y la contemplara con ojos sin pupilas y sonrisa rojiza.
En el auricular, por fin, la voz de él:
—Diga.
Se aclaró la garganta. Reunió fuerzas.
—Soy yo, Patricio.
Un silencio.
—¿Tú? ¿Y quién eres tú?
—Raquel.
—Ah. ¿Y qué quieres ahora?
Las pocas veces que ella lo había llamado le había pedido cosas. Patricio le había concedido algunas y otras no. Era impensable que se atreviese a molestarlo para algo que no fuese una verdadera necesidad.
—¿Vas a hablar o qué? ¿Te ha comido la lengua un cliente?
—Hoy no voy a ir al club —dijo con dificultad. Tras aquella primera frase, el resto fue más fácil—. Ni a las citas... Ni mañana tampoco... No voy a ir a nada nunca más... —Imaginaba la cara redonda de Patricio adoptando un color cada vez más oscuro. Decidió soltarlo todo—. Me marcho... Lo dejo...
—¿Que lo dejas...? Oye, espera un momento, bonita...
¿Hay alguien contigo...?
—No. Nadie.
—¿Quieres repetirme lo que has dicho...? Últimamente ando duro de orejas. ¿Que dejas qué...?
Ella se lo repitió. El auricular pareció estallar. Los gritos de Patricio surgían afilados y desagradables.
—No, no te pertenezco, Patricio, no... —musitó varias veces.
El auricular se alzó más, picudo, irritante. Lo dejó hablar. Había esperado cosas mucho peores y se sentía preparada para todo. No quería enzarzarse en una discusión. Sabía que llevaba las de perder. De repente, para su sorpresa, la voz se dulcificó.
—Estás bromeando... De cualquier otra me lo creería, pero de ti... Mira, hablemos en serio. ¿Qué ha pasado...? Anda, dímelo. Algo grave, seguro. Con un cliente, ¿no ...? Confía en mí. Todo se puede arreglar...
—No ha pasado nada. Quiero irme.
—¿Así? ¿Sin mas?
—Sí.
La cabeza le dolía. Deseaba colgar. Deseaba marcharse ya. Pero no podía hacerlo aún.
—¿Y cuándo quieres marcharte?
—Hoy. Ahora.
—¿Tienes dónde dormir esta noche?
—No. —Titubeó—. Ya veré.
—¿Y ropa? ¿Tienes ropa?
—Sí. —Volvió a titubear—. La que llevo puesta. No me llevaré otra cosa.
—No irás muy lejos sin un céntimo y con eso que tú y yo conocemos, ¿lo sabías?
—Me arreglaré.
—Te arreglarás, te arreglarás... Qué estúpida eres, húngara...
En una plaza cercana jugaban algunos niños. Una niña le llamó repentinamente la atención. Vestía un traje raído de color verde oscuro, pasado de moda, como si lo hubiese robado de la guardarropía de algún teatro, y sostenía una pelota roja en la mano. Pero no jugaba como los demás: permanecía quieta mirando algo. Pese a la distancia que las separaba, la muchacha tuvo la certeza de que la miraba a ella. Y sonreía En su pecho brillaba un broche, o un medallón.
—En fin, si quieres morirte de hambre, lárgate... No soy de los que retienen a nadie contra su voluntad. Y has despertado mi lado bueno. Te daré algo de pasta... Solo para el viaje, claro, no te entusiasmes...
¿Por qué aquella niña la inquietaba tanto? ¿Es que se estaba volviendo loca? Se trataba solo de una niña, por Dios. Volvió a concentrarse en las palabras de Patricio.
—... Y no me lo agradezcas. Me has hecho una buena trastada, pero has tenido el valor de llamarme y decírmelo... Y el valor es algo que Patricio Florencio sabe agradecer, ¿me oyes...? ¿Raquel...? ¿Sigues ahí o ya te has pirado?
—Sí, pero debo colgar. Dinero se acaba.
—Claro que se acaba, húngara. Siempre se acaba. Por eso te daré un par de billetitos. De paso aprovecharé para despedirme.
Ella quiso decirle que no aceptaría su dinero, pero la conversación se interrumpió. Cuando salió de la cabina y volvió a mirar, la niña ya no estaba.
Empezó a hacer planes. No tenía nada que llevarse, y pensó que quizá sería prudente aceptar lo que le diera Patricio, solo para comprar lo más básico. Luego buscaría refugio. Iba a necesitar un nuevo techo con urgencia.
Sostenía el papel con el número de teléfono de Rulfo.
Sin embargo, titubeaba. ¿Acaso iba a confiar en alguien a quien apenas había conocido? Para el caso, se fiaba mucho más de Patricio. Era un lobo, pero los años pasados a su lado le hacían pensar que lo conocía bastante bien. Sabía que, mientras no lo dejara en desventaja, mientras no se pasara de lista, el lobo no la mordería.
Dobló el papel pero no quiso tirarlo. De algún modo, pensaba que Rulfo era distinto a todos los hombres que había conocido, y quizá más adelante pudiera acudir a él. El futuro no le daba miedo: estaba segura de que no le iba a faltar comida ni un sitio donde vivir.
Su inquietud principal era el pasado.
Existían muchos vacíos en su vida que, de repente, deseaba llenar. Por ejemplo, los lugares donde había estado antes de venir a España. Su país de nacimiento. Su familia. Un eclipse ocultaba aquellos recuerdos. Patricio la llamaba «húngara», pero él mismo reconocía que no sabía dónde había nacido en realidad. Y, dejando aparte aquellos cinco últimos y crueles años, solo imágenes dispersas habitaban su memoria: caras, momentos, anécdotas... Pero ahora todo eso le parecía confuso, como si de repente se hubiese percatado de que no eran verdaderos recuerdos, de que faltaba algo, un hilo conductor que les otorgara cohesión.
Cierta vez le había preguntado a Patricio por qué le costaba tanto recordar. Él le había explicado que su infancia y su primera juventud no habían sido felices, y que por eso las había olvidado. Ella le había creído. Hasta ahora.
Le interesaba conocer su pasado, pero, sobre todo, en relación con
algo
muy concreto.
Aquello
que había en la habitación cerrada. Las dudas crecían en ella como una misteriosa infección. Sentía una angustia nueva, inusitada, pero, al mismo tiempo, una energía como jamás había experimentado. Le sorprendía haber cambiado tanto en tan poco tiempo.