Read La dama número trece Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (38 page)

BOOK: La dama número trece
4.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Volvió a examinar la esfera luminosa de su reloj. El centro acababa de cerrar. Decidió aguardar un par de horas más, inquieto con la posibilidad de que quedaran empleados rezagados, o bien vigilantes.

Tres semanas
, pensó.
Poco tiempo
.

Como Ballesteros había dicho: todo dependía de lo difícil que fuera encontrar a la dama número trece, si es que la encontraban.

Tres semanas
, pensó Jacqueline.
Demasiado tiempo
.

La silenciosa tormenta proseguía a lo lejos. Los relámpagos herían el horizonte.

No era que estuviese preocupada. ¿Por qué había de estarlo? Raquel y sus amigos eran simples ajenos incapaces de recitar, y nada de lo que hicieran representaría una amenaza para quienes, como las damas, conocían en profundidad el vasto poder de la poesía y lo usaban a la perfección. Por supuesto, estaba al tanto del desesperado plan que habían trazado: encontrar a la dama número trece...

Sonrió al pensarlo. Incluso aunque lo lograran, aunque descifraran los últimos sueños que la astuta Akelos había evocado en sus conciencias y hallaran su escondite, ¿cómo iban a hacerla salir...? Aquella idea era completamente absurda y pronto lo comprobarían.

No, no estaba en modo alguno preocupada, pero...

Pero será mejor terminar cuanto antes, ¿no, Jacqueline?

Destruir la imago, averiguar si hay otra traidora, acabar por completo con Raquel y los ajenos.

En teoría, era posible
adelantar
la reunión, aunque solo ella, como Saga, tenía el privilegio de hacerlo. Era una decisión excepcional y arriesgada, porque el grupo era débil fuera de los Días de Ceremonia. Sin embargo, en este caso, intuía que se trataba de la decisión
correcta
. Sí, se reunirían en menos de tres semanas, incluso en menos de una.

Perezosamente, Jacqueline se estiró en el diván y cerró los ojos.

Pero lo que había dentro de ella siguió mirando sin parpadear la lejana tormenta.

XIII. LA DAMA NÚMERO TRECE

P
or un momento no supo dónde se encontraba. Comprendió que se había quedado dormido, incluso había tenido un sueño. Había soñado con Beatriz. Estaban juntos en una playa, bajo una desordenada colección de nubes. Entonces ella se alejaba lentamente en dirección al mar y él la seguía, pero, al adentrarse en las aguas, descubría su cuerpo ahogado y azul como un alga arrancada del fondo, mecido por olas transparentes.

La tristeza que le acometió al despertar era mucho más oscura que las tinieblas que lo rodeaban. De repente recordó dónde estaba y qué era lo que tenía que hacer. Se hallaba sentado sobre la tapa de un retrete y le dolía la espalda. Los bolsillos de su chaqueta repiqueteaban con el peso de las herramientas que había traído. Echó un vistazo a la hora: 23.42, se levantó, flexionó los músculos e intentó percibir algún ruido extraño. No se oía nada. Sigilosamente, abrió la puerta.

El cuarto de aseo se encontraba a oscuras. Antes de avanzar, hurgó en uno de los bolsillos y palpó la pequeña linterna que Ballesteros le había proporcionado, pero no deseaba encenderla aún.

Se asomó a la negra quietud. Había olvidado en qué dirección se hallaba la sala de espera. Todo estaba tan silencioso y desierto que le confundía. Decidió arriesgarse a usar la linterna.

Aquel suave camino de oro le permitió definir la situación de las cosas.

La biblioteca parecía inacabable. Después de despejar las columnas de libros junto al ordenador, la muchacha encontró un altillo, subió a una silla y lo registró.

Ballesteros miró la hora: 23.40. Le ponía nervioso pensar en lo que podía estar ocurriendo. Suponía que Rulfo aún no había descubierto nada, ya que había prometido telefonear si realizaba algún hallazgo importante. Pero también cabía pensar que lo hubieran descubierto a él. Sonrió: sería gracioso que las brujas no los mataran y, en cambio, la policía los arrestara por complicidad en un allanamiento de morada. Para distraerse, decidió hablar con Raquel.

—Dijiste antes que los poetas son peligrosos. Pero a Shakespeare, por ejemplo, se le recita con frecuencia en todos los teatros del mundo y no sucede nada...

La muchacha, que había sacado varios libros y estaba examinándolos, se volvió hacia Ballesteros. El médico reprimió un escalofrío.
Dios mío, qué hermosa es.

Aquella mañana la había visto desnuda. Le había dejado su cama para que descansara, ya que la habitación de su hija continuaba sucia de sangre, y él se había recostado en el sofá, pero, al levantarse a mediodía, necesitó entrar en el dormitorio a coger algo de ropa. Abrió la puerta y una línea de luz trepó por una colcha color crema, unos pies descalzos, la doble esfera de unas nalgas, una mano flexionada y una almohada de cabellos negros. La muchacha reposaba con la mano izquierda bajo la mejilla y la derecha un poco desplomada sobre la cadera. Sus senos se movían como nubes con la suavidad de la respiración. El rostro de Ballesteros ardía. No había imaginado que ella dormiría sin ropa. Le parecía despreciable mirar, pero no pudo evitarlo. Jamás había visto, ni sospechado, una mujer tan bella. Desnuda no se asemejaba a nada concreto que él hubiese conocido antes, aunque solo fuera a través de una pantalla. Era una criatura extraña, sobrenatural. Una bruja, quizá. Permaneció mirándola un rato y sintió pánico al imaginarla despertando de improviso y percatándose de su escrutinio. Cogió la ropa que necesitaba y salió apresuradamente.

Aquel súbito recuerdo le hizo tragar saliva mientras, subida a la silla, ella le contestaba.

—Un actor no sabe recitar un verso de poder. De todas formas, siempre
sucede algo
, aunque sea mínimo. Y a veces, por casualidad, el verso es recitado de manera
casi
correcta. Pero, como es casual, el efecto se produce en otro lugar y otro tiempo...

El médico creía entender. Era como dedicarse a jugar con un detonador muy complejo sin saber para qué sirve: quizá nunca llegues a provocar una explosión, quizá lo desactives, o quizá la bomba te estalle en las manos.

—¿Qué efectos?

—Casi siempre terribles: una epidemia, un terremoto, un asesinato...

De repente a Ballesteros se le ocurrió algo.

—¿Un... accidente de tráfico, quizá?

—Muchos accidentes.

Guardó silencio, estremecido. Se preguntó qué clase de verso, y de qué autor, había arrasado para siempre la vida de su esposa en aquella carretera. Qué poema recitado al azar había hecho estallar el cerebro de Julia dentro del coche.

Nunca había sospechado, hasta ese momento, que la poesía fuera tan emocionante.

A su izquierda se encontraba la sala de espera; a la derecha, un rellano y unas escaleras. El pasillo continuaba hacia el fondo mostrando a ambos lados varias puertas como posibilidades cerradas. Apuntó la linterna hacia los letreros. El tramo que descendía estaba señalado con una flecha y una palabra: «Archivos». Las escaleras de subida mostraban otra indicación: «Salas de terapia E y O». Despreció ambas direcciones, avanzó un poco más por el pasillo y enfocó la primera puerta: «A1». Probó a abrirla. Cerrada.

Se detuvo un instante a reflexionar.

¿Y ahora qué, Lidia? ¿Bajo a los «Archivos»? ¿Subo a las «Salas de terapia»?

De repente quedó boquiabierto.

Lidia

Dios mío.

Era casi inconcebible que no lo hubiese recordado hasta ese instante. Hasta ese mismo instante.

Lidia Garetti

Retrocedió sobre sus pasos y encontró la escalera que llevaba a los «Archivos». Doblaba en ángulo recto y finalizaba en un pequeño corredor con tres puertas cerradas. Sin embargo, cuando las enfocó con la linterna, la primera de ellas, suave y silenciosamente como el destello de una idea, se abrió.

Fue casi un
déjà vu
: revivió el momento en que la puerta metálica de la parcela de la joven italiana se había comportado igual. Sintiendo que el corazón le latía con fuerza, empuñó la linterna y entró. Era una habitación estrecha, sin ventanas, repleta de archivadores clasificados. Abrió el cajón de la letra «g» y le bastaron unos cuantos segundos para hallar lo que deseaba.

Sostuvo la tarjeta frente a la luz.

Lidia Garetti.

Su ficha. Su foto.

Recordaba nítidamente a Susana refiriéndole lo que aquella periodista le había contado. Lidia Garetti había recibido «tratamiento psicológico». Pero Susana no le había dicho
dónde
y él no le había preguntado.
Naturalmente, en el Centro Mondragón, ¿verdad, Lidia? Era otra pista para mí.

En la tarjeta había una nota manuscrita, seguramente del terapeuta: «Solo dos sesiones. Abandonó la terapia».
Abandonaste la terapia porque no habías venido a eso, ¿no es cierto? En realidad, viniste a dejar una filacteria. Visitaste este lugar hace años para dejarme otra pista, como las del abuelo de César o Rauschen. Otra pista. Pero ¿cuál?

Siguió leyendo. Las dos sesiones las había recibido en una única sala: la E1.

La E1.

Dejó la ficha en su sitio, cerró el cajón, salió del cuarto y cerró la puerta. Subió las escaleras hasta la planta baja, llegó a la encrucijada y ascendió por el tramo que llevaba a las salas de terapia.

En el rellano de la segunda planta encontró otra sala de espera y otro pasillo. Se introdujo en él. Pero, al llegar al recodo, se paró en seco. Alguien se acercaba apuntándolo con una linterna. Durante unos segundos permaneció conteniendo la respiración, asustado, intentando improvisar alguna excusa creíble. Entonces comprendió que se trataba de un espejo. El espacio en aquel corredor se prolongaba mediante espejos que reflejaban las puertas frente a ellos. En el reflejo de la primera leyó:

13

Se volvió hacia el original, cuya placa ostentaba: E1.

Aquélla era, pues, la habitación
número trece
.

En ese preciso instante la puerta se abrió con el mismo silencio enigmático que la de los archivos del sótano.

Rulfo la empujó con suavidad y se asomó al oscuro interior. La linterna reveló un diván, una pared con diplomas, una orla universitaria, un escritorio, dos sillas enfrentadas. Por un instante se quedó allí plantado. Algo le impulsaba a detenerse, a no entrar.
(Lasciate.)
No sabía lo que era, quizá el mismo temor que le había hecho titubear en casa de Lidia, frente al acuario, o en la puerta del almacén abandonado.
(Lasciate ogne speranza.)

Luego la sensación pasó. Tomó aire lentamente, entró y se volvió hacia el ángulo que le quedaba por contemplar, oculto tras la puerta. Apuntó hacia allí la linterna y lo que vio casi le hizo soltar un grito. Sentado en una silla, de espaldas, aguardaba un hombre.

El paciente de la habitación número trece.

Ballesteros volvió a mirar el reloj. Iban a dar las doce y media. Hacía ya más de cuatro horas que el Centro Mondragón había cerrado. ¿Cuánto tiempo necesitaría Rulfo para recorrerlo?

Le ha sucedido algo.

Se sentía inquieto. Observó la cómoda del dormitorio, donde se erguían nuevas columnas de libros cuidadosamente seleccionados. La muchacha seguía rastreando en el altillo.

Le ha pasado algo, seguro. Lo han pillado. Quizá debería acercarme por allí, aunque solo fuera...

—¿Quién puede ser? —dijo ella de repente—. Tiene una colección entera.

Le mostraba un retrato enmarcado donde se veía a Rulfo abrazado a una joven de cabello oscuro, muy atractiva, con prodigiosos ojos verdes.

Ballesteros no la había visto jamás, pero de inmediato supo de quién se trataba.

—Debe de ser su chica... Quiero decir, esa que murió, Beatriz Dagger. ¿Salomón no te ha hablado nunca de ella...? —La muchacha negó con la cabeza. Seguía sacando retratos—. A mí me lo contó. Fue muy triste. Creo recordar que llevaban apenas dos años de relaciones, pero, al parecer, se querían mucho. Entonces ella tuvo un accidente muy estúpido y todo terminó.

Raquel había devuelto la mayoría de los retratos al altillo pero había conservado uno que mostraba únicamente el rostro de la joven. Lo sostuvo entre las manos y lo miró detenidamente, con curiosidad.

La linterna bailoteaba sobre la nuca del hombre. Parecía joven y corpulento, de anchos hombros. Tenía los cabellos negros y bastante largos. Algo en su aspecto, incluso de espaldas, le resultaba familiar, como si lo hubiese visto antes. De lo único que estaba seguro era de que aquél era el tipo con quien había venido a hablar.

Lo más raro de todo era que no parecía haberse percatado de su presencia. Continuaba sentado e inmóvil en la oscuridad. Rulfo dio un paso y se enjugó los labios resecos.

—Oiga, no tiene nada que temer... Solo quiero charlar con...

Entonces el hombre giró en el asiento.

Ballesteros se interrumpió al ver su semblante.

—¿Qué te ocurre...? ¿Qué pasa...?

Ella miraba el retrato frunciendo el ceño, como si algo de lo que contemplaba la confundiera; luego volvía a su expresión inicial de indiferencia y movía la cabeza en sentido negativo para, instantes después, mostrar de nuevo aquel súbito interés.

—¿La conoces? —preguntó Ballesteros.

Una alarma saltó por los aires, enloquecida, engullendo el ruido de cristales rotos. Alguien acababa de forzar las puertas de aquel centro psicológico privado, pero no para penetrar sino para salir. El culpable echó a correr desesperadamente bajo la madrugada silenciosa. Sin embargo, un hipotético testigo habría manifestado sus reservas a la hora de afirmar que aquel hombre era un ladrón. Por ejemplo: no llevaba ninguna bolsa con objetos de valor o dinero. O, por ejemplo: su expresión no mostraba la ansiedad esperanzada del ratero que confía en no ser atrapado, sino el horror absoluto de quien sabe que ya ha sido atrapado, vaya donde vaya y corra cuanto corra.

Atrapado.

Para siempre.

—No, no la conozco... Solo me ha parecido que... —Sacudió la cabeza—. No, no es nad...

En ese instante se abrió bruscamente la puerta del dormitorio.

No lo habían oído llegar y ambos se sobresaltaron. El retrato que ella sostenía escapó de sus manos, centelleó a la luz de la lámpara una fracción de segundo, se estrelló contra las baldosas

y el cristal

se quebró

en diagonal.

Una fea rajadura atravesó el rostro sonriente y hermoso de Beatriz Dagger.

BOOK: La dama número trece
4.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Poverty Castle by John Robin Jenkins
Words Fail Me by Patricia T. O'Conner
Where You Least Expect It by Tori Carrington
Colters' Wife by Maya Banks
Love and Let Die by Lexi Blake