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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (42 page)

BOOK: La dama número trece
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Su Eliot iba a resonar como nunca antes en el rapsodomo y en el mundo.

Era abrumador pensar que la naturaleza escucharía palabras que no se habían pronunciado de esa forma jamás. Se encontraba tan nerviosa y entusiasmada por aquel hecho que solo el brutal tormento de sus rodillas y muñecas le impedía perder la concentración. Le estremecía explorar nuevas vías, conocer cosas, ser la primera en crear o destruir. Aquel nuevo Eliot era el último paso que había decidido dar antes de sentirse tranquila del todo.

Porque lo cierto era que continuaba inquieta.

El ritual de la Conjunción Final estaba previsto para la noche siguiente. Tras él, Akelos, la traidora, quedaría por fin destruida. Sería un placer que nadie podría arrebatarle. Ya había arrasado su cuerpo físico, la frágil anatomía de Lidia Garetti, durante horas de incansable goce. Esa noche haría lo mismo con su espíritu. Nadie volvería a saber de Akelos. Nadie volvería a recordarla. Nadie se atrevería a vetar sus decisiones. Nadie la traicionaría jamás.

Pero la telaraña del destino era compleja. Tocabas un hilo y, en el extremo opuesto, otro se movía.

—Después de la Conjunción Final quedaréis tranquila —le había dicho Madoo.

Quizá. Solo quizá.

Aquella madrugada, poco antes de encerrarse en su rapsodomo, se había reunido con sus hermanas de confianza, y en primer lugar con Madoo, en quien confiaba tanto como en ella misma. Madoo no era una dama, pero se convertiría pronto en una cuando apareciera una vacante. Su aspecto era el de una adolescente pelirroja, pero ése era solo su aspecto. Tenía otros muchos aspectos y formas menos agradables. Ella era la joven a quien Rulfo había seguido durante la fiesta la última noche de octubre. Madoo era algo más que los ojos y oídos de Saga, más que su voluntad y sus extravagantes deseos: era su servidora, su amiga, su alma gemela.

La debilidad de Saga era Madoo. Por lo mismo, también era su fuerza.

La nueva Akelos se presentó después. Sus versos no habían logrado concretar la niebla del futuro, le dijo. Todo permanecía incierto. Los dados se encontraban aún en el aire. Pero, por lo demás, las cosas seguían su curso. La número dos vigilaba bien, y nada podía escapar a sus ojos. La número diez había espiado al
coven
siguiendo sus órdenes y observado el comportamiento de las hermanas, y no había descubierto ninguna traición. Todo estaba preparado para la Conjunción Final, no había nada que temer. Raquel y sus amigos eran simples ajenos indefensos. Las damas pensaban en ellos de la misma forma que un niño pensaría en el juguete mas frágil de todos los que posee. Después de la Conjunción, quedarían eliminados.

Vía libre.

Quizá Madoo tenía razón. Cuando todo pasara, ella volvería a sentir que pisaba suelo firme. Pero había decidido asegurarse con una precaución adicional: el recitado de su Eliot secreto. Ni siquiera había confesado este propósito a Madoo, porque, pese a la confianza y amistad que las unía, sabía que también ella era capaz de traicionarla.

Ya.

Con las manos crispadas, temblando de dolor, a punto de desangrarse, los labios de Jacqueline se separaron y emergió un estridor creciente. Echó la cabeza hacia atrás y los músculos del cuello se engrosaron como si adquirieran vida propia. Los clavos hundidos en los huesos de sus rodillas y muñecas le habían arrancado gritos y lágrimas, y ahora le hicieron brotar el verso desde un espacio recóndito de sus cuerdas vocales. Lo lanzó al aire del rapsodomo, a su mismo techo,

Old timber

en una sola línea verbal quebrada

to new fires

y agónica.

Cuando terminó de pronunciar la última palabra sus ojos quedaron en blanco. Permaneció inmóvil con la boca abierta contemplando algo que nadie hubiese podido contemplar.

No se había equivocado. El efecto había sido instantáneo. Era un panal. Un panal de hielo. Todas las celdillas, los fractales, geométricamente clausurados. El hielo era negro: la luz no penetraba en él.

Estaba contemplando la estructura del
coven
. La cohesión del grupo, sus vías de acceso. Existían bordes que afilar, extremos que apuntalar mejor, pero nada perturbaba aquella profusa simetría dentro de la cual ella era la Abeja Reina.

Siguió rastreando de un lado a otro, como un sabueso husmeando en el interior de un modelo atómico de plástico o en una holografía de enorme complejidad. Todo era sólido. Ninguna amenaza se cernía sobre aquel armazón, nadie había utilizado versos para cuestionar su posición de dama absoluta.

El motivo de su inquietud había desaparecido por fin.

Aquella que no parpadeaba sonrió tras las facciones agonizantes de Jacqueline.

Manipular un simple verso de poder era más arduo de lo que ella misma había supuesto. La antigua Saga hubiera sabido cómo hacerlo, pero la muchacha solo era un ser humano que poseía los recuerdos de una dama, no sus capacidades. No iba a lograr mucho. Aun así, lo intentaría.

Pidió a los hombres que se marcharan del apartamento durante unas horas: no quería que el verso los lastimara si se daba el caso de que perdía el control sobre él. Rulfo y Ballesteros obedecieron después de cierta vacilación.

Una vez a solas, cerró las puertas del comedor y la ventana de la terraza, y corrió las cortinas. Aquello no era un rapsodomo, pero serviría. Entonces se quitó toda la ropa y se sentó sobre sus talones en la alfombra. Nada podía distraer el recitado: el cuerpo debía volcarse en la emisión correcta de los sonidos.

Se propuso, en primer lugar, metas modestas. Lo recitó varias veces para sentirse cómoda con las palabras. Descubrió su torpeza muy pronto. Probó de nuevo hasta adquirir soltura. Las repitió una y otra vez, haciendo oscilar el cuello de un lado a otro y colocando una mano frente a los labios para tamizar el sonido. Percibió que las palabras tomaban forma dentro de su boca, que eran
algo
que ella podía usar. Pero se le escapaban, resbalaban, no lograba nada.

Cuando Rulfo y Ballesteros regresaron, la hallaron recostada en el suelo del comedor a oscuras. No estaba desmayada, solo agotada.

—Necesito más tiempo y otro lugar.

—Necesitas descansar —replicó Rulfo.

Pero, por la forma en que ella lo miró, comprendió que no estaba dispuesta a detenerse.

—Llévame a tu casa.

Una hora después la dejaron en el apartamento de Lomontano, donde podía ensayar todo el día sin ser molestada. Repitió los ejercicios hasta que su boca pudo ver las palabras. Luego intentó
cogerlas
, pronunciarlas de tal modo que fuera como sostenerlas por el
mango
y hacer que
la punta
se dirigiera hacia donde ella deseaba.

Las lanzó con cautela, pendiente de la aliteración.

Por fin se creyó preparada para producir un efecto. Fue a la cocina y trajo un pequeño vaso de cristal. Lo dejó sobre la mesa del comedor y se arrodilló. Tras varias repeticiones de prueba, lanzó los versos. No ocurrió nada, aunque se sintió optimista. No había dado en el blanco, pero supo que las palabras habían
viajado
. Lo intentó de nuevo, pero esa vez no pudo imprimirles energía. Lo volvió a intentar, sin detenerse, más de un centenar de veces, con idéntico resultado, hasta que la fatiga, el dolor de garganta y la desesperación la hicieron desistir.

Se encorvó, arañó el suelo. Sabía que podía conseguirlo, sabía que
terminaría
consiguiéndolo, pero la frustración que sentía era inmensa, como la del atleta con un historial de medallas olímpicas que comprueba, de repente, que apenas puede caminar.

Rulfo llegó de madrugada. La encontró pálida, sudorosa, los cabellos tachándole la mirada, sin vestigios de ropa. Su aspecto le recordó el de un peligroso depredador.

—Tienes que dejarlo y descansar un poco. Es muy tarde.

—No... —Apenas podía contestar. El dolor de garganta encerraba su voz—. No...

Había decidido concentrarse en algo.

Piensa en él. Piensa en lo que ella le hizo.

—Raquel...

—Vete.

Cuando se quedó sola de nuevo, contempló el pequeño vaso de cristal sobre la mesa.

Piensa en lo que le hizo. En cómo te obligó a verlo.

Luchó por lanzar los versos. Al duodécimo intento, el vaso se desplazó unos centímetros. Solo entonces se vistió y decidió descansar.

El sábado, de madrugada, regresó a Lomontano. Estuvo recitando su pequeño cuchillo durante horas, hasta adaptarse a él. Luego
(piensa en)
calculó la distancia
(lo que le hizo)
, tomó aire y lo lanzó con fuerza inusitada.

El cristal estalló.

Vía libre
, pensó tranquilizada.

Se disponía a cerrar la visión cuando lo vio.

Un diminuto vacío, una ínfima abertura, como el defecto que podía producir un pequeño gusano o el apetito de una termita. Y no provenía de ninguna de las hermanas. Era un acceso desde el exterior. ¿De quién?

Los ojos que no parpadeaban se introdujeron por aquella hendija, aquel túnel levísimo, y miraron a través de eso.

Apenas podía creerlo. Raquel y el receptáculo habían encontrado la forma de hacer salir a la dama número trece y la habían obligado a entregarles un acceso. ¿Cómo lo habían logrado? ¿Solo con los sueños de Akelos? No: esto probaba que Raquel había recobrado algo más que la memoria, lo cual era prácticamente imposible. Ya no cabía duda de que alguien la traicionaba.

Por suerte, lo había averiguado a tiempo.

Recitó otro verso rápido, y, antes de que el cuerpo de Jacqueline falleciera entre espantosos dolores, hizo desaparecer los clavos y cerró las heridas. Luego activó la filacteria del poeta Ovidio que había escrito en su antebrazo izquierdo y no quedó sobre su piel ni dentro de sus órganos vestigio alguno de aquella tortura.

Salió del rapsodomo tal como estaba, vistiendo solo el símbolo de Saga, sin sonreír, los ojos muy abiertos. Con un Neruda muy breve redujo a cenizas a todos los ajenos que en aquel momento trabajaban en la casa y a todos los seres vivos que la rodeaban. No hubo llamas, ni gritos, ni dolor alguno. Simplemente, toda su servidumbre, todos los animales domésticos y las pequeñas criaturas que volaban, caminaban o reptaban sobre su jardín y el interior de su casa quedaron convertidos en un polvo grisáceo y suave. Luego llamó a Madoo.

—Alguien me traiciona —dijo—. El tiempo de la confianza ha terminado.

Recitó a Shakespeare, y Madoo estalló frente a ella como una fruta madura.

Un poco más calmada, se dedicó a pensar qué iba a hacer a continuación.

Raquel y los ajenos ya no eran un asunto banal. Estaban convirtiéndose en una amenaza, pequeña aún, pero preocupante. Era preciso acabar con ellos antes del ritual.

Convocó a las hermanas.

La noche del sábado, Rulfo se reunió con la muchacha en el comedor mientras Ballesteros bajaba al garaje para guardar en el coche todo lo que pensaban llevar. En la expresión de ella apenas había otra cosa que belleza, pero en el fondo de sus ojos Rulfo pudo distinguir algo concreto. Comprendió de qué se trataba.
Ahora va armada
.

—¿Sabes adónde debemos ir?

—Ella me dijo que lo sabría. Estoy segura de que podré guiaros en cuanto subamos al coche. La reunión se celebrará fuera de los días de ceremonia, así que no usarán la mansión. Creo que no se alejarán mucho del lugar donde hallaron la figura: será en las afueras de Madrid.

Hubo una pausa.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Rulfo.

—Voy a intentarlo —fue la respuesta.

No era necesario añadir nada más, y lo sabían. Todas las palabras sobraban, salvo las que ella enfundaba en la boca. Sin embargo, la muchacha agregó:

—Sé lo que estás sufriendo. Pero terminarás olvidando, como yo... El destino siempre es olvidar.

Desde la perspectiva de una dama, quizá eso sea sencillo
, pensó Rulfo.

De repente descubrió que era muy difícil orbitar cerca del ecuador de aquel rostro sin posarse sobre él. Aproximó sus labios a los de ella. Se besaron hasta escuchar el silencio.

Entonces él se apartó y la miró: no descubrió en su expresión emoción alguna, salvo la
única
, la de siempre, la que incendiaba los ojos de ambos. Comprendió que solo les unía aquel deseo de venganza: cuando lo satisficieran, si es que lo hacían, escogerían caminos distintos y no volverían a verse.

—Gracias —dijo ella, inesperadamente.

—¿Porqué?

—Fuiste tú quien me hizo despertar del todo. Yo era débil, ahora soy fuerte. Te lo debo a ti.

—¿Crees que lograremos algo?

—Sí. —Ella intentó sonreír—. No se lo esperan. Intentaré dejar a Saga fuera de juego. Si lograra herirla, las otras quedarán muy débiles. Entonces quizá huyan, o quizá podamos dañarlas con armas normales...

Rulfo percibió que la muchacha deseaba darle más esperanzas de las que realmente sentía. Ballesteros los interrumpió.

—Ya estoy listo.

Se miraron entre sí. Hubo un breve silencio.

—Vamos a intentarlo —dijo Rulfo.

XIV. CONJUNCIÓN FINAL

L
a noche era luminosa y sorprendentemente fría. El hombre que conducía conectó la calefacción. Los otros dos pasajeros no se lo agradecieron: parecían sumidos en densas cavilaciones. Solo de vez en cuando la muchacha musitaba algo relacionado con la dirección a seguir. No podía anticiparla: iba conociéndola conforme el automóvil se desplazaba por la ciudad.

Enfilaron la carretera de Burgos. Tomaron una desviación, luego otra menos notoria. Llegaron a un cruce y optaron por una de las vías secundarias. Recorrieron una explanada de campo despejado. Media hora de soledad después apenas perturbada por el paso de otros vehículos, la muchacha señaló una masa de oscuridad y árboles a la izquierda, a medio camino entre dos pueblos. Aparcaron en la cuneta, junto a una señal de prohibido adelantar, bajaron del coche y el hombre de cabellos blancos sacó algunos objetos del maletero.

Se introdujeron en un bosque de troncos delgados. Las ramas agrietaban el círculo helado de la luna y los murciélagos bordaban el aire con sus alas puntiagudas. Tras varios minutos de caminata silenciosa llegaron a un claro entre campos de cultivo. Más allá, sobre un cadalso de monte, destacaban pequeñas luces, quizá un caserío.

—Aparecerán ahí —dijo la muchacha sin vacilación. Y señaló el claro.

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