Ballesteros volvió a asegurarse por tercera o cuarta vez de que la escopeta estaba cargada y los cartuchos de repuesto a su disposición. El metal, muy frío, casi helado, le hizo lamentar no haber tomado la precaución de coger un par de guantes. Sonrió al pensarlo.
Dentro de poco el frío habrá dejado de importarte.
Era consciente del miedo que sentía, de lo mucho que todavía apreciaba aquella existencia tan amarga y, no obstante, tan insustituible. Se encontraba sentado en la tierra y apoyado de espaldas a un tronco. Durante la tensa espera se imaginaba contemplándose a sí mismo en aquella posición, con la escopeta sobre los pantalones de pana, y le resultaba imposible determinar qué estaba haciendo allí, cómo había ido a parar a aquel sitio en medio del campo y qué era lo que en realidad aguardaba.
La muchacha, a su derecha, agazapada tras un matorral, charlaba en voz baja con Rulfo. ¿De qué? Imagos y rituales. Apenas entendía media palabra de la conversación.
Este asunto nos atañe a nosotros, no a ti
, le había dicho Rulfo días antes. De repente le acometió un acceso de pánico. Sintió la tentación de salir huyendo. «Ahí os quedáis», quiso gritarles. «Tú lo has dicho, no es cosa mía.»
Pero claro que es cosa tuya. Por supuesto que sí.
Descifró los signos de su reloj. Cinco minutos para las doce. Un búho preguntaba algo con insistencia en algún lugar. Ballesteros se esforzó por entenderlo.
Claro que es cosa tuya.
Pensó en sus pacientes. Pensó en sus hijos. Recordó a Julia. Todas las noches dedicaba unos minutos a recordarla, y aquélla no iba a ser una excepción. Supuso que quizá estaba a punto de reunirse con ella, y que, posiblemente, eso era lo que había venido a hacer allí. Sin embargo —se preguntó—, ¿dónde encajaba el cielo o el paraíso en un mundo dominado por el azar de los versos?
¿Dónde encaja Dios, Julia? ¿Tú ya lo sabes?
Su fe se había convertido en un punto remoto y luminoso, como las estrellas que contemplaba. Apretó el arma contra el pecho, confiando tan solo en que sabría hacer bien las cosas, en que haría todo lo que debiera. Y si algo se torcía... Bueno, estaba completamente seguro de que volvería a reunirse con Julia, dondequiera que ella se encontrase.
En la soledad de la espera, Ballesteros le dijo a su mujer que aún la amaba.
—¿Cómo es el ritual de Conjunción?
—Bastante complejo. Lo primero de todo es recitar la filacteria de Anulación al revés para Activar la imago: o sea, devolverle los poderes originales...
—¿Devolverle los poderes? Pero, entonces, Akelos...
—Akelos está muerta físicamente, y el hecho de devolverle los poderes no tiene ninguna importancia. Si la imago no se Activara, el ritual no serviría, ya que la Conjunción no puede hacerse sobre imagos Anuladas. Luego comienza el verdadero ritual. Se recitan ciertos versos y se modifican. A veces se recitan al revés. Puede durar más de una hora.
El hombre la miró y asintió.
—¿Cuándo vas a intervenir?
—Cuanto antes mejor. Es necesario impedir que el
coven
se una del todo. Se hace más fuerte conforme más tiempo pasa.
Él volvió a asentir y apretó su brazo. Ella le devolvió fugazmente la sonrisa sospechando que el hombre quería darle ánimos. Pero no los necesitaba. Por dentro era pura tensión, puro deseo de venganza. Sabía que había llegado el momento de despertar del todo o dormir para siempre. No lo haría para vengar a Akelos, si bien su amiga había sido igualmente vejada. Tampoco para resarcirse del infierno en que Saga había convertido su vida, cada uno de los gritos de dolor con que había medido el tiempo desde que tomara el poder, los ultrajes y humillaciones a que la había sometido, aquella filacteria en su espalda que la había transformado en una hermosa figura de barro.
No. Por encima de cualquier otra cosa, lo haría por
él
, y por lo que Saga le había hecho.
Ése había sido su error. El más grave.
Mientras aguardaba tras los matorrales contemplando la oscuridad, pensó que aquello era lo que verdaderamente le había dado fuerzas para dominar el verso—cuchillo y desear usarlo.
Tu error. Tu gran error.
Intentó relajarse. Sabía que tendría una sola oportunidad. El plan que había trazado era arriesgado: herir a Saga gravemente. Matar su forma corporal. Comprendía que ya nada podía hacer por salvar a su hijo, pero si la dama número doce caía, su venganza se vería satisfecha. No iba a perder nada por intentarlo, o por lo menos nada que le importase, y, con suerte, tendría éxito. Necesitaba una oportunidad. Lo que sucediera después le resultaba indiferente.
Con tal de que el cuchillo que llevaba en la boca alcanzara su destino, nada le importaba.
¿Qué podía fallar? ¿Qué...?
Presentía una amenaza tan honda como la noche cerniéndose sobre ellos.
Sin embargo, si aquel verso cumplía con su obligación, ella podría morir en paz.
Un pensamiento quería tomar forma en su cabeza. Era la pieza que faltaba. Pero no daba con ella.
Sentado en el césped oscuro y mirando el firmamento, advirtió de repente una nube con aspecto de león de fauces abiertas engullendo la luna. Especuló con la fantasía de que los restos de aquella luna excretados por el león formaran las estrellas. La Vía Láctea era fácilmente reconocible en la gélida negrura. La contempló un instante. Un herpes pacífico de luz remota. No había ruidos a su alrededor. Los insectos hibernaban con el intenso frío. La muchacha no parecía siquiera respirar, como si también hibernara: se sentaba sobre los talones sin apoyarse en ningún árbol, contemplando fijamente el claro. Ahora que la luna estaba oculta, su hermoso rostro se hallaba velado. El amplio cabello negro se agitaba con los golpes de viento.
¿Y Ballesteros? Parecía sumergido en su propio miedo, sosteniendo la escopeta sobre las piernas. Su aliento era tan blanco como su pelo o su semblante. Rulfo le deseó suerte en silencio. Volvió a acariciar el mango y la plateada superficie del cuchillo de caza que el médico le había dejado. Por un momento sonrió al pensar en el singular equipo que llevaban: un verso, una escopeta y un cuchillo. Sin embargo, el enemigo al que se enfrentaban también era singular. Si ninguna de esas tres cosas lograba nada, tanto daría que llevaran dinamita.
¿Qué era lo que no encajaba?, se preguntó otra vez.
Akelos. Su minucioso plan extendiéndose a través del tiempo: la forma en que había utilizado a Alejandro Guerín para transmitir a César el secreto de las damas; que después se completaría con las revelaciones de Rauschen; cómo había dejado el retrato y el papel para que él los encontrara y César recordara la leyenda; los sueños, las filacterias en la casa de Lidia Garetti y en el centro psicológico, la imago. Todas esas piezas rodaban por su mente desafiándolo a que construyera con ellas una figura que tuviera sentido.
Una
imagen
.
Estaban allí para... ¿para qué? Para impedir que Akelos fuese destruida. No. ¿Qué diablos les importaba eso...? ¿Qué diablos les había importado nunca...? En realidad, estaban allí para destruir a Saga. Para vengarse.
Akelos había sido muy astuta. Los había elegido tiempo atrás convirtiéndolos en protagonistas involuntarios de una trama desconocida: él era el receptáculo, Raquel la antigua Saga y Ballesteros los había ayudado a llegar a donde estaban. Un plan muy hábil. Pero ¿cuál era su finalidad?
Arriba estaban las constelaciones. De niño, su padre había intentado enseñarle las más comunes. Cada una tenía un nombre, y así se distinguía de las demás. En realidad, él había terminado pensando que las constelaciones se parecían mucho entre sí, y solo los nombres les otorgaban una personalidad independiente...
¿Qué era? Por Dios, ¿qué?
Intentó recapitular lo que sabía, retroceder, encontrar una clave, una palabra. Estaba seguro de que había algo en lo que no habían reparado.
Las constelaciones... Los nombres...
Sintió de repente que la muchacha se movía. Un poco. Como si quisiera cambiar de postura sin que nadie lo notara. Entonces la mano de ella le tocó.
—Ahí están.
Giró la cabeza hacia el claro. No vio nada extraño. El silencio era enorme.
—¿Qué pasa? —susurró Ballesteros.
—Están ahí —repitió la muchacha, tensa.
Pero solo había bosque y tinieblas. Sopló el viento. Las nubes que velaban la luna se apartaron. Una claridad de plata dibujó el contorno de los árboles y proyectó sombras en la tierra. Sombras de troncos.
—¿Dónde? —preguntó Rulfo.
—Ahí.
Sombras delgadas de troncos. Sombras
con forma
de mujer. Sombras de mujeres inmóviles. Mujeres en hilera frente a ellos, de pie en la inveterada frialdad, de ojos como calcedonias fosforescentes, cabelleras erizadas o lacias encendidas por la luna, piel lustrosa y carnal con brillo de nácar. Doce cuerpos desnudos. Doce figuras femeninas. El aire estaba lleno de un inconfundible olor a sangre, como si sus bocas fueran heridas abiertas. El silencio era hondo. Nada se movía dentro del claro: hojas, hierba y aire parecían formar parte de un decorado. En medio de aquel espacio sin vida, el muro de desnudeces irisadas destacaba como un
muguet
contra el fondo negro de la noche.
—No pueden vernos —oyeron decir a Raquel—. Tenemos el acceso. Es imposible que nos vean.
Su voz sonaba convincente, pero ni Rulfo ni Ballesteros se tranquilizaron.
En ellas todo era ritual, observó, perplejo. Incluso la furia, incluso la obscenidad. Había imaginado un aquelarre desconcertado y salvaje, pero encontraba un oficio terso y parsimonioso donde cada gesto parecía ensayado durante siglos.
Las cuatro primeras se situaron a catorce pasos, se arrodillaron en las cuatro esquinas de un imaginario rectángulo que encerrase a las demás e inclinaron la cabeza. Las cuatro siguientes se alejaron once pasos e hicieron lo mismo. Las dos siguientes se apartaron ocho pasos. La número once caminó cuatro y se arrodilló. Saga quedó en el centro y alzó la mano derecha con la palma hacia arriba. Algo brillaba en ella. Rulfo lo reconoció. Era la imago de Akelos.
—Se preparan para iniciar el rito de Activación —murmuró Raquel. Era evidente la tensión de su cuerpo. Parecía estar calculando el momento preciso de saltar. Ballesteros, asomado tras un tronco, apretaba la escopeta con fuerza, pero había perdido toda noción de lo que debía hacer y contemplaba con ojos incrédulos el grupo de criaturas inmóviles.
Un coro casi musical de doce gargantas distintas se alzó como el viento.
L’aura nera si gastiga
Saga depositó la figura en un lugar del aire a la altura de su cabeza, donde quedó como colgada de un clavo invisible. Hubo una pausa mientras las damas se levantaban y volvían a reunirse, esta vez alrededor de la figura, en un amplio círculo de manos entrelazadas.
—Van a recitar la filacteria al revés para Activarla —susurró Raquel.
La formación del círculo tampoco era azarosa: seguía el estricto orden jerárquico del grupo, desde la niña Baccularia hasta Saga. Cada dama, por turno, se agregaba a la rueda albergando la mano de la compañera y extendiendo la otra para recibir a la siguiente. Todo se realizaba con la monótona perfección con que un poeta ciñe y perfila el acabado de sus versos. No hacían ruido al moverse: eran cuerpos de mujeres, pero parecían ángeles. Ni siquiera sus desnudeces evocaban nada en Rulfo, salvo palabras.
—¿Cuándo intervendrás? —susurró hacia Raquel mientras el círculo se completaba.
—Ahora En cuanto todas queden unidas, pero antes de que comiencen a recitar. Es el momento en que más daño puedo hacerles...
Tomaba aire, abría y cerraba la boca, erguía los hombros, enjugaba los labios con la lengua. El sudor iluminaba su frente y sus mejillas, pero a Rulfo no le pareció que estuviera dominada por el miedo.
Va a hacerlo. Va a intentarlo. Si fracasa, nada vamos a poder hacer nosotros.
Retornó a observar el claro. Strix y Akelos, la diez y la once, ya se habían agregado. Faltaba Saga. La vio dar dos pasos, sonriente, al otro lado de la hilera de cuerpos, extender los delgados brazos y entrelazar sus dedos con Akelos y Baccularia.
Ya está. Círculo completo.
En ese instante Raquel se incorporó.
Era consciente de que no había tiempo que perder. El acceso le había facilitado un túnel, una diana hacia la cual apuntar. Se concentró en el cuerpo menudo de Saga y pronunció su arma,
Viento y agua
, hizo vibrar la aliteración en el aire,
Muelen pan
, apuntó con el mortífero extremo,
Viento y agua
, le dio impulso. La daga de la estrofa salió despedida de sus labios y voló, ardiente, rapidísima, como una mirada de amor.
Pero un instante antes de lanzarla, se dio cuenta de que algo marchaba mal.
Las damas no se movían, no reaccionaban.
Estaban esperándolo. Es una trampa.
Sintió que la espalda se le convertía en un lago de hielo. Casi pudo contemplar cómo el Dámaso Alonso que su boca había pulido y afilado con tanto esfuerzo perdía potencia y estallaba inofensivo antes de llegar al claro dejando un eco musical en el aire, como el que podría producir una cancioncilla infantil en un patio de recreo.
Las damas rompieron el círculo y sus caras se volvieron hacia ella. Girasoles terribles. Ninguna parecía sorprendida. Todas sonreían.
Veloz como el ataque de un pigargo, Saga hizo vibrar la noche con su voz.
El viento es un can sin dueño
Que lame la noche inmensa
El impacto, descomunal, dio de lleno en la muchacha. Le segó la respiración, la voluntad, los sentidos. Su boca lanzó un quejido extraño, un grito de urogallo, al tiempo que su cuerpo se levantaba en el aire y saltaba varios metros hacia atrás. Rulfo se sorprendió a sí mismo pensando con absoluta frialdad que ni siquiera la escopeta de Ballesteros habría provocado un efecto semejante a aquel dístico de Dámaso. Incluso cayó en la cuenta de la ironía: Saga había contraatacado con el mismo poeta.
Todo sucedió muy rápido. El cuerpo de la muchacha quebró varias ramas antes de desplomarse entre los matorrales levantando nubes de polvo. Entonces, como si alguien tirara de sus pies, se acercó deslizándose por la tierra y se detuvo junto a ambos hombres boca arriba, el jersey arrollado sobre el pecho hasta descubrir el vientre. Pero estaba viva. Jadeaba y movía la cabeza. Su mirada se cruzó una fracción de segundo con la de Rulfo y éste pudo advertir que no había miedo en aquellos ojos sino una especie de pesadumbre, de infinita tristeza, como si le pidiera perdón por el fracaso. De pronto, a la misma centelleante velocidad a la que ocurría todo, con un desagradable ruido de desgarro, emergieron de sus tobillos y muñecas finas tiras hialinas, tan delgadas que apenas se veían. Su aparición casi no provocó salida de sangre. Las cintas ejecutaron una rápida cabriola en el aire y empezaron a enroscarse alrededor de sus extremidades y de los troncos cercanos, atando y extendiendo sus miembros en una equis forzada. La muchacha se arqueó y lanzó un aullido imprevisto, insoportable. Un berrido de dolor puro. Ballesteros no pudo dejar de comprender lo que estaba ocurriendo.
Sus nervios. Son los nervios de sus brazos y piernas. Dios mío, la está atando con sus propios nervios
.