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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La Espada de Disformidad (38 page)

BOOK: La Espada de Disformidad
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El noble se volvió a mirar por encima de un hombro. En lo alto de la larga ladera rocosa, tal vez a unos doscientos metros de distancia, un grupo de jinetes lo contemplaban desde la cima.

Malus le dirigió al nauglir una colérica mirada de soslayo.

—Tú y tus condenados bramidos —murmuró, mientras se ponía de pie. En ese momento, los jinetes tocaron a los caballos con las rodillas para que avanzaran, y los hicieron bajar con precaución por la traicionera pendiente.

—Es hora de ponerse en marcha —dijo el noble, y alzó las manos hacia la silla de montar. Subió al lomo de
Rencor
y le clavó los tacones para que se pusiera al trote. Mientras pensaba a toda velocidad, dejó que la bestia avanzara a su antojo por el llano.

Las patas del gélido levantaban nubecillas de polvo gris al trotar por el páramo hacia la ciudad ruinosa. Los jinetes mantuvieron con facilidad el paso del gélido, y se desplegaron expertamente en formación semicircular una vez que llegaron al pie de la ladera. Malus los estudiaba atentamente, pero no logró distinguir muchos detalles, salvo las lanzas que se alzaban por encima de las cabezas de los jinetes y la destreza con que éstos cabalgaban. Hasta donde podía calcular el noble, eran al menos una veintena. Eso representaba una patrulla numerosa o una pequeña fuerza incursora. Malus no estaba seguro de cuál de las posibilidades prefería.

Al principio,
Rencor
iba a buen paso, pero con el transcurso de los minutos el noble reparó en que la gran bestia comenzaba a cansarse. Su paso se hizo irregular, y Malus soltó una maldición. El nauglir estaba cojeando a causa de las profundas heridas de las patas posteriores. Era mucho más difícil lisiar a un nauglir que a un caballo, pero, cuando sucedía, los efectos eran mucho peores porque corría sobre dos patas. El noble gruñó. No se atrevía a detenerse para dejar descansar a la bestia, pero si no ralentizaba la marcha el gélido acabaría por desplomarse. Dado que tenía pocas alternativas, tiró de las riendas y continuó al paso.

Los jinetes ganaban terreno constantemente, aunque no parecían especialmente ansiosos por acercarse al solitario druchii para tenerlo al alcance de las lanzas. Sin embargo, cuanto más se aproximaban, más cercaban a Malus por la derecha y por la izquierda. Al cabo de poco, sus intenciones resultaron claras: lo conducían hacia la ciudad del llano.

Mientras continuaban adelante, Malus consideró las opciones que tenía. Hasta donde él sabía, la espada se encontraba en algún lugar de la ciudad, y era perfectamente posible que quienquiera que comandara a los jinetes conociera su paradero. Sin embargo, dudaba de que alguien de ese páramo dejado de la mano de la diosa tuviera algún interés en ayudarlo. Era muchísimo más probable que estuvieran pastoreándolo como a una vaca camino del matadero. Eso le dejaba las alternativas de luchar o huir, y en ese momento no podía hacer ninguna de las dos cosas a menos que recurriera al demonio.

Con la ayuda de Tz'arkan podría matar hasta al último de los jinetes, con o sin
Rencor
, pero ¿a qué precio? «¿Acaso tengo alternativa, aún?», pensó.

Detrás de él, los jinetes hicieron sonar un extraño cuerno estridente. El corazón de Malus se aceleró al pensar que los jinetes estaban a punto de cargar, pero cuando se volvió a mirarlos, vio que continuaban manteniendo la distancia de unos cuantos centenares de metros.

Se encontraban a pocos kilómetros de la ciudad. El noble sabía que pronto tendría que actuar. No tenía la más mínima intención de convertirse en prisionero de aquellos retorcidos salvajes del Caos. Cuanto más pensaba en pedirle ayuda al demonio, más le dolía el cuerpo de deseo de probar el poder de Tz'arkan. ¿Cuánto más poderoso sería el demonio allí, donde las energías del Caos se agitaban en el cielo mismo? ¡Cómo podría llegar a parecerse a un dios!

Malus tenía el nombre del demonio en los labios cuando coronaron una suave elevación del terreno y vio a los jinetes que lo esperaban más adelante.

No había habido advertencia alguna de su llegada, ni toques de cuerno ni reveladoras nubes de polvo. Habían aprovechado con diabólica astucia el terreno, de cuyos pliegues se habían valido para maniobrar y situarse directamente en su camino. Y así la trampa se cerró en torno a él. Los jinetes de la patrulla que lo seguía ya habían llegado a la elevación por ambos lados, y le cortaban la retirada. Los jinetes de delante se encontraban a menos de cien metros de distancia, y aguardaban pacientemente.

Estudió a los hombres que lo esperaban mientras hacía que
Rencor
descendiera la pequeña loma. Eran hombres fuertes, de anchos hombros, ataviados con pieles de animales y piezas de malla maltrecha. Se adornaban los brazos con brazaletes de plata o latón batido, y cubrían sus peludas cabezas con cascos de acero con gorguera de malla. Eran de piel cetrina, casi como cuero pardo, y tenían los cuerpos deformados por los años de vida bajo el hirviente cielo. Malus vio que de las sienes de uno de los guerreros crecían cuernos, mientras que otro miraba fijamente al noble con un único ojo gatuno situado en el centro de la frente. Otro hombre tenía dos cabezas al final del cuello, una ancha y con la nariz chata y la otra arrugada, escamosa y bestial. Incluso los caballos presentaban signos de terribles mutaciones, con cascos hendidos y roñosos cuerpos de músculos como cables. De las bocas flojas les sobresalían colmillos, y las lenguas que colgaban eran bífidas, como en el caso de las serpientes.

Al aproximarse más a ellos, tres de los jinetes tocaron con las rodillas a los caballos para que avanzaran de acuerdo con una orden tácita. Los tres sacaron sus armas, que destellaron en la luz sangrienta. El hombre de un solo ojo preparó una larga espada curva y una rodela de acero, mientras que el de dos cabezas empuñó un par de hachas de mango largo. Un tercero, con penetrantes ojos azules y un babeante agujero de bordes desiguales donde debería haber tenido la boca, desenrolló un largo látigo con la siniestra y alzó una corta maza con púas en la diestra.

Ninguno de los otros jinetes se movió. Malus se volvió a mirar a los hombres de detrás, y vio que observaban la escena desde la loma situada a muchos metros de distancia. El noble se preguntó si se trataría de algún tipo de desafío. Había oído contar que algunas tribus bárbaras practicaban el juicio por combate y enfrentaban a sus campeones con los del enemigo. Si ésa era la intención que tenían, estaría encantado de complacerlos y ver adonde iba a parar la cosa. En el peor de los casos, podría pronunciar el nombre del demonio y abrirse paso luchando.

Los tres guerreros se desplegaron y avanzaron muy despacio.
Rencor
, al oler la carne de caballo, aceleró el paso y lanzó un furioso rugido, pero los animales mutantes se mostraron impertérritos ante el grito de caza del nauglir.

Malus se dio cuenta de que iban a atacarlo todos a la vez. Dedujo que eso era, supuestamente, una especie de elogio. Desenvainó la espada y decidió cambiar las reglas del juego.

Clavó con fuerza los tacones en los flancos de
Rencor
y lo hizo girar bruscamente hacia la derecha para cargar contra el hombre de dos cabezas. El gélido cubrió la distancia en un abrir y cerrar de ojos, pero el jinete reaccionó con asombrosa rapidez, lanzó la montura al galope y se apartó ágilmente del camino del nauglir. Luego corrió otra vez hacia Malus y lo atacó con las dos mortíferas hachas. Sorprendido por la diestra maniobra, el noble apenas logró alzar la espada a tiempo de parar la lluvia de tajos. Aun así, el último golpe del jinete resonó con fuerza contra una de las hombreras de Malus y le arrancó un gruñido de dolor.

Malus hizo girar a
Rencor
en redondo, pero el jinete de dos cabezas ya se alejaba a toda velocidad sobre su caballo, que respondía a las órdenes como si ambos tuvieran una sola mente. El noble se disponía a lanzar a
Rencor
tras él, cuando un movimiento atrajo su mirada hacia la derecha. El espadachín de un solo ojo cargaba en su dirección desde el flanco, con la espada reflejando la luz roja. Malus maldijo y giró sobre la silla de montar para bloquear el golpe del jinete, pero el ataque fue muy violento y casi le arrancó la espada de la mano.

El jinete de un solo ojo pasó de largo, y Malus sintió que algo se enroscaba en torno al brazo con que sujetaba la espada y tiraba de él forzando dolorosamente la articulación. El hombre de ojos azules, que se encontraba detrás de
Rencor
, tiró de las riendas e intentó derribar al noble.

Malus apretó los dientes de dolor, tiró a su vez de las riendas y taconeó con la bota izquierda, y
Rencor
lanzó un latigazo con la poderosa cola. El hombre de ojos azules tuvo el tiempo justo para comprender su error antes de que el musculoso apéndice impactara contra el costado del caballo, al que le partió las costillas junto con la pierna del hombre. El caballo se desplomó con un extraño alarido humano, pero el guerrero herido no soltó el látigo que sujetaba con ambas manos y comenzó a arrastrar a Malus hacia el suelo.

Un dolor lacerante nacido de la clavícula atravesó el estrecho pecho del noble cuando hizo girar a
Rencor
. Miró por encima de un hombro y vio que el espadachín de un solo ojo arremetía contra él por el flanco izquierdo, y que el de dos cabezas armado con hachas se le acercaba a toda velocidad justo detrás del primero por el flanco derecho. Tiró del látigo que le aprisionaba el brazo, pero el trenzado cuero sin curtir no cedió.

Encarado con el bárbaro caído, Malus lanzó a
Rencor
al trote. El guerrero de ojos azules intentó rodar para apartarse de la embestida, pero el látigo que retenía al noble también obró en su contra. El bárbaro lanzó un terrible alarido gorgoteante cuando el nauglir lo aplastó con las patas.

Se oyó el pataleo de un caballo cuando el hombre de un solo ojo acometió a Malus por la izquierda con un tremendo tajo dirigido a la nuca. Malus calibró la llegada del hombre, y en el último momento clavó con fuerza las rodillas en los costados de
Rencor
y alzó el brazo izquierdo. El nauglir avanzó de lado hacia el caballo que cargaba, con lo que acortó distancia a mayor velocidad de lo que el hombre esperaba, y lo hizo errar el blanco. La destellante espada impactó en la parte posterior del hombro de Malus con la fuerza suficiente para que el noble oyera el ruido de la hombrera al abollarse. Entonces cerró la mano izquierda en torno a la muñeca del bárbaro y bajó el brazo, con lo que atrapó la espada contra su pecho.

El espadachín de un solo ojo lanzó una salvaje maldición e intentó pasar de largo, pero se encontraba demasiado cerca del gélido como para poder escapar. Las fauces del nauglir se cerraron sobre la cabeza del caballo y la reventaron como si fuera un huevo. Cuando el animal se desplomó y desarzonó al jinete, Malus le soltó la muñeca. Rodó de manera admirable al llegar al suelo, y se detuvo a más de tres metros y medio de distancia.
Rencor
saltó hacia el hombre como un gato salta sobre un ratón. El espadachín apenas tuvo tiempo de gritar antes de que las ensangrentadas fauces del nauglir se cerraran y lo partieran por la mitad.

Malus estaba dándose la vuelta para buscar al tercer jinete, justo cuando un par de golpes impactaron contra su espalda. Uno le dio de lleno entre los omóplatos y lo hizo oscilar, mientras que el otro le dio de refilón en la cabeza. El dolor estalló detrás de los ojos de Malus y su cuerpo quedó flojo. Lo siguiente que sintió fue el demoledor impacto al dar contra el suelo polvoriento.

Ruidos vagos iban y venían mientras recobraba el sentido con lentitud. Oyó pataleo de cascos y el rugido del gélido, y ambos sonidos le reverberaron de modo extraño dentro de la cabeza. Al abrir los ojos vio que el hombre de dos cabezas daba un amplio rodeo en torno al gélido para luego desviarse hacia él.

Intentó sentarse, y gritó cuando un punzante dolor le atravesó el cráneo. Sintió que por una mejilla y la parte posterior de la cabeza le corría sangre caliente. Vio un destello metálico en el suelo, cerca, y lo reconoció vagamente como su espada. Rodó sobre sí mismo y gateó hacia ella en el momento en que el hombre de dos cabezas lanzaba al caballo al galope y cargaba hacia él. El suelo se estremeció al aproximarse el caballo, y supo que no había forma de que pudiera llegar a tiempo hasta el arma.

Cuando el atronar de cascos se le echó encima, Malus se tendió cuan largo era y rodó para quedar de espaldas, mirando al bárbaro que se inclinaba fuera de la silla de montar para golpearlo con el hacha. La hoja pasó como un borrón por el aire. Malus alzó los brazos y los cruzó para formar una X, y el mango de la larga hacha impactó contra ellos. El noble atrapó el mango envuelto en cuero y se aferró a él con todas sus fuerzas. El bárbaro, ya al límite del equilibrio, cayó de la silla al suelo, cerca de Malus.

El noble tiró con fuerza del hacha, que se soltó de las manos del bárbaro, y luego rodó y se puso de pie con la inseguridad de un borracho. Su oponente yacía de espaldas, aún con la segunda arma bien sujeta. Sin vacilar, Malus se lanzó hacia el hombre y descargó el hacha sobre una de las cabezas. El hombre alzó la segunda hacha y paró el tajo, pero el noble hizo girar el arma y con la hoja de su hacha enganchó el mango de la que empuñaba su enemigo para apartarla. Avanzó y estrelló una bota acorazada en la entrepierna del bárbaro, y a continuación le partió varias costillas. Luego, sujetó el hacha con ambas manos e hizo un movimiento de torsión para arrancar el arma de las manos del guerrero aturdido, y procedió a cortarle, una tras otra, ambas cabezas.

El noble se irguió, jadeando violentamente, y buscó alguien más a quien matar. El grupo de jinetes situados en el fondo de la depresión se habían desplazado durante la lucha. Ahora, uno de ellos bajó grácilmente del caballo y se acercó a Malus.

Era un enorme guerrero de anchos hombros, con oscuros tatuajes que trazaban espirales por su poderoso pecho. Su piel era de color caoba pulida, y uno de sus ojos tenía un brillo verde nacarado, como una luz bruja atrapada. Le colgaban dos espadones de un ancho cinturón, pero el hombre no hizo gesto alguno de desenvainarlos.

Un hilo de sangre bajó por una mejilla de Malus y le llegó a los labios. Escupió la sangre al polvoriento suelo.

—Si no quieres morir con las manos vacías, será mejor que saques una de esas espadas —gruñó.

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