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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La Espada de Disformidad (39 page)

BOOK: La Espada de Disformidad
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Para su sorpresa, el guerrero se detuvo y le habló en un druhir pasable.

—Estuviste magnífico, santo. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?

El noble frunció el entrecejo. Eso era casi lo último que esperaba.

—Soy Malus, de Hag Graef, un guerrero de los druchii.

El hombre le hizo una profunda reverencia.

—Llevas la bendición del Señor del Asesinato en los ojos. —Se irguió y habló con tono grave—. Has venido a buscar la espada.

La franqueza de la pregunta dejó a Malus pasmado.

—Sí. Sí, así es. ¿Cómo lo has sabido?

—Fue anunciado —replicó el guerrero con una horrenda sonrisa que mostraba los dientes limados en punta—. Eres el Azote. Hace mucho tiempo que estamos esperándote.

22. Los reyes intemporales

El guerrero de piel oscura se volvió a mirar a sus compañeros y gritó algo en una inmunda lengua envilecida. La partida de guerra estalló en aclamaciones y salvajes aullidos, a los que respondieron como un eco los jinetes de lo alto de la loma.

Malus frunció el entrecejo, pensativo, al considerar lo que acababa de oír.

—¿Quién eres? —preguntó.

El bárbaro tatuado volvió a hacer una reverencia, en una aceptable encarnación de un guardia druchii.

—Soy Shebbolai, jefe de la Tribu de la Espada Roja. Servimos a los Reyes Intemporales en la Ciudad de Khaine, allí.

Al principio, Malus no supo si había oído correctamente. La Ciudad de Khaine, pensó.

—¿Quiénes son esos Reyes Intemporales?

—Servidores del Dios de Manos Ensangrentadas, los que quitaron la gran espada a los blasfemos y la mantuvieron a salvo durante muchos siglos, en espera del día en que el Azote de Khaine llegaría del desierto para reclamar su derecho. —El jefe le dedicó a Malus otra sonrisa de dientes afilados y lo invitó con un gesto—. Ven, no debemos perder tiempo. Los reyes querrán verte de inmediato.

Malus quedó desconcertado. ¿Era posible que los cinco asesinos continuaran vivos después de todo el tiempo transcurrido, guardando la espada hasta que llegara el Tiempo de Sangre? Parecía increíble, pero ¿quién sabía qué extrañas fuerzas operaban en los desiertos del Caos?

Con lentitud, dolorosamente, el noble recuperó la espada. Miró los cuerpos de los hombres que había matado.

—¿Quiénes eran estos guerreros?

—Los campeones de la tribu —respondió Shebbolai, orgulloso—. Ni siquiera yo habría podido derrotarlos a todos a la vez.

Malus pensó que eso no era muy halagador para Shebbolai ni para el resto de su tribu, pero contuvo juiciosamente la lengua. Por impulso, se acercó a cada uno de los hombres, les cortó la cabeza y llevó los trofeos hasta
Rencor
. El jefe bárbaro lo observó, mientras asentía con aprobación.

El noble metió las cabezas dentro de uno de los sacos vacíos que habían contenido la armadura y se lo colgó del cinturón como cualquier peregrino fanático. Cogió las riendas de
Rencor
y fijó una dura mirada en uno de los ojos del gélido.

—Caza,
Rencor
—dijo—. Mira a ver qué puedes comer en este condenado desierto, y espera mi llamada. —Luego le dio una palmada en el cuello, y el nauglir se alejó trotando, a comer. Quienesquiera que fuesen esos Reyes Intemporales, no estaba dispuesto a confiar plenamente en ellos, no cuando el alijo de reliquias de Tz'arkan estaba en juego.

Malus se volvió a mirar a Shebbolai.

—Cogeré su montura —dijo, y señaló el caballo del hombre de dos cabezas. El guerrero asintió.

—Es tuyo —afirmó—. El caballo y las tres mujeres del hombre. Es tu derecho.

—Me conformo con el caballo —replicó el noble, que se esforzó por reprimir una expresión de puro horror.

Shebbolai condujo al grupo a través de la ruinosa puerta situada en el lado este de la Ciudad de Khaine, y pasaron ante torres de cráneos blanqueados que se alzaban más de nueve metros hacia el cielo carmesí. La ciudad en sí era enorme, posiblemente tan grande como Hag Graef, y al mirar las pulimentadas piedras negras con que estaba construida, Malus no pudo evitar ver las manos de elfos en su factura. Ciertamente, los Reyes Intemporales no la habían construido. Las estructuras ruinosas crujían bajo el peso del tiempo, y tal vez se remontaban hasta la Gran Guerra contra el Caos, o incluso más.

Malus y los bárbaros cabalgaron por las calles desiertas donde se apilaban escombros. En más de una ocasión captó movimiento con el rabillo del ojo, pero cuando se volvía a mirar, sólo veía callejones umbríos y portales desiertos. En cada esquina había pilas de cráneos antiguos que al noble le recordaron Har Ganeth, ahora a centenares de leguas de distancia.

—¿Cómo llegó tu tribu a servir a los Reyes Intemporales? —preguntó Malus.

Shebbolai rió entre dientes, y dejó que el caballo hallara por sí mismo el camino a lo largo de la avenida, mientras avanzaba junto a Malus.

—Por conquista, por supuesto. Hace mucho, mucho tiempo, mi tribu recorría estas llanuras igual que las otras tribus, pero los Reyes Intemporales llegaron de las tierras frías y mataron a nuestro jefe y a casi todos sus guerreros con el poder de la espada roja. Luego reunieron a las esposas e hijos de la tribu y los trajeron aquí, a la Ciudad de Khaine. Los hemos servido desde entonces. —El bárbaro se volvió sobre la montura y señaló hacia los llanos de los que acababan de llegar—. Gobernamos toda la tierra de este a oeste, y muchas tribus nos pagan tributo en gente y tesoros para atravesar nuestro territorio. —Shebbolai sonrió con orgullo—. Otras tribus deben viajar muchas leguas en busca de riqueza y gloria que acumular a los pies de los Dioses Ancestrales, pero nosotros sólo tenemos que tender las manos y las tribus hunden el rostro en el suelo y nos entregan todo lo que tienen. No existe una tribu más poderosa ni más favorecida por los dioses que la nuestra.

—La gloria de una tribu se forja en la batalla, ¿no es así? —preguntó Malus.

La sonrisa de Shebbolai desapareció.

—Luchamos de vez en cuando, pero son pocas las tribus que se atreven a desafiar el poder de la espada. Los Reyes Intemporales nos dicen que esperemos nuestro momento, cuando llegue el Azote, ¡y entonces nos ahogaremos en sangre caliente!

El noble asintió pensativamente con la cabeza.

—Los Reyes Intemporales son sabios —comentó—. Dime, ¿cuántos son?

—La leyenda dice que al principio eran cinco, pero ahora sólo quedan tres —respondió el jefe—. En otros tiempos cabalgaban a la cabeza de la tribu con la espada roja ante sí, pero desde hace muchos centenares de años se mantienen dentro del templo del dios, aquí, en la ciudad. —Shebbolai extendió un brazo—. Está allí.

Malus vio una torre cuadrada, ancha y baja, que se alzaba sobre un montón de ruinas, justo ante ellos. Tal vez siempre había sido un templo o una ciudadela de uno de los señores de la ciudad. Ahora, los inclinados flancos estaban adornados por miles y miles de cráneos. La descomunal escala de las ofrendas dejó pasmado al noble. Ni todos los templos de Naggaroth combinados podían compararse con aquello.

Cuanto más se acercaban al templo, más gente veía Malus: monstruosos desdichados, ataviados con harapos y trozos de pieles, que observaban el paso del jefe y su séquito con duras miradas de odio. Muchos de los edificios cercanos al templo estaban habitados, pero pocos se encontraban en buen estado de mantenimiento. Cualquiera que fuese la riqueza acumulada por la tribu, no se había dedicado a proporcionar a los bárbaros lujos ni comodidades. Al recorrer las calles más pobladas, Malus sintió que de la miseria ascendía una corriente secreta de malestar, y se preguntó cómo podría usar eso para su propio beneficio.

Antes de llegar al templo, atravesaron una amplia plaza. En eras pasadas, príncipes y generales podrían haber pasado revista a sus ejércitos en una extensión tan grande. Ahora, sin embargo, era un bosque de astas de hierro que sostenían los putrefactos cadáveres decapitados de miles de víctimas de sacrificios. La fetidez era tremenda. Malus apretó los dientes e intentó mantener una expresión neutra mientras atravesaban el miasma de muerte.

El noble estudió los cuerpos más próximos al estrecho pasadizo que recorrían.

—Muchos parecen bastante frescos —observó—. Da la impresión de que habéis luchado recientemente.

La expresión de Shebbolai se ensombreció.

—Sólo una matanza de perros —dijo, malhumorado, y no volvió a hablar.

Más allá de la plaza rebosante de cadáveres, los jinetes llegaron a una ancha escalinata de piedra que ascendía hasta la torre. Cuando detuvieron las monturas, un par de enormes puertas situadas en lo alto de la escalera rechinaron al abrirse, y por ellas salió un gran número de acobardados esclavos humanos desnudos. Tenían los cuerpos flacos y amarillentos, cubiertos de cicatrices y llagas supurantes, y bajaron corriendo hasta el pie de la escalera para hacerse cargo de los caballos de los bárbaros y ocuparse de sus necesidades. Malus bajó, agradecido, de la montura, feliz por verse libre de la roñosa bestia maloliente, y le arrojó las riendas a uno de los temblorosos humanos antes de seguir a Shebbolai escalera arriba, hacia la entrada.

El jefe hizo una reverencia para invitar a Malus a atravesar el umbral, y luego volvió junto a sus compañeros. Al otro lado se extendía un largo y ancho corredor, iluminado por globos de oscilante luz bruja. El noble se compuso antes de avanzar rápidamente por el pasillo a lo largo del cual había centinelas ataviados con arcaicas armaduras de ornamentado latón. Los hombres eran inhumanamente fuertes, con cuerpos hinchados por proporciones monstruosas, y empuñaban descomunales hachas de doble filo en las anchas manos cubiertas de cicatrices. El noble los estudió al pasar; sentía el peso de sus miradas, pero no podía ver las expresiones que había tras la ornamentada máscara de los yelmos.

Entró en un amplio espacio mortecinamente iluminado que se abría al final del pasillo. Un solo haz de luz descendía por el centro de la estancia y caía sobre un pequeño altar de piedra tallado en mármol oscuro, cuyos lados cuadrados estaban ungidos con sangre fresca; sobre él reposaban dos sonrientes cráneos teñidos de un color amarronado por los siglos de libaciones de sangre.

Malus se aproximó a los antiguos cráneos, y advirtió que tenían una forma perfecta, libres de mutaciones. Los pómulos eran pronunciados y las mandíbulas de líneas regulares.

—Los dos reyes muertos —murmuró, y tendió una mano para tocar los restos de uno de los cinco asesinos perdidos.

—¡No eres digno de tocar los huesos de los Reyes Intemporales! —siseó una voz desde la oscuridad. El sonido era inquietante, como un viento gimiente que soplara entre ramas desnudas y formara palabras que Malus podía comprender. Resonó en la vasta estancia y pareció manar de todas partes al mismo tiempo—. ¡Profanas este lugar sagrado con tu presencia!

Malus se volvió para buscar el origen de la frágil voz.

—¿Eres espectro u hombre? —gritó—. ¡Muéstrate!

Habló otra voz. Al igual que la primera, era escalofriantemente antinatural, como el crujido del hielo.

—Somos intemporales —dijo—, y nosotros gobernamos aquí, no tú.

El tono imperioso de la rechinante voz fastidió al noble.

—¿Vosotros gobernáis aquí? Pensaba que estabais esperando, que servíais la voluntad de Khaine y guardabais la espada hasta la llegada del elegido.

Respondió una tercera voz, fina y crujiente como cuero viejo.

—¿Quién eres tú, para interrogarnos de este modo?

Malus inspiró profundamente.

—Soy el Azote —respondió—. Vuestra vigilia ha concluido. He venido a buscar la espada. El Tiempo de Sangre está cerca.

Los ecos de su voz se desvanecieron en el silencio. Malus esperó, mientras aguzaba los sentidos para localizar a los ancianos asesinos en las profundidades de la estancia. Pasado un momento, captó un leve sonido de movimiento a la izquierda; un seco susurro de ropones.

—Imposible —replicó la primera voz—. Tú no puedes ser el Azote.

Malus se volvió hacia el lugar donde se había producido el movimiento.

—¿Ah, no? ¿Acaso no soy un druchii, como vosotros? ¿No llevo la bendición de Khaine en el rostro? Os he seguido hasta aquí a través de la Puerta Bermellón, atraído por el lazo que me une a la espada. ¿De qué otro modo podría haberos encontrado aquí, en los desiertos del Caos? —Tendió las manos ante sí—. ¿Me traeréis mi espada, o deshonraréis vuestra larga vigilia cuando ya toca a su fin?

Otros débiles atisbos de movimiento susurraron en la oscuridad. La segunda voz habló.

—Tú vienes del templo —rechinó.

—Lo mismo que vosotros, hace mucho tiempo —replicó Malus—. Los verdaderos creyentes os cuentan entre los muertos. Los herejes del templo ocultaron el robo de la espada y han gobernado incontestados durante siglos.

—Eso a nosotros no nos importa —crujió la tercera voz—. Que sigan gobernando en lo alto de su inmunda colina. Será arrasada cuando llegue el Tiempo de Sangre.

Las voces se le acercaban. Malus estaba seguro de eso.

—¿Por qué ocultasteis el triunfo obtenido a vuestros seguidores? —preguntó—. De haberlo sabido, habrían podido atraer a los habitantes de la ciudad hacia la fe verdadera.

Unas formas vagas adquirieron resolución en la periferia de la luz. Malus vio los contornos de unas encapuchadas figuras ataviadas con ropones que lo observaban desde la oscuridad.

—Nosotros somos la fe verdadera —afirmó la primera voz.

—Demostradlo —replicó Malus—. Dadme la espada.

—La espada no está aquí —rechinó la segunda voz—, y tú no eres digno.

—¿Os atrevéis a negar mi derecho? —les espetó el noble—. Soy Malus, de Hag Graef, nacido en la Ciudad de Sombras, de la casa de cadenas. Mi madre era una bruja y maté a mi padre con mis propias manos. El cráneo de Aurun Var me habló a través de mi hermana, una santa viviente del Señor del Asesinato. ¿Habéis olvidado vuestro deber después de tantos siglos, o acaso vuestra sed de poder os ha transformado en los mismos herejes contra los que una vez os rebelasteis?

—¡Blasfemia! —gritaron las tres voces al mismo tiempo.

—Se blasfema contra los dioses, no contra cobardes figuras que se ocultan en las sombras de un templo ruinoso —gritó Malus—. ¿Robasteis la espada para alejarla de las manos de los ancianos del templo, o codiciabais secretamente su poder? ¿Qué sois, sino patéticas parodias de los mismos herejes contra los que una vez os levantasteis?

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