—Dígame todo lo que desea —murmuró.
—Siendo usted una persona importante en Los Ángeles, mi vida estará más segura; pero, al mismo tiempo…, quizá ponga en peligro la suya. Su esposo no me perdonaría nunca si le ocurriese algo malo.
—Mi esposo es muy comprensivo —sonrió Guadalupe—. Le acompañaré a su hotel.
Al expresar esto, Lupe se dijo mentalmente que tal vez si César se enteraba de aquello se despertaran sus celos y todo se arreglara, al fin.
—Tengo que cruzar toda la ciudad —explicó MacAdoo—. En algún sitio habrá unos hombres esperándome para disparar sobre mí. Creo que, si me ven acompañado de usted, no lo harán. Esperarán unas horas y, mientras tanto, yo buscaré la ayuda que necesito.
—Le acompañaré —repitió Lupe.
—No olvide que correrá usted un riesgo, señora. Tal vez sea mejor que no me acompañe.
—Ahora ya estoy decidida —sonrió Lupe—. ¿Adónde quiere ir?
—Mi hotel es el Morgan. Allí tengo mi equipaje.
—¿Y no teme que le esperen allí para… para atacarle?
MacAdoo quedó pensativo.
—Es posible —dijo, al fin—. Pero no puedo hacer otra cosa.
—¿Por qué no se instala en la Posada del Rey don Carlos? —sugirió Guadalupe, mientras echaba a andar al lado de
Borax
MacAdoo.
—¿Por qué en la posada?
—Tiene fama de ser un lugar donde sólo se aloja gente decente.
En aquel momento Guadalupe se dio cuenta de que podía haber dicho algo incorrecto. Por todo cuanto ella sabía, el hombre a cuyo lado iba caminando acababa de salir de la cárcel. Tal vez los que pensaban matarle eran sus compinches en algún negocio fraudulento o delictivo.
—Me parece que comprendo lo que está usted pensando —dijo
Borax
MacAdoo.
Guadalupe se dio cuenta, por el camino recorrido, de que había ido un buen rato en silencio, en tanto que su rostro expresaba sus pensamientos.
—No soy ningún delincuente —prosiguió MacAdoo—. Claro que cuantos salimos de una cárcel decimos lo mismo: fuimos encerrados injustamente.
—¿Usted no lo fue?
—De acuerdo con las apariencias, me encerraron con pleno motivo. Tres días en una celda de la cárcel es lo menos que necesita un borracho para salir de su borrachera, darse cuenta de que ha obrado mal y hacer el propósito de no volver a beber para no verse de nuevo en semejante situación. Yo estaba borracho. Muy borracho, a pesar de que sólo bebí dos tragos.
—Depende de la longitud de los tragos —dijo Guadalupe—. Hay quien sólo ha necesitado uno para caer fulminado.
—No me bebí dos botellas de ron ni de whisky. Fueron dos vasitos corrientes, y no llenos del todo. Por lo menos hubiesen sido necesarios cincuenta para llenar una botella. Sin embargo, después de beber el segundo perdí la noción de las cosas; ya no supe dónde estaba y debí de hacer algo terrible, pues al despertar me encontré en la cárcel, cumpliendo la condena de tres días que recae sobre todo borracho que turba la paz pública.
—Ignoraba que nuestras autoridades fuesen tan rígidas en el cumplimiento de las ordenanzas municipales.
—Dos veces he estado en Los Ángeles en un año, y por dos veces, dos copas han bastado para derribarme. Y las dos veces pasé en la cárcel tres días por borracho.
—¿Y por eso teme que le maten?
—Señora; si no le importa, le explicaré un poco de mi vida. Me llamo Michael MacAdoo; pero todos me conocen por
Borax
. Fui de los primeros que se dedicaron a sacar bórax del Valle de la Muerte. Allí aprendí minería. Durante unos años estuve buscando oro por diversas partes de California. Un día hice un favor a unos indios y ellos, en pago, me dijeron que en el Valle de la Victoria encontraría mucho oro. Incluso me indicaron el lugar exacto y me ayudaron a denunciar la mitad justa del valle, es decir, la parte más árida. La otra parte estaba ya en manos de don Jerónimo Salas. Registramos las tierras y los indios simularon que me las vendían y quedaron todas para mí; pero mis esfuerzos por encontrar oro fueron inútiles. Al fin desistí de seguir buscando y me dediqué a otras cosas en las que gané bastante dinero. Hace un par de años don Jerónimo Salas me propuso que le vendiera mi parte del valle, que él necesitaba para instalar graneros y otras dependencias agrícolas. Me ofreció veinte mil dólares; pero como yo, entonces, no necesitaba dinero, no quise aceptar. Durante aquel año insistió en comprar mis tierras y llegó a ofrecerme cincuenta mil dólares. Yo seguí sin quererlos. Hace un año empezaron a ocurrirme cosas extrañas. La primera fue una borrachera incomprensible y tres días pasados en la cárcel. Don Jerónimo no volvió a ofrecerme dinero por mis tierras. Hasta hoy no he sabido que aún le interesa comprarlas. Dos o tres veces he recibido avisos para que me presentara en San Francisco para entrevistarme con importantes personajes de los negocios mineros; pero siempre me he encontrado con que las citas eran falsas. Sin embargo, nunca se intentó nada contra mí. Quiero decir que aquellas llamadas no fueron ninguna trampa. Más bien una burla.
—Todo eso es muy raro —dijo Lupe.
—Lo es. Y más raro son las dos borracheras que he pillado con dos copas de licor.
De pronto Guadalupe preguntó:
—¿De veras cree que le estoy haciendo un favor acompañándole?
—Uno muy grande —replicó MacAdoo.
—¿Quiere hacerme otro favor a cambio?
—Desde luego.
—Instálese en la Posada del Rey don Carlos.
—¿Por qué?
—Porque así estaré segura de que mi favor ha sido completo. Si después de acompañarle hasta su hotel supiera que le había ocurrido algo malo, me sentiría culpable de lo que sucediera.
—Recogeré mi equipaje.
—No es necesario. Envíe a alguien de la posada a recogerlo.
—Bien. Le haré caso. Me gustaría conocer personalmente a su esposo. Le felicitaría por el acierto que tuvo al elegirla a usted. Pocas mujeres deben de igualarla en belleza, y ninguna en prudencia, bondad e inteligencia. Hasta ahora, todas las mujeres de verdadera valía que han pasado por mi vida, o eran demasiado viejas, o estaban ya casadas con otro.
Un rictus de amargura cruzó por los labios de Guadalupe.
Borax
, que le estaba mirando, comprendió que los problemas sentimentales de su acompañante eran mucho más complejos de lo que él había supuesto. Y la ausencia de alianza… En fin, era preferible no insistir. Seguramente el marido de aquella mujer sería el que menos comprendiera el valor de la joya de que era dueño.
—Ya estamos llegando a la posada —dijo Guadalupe cuando desembocaban en la plaza.
Ricardo Yesares miró, incrédulamente, a Guadalupe cuando ésta entró en compañía de
Borax
. El hombre no presentaba un brillante aspecto. Vestía un no muy limpio traje de pana, botas altas, un sombrero orlado de sudor y lucía una barba de cuatro o cinco días. Tal vez sin todo aquello fuese atractivo; pero en aquellos momentos no lo resultaba, ni mucho menos.
—¿Qué hay, Lupita? —preguntó Ricardo yendo al encuentro de la esposa de don César.
En voz baja, Lupe replicó:
—Este hombre que viene conmigo corre peligro, Ricardo. Dele alojamiento por unos días y procure que no pueda sucederle nada.
—¿Lo quiere… «él»? —preguntó significativamente Yesares.
—No; pero cuando lo sepa seguramente lo querrá. De momento, es un favor que yo le pido.
—Haré lo posible por complacerla.
Yesares dirigióse hacia
Borax
, que se había retirado a un lado del vestíbulo de la posada.
—Le acompañaré a su habitación —dijo—. ¿Desea comer algo?
—Una buena merienda me iría muy bien —replicó
Borax
—. Le abonaré por anticipado unos días de hospedaje.
—No es necesario —sonrió Yesares—. Viene usted recomendado por una persona a quien debo demasiado para ofenderla cobrando por anticipado a un cliente enviado por ella. Le serviré lo mejor en comida y en bebida. ¿Prefiere usted cerveza mejicana, vino español o licores ingleses?
—En cualquier sitio pueden encontrarse la cerveza y el licor; el vino es mucho menos corriente. Dejo en sus manos la elección del menú.
—Muchas gracias por su confianza —sonrió Yesares—. Cuando usted quiera.
Antes de seguir al dueño de la posada,
Borax
se dirigió a Guadalupe, diciendo:
—Muchas gracias por todo, señora. Si salgo con bien de ésta, sabré a quién debo agradecérselo. Adiós, señora.
—Buena suerte —deseó Guadalupe.
Cuando
Borax
MacAdoo quedó encerrado en su cuarto, su rostro expresó una viva inquietud. El haber conservado la vida hasta entonces no le tranquilizaba. Tenía la seguridad de estar luchando con grandes peligros que se cernían sobre él desde las sombras. Quizá ni allí estuviese totalmente seguro. Necesitaba un auxiliar, y si sus sospechas eran ciertas, podría pagar un millón de dólares por la ayuda; pero ¿cómo ponerse en contacto con el hombre a quien había ido a buscar a Los Ángeles? Le habían dicho que aquel hombre siempre sabía llegar a tiempo en auxilio de quienes le necesitaban. Pero ¿podría ayudarle a él? ¿Llegaría antes que los asesinos que proyectaban su suerte? ¿Sería lo bastante poderoso para vencerlos? ¿Y si, al fin y al cabo, no era más que uno de tantos mitos?
—¿Conoce usted al
Coyote
? ¿Puede ponerme en contacto con él? ¿Puede decirle que un hombre que teme por su vida le necesita urgentemente?
Borax
MacAdoo se echó a reír al pensar en la expresión del posadero si él llegaba a hacerle semejantes preguntas. Seguramente le creería loco de remate, o tan borracho como cuando le encerraron en la cárcel. ¿Qué podía saber aquel hombre del fabuloso
Coyote
?
Dejándose caer en la cama,
Borax
MacAdoo dijo en voz alta:
—Don
Coyote
, si existes realmente, ven a verme. Te necesito.
Luego se echó a reír de su propia tontería. Aquello era como invocar a un fantasma que en modo alguno podía responder a la llamada.
Guadalupe descendió del cochecito en que había regresado al Rancho de San Antonio. Siempre que volvía a la casa del hombre que legalmente era su marido, sentíase dominada por una intensa tristeza. Mientras estaba lejos de allí podía forjarse muchas ilusiones y soñar soluciones hermosas de su problema; pero cuando llegaba ante don César y le veía sonreír irónicamente o excitarse por cualquier motivo, todos los sueños se desvanecían y la amarga realidad imponíase con toda su crudeza. Ya no era posible pensar que don César la amaba. Al principio le vio tan rabioso contra ella, contra sus formalidades, contra su negativa a ser realmente su esposa que durante algún tiempo alentó la esperanza de que Echagüe estuviese verdaderamente enamorado de ella; pero esta esperanza ya había muerto. Don César había acabado por acostumbrarse y aceptaba que su esposa le llamara de usted y siguiese siendo su ama de llaves. La volvía a mirar sin deseo. Durante las noches de insomnio, Guadalupe aguardaba en vano una secretamente anhelada reacción violenta del esposo que tratara de terminar de una vez con aquella equívoca situación.
—Hola, Lupita —la saludó don César cuando la vio entrar—. ¿Cómo ha ido la visita a Los Ángeles? —Y como si no le importara la respuesta de su mujer, siguió—: Precisamente ahora iba yo hacia allí. Si te has olvidado de algún recado, podré hacerlo por ti. Esta noche volveré tarde. Quiero ir a darle las gracias a Rómulo Hidalgo por el regalo que nos ha hecho. Tenía dos espantosos jarrones de plata. Primero le regaló uno a Leonor cuando nos casamos. Ahora te ha enviado a ti el segundo para que tengamos la pareja completa.
Don César sonrió irónico, terminando:
—El viejo ya consiguió librarse, a mi costa, de esos dos horrores.
Cuando don César de Echagüe hablaba así, Lupe se sentía furiosa contra sí misma. ¿Cómo podía estar enamorada de un hombre como aquél? Nunca le podría perdonar tantas humillaciones.
—No es costumbre en mí descuidar lo que debo hacer, don César —replicó con hiriente acento.
—Olvidaba que has sido siempre un ama de llaves modelo —replicó, indiferente, don César—. Adiós, Lupita. Creo que César quiere decirte algo. Te ha estado echando de menos.
El niño era el único que la quería de veras. Sólo él se había alegrado de aquella boda que le había asegurado la permanencia en el rancho de la mujer que ocupaba con toda perfección el puesto que su verdadera madre dejó vacante al morir.
—Quisiera pedirle algo, don César —dijo Guadalupe, bajando la mirada y privándose así de la expresión de alegría que bailó unos instantes en los ojos de don César.
Cuando levantó la cabeza, don César volvía a sonreír impertinentemente. ¡Cuánto le costó a Guadalupe seguir hablando! Pero lo hizo con expresión agresiva, como si en vez de pedirle un favor a su marido, lo hiciese a un enemigo y a costa de una terrible humillación.
—¿De qué se trata? —preguntó el dueño del rancho.
—Un hombre ha solicitado hoy mi ayuda.
—¿Y qué?
—Es un hombre a quien amenaza un peligro.
—¿Un peligro? ¿De qué clase?
—De muerte.
—Muy interesante. ¿Quién le quiere matar?
—No sé —musitó Guadalupe. ¡Odiaba a aquel hombre a quien estaba unida por unos lazos que nadie podía desunir! Pero ¿nadie podía romperlos? ¡Si era preciso iría a Roma para que allí la desligaran de…!
—¿No sabes? —preguntó don César, acentuando su impertinencia.
—Sé que corre un grave peligro, que quieren matarlo para robarle algo que le pertenece. Le aconsejé que se instalara en la posada de Yesares. Creo que se podría hacer algo por él.
—¿Quién puede hacerlo? —preguntó Echagüe.
Guadalupe le miró un momento a los ojos, esperando encontrar en ellos un calor que no apareció.
—
El Coyote
—dijo en voz baja.
—¿
El Coyote
? —replicó don César, acariciándose la barbilla—. No sé. Ahora está descansando.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Lupe.
—Nada. Sólo eso. Que
El Coyote
descansa y piensa seguir descansando. Creo que ya es hora de que piense en él y no en los demás.
—Pero la vida de ese hombre peligra.
—¿Cómo se llama ese hombre que está en peligro?
—Le llaman
Borax
MacAdoo.
—¿
Borax
? Es un minero, ¿verdad?
—Sí.