Read La estancia azul Online

Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (32 page)

BOOK: La estancia azul
11.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los patios de las casas estaban llenos de juguetes de plástico de los más jóvenes, y las aceras de coches baratos: Toyotas, Fords, Chevys…

Frank Bishop condujo hasta la casa. No salió de inmediato sino que parecía que se lo estaba pensando. Por fin, habló:

—Quiero decirte una cosa sobre la mujer de Bob…¿Recuerdas que su hijo murió en un accidente de coche? Ella nunca lo ha superado. Bebe demasiado. Bob dice que ella está enferma. Pero ésa no es la cuestión.

—Entiendo.

Caminaron rápidamente hasta la casa. Bishop llamó al timbre. No se oyó el sonido dentro, pero podían percibir voces lejanas. Voces enfadadas.

Y luego un grito.

Bishop miró a Gillette, dudó un instante y luego comprobó la puerta. No tenía echada la llave. La abrió, con la pistola en la mano. Gillette entró después de él.

La casa estaba hecha un asco. Llena de platos sucios, revistas y ropas amontonadas en la sala. Dentro olía a algo agrio: a una mezcla de ropa sucia y alcohol. Sobre la mesa había una comida que nadie había tocado: dos sandwiches de queso. Era la hora del almuerzo, las doce y media, pero Gillette no supo si los habían preparado para hoy o eran sobras de algún día anterior. No vieron a nadie pero en una habitación contigua oyeron que algo se rompía y luego unos pasos.

Tanto a uno como a otro los sacudió un grito, una voz pastosa de mujer que clamaba:

—¡Estoy de puta madre! Crees que puedes controlarme. No sé por qué diantres piensas eso: tú tienes la culpa de que yo no esté bien.

—Yo no…—dijo la voz de Bob Shelton. Pero sus palabras fueron apagadas por otro estallido de algo que se había caído, o que tal vez le había arrojado su esposa—. Señor —murmuró él—. Mira lo que has hecho.

Desamparados, el hacker y el detective estaban de pie en la sala, sin saber qué hacer una vez que se habían metido en aquel berenjenal doméstico.

—Ya lo limpio yo —murmuró la esposa de Shelton.

—No, ya lo…

—Déjame en paz. No te enteras de nada. Nunca lo has hecho. No puedes entenderlo.

Gillette se fijó en el hueco que abría una puerta a medio volver en una habitación más allá del pasillo. Miró con atención. La habitación era oscura y de allí le llegaba un olor lúgubre. Sin embargo, lo que había llamado su atención no era el olor sino lo que había cerca de la puerta. Una caja de metal cuadrada.

—Mira eso.

—¿Qué es? —preguntó Bishop.

Gillette se agachó y lo examinó. Dejó escapar una carcajada.

—Es una vieja CPU Winchester. Una grande. Ahora nadie las usa pero hace unos años eran lo mejor de lo mejor. La mayor parte de la gente las usaba para mantener tablones de anuncios en las primeras websites. Creía que Bob no sabía nada de ordenadores.

Bishop se encogió de hombros y no pareció pensar más en la caja cuadrada. La respuesta a la pregunta de por qué Bob Shelton tenía un disco de servidor nunca se disipó, pues en ese mismo momento el detective caminó por el pasillo y puso cara de susto cuando advirtió la presencia de Bishop y de Gillette.

—Hemos tocado el timbre —dijo Bishop.

Shelton se quedó helado, como si estuviera planteándose cuánto habían llegado a escuchar los dos intrusos.

—¿Emma está bien? —preguntó Bishop.

—Sí —respondió con cautela.

—Pues no sonaba muy…—empezó a decir Bishop.

—Tiene gripe —respondió el otro con rapidez. Miró a Gillette con cara de pocos amigos.

—¿Qué es lo que hace éste aquí?

—Hemos venido a recogerte, Bob. Tenemos una pista sobre Phate en Freemont. Tenemos que darnos prisa.

—¿Una pista?

Bishop le explicó la operación táctica para atrapar a Phate que se estaba preparando con un asalto al motel Bay View.

—Vale —dijo el policía, después de contemplar a su mujer, que ahora lloraba en silencio—. Salgo en un minuto. ¿Puedes esperar en el coche? —luego miró a Gillette—: No lo quiero en mi casa, ¿está claro?

—Por supuesto, Bob.

Esperó a que Bishop y Gillette salieran por la puerta para volver al dormitorio. Vaciló, como si estuviera reuniendo coraje, y luego entró.

Capítulo 00011001 / Veinticinco

Todo se reduce a esto

Uno de sus mentores en la policía del Estado había compartido los siguientes conocimientos con un principiante Frank Bishop años atrás, cuando iban camino de patear la puerta de un apartamento en la dársena de Oakland. Dentro había unos cinco o seis kilos de algo de lo que los inquilinos no querían desprenderse y unas cuantas armas automáticas que no tenían problema en utilizar.

—Todo se reduce a esto —había dicho el veterano policía—. Olvídate de los refuerzos, de los helicópteros, de los reporteros, de los de Asuntos Públicos, de los jefazos de Sacramento y de las radios y de los ordenadores. Lo único que cuenta eres tú contra el chico malo. Tiras una puerta abajo, persigues a alguien por un callejón oscuro, avanzas hasta el conductor de un coche y el tipo del volante está mirando al frente, y tal vez se trata de un ciudadano modelo, tal vez sostiene su cartera con la licencia o tal vez se agarra el rabo o empuña una pistola Browning 380 con el seguro quitado. ¿Ves adonde quiero llegar?

Traspasar esa puerta era de lo que se trataba cuando uno es policía.

Frank Bishop pensaba en todo lo que aquel hombre le había dicho años atrás, mientras conducían a toda velocidad por la autovía en dirección Freemont, donde Phate seguía asaltando el ordenador de la UCC.

También pensaba en algo que había descubierto en su visita a San Ho, algo que estaba en el historial de Wyatt Gillette: el artículo que el hacker había escrito, donde denominaba al mundo de los ordenadores como la Estancia Azul. En su opinión, era una expresión que se podía aplicar perfectamente a la policía.

«Azul» por el uniforme.

«Estancia» porque el lugar al que uno se dirigía, derribando puertas o corriendo por callejones oscuros o en el asiento del conductor de un coche aparcado, era algo tan indeterminado que resultaba distinto a cualquier otro lugar de este mundo de Dios.

Todo se reduce a esto

Bob Shelton, aún taciturno por el incidente de su casa, era quien se encontraba al volante. Gillette estaba sentado en el asiento del copiloto. (Shelton no quería ni oír hablar de un recluso sentado detrás de dos agentes.)

—Phate aún está conectado en el chat, tratando de asaltar los archivos de la UCC —dijo Gillette. El hacker estudiaba la pantalla de un portátil, conectado a la red por medio de un teléfono móvil.

Llegaron al motel Bay View. Bob Shelton frenó con fuerza y se adentraron en un aparcamiento donde un policía uniformado daba instrucciones.

En el aparcamiento había una docena de coches de la policía del Estado y de los patrulleros, y un grupo de policías de uniforme, en ropa de calle y que vestía chalecos antibalas, hacía corro allí mismo. Este aparcamiento era contiguo al motel Bay View pero no se veía desde sus ventanas.

En otro Crown Victoria venían Linda Sánchez y el aspirante a policía Tony Mott, parapetado (a pesar de la niebla y del cielo encapotado) tras sus gafas de sol Oakley y vistiendo guantes de tiro de caucho. Frank Bishop se preguntó cómo lograría que Mott no se hiciera daño ni pusiera a nadie en peligro durante la operación.

El elegante Tim Morgan, que hoy vestía un traje con chaleco color verde bosque de corte impecable (de no ser por el chaleco antibalas), advirtió la presencia de Bishop y de Shelton, corrió hacia el coche y se inclinó frente a la ventanilla.

—Hace dos horas —dijo, tras recuperar el resuello—, un tipo que concuerda con la descripción de Holloway se registró con el nombre de Fred Lawson. Pagó en metálico. Rellenó la información sobre su coche en la tarjeta de registro del motel, pero no hay ninguno que coincida. Lo que ha escrito en la tarjeta se lo ha inventado. Está en la habitación dieciocho. Tiene las cortinas corridas pero aún está al teléfono.

—¿Todavía sigue on–line? —preguntó Bishop a Gillette.

—Sí —respondió el hacker tras haber consultado su portátil.

Bishop, Shelton y Gillette salieron del coche. Se les unieron Sánchez y Mott.

—Al —llamó Bishop a un agente negro muy fuerte. Alonso Johnson era el jefe del equipo de fuerzas especiales de la policía del Estado en San José. A Bishop le gustaba, pues era tan calmado y metódico como peligroso y entusiasta podía ser un policía inexperto como, digamos, Tony Mott—. ¿Cuál es la situación?

El de fuerzas especiales abrió un plano del motel.

—Hemos apostado agentes aquí, aquí y aquí —señaló varios puntos en el plano—. No tenemos mucha libertad de acción. Será la típica detención de motel. Primero aseguramos las habitaciones de los lados y la de arriba. Luego echamos la puerta abajo: tenemos una llave maestra y un cortafríos. Entramos y lo agarramos. Si trata de escapar por el patio se las verá con un segundo equipo esperándolo fuera. Y hemos puesto algunos tiradores, por si está armado.

Bishop alzó la vista y observó que Tony Mott se colocaba un chaleco antibalas y asía un pequeño rifle automático y lo estudiaba con deleite. Con los maillots de ciclista y las gafas de sol parecía un personaje de película de ciencia ficción mala. Bishop lo alejó del grupo y le preguntó, señalando la automática:

—¿Qué haces con eso?

—He pensado que necesitaríamos una buena potencia de tiro.

—¿Ha disparado un arma así antes, oficial?

—Cualquiera puede…

—¿Alguna vez ha disparado un rifle? —repitió Bishop, pacientemente.

—¡Claro!

—¿Desde los entrenamientos de tiro de la academia?

—No exactamente. Pero…

—Déjela donde la ha encontrado —dijo Bishop.

—Y, agente…—murmuró Alonso Johnson—: Pierda las gafas —le hizo un gesto a Bishop.

Mott salió del grupo y fue a devolverle el arma a uno de los de operaciones especiales.

Linda Sánchez, quien estaba hablando por teléfono móvil (con su extremadamente embarazada hija, sin duda alguna) se colocó al final del grupo. Ella no necesitaba que nadie le recordara que las operaciones tácticas no eran su especialidad.

Entonces Johnson movió la cabeza: acababa de recibir una transmisión. Hizo varios leves gestos de asentimiento y luego alzó la vista:

—Estamos listos.

—Adelante —dijo Bishop de manera despreocupada, como si estuviera cediendo el paso en un ascensor.

El comandante de los SWAT asintió y habló por el pequeño micrófono. Luego dirigió a media docena de agentes que lo siguieron corriendo entre un grupo de arbustos, en dirección al motel. Tony Mott fue detrás, guardando las distancias tal y como le habían ordenado.

Bishop fue al coche y con la radio captó la frecuencia de los de operaciones especiales.

Todo se reduce a esto

Escuchó, en sus auriculares, la voz de Johnson que decía: «¡Vamos, vamos, vamos!».

Bishop se tensó y se inclinó hacia delante. Se preguntaba si Phate estaría esperándolos. ¿Podrían sorprenderlo? ¿Qué sucedería?

Pero la respuesta fue: nada.

Se oyó una transmisión ruidosa en su radio. Alonso Johnson hablaba:

—Frank, la habitación está vacía. No se encuentra aquí.

—¿Que no está allí? —preguntó Bishop, sin creérselo. Se preguntó si se habrían equivocado de número de habitación.

Johnson volvió a hablar por la radio, mientras se desprendía del casco y de los guantes.

—Se ha ido.

Bishop se volvió hacia Wyatt Gillette, quien ojeaba la pantalla de su ordenador en el asiento trasero del Crown Victoria. Phate continuaba conectado al chat y Trapdoor seguía tratando de descifrar la carpeta de ficheros de personal. Gillette señaló la pantalla y se encogió de hombros.

—Podemos verlo trasmitiendo desde el motel. Tiene que estar ahí —radió el detective a Johnson.

—Negativo, Frank —fue la respuesta del SWAT—. La habitación está vacía, salvo por un ordenador conectado a la línea telefónica. Y un par de latas de Mountain View. Media docena de cajas de disquetes. Eso es todo. Ni maletas ni ropas.

—Vale, Al —respondió Bishop—. Vamos a entrar todos a echar un vistazo.

Dentro de la cerrada y calurosa habitación del motel había media docena de agentes abriendo cajones y buscando en los armarios. Tony Mott se quedó en una esquina, buscando pruebas con tanta diligencia como los demás. El casco de soldado Kevlar le sentaba mucho peor que el de ciclista.

Bishop empujó a Gillette hacia el ordenador, colocado sobre un escritorio barato. Vio el programa de decodificación en la pantalla. Tecleó algunos comandos y luego frunció el entrecejo.

—Vaya, es falso. Este software descripta el mismo párrafo una y otra vez.

—Así que nos ha engañado para que creyéramos que se encontraba aquí —resumió Bishop—. ¿Con qué motivo?

Lo discutieron durante algunos minutos, pero nadie parecía extraer una conclusión sólida. Hasta que Wyatt Gillette abrió la tapa de lo que parecía una gran caja de almacenamiento de disquetes y echó una ojeada dentro. Vio una caja de metal pintada de verde oliva, con las siguientes letras escritas con plantilla:

CARGA ANTIPERSONAL.

*EJÉRCITO U.S.A.*

ESTE LADO CONTRA EL ENEMIGO.

Estaba conectada a lo que parecía un receptor de radio, en el que palpitaba rápidamente una única lucecilla roja.

Capítulo 00011010 / Veintiséis

Resulta que Phate sí se hallaba en un motel en ese momento. Y que el motel también estaba en Freemont, California. Asimismo, él se encontraba enfrente de un ordenador portátil.

Pero el motel era un Ramada Inn a unos tres kilómetros del Bay View, donde Gillette (ese Judas traicionero), en compañía de otros policías de la UCC y de docenas de agentes de los cuerpos especiales, estaba sin lugar a dudas dejando la habitación a toda prisa para escapar de la bomba antipersonal que podía explotar en cualquier segundo.

Aunque eso no sucedería: la caja estaba llena de arena y de lo único que ese dispositivo era capaz era de atemorizar a cualquiera que estuviera lo bastante cerca como para ver la luz intermitente (en realidad creada para la televisión) del supuesto detonador.

Por supuesto, a Phate no le interesaba matar a sus adversarios de esa manera, ni en ese instante. Ésa hubiera sido una táctica demasiado patosa para alguien como Phate, cuyo objetivo, como el de cualquier jugador del Access de los MUD, era acercase a las víctimas lo bastante como para sentir los latidos desgarrados de su corazón antes de clavarles un cuchillo en él. Por otra parte, asesinar a una docena de policías habría llamado la atención de los federales y él se habría visto forzado a dejar su juego aquí, en Silicon Valley. No, le bastaba con hacer que Gillette y los policías de la UCC anduvieran ocupados durante una hora en Bay View mientras los artificieros inspeccionaban el supuesto artefacto explosivo: eso le daba una oportunidad para hacer lo planeado: servirse de la máquina de la Unidad de Crímenes Computarizados para entrar en ISLEnet.

BOOK: La estancia azul
11.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Living Rough by Cristy Watson
In Danger's Path by W. E. B. Griffin
Gift of the Unmage by Alma Alexander
Bewitching by Alex Flinn
Red Hope by J J (John) Dreese
The Summer Queen by Joan D. Vinge
Camp Rules! by Nancy Krulik
To the Indies by Forester, C. S.