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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (35 page)

BOOK: La estancia azul
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Oyeron un ruido. Se volvieron.

—Mira a quién tenemos aquí —dijo Bishop.

Un chaval de unos ocho años los espiaba desde el pasillo.

—Ven aquí, jovencito.

El chaval entró en la sala vistiendo un pijama con motivos de pequeños dinosaurios y miró a Gillette.

—Dile hola al señor Gillette, hijo. Este es Brandon.

—Hola.

—Hola, Brandon —dijo Gillette—. Aún estás levantado, ¿eh?

—Me gusta darle las buenas noches a mi padre. Mi mamá me deja si él no llega muy tarde.

—El señor Gillette escribe software para ordenadores.

—¿Escribes
script
? —preguntó el chico con entusiasmo.

—Eso mismo —dijo Gillette, riendo por la forma tan rápida en que la abreviatura de software de los programadores había salido de la boca del chico.

—Nosotros escribimos programas en el laboratorio de ordenadores de nuestro colegio —dijo el niño—. El de la semana pasada hacía que una bola botase por toda la pantalla.

—Eso suena divertido —concedió Gillette, advirtiendo los grandes ojos anhelantes del niño. Se parecía en los rasgos a su madre.

—No —dijo Brandon—, fue superaburrido. Teníamos que usar QBasic. Y yo quiero aprender O–O–P.

Programación orientada a objetos, el último grito tipificado por el sofisticado C++.

El chaval se encogió de hombros.

—Y luego Java y HTML para la red. Pero es que todo, todo el mundo va a tener que aprenderlos.

—Así que quieres dedicarte a los ordenadores cuando seas mayor.

—No, voy a ser jugador profesional de béisbol. Sólo quiero aprender Java porque ahí es donde se cuece lo bueno ahora.

Gillette se rió. Enfrente tenía a un colegial que se había cansado de QBasic y que le había echado el ojo a las programaciones más complicadas.

—¿Por qué no vas a enseñarle al señor Gillette tu ordenador?

—¿Juegas a
Tomb Raider
? —le preguntó el chico—. ¿O a
Earhtworm Jim
?

—No, no juego mucho.

—Te enseño. Ven.

Gillette siguió al niño hasta una habitación atestada de juguetes, libros, equipos deportivos y ropas. En la mesilla, estaban los libros de Harry Potter cerca del Game Boy, de un par de CD de In Synch y de una docena de disquetes. Gillette pensó que eso sí que era una instantánea de nuestra era.

En el centro de la habitación había un PC clónico de IBM y docenas de manuales de instrucciones de software. Brandon se sentó y, con rápidos golpes de tecla, encendió la máquina y cargó el juego. Gillette recordó que, cuando tenía la edad de ese niño, el ordenador más innovador era el Trash–80 que había escogido cuando su padre le dijo que podía elegir lo que quisiera en la tienda de electrónica Radio Shack. El pequeño ordenador le parecía increíble pero, por supuesto, no era sino una antigualla rudimentaria si lo comparábamos con esa máquina barata y comprada por correo que estaba mirando ahora. En su momento (ya que hablamos de hace sólo unos años) había muy poca gente en el mundo que poseyera una máquina tan potente como ésta en la que Brandon Bishop dirigía, a través de cavernas, a una guapa chica, vestida con un mínimo top verde y portando una pistola en la mano.

—¿Quieres jugar?

Esto le trajo a la mente el atroz juego
Access
y la foto que Phate había enviado de la chica asesinada (Lara, tocaya de la heroína del juego de Brandon); en ese momento no quería tener nada que ver con ningún tipo de violencia, aunque ésta fuera bidimensional.

—Quizá dentro de un rato.

Observó cómo los fascinados ojos del niño bailaban ante la pantalla. Luego el detective metió la cabeza por la puerta del cuarto.

—Apaga la luz, hijo.

—¡Papá, mira a qué nivel he llegado! Dame cinco minutos más.

—No. Hora de dormir.

—Jo, papá…

Bishop se cercioró de que su hijo se cepillaba los dientes y que metía los deberes en la cartera antes de dormir. Le dio un beso de buenas noches y apagó el ordenador y la luz del techo, dejando encendida una pequeña lámpara de
La guerra de las galaxias
como única fuente de iluminación en el cuarto.

—Ven —le dijo a Gillette—. Te voy a enseñar nuestro huerto de atrás.

—¿Vuestro qué?

—Sígueme.

Bishop condujo a Gillette por la cocina, donde Jennie estaba haciendo sandwiches, hasta la puerta trasera.

El hacker se paró en medio del porche trasero, sorprendido por lo que veía. Se rió.

—Sí, soy un granjero —dijo Bishop.

Filas de frutales (unos cincuenta) atestaban el patio trasero.

—Nos mudamos hace dieciocho años; justo cuando el valle empezaba a despegar. Me prestaron bastante para comprar dos lotes. Una parte de éste proviene de la antigua granja. Son albaricoques y cerezas.

—¿Qué haces con ello? ¿Lo vendes?

—En su mayor parte lo regalo. En Navidad no hay amigo de los Bishop que no reciba fruta seca o en conserva. Y sólo aquellos que nos caen muy bien reciben nuestras cerezas al coñac.

Gillette examinó las regaderas y los potes de fumigado.

—Parece que te lo tomas muy en serio —dijo el hacker.

—Me mantiene sano. Llego a casa y Jennie y yo salimos y nos ocupamos de los árboles. Es como si me deshiciera de todo lo malo que me encuentro durante el día.

Caminaron entre hileras de árboles. El patio estaba lleno de tubos y de mangueras de plástico, el sistema de irrigación del policía. Gillette los señaló.

—¿Sabes que podrías hacer un ordenador que funcionara con agua?

—¿Qué? ¿Con una caída de agua que moviera una turbina para darle electricidad?

—No, me refiero a que, en vez de corriente que se mueva por los cables, uno podría hacerlo con agua que avanzara por unos tubos y que tuviera unas válvulas que la detuvieran o no. En realidad, eso es todo lo que hacen los ordenadores. Detener o aceptar un flujo de corriente.

—¿Es eso cierto? —preguntó Bishop. Parecía muy interesado.

—Los procesadores informáticos no son más que pequeños conmutadores que unas veces permiten el paso de pequeñas cantidades de electricidad y otras no. Todas esas imágenes que ves en un ordenador, toda la música, las películas, los procesadores de texto, las hojas de cálculo, los browsers, los motores de búsqueda, Internet, los cálculos matemáticos, los virus…Todo lo que hace un ordenador puede ser resumido en eso: no es magia. Sólo unos cuantos conmutadores que están en
on
o en
off
.

El policía asintió y luego miró a Gillette con suspicacia.

—Aunque tú no te lo crees, ¿no es cierto?

—¿A qué te refieres?

—Tú crees que los ordenadores son pura magia.

Gillette se lo pensó y se echó a reír.

—Sí, sí lo creo.

Estuvieron un rato más en el porche mirando las hileras resplandecientes de frutales. Y luego Jennie Bishop los llamó para que fueran a cenar. Caminaron hacia la cocina.

—Me voy a la cama —dijo Jennie—. Mañana tengo un día muy ocupado. Encantada de conocerte, Wyatt.

Le estrechó la mano con fuerza.

—Mi cita es mañana a las once —le dijo a su marido.

—¿Quieres que te acompañe? Bob puede ocuparse del caso durante unas cuantas horas.

—No. Ya tienes bastante que hacer. Estaré bien. Si el doctor Williston encuentra que algo anda mal te llamaré desde el hospital. Pero eso no va a suceder.

—Llevaré el móvil.

Iba a marcharse pero se volvió con una mirada sombría.

—Pero hay algo que sí que tienes que hacer mañana, sin falta.

—¿De qué se trata, amor mío? —preguntó el detective, preocupado.

—La aspiradora —señaló al aparato que había en una esquina, al que habían extraído el panel central y del que pendía un tubo en uno de los lados. Gran parte de sus componentes reposaba sobre un periódico—. Llévala a arreglar.

—Lo arreglaré yo —dijo Bishop—. Sólo es un poco de suciedad en el motor, o algo así.

—Has tenido todo un mes —lo amonestó ella—. Ahora les toca a los expertos.

—¿Sabes algo de aspiradoras? —preguntó Bishop a Gillette, volviéndose hacia él.

—No. Lo siento.

—Me ocuparé de ella mañana —afirmó el detective, mirando a su esposa—. O pasado mañana.

Ella sonrió.

—Claro. La dirección del taller está en ese post–it amarillo. ¿Lo ves?

Él la besó.

—Buenas noches, amor mío.

Ella partió a ver a Brandon.

Bishop se levantó y fue hacia la nevera.

—Supongo que ya no me puedo buscar más líos si le ofrezco una cerveza al recluso.

—Gracias, pero no bebo alcohol —dijo Gillette moviendo la cabeza.

—¿No?

—Eso es algo característico de los hackers: no bebemos nada que nos pueda dar sueño. Vete a un foro de discusión hacker, como alt.hack. La mitad de las entradas tienen que ver con formas de tomar los conmutadores de Pac Bell o de piratear la Casa Blanca y la otra mitad sobre los contenidos de cafeína de las últimas bebidas carbonatadas.

Bishop se sirvió una Budweiser. Miró el tatuaje del antebrazo de Gillette, el de la gaviota y la palmera.

—Eso es bastante feo, la verdad. Sobre todo el pájaro. ¿Por qué te lo hiciste?

—Fue en la universidad: en Berkeley. Estuve
hackeando
treinta y seis horas seguidas y fui a una fiesta.

—¿Y qué? ¿Hiciste alguna apuesta?

—No, me quedé dormido y cuando desperté ya lo tenía. Nunca supe quién me lo había hecho.

—Te hace parecer un ex marine.

El hacker miró en todas direcciones para cerciorarse de que Jennie no andaba por allí y luego fue hacia el mueble donde ella había dejado las Pop–Tarts. Las abrió, sacó cuatro galletas y le ofreció una Bishop.

—No, gracias —dijo riendo el policía.

—También me voy a comer el rosbif —afirmó Gillette, mirando los sandwiches de Jennie—. Pero es que en la cárcel soñaba con ellas. Son el mejor tipo de comida hacker: tienen mucha azúcar y si las compras por kilos no se ponen malas —se comió dos a la vez—. Hasta es probable que tengan vitaminas. Cuando estaba todo el día enfrente del ordenador esto era mi comida principal: Pop–Tarts, pizza, soda Mountain View y cola Jolt.

Un momento después, Gillette preguntaba en voz baja:

—¿Se encuentra bien tu mujer? Lo digo por esa cita que ha mencionado…

Vio una pequeña vacilación en la mano del policía al alzar la cerveza para dar un sorbo.

—No es nada serio…Sólo unas cuantas pruebas —y luego, como si quisiera cambiar el tema de conversación, dijo—: Voy a ver cómo anda Brandon.

Cuando regresó, unos minutos más tarde, Gillette miró la caja vacía de Pop–Tarts.

—No te he guardado ninguna.

—Está bien —dijo Bishop riendo, y se sentó.

—¿Qué tal tu retoño?

—Dormido. ¿Tú y tu mujer tenéis hijos?

—No. Al principio no queríamos…Bueno, debo decir que yo era quien no quería. Y cuando los quise ya me habían enchironado. Y luego nos divorciamos.

—¿Así que te gustan los chavales?

—Sí, mucho —se encogió de hombros, limpió las migas de galleta con una mano y las recogió en una servilleta—. Mi hermano tiene dos, un niño y una niña. Nos lo pasamos muy bien.

—¿Tu hermano? —se extrañó Bishop.

—Ricky —contestó Gillette—. Vive en Montana. Es guardia forestal, aunque no te lo creas. Carol, su mujer, y él tienen una casa fantástica. Es como una cabaña, aunque más grande —señaló el patio trasero de Bishop—. Te gustaría ver su huerto. Ella es una jardinera excelente.

Bishop hundió los ojos en el mantel.

—Leí tu expediente.

—¿Mi expediente? —preguntó Gillette.

—Tu ficha de menores. La que te olvidaste de destruir.

El hacker comenzó a enrollar y desenrollar lentamente su servilleta.

—Creía que ese material estaba sellado.

—Para el público sí. No para la policía.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Gillette con tranquilidad.

—Porque te habías escapado de la UCC. Pedí el expediente en cuanto supe que te habías largado pitando. Pensé que así quizá conseguiríamos alguna información que nos ayudara a atraparte —la voz del detective era imperturbable—. El informe de la trabajadora social también estaba incluido. Sobre tu vida familiar.

Gillette no dijo nada durante un buen rato.

«¿Por qué mentiste?», se preguntaba.

Mientes porque puedes hacerlo.

Mientes porque cuando estás en la Estancia Azul puedes inventarte lo que te dé la gana y nadie sabe si es cierto o no. Te dejas caer en un chat y le dices al mundo que vives en una gran casa de Sunnyvale o de Menlo Park o de Walnut Creek, que tu padre es abogado o doctor o piloto, que tu madre es diseñadora o que tiene una floristería y que tu hermano Rick es campeón del Estado de pruebas de camiones. Y puedes seguir y seguir contando cómo tu padre construyó un ordenador Altair uniendo diversos equipos, que tardó seis noches seguidas trabajando en ello cuando llegaba del trabajo y que por eso te enganchaste a los ordenadores.

Era un tipo tan genial…

Puedes decirle al mundo que, aunque tu madre murió de un trágico e inesperado infarto de miocardio, aún sigues muy unido a tu padre. Él viaja por todo el mundo porque es un ingeniero petrolífero, pero en vacaciones siempre vuelve a casa para visitaros a tu hermano y a ti. Y que, cuando está en la ciudad, vas todos los domingos a cenar a su casa con él y su nueva esposa, que es una maravilla, y que a veces él y tú vais a su estudio y escribís algún programa o jugáis un rato en los MUD.

¿Y sabes qué?

El mundo te cree. Porque en la Estancia Azul lo único por lo que la gente te juzga es por el número de bytes que tecleas con dedos entumecidos.

El mundo nunca llega a saber que todo es mentira.

El mundo nunca llega a saber que eres el único hijo de una madre soltera, que trabajaba hasta tarde tres o cuatro noches a la semana y que el resto salía con sus «amigos», que siempre eran de sexo masculino. Y que no murió por tener mal el corazón sino el hígado y el espíritu, pues ambos se desintegraron al mismo tiempo, cuando tú tenías dieciocho años.

El mundo nunca llega a saber que tu padre, un hombre sin trabajo fijo, cumplió con el único potencial para el que parecía destinado cuando os dejó a tu madre y a ti el día que empezabas el tercer curso.

Y que tus casas fueron una serie de búngalos y de trailers en los barrios más pobres de Silicon Valley, o que la única factura que se costeaba era la del teléfono, porque la pagabas tú trabajando como repartidor de periódicos para poder seguir conectado a la única cosa que te libraba de volverte loco de tristeza y de soledad: vagar por la Estancia Azul.

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