Read La estancia azul Online

Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (40 page)

BOOK: La estancia azul
9.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

* * *

Bajo la atenta mirada de su falsa familia, que lo observaba desde las fotos enmarcadas de la sala, Phate caminaba impaciente, en círculos, por la habitación, con tanta rabia que casi le cortaba la respiración.

Valleyman había logrado colarse en su máquina.

Y, peor aún, lo había hecho con un simple programa de puerta trasera que podía escribir cualquier geek de instituto.

Inmediatamente cambió la identidad de su ordenador y su dirección de Internet, por supuesto. Gillette no tendría ninguna posibilidad de volver a colarse. Pero lo que lo intranquilizaba era esto: ¿qué había visto la policía? Gillette había usado un anonimatizador que automáticamente reescribía la información de los ficheros para borrar las huellas que delataban qué había estado mirando o cuánto tiempo había pasado dentro de su máquina: lo mismo que Phate había hecho cuando pirateó ISLEnet. Quizá Gillette había hecho sonar la alarma de descarga cinco segundos después de colarse dentro, pero tal vez llevaba una hora entera dentro de su ordenador, tomando notas o imprimiendo pantalla tras pantalla. No había manera de saberlo.

Nada de lo que había en esa máquina podía guiarlos a su casa de Los Altos, pero sí contenía mucha información sobre sus ataques presentes y futuros. ¿Habría visto Valleyman la carpeta de «Proyectos actuales»? ¿Habría visto lo que Phate se disponía a hacer en pocas horas?

Tenía todo planificado para su siguiente ataque…Por Dios, si ya estaba todo en marcha.

¿Debía buscarse otra víctima?

Pero pensar en desechar un proyecto en el que había invertido tanto tiempo y tantos esfuerzos se le hacía duro. Más exasperante que los alientos derrochados era todavía pensar que si abandonaba sus planes, sería por culpa del hombre que lo traicionó: el hombre que desenmascaró la Gran Ingeniería Social y que, de hecho, mató a Jon Patrick Holloway, forzando a Phate a vivir para siempre en el subsuelo.

Se sentó de nuevo ante la pantalla del ordenador y dejó que sus dedos callosos descansaran sobre las teclas de plástico, tan suaves como las uñas pintadas de una mujer. Cerró los ojos y, como un hacker que trata de imaginarse cómo depurar un programa defectuoso, dejó que su mente vagara por donde le diera la gana.

* * *

Jennie Bishop llevaba puesto uno de esos horribles camisones de hospital que están abiertos por la espalda.

Se preguntaba por qué le pondrían a la tela esos puntitos de color azul claro.

Se apoyó en la almohada y, abstraída, echó un vistazo por la habitación amarilla mientras esperaba al doctor Williston. Eran las once y cuarto y el doctor se retrasaba.

Estaba pensando en lo que tenía que hacer cuando acabara con las pruebas. Tenía que efectuar unas compras, recoger a Brandon cuando saliera del colegio y llevar al chaval a las pistas de tenis. Hoy al niño le tocaba jugar contra Linda Garland, que era la chiquilla más bonita e insolente de cuarto curso, y una mocosa descortés cuya única estrategia era, según el convencimiento de Jennie, subir a la red para tratar de romperle la nariz a su oponente por medio de una volea asesina.

También pensaba en Frank. Había llegado a la conclusión de que era un enorme alivio que su esposo no estuviera presente. Era el caso más contradictorio del mundo. Perseguía a delincuentes por las calles de Oakland, se mostraba impertérrito si tenía que detener a asesinos que medían el doble que él y charlaba animadamente con prostitutas y con traficantes de drogas. Y ella no recordaba haberlo visto temblar.

Hasta la semana pasada. Cuando un análisis médico había mostrado que la cantidad de glóbulos blancos en la sangre de Jennie había descendido una enormidad sin motivo aparente. Cuando se lo dijo, Frank se quedó en silencio. Mientras la escuchaba había asentido una docena de veces, subiendo y bajando mucho la cabeza al hacerlo. Ella pensó que él iba a echarse a llorar (algo que nunca le había visto hacer) y se había preguntado qué hacer en ese caso.

—¿Qué significa, entonces? —le había preguntado Frank, con la voz casi rota.

—Que quizá se trate de una infección rara —le contestó, mirándole a los ojos—, o quizá sea cáncer.

—Vale, vale —repitió él en un susurro, como si al alzar la voz la colocara en un peligro inminente.

Habían hablado sobre algunos detalles sin importancia (horario de citas, las credenciales del doctor Williston… y luego ella le había forzado a que saliera a cuidar su orquídea mientras ella preparaba la cena.

Quizá se trate de una infección rara

Amaba a Frank Bishop más de lo que había amado a nadie en el mundo, más de lo que podría amar a nadie. Pero Jennie se alegraba de que su marido no estuviera presente. No tenía ganas de tener que andar agarrando la mano de nadie en esos momentos.

Quizá sea cáncer

Bueno, no iba a tardar mucho en saber de qué se trataba. Miró el reloj. ¿Dónde estaba el doctor Williston? No le molestaban los hospitales ni someterse a distintas pruebas, pero odiaba tener que esperar. Tal vez hubiera algo en la tele. ¿A qué hora echaban
Melrose Place
? O quizá podría escuchar la radio…

Una enfermera encorvada, que movía un carrito médico, entró en la habitación. «Buenos días», dijo la mujer, con mucho acento hispano.

—Hola.

—¿Usted es Jennifer Bishop?

—La misma.

La enfermera consultó un impreso hecho con ordenador y luego conectó a Jennie a un monitor de constantes vitales que estaba montado en una pared del cuarto. Se oyeron suaves pitidos que sonaban rítmicamente. La mujer consultó una lista y luego miró un gran despliegue de distintas medicinas.

—Usted es paciente del doctor Williston, ¿no?

—Sí.

Observó la pulsera de plástico que Jennie llevaba pegada a la muñeca y asintió.

Jennie sonrió.

—¿Es que acaso no me creía?

—Siempre hay que comprobarlo todo dos veces —dijo la enfermera—. Mi padre era carpintero, ¿sabe? Siempre decía: «Mide dos veces y cortarás una sola».

Jennie tuvo que hacer esfuerzos para no reírse, al pensar que tal vez ése no fuese el mejor refrán para decirles a los pacientes de un hospital.

Vio cómo la enfermera llenaba una aguja de líquido cristalino y preguntó:

—¿Ha ordenado el doctor Williston que me pongan una inyección?

—Sí.

—Sólo he venido a que me hagan unas pruebas.

La mujer consultó otra vez la página impresa y asintió.

—Esto es lo que ha ordenado.

Jennie miró la hoja, pero le fue imposible discernir nada entre tantos números y letras.

La enfermera le limpió el brazo con un algodón empapado en alcohol y le puso la inyección de forma indolora. Aunque, una vez que extrajo la aguja, Jennie percibió una extraña sensación en el brazo: sintió frío.

—El doctor la verá muy pronto.

Se fue antes de que Jennie pudiera preguntar qué era lo que le había inyectado. Eso le preocupó un poco.

Entendía que en su estado tenía que tener cuidado con las medicinas pero se dijo que no tenía por qué alarmarse. Jennie sabía que en su historial se especificaba que estaba embarazada y estaba claro que allí nadie haría nada que pudiera perjudicar a su bebé.

Capítulo 00100000 / Treinta y dos

—Todo lo que necesito son los números del teléfono móvil que está usando y encontrarme a algo así como un kilómetro cuadrado de él. Y entonces puedo colgarme en su espalda.

Semejante convencimiento salía de la boca de Garvy Hobbes, un hombre rubio de edad indeterminada, delgado a pesar de una tripa prominente que delataba cierta pasión por la cerveza. Vestía vaqueros y una camisa de un solo color.

Hobbes era el jefe de seguridad de Mobile America, el mayor proveedor de teléfonos móviles del norte de California.

El correo electrónico que Shawn le había enviado a Phate sobre las empresas de telefonía móvil y que Gillette había encontrado en el ordenador de Holloway era un estudio comparativo de empresas que proveían el mejor servicio para la gente que deseaba conectarse on–line desde su móvil. El estudio declaraba a Mobile America la mejor de todas, y el equipo presupuso que Phate habría hecho caso a la recomendación de Shawn. Tony Mott había llamado a Hobbes, que ya había colaborado antes con la UCC.

Hobbes corroboró que muchos hackers usaban Mobile America porque, para conectarse a la red con el móvil, uno necesitaba una señal regular y de alta calidad, algo que Mobile America podía ofrecer. Hobbes señaló con la cabeza a Stephen Miller, quien estaba trabajando duro con Linda Sánchez para unir los ordenadores de la UCC y poder conectarlos a la red de nuevo.

—Stephen y yo hablamos sobre ello la semana pasada. Él pensaba que debíamos rebautizar la empresa como Hacker's America.

Bishop preguntó cómo se disponían a rastrear a Phate ahora que sabían que era cliente suyo, aunque ilegal, con toda probabilidad.

—Todo lo que se necesita es el ESN y el MIN de su teléfono —dijo Hobbes.

Gillette, quien había hecho sus pinitos como phreak telefónico, sabía lo que significaban esas iniciales y se lo explicó: cada teléfono móvil tiene tanto un ESN (el número de serie electrónico, que es secreto) como un MIN (número de identificación del móvil: el código de área y los siete dígitos del número de teléfono).

Hobbes le reveló que, si sabía esos números y se encontraba a un kilómetro del teléfono en cuestión, podía servirse de un equipo de búsqueda direccional de radio para localizar al emisor con una exactitud de centímetros. O, como le gustaba repetir a Hobbes, «colgarse en su espalda».

—¿Y cómo podemos saber cuáles son los números de su teléfono? —preguntó Bishop.

—Bueno, eso es lo complicado del caso. Muchas veces conseguimos los números porque el cliente llama para denunciar que le han robado el teléfono. Pero este tipo no tiene pinta de andar birlando el aparato de nadie. Aunque necesitamos esos números: de lo contrario, no hay nada que podamos hacer.

—¿Con qué rapidez puede moverse si lo llamamos?

—¿Yo? En un pispas. Y aún más rápido si me dejáis subir a uno de esos coches con luces en el techo y sirenas —bromeaba. Les dio una tarjeta. Hobbes tenía dos números de oficina, un número de fax, un busca, y dos números de móvil. Sonrió—: A mi novia le gusta que esté accesible. Yo le digo que tengo todo esto porque la quiero, pero la verdad es que con tanta llamada pirata, la empresa me anima a estar disponible. Créeme: el robo de servicio telefónico celular va a ser el crimen del próximo siglo.

—O uno de tantos —murmuró Linda Sánchez.

Hobbes se largó y el equipo volvió a revisar los pocos documentos del ordenador de Phate que habían podido imprimir antes de que él codificara los datos.

Miller anunció que el sistema volvía a funcionar. Gillette lo comprobó y supervisó la instalación de la mayoría de las copias de seguridad: quería cerciorarse de que seguía sin existir vínculo alguno con ISLEnet desde esa máquina. Apenas había acabado de realizar el último chequeo de diagnóstico cuando la máquina empezó a pitar.

Gillette miró la pantalla, preguntándose si su bot habría encontrado algo más. Pero no, el sonido anunciaba que tenían correo. Era de Triple–X. Leyendo el mensaje en voz alta, Gillette dijo:

—«Aquí tenéis un Phichero con inphormación sobre nuestro amigo» —alzó la vista—. Phichero, «P–H–I–C–H–E–R–O». Inphormación, «I–N–P–H–O–R–M–A–C–I–ÓN».

—Todo reside en la ortografía —comentó Bishop. Y luego añadió—: Creía que Triple–X estaba algo paranoico y que sólo iba a utilizar el teléfono.

—No menciona el nombre de Phate y la información del mensaje está encriptada.

Gillette advirtió que el agente del Departamento de Defensa se removía en su asiento y añadió:

—Siento decepcionarlo, agente Backle, pero esto no es el Standard 12. Es un programa de encriptación con clave pública.

—¿Cómo funciona? —preguntó Bishop.

Gillette les habló de la encriptación con clave pública, en la que cualquiera puede encriptar un mensaje con software a disposición del público. Entonces el emisor se lo envía por correo electrónico al destinatario, quien debe usar una clave privada para decodificarlo. Esa clave la recibe el destinatario normalmente por teléfono o en persona, pero nunca on–line: alguien podría interceptarla.

Pero nadie había recibido una llamada del hacker.

—¿Tienes su teléfono? —preguntó Gillette a Bishop.

El detective dijo que, cuando le había llamado antes para darle la dirección de correo de Phate, el indicador de llamadas indicaba que el hacker estaba telefoneando desde una cabina.

—Quizá la clave esté en camino. Mucha gente envía la clave de decodificación por mensajero —Gillette examinó el programa de encriptación y se echó a reír—: Pero os apuesto algo a que puedo descifrarlo antes de que llegue la clave —insertó el disquete que contenía sus herramientas hacker en uno de los PC y cargó un programa de decodificación que había escrito años atrás.

Linda Sánchez, Tony Mott y Shelton habían estado ojeando las pocas páginas de material que Gillette había logrado imprimir de la carpeta «Proyectos actuales» de Phate antes de que el asesino detuviera la descarga y encriptara los datos.

Mott pegaba las hojas en la pizarra blanca y el grupo se congregaba frente a ellas.

—Hay muchas referencias a gestión de centros: portería, servicios de cocina y de seguridad, personal, nóminas…—advirtió Bishop—. Parece que el objetivo es un sitio grande: lo ha estudiado y tiene descripciones exhaustivas de los pasillos, de los garajes y de las rutas de escape.

—La última página —dijo Mott—. Mirad: «Servicios Médicos».

—Un hospital —dijo Bishop—. Va a atacar un hospital.

—Eso tiene sentido —añadió Shelton—: Hay alta seguridad y multitud de víctimas entre las que elegir.

—Concuerda con su pasión por los retos y por divertirse con sus juegos —dijo Nolan—. Y puede hacerse pasar por quien quiera: un cirujano, una enfermera o un conserje. ¿Alguien intuye cuál de ellos va a escoger?

Pero nadie encontraba ninguna referencia específica a ningún hospital en concreto.

Bishop señaló un bloque de caracteres en uno de los listados.

CSGEI
Demanda números identidad–Unidad 44

—Ahí hay algo que me suena.

Bajo esas palabras había un gran listado de lo que parecían ser números de la Seguridad Social.

—CSGEI, sí —asintió Shelton—. Sí. Lo he oído antes.

BOOK: La estancia azul
9.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shine by Lauren Myracle
A Touch of Sin by Susan Johnson
Home Sweet Home by Adrian Sturgess
Bone Deep by Brooklyn Skye
Limit of Exploitation by Rod Bowden
Sheets by Ruby, Helen
Run Away by Laura Salters
The Porcupine by Julian Barnes
The Letter by Sylvia Atkinson