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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (56 page)

BOOK: La estancia azul
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Ahora solos, el detective y el hacker se quedaron mirando. Bishop se dio cuenta de que le colgaba el faldón de la camisa. Se lo metió por dentro del pantalón y luego señaló el tatuaje de la palmera en el antebrazo de Gillette:

—Tal vez quieras quitarte eso. No te queda muy bien que digamos. Al menos la paloma. El árbol no está tan mal.

—Es una gaviota —replicó el hacker—. Pero ahora que lo traes a colación, Frank…¿Por qué no te haces uno?

—¿Un qué?

—Un tatuaje.

El detective hizo como que iba a empezar a decir algo pero luego alzó una ceja.

—Quién sabe, quizá me lo haga.

Entonces Gillette sintió cómo alguien le agarraba los brazos. Los agentes acababan de llegar, justo a tiempo, dispuestos a devolverlo a San Ho.

Capítulo 00101111/ Cuarenta y siete

Una semana después de que el hacker volviera a la cárcel, Frank Bishop cumplió la promesa hecha por Andy Anderson y, a pesar de las objeciones del alcaide, envió un maltratado ordenador portátil Toshiba de segunda mano a Wyatt Gillette.

Lo primero que se encontró cuando lo inició fue la foto digitalizada de un bebé gordo de piel oscura que parecía estar mascando un teclado de ordenador. El pie de foto rezaba: «Saludos de Linda Sánchez y de su nueva nieta Marie Andie Harmon». Gillette tomó nota mentalmente para escribirle una carta de felicitación; no obstante, tendría que esperar algún tiempo para hacerle un regalo a la niña: las prisiones federales no gozan de tiendas donde se puedan comprar esa clase de presentes.

El ordenador no llevaba incluido un módem: estaba claro que
hackear
le estaba terminantemente prohibido. Por supuesto, Gillette podría haberse conectado a la red con sólo haberse construido un módem a partir del walkman de Devon Franklin (conseguido gracias a un trueque de melocotones en conserva de Gillette) pero prefirió no hacerlo. Eso formaba parte de su trato con Bishop. Además, no deseaba sino que el año que le quedaba pasara rápido para recuperar su vida.

Lo que no equivale a afirmar que estaba en perpetua cuarentena con respecto a la red. Se le permitía acceder al lento PC IBM de la biblioteca (con supervisión, por descontado) para ayudar al análisis de Shawn, que había sido trasladado a la Universidad de Stanford. Gillette colaboraba con los científicos informáticos del centro y con Tony Mott. (Frank Bishop había denegado con vehemencia la petición de Mott para ser transferido a Homicidios y había aplacado al joven policía recomendando que fuera nombrado jefe de la Unidad de Crímenes Computarizados, algo a lo que Sacramento accedió.)

Lo que Gillette encontró en Shawn lo sorprendió. Phate, para conseguir acceder a tantos ordenadores como le fuera posible por medio de Trapdoor, lo había dotado de su propio sistema operativo. Era único e incorporaba elementos de todos los sistemas operativos existentes: Windows, MS–DOS, Apple, Unix, Linux, VMS, otros oscuros sistemas para científicos y aplicaciones para ingenieros. Ese nuevo sistema operativo, llamado Protean 1.1, le recordó a Gillette esa elusiva teoría unificadora que los científicos llevan toda la vida buscando, y que explica el comportamiento de todo lo que existe en el universo, energía incluida.

Aunque, al contrario que Einstein y sus sucesores, Phate no había tenido éxito en el intento.

Una de las cosas que Shawn no desembuchó fue el código de origen de Trapdoor, así como tampoco pudieron localizar los sitios donde podría estar éste escondido. La mujer que se hacía llamar Patricia Nolan había fracasado a la hora de aislarlo para robar ese código.

A ella tampoco la encontraron.

«Hace años, desaparecer solía ser fácil, pues no había ordenadores que te siguieran la pista», le había dicho Gillette a Bishop cuando le dieron la noticia. «Y ahora esfumarse resulta fácil pues contamos con ordenadores que borran todas las huellas de tu antigua identidad y te proporcionan una nueva.»

¿Quién quieres ser?

Bishop le comunicó que el cuerpo había rendido un funeral por todo lo alto a Stephen Miller. Linda Sánchez y Tony Mott aún seguían con remordimientos por haber creído que era un traidor, cuando de hecho sólo había sido un triste desecho de los viejos tiempos de la informática, un excedente del «Gran Cambio» de Silicon Valley.

Wyatt Gillette podría haberles dicho a los policías que no debían sentirse culpables por ello; la Estancia Azul tolera mejor el fracaso que la incompetencia.

El hacker obtuvo una nueva dispensa de su prohibición para conectarse a la red. Le encomendaron que comprobara los cargos contra David Chambers, el suspendido jefe de la División de Investigaciones Criminales del Departamento de Defensa. Tanto Frank Bishop como el capitán Bernstein y el fiscal general habían llegado a la conclusión de que Phate había entrado en los ordenadores de Chambers (tanto en el personal como en el del trabajo) para conseguir que lo echaran, con lo que conseguía que lo reemplazaran con Kenyon o con cualquier otro de sus lacayos, por una parte, y por la otra que Gillette volviera de inmediato a la cárcel.

Al hacker no le llevó más de un cuarto de hora encontrar pruebas de que los ficheros de Chambers habían sido pirateados, y que Phate había falsificado las transacciones de correduría y las cuentas en el extranjero.

Retiraron los cargos y le devolvieron el puesto.

También se retiraron los cargos contra Wyatt Gillette en el caso del Standard 12 y no se le imputó nada a Frank Bishop por haber ayudado a Gillette a fugarse de la UCC. El fiscal general decidió acabar con la investigación no porque creyera la historia de que Phate había sido el artífice del programa que pirateara el Standard 12, sino porque un comité de investigación y revisión de cuentas del Departamento de Defensa estaba indagando por qué se habían gastado treinta y cinco millones de dólares en un programa de codificación que era esencialmente inseguro.

La historia de los asesinatos de Phate en Washington, Portland y Silicon Valley tuvo mucha repercusión en los medios de comunicación por culpa del caso David Chambers. La prensa sensacionalista aireó los trapos sucios de Internet, el congreso tuvo sesiones en las que se trató la posibilidad de mejorar la seguridad en la red y la publicidad de los bancos y de las empresas de inversiones no se enfocó tanto en sus proezas a la hora de hacer dinero como en la calidad tecnológica de sus cortafuegos y de sus programas de encriptación.

Pero entonces comenzó la guerra de los Balcanes y la histeria hacker se evaporó de la noche a la mañana.

La vida en la Estancia Azul, siempre en expansión, recuperó la normalidad.

Un martes a finales de abril, mientras Gillette estaba sentado en su celda frente a su portátil, analizando algunos aspectos del sistema operativo de Shawn, un guardia se acercó a su puerta.

—Visita, Gillette.

Pensó que podría tratarse de Bishop. El detective aún trabajaba en el caso MARINKILL y pasaba mucho tiempo al norte de Napa, donde se suponía que estaban escondidos los asaltantes. (De hecho, nunca habían estado en el condado de Santa Clara. Parece ser que Phate había sido el creador de la mayoría de los soplos sobre los asesinos vertidos a la prensa y a la policía, en una estrategia de diversión.) En cualquier caso, Bishop solía pasarse por San Ho cuando andaba por esa zona. La última vez le había traído a Gillette Pop–Tarts y conservas de melocotón que su esposa Jennie elaboraba con las frutas del huerto de su marido. (No es que fueran su plato favorito pero, en cualquier caso, la mermelada era un excelente material de trueque dentro de la cárcel: de hecho, esta remesa había sido la que cambió por el walkman que podía alterar para crear un módem, aunque decidiera no hacerlo.)

Pero esta visita no era de Frank Bishop.

Se sentó en un cubículo y vio cómo entraba por la puerta Elana Papandolos. Llevaba un vestido azul marino. Se había recogido el pelo, negro y rizado. Era tan espeso que el pasador de terciopelo que llevaba parecía a punto de reventar. Cuando observó sus uñas bien cortadas, perfectamente limadas y pintadas de color lavanda, se le ocurrió una cosa que jamás antes había pensado: que Ellie, la profesora de piano, también se había abierto paso en el mundo con sus manos, como él, aunque en el caso de ella los dedos fueran bellos e inmaculados, sin ni siquiera un asomo de callos.

Ella se sentó y arrastró la silla hacia delante.

—Aún estás aquí —le dijo él, agachándose un poco para acercarse a los agujeros del plexiglás—. No habías vuelto a dar señales de vida y había supuesto que te habías largado hace un par de semanas.

Ella no respondió. Miró el divisor.

—Esto no estaba antes.

La última vez que fue a visitarlo, varios años atrás, se habían sentado en una mesa sin divisor y tenían a un guardia revoloteando a su alrededor. Con el nuevo sistema no había guardia: se ganaba en privacidad pero se perdía en proximidad. Gillette pensó que, de ser posible, se conformaba con tenerla cerca, recordando cómo solían hacerse cosquillas en la palma de la mano con la punta de los dedos y cómo se tocaban sus pies bajo la mesa, provocándose una sensación cercana a la que se experimenta cuando se hace el amor.

Mientras se inclinaba hacia delante, Gillette se dio cuenta de que estaba tecleando en el aire con furia.

—¿Hablaste con alguien por lo del módem? —preguntó.

Elana asintió.

—He encontrado un abogado. No sabe si se venderá o no. Pero si se vende, voy a montarlo de tal manera que pague la factura de tu abogado y la mitad de la casa que perdimos. El resto es tuyo.

—No, quiero que tengas…

Ella le interrumpió al decir:

—He pospuesto mis planes. Los de ir a Nueva York.

Él se quedó callado, procesando ese nuevo dato. Y luego preguntó:

—¿Por cuánto tiempo?

—No estoy segura.

—¿Qué pasa con Ed?

—Está fuera —dijo ella, volviendo la cabeza hacia atrás.

Esto se le quedó clavado en el corazón. El hacker, muerto de celos, pensó con amargura que era todo un detalle por parte de Ed hacer de chófer de ella para llevarla a ver a su ex.

—¿Y por qué has venido? —preguntó él.

—He estado pensando en ti. En lo que me dijiste el otro día. Antes de que viniera la policía.

Él le hizo un gesto para que continuara.

—¿Dejarías las máquinas si te lo pidiera?

Gillette respiró hondo, antes de responder lisamente:

—No. No lo haría. Las máquinas son aquello para lo que estoy destinado en esta vida.

El esperaba que en ese momento ella se levantara y saliera por la puerta. Eso mataría una parte de él (la mayor parte de él) pero se había jurado que si tenía una nueva oportunidad de hablar con ella no le diría más mentiras.

—Pero puedo prometerte que nunca se interpondrían entre nosotros como antes. Nunca más.

Elana asintió lentamente.

—No sé, Wyatt. No sé si puedo fiarme de ti. Mi padre bebe una botella de ouzo cada noche. No para de jurar que va a dejar de beber. Y lo hace: como unas seis veces al año.

—Tendrás que arriesgarte —dijo él.

—Tal vez esa expresión no haya sido muy afortunada…

—Pero es la verdad.

—Certezas, Gillette. Quiero certezas antes de planteármelo siquiera.

Gillette no respondió. No había mucho que pudiera ofrecerle a ella como prueba de que había cambiado. Allí estaba, en la cárcel, y había estado a punto de hacer que mataran a esa mujer y a su familia debido a su pasión por un mundo completamente distinto al que ella habitaba y entendía.

Un rato después él afirmó:

—No hay nada más que pueda decirte, salvo que te amo y que quiero estar contigo, formar una familia contigo.

—Me voy a quedar durante un tiempo —dijo ella con lentitud—. ¿Por qué no vemos qué sucede?

—¿Y qué pasa con Ed? ¿Qué es lo que tiene él que decir?

—¿Por qué no se lo preguntas?

—¿Yo?

Elana se levantó y fue hasta la puerta.

Poco después entraba la inquebrantable y nada sonriente madre de Elana. De la mano llevaba un niño pequeño, de unos dieciocho meses.

Dios, Señor…Gillette estaba anonadado. ¡Ed y Elana tenían un niño!

Su ex mujer se volvió a sentar en la silla y acomodó al niño en su regazo.

—Éste es Ed.

—¿Él? —preguntó Gillette.

—Eso mismo.

—Pero…

—Presupusiste que Ed era mi novio. Pero es mi hijo…En realidad debería decir nuestro hijo. Le puse tu nombre. Tu segundo nombre: Edward no es un nombre de hacker.

—¿Nuestro? —susurró él.

Ella asintió.

Gillette recordó las últimas noches que había pasado con ella antes de entregarse a las autoridades: en la cama, atrayéndola hacia sí…

Cerró los ojos. Dios, Dios, Dios…Recordó la vigilancia a la casa de Elana en Sunnyvale la noche que escapó de la UCC: había presupuesto que los niños que la policía avistaba eran los de su hermana. Pero ese niño había sido uno de ellos.

Vi tus e–mails. Cuando hablas de Ed no parece que éste sea el marido perfecto.

Sofocó una risa.

—No me lo habías dicho.

—Estaba tan enfadada contigo que no quería que lo supieras. Nunca.

—¿Aún te sientes así?

—No estoy segura.

Él observó el pelo del niño: rizos negros y espesos. El pelo era de su madre. También había heredado sus bellos ojos negros y su rostro redondo.

—Levántalo un poco, ¿quieres? —le pidió a ella.

Ella hizo que el niño se pusiera en pie sobre su regazo. Sus raudos ojos estudiaron a Gillette con cuidado. Y luego el niño advirtió la presencia del Plexiglás. Se inclinó hacia delante y tocó la superficie con sus dedos gordezuelos, mientras sonreía fascinado tratando de averiguar cómo podía ver a través del cristal si no podía acceder a la otra parte.

Gillette pensó que era un bebé curioso. «Eso lo ha heredado de mí.»

Entonces el guardia susurró algo a Elana, que se levantó y dejó al niño en el suelo, quien regresó con su abuela y salió con ella llevándolo de la mano.

Elana y Gillette se miraron a través del Plexiglás.

—Veamos qué tal va todo —dijo ella—. ¿Te parece?

—Es todo lo que pido.

Ella asintió.

Luego cada uno se fue por su lado y, mientras Elana desaparecía por el pasillo, el guardia condujo a Wyatt Gillette por el corredor en penumbra hasta su habitación, donde lo esperaba su máquina.

Fin

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