Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
Pero sabía que su ruego era en vano. Los antiguos dioses habían desaparecido para siempre. Habían muerto con el pueblo de Ghysla y no podían ayudarla. Se dejó caer una vez más en el frío suelo de piedra y lloró.
Abajo, en el salón, Mornan estaba de pie con la cabeza inclinada y los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía junto a él la maleta que había llevado de su casa, pero no la necesitaba. Podía percibir la temblorosa y agitada mente de la criatura a la que debía combatir; el corazón del hechicero latía con fuerza en su pecho, no por miedo o ansiedad, sino a causa de otro sentimiento más profundo.
Mornan levantó por fin la cabeza. A diferencia de otros magos, él confiaba muy poco en ceremonias y rituales; nunca le habían hecho falta varitas mágicas, ni tampoco inciensos o signos cabalísticos, y en el pasado sólo los había utilizado porque los hombres ignorantes —a quienes Mornan despreciaba profundamente— esperaban ver un espectáculo milagroso. Ahora, sin nadie que lo observara, podía ahorrarse los trucos habituales. El poder de su mente, sin trabas, era suficiente.
El hechicero atravesó con su mirada el techo del salón hasta fijarla, en el piso superior, en la escalera de caracol que llevaba a la torre. En otro plano, inaccesible a los demás, vio las dos antorchas que Aronin había dejado ardiendo junto a la puerta de la celda de Ghysla. Una leve sonrisa sin alegría cruzó fugazmente su rostro; hizo un gesto en el aire con una mano y pronunció en voz baja una extraña palabra. En la torre sin ventanas la llama de las antorchas se volvió mortecina y luego se extinguió, sumiendo la escalera en la oscuridad. Mornan volvió a sonreír; cerró entonces los ojos y comenzó a concentrarse con todas sus fuerzas. Se esforzó por llegar a la criatura que se encontraba en la habitación de la torre, sintió cómo su poder la envolvía, atrapaba su mente, la retenía y la impulsaba a cumplir sus órdenes. Desde lo alto llegó un terrible grito de pánico, de ruego, de sufrimiento. «¡No, no, no!» Implacable, Mornan reforzó sus lazos sobre ella, sabiendo que el poder de la criatura, aunque fuera un demonio, no podía compararse con el suyo. En la parte alta de la escalera se oyó un repentino
clic
y las llaves colocadas en la cerradura de la puerta giraron. Lenta, muy lentamente, la puerta comenzó a abrirse. Ghysla, que ahora gemía y se arrancaba los cabellos mientras luchaba contra la fuerza que la invadía, oyó en su mente la implacable voz del hechicero que retumbaba como un trueno.
«¡TE ORDENO QUE VENGAS A MÍ!»
Los pies de Ghysla caminaban por sí solos. No podía detenerlos, no podía resistir el tirón que la arrastraba, contra su voluntad, hacia la puerta y las escaleras. Cuando era impulsada fuera de la habitación intentó aferrarse al dintel, pero una descarga de aquel poder le apartó los dedos de la puerta y la envió, tambaleándose, hacia abajo por el primer tramo de la escalera.
—¡No! —protestó—. ¡Por favor, no me hagas daño!
Algo invisible la empujó. Ghysla bajó doce escalones más y estuvo a punto de perder el equilibrio y caer. Desde donde se encontraba podía ver el final de la escalera de caracol y el pasillo que se extendía más allá. Sentía como si unas manos invisibles la hubieran cogido por los brazos y la empujaran con la fuerza de una docena de caballos. No pudo evitar correr a lo largo del pasillo y luego, a trompicones, bajó por la escalera principal, aferrándose inútilmente al pasamanos pero sin poder detenerse. Ahora estaba ante la puerta del salón principal, y Ghysla supo, con toda certeza, que su torturador se encontraba allí. Una fuerza terrible la lanzó contra la puerta, y Ghysla se apretó contra la madera y la arañó con sus largas uñas. No podía hablar con coherencia, todo lo que pudo hacer fue susurrar una agónica súplica:
—Oh, basta, por favor, basta, no más dolor, tengo tanto miedo...
De repente, su agonía mental se desvaneció, y en ese mismo instante el poder que se había apoderado de ella la soltó. Ghysla se desplomó como una muñeca de trapo, respirando profundamente con un gemido de alivio. Oyó entonces una voz hablándole al otro lado de la puerta, una voz que no resonaba en su mente sino que era real, física.
—No te haré daño, a menos que intentes desobedecerme. Entra al salón. Deja que vea qué clase de criatura eres.
Ghysla empujó apenas la puerta, que se abrió lentamente, y miró con cautela hacia el interior del salón. Sorprendida, comprobó que allí sólo había una solitaria figura. Lo miró fijamente. Era muy alto, más alto que ningún ser humano que ella hubiese visto. Y era viejo. Sus largos cabellos eran blancos, y sólo en unos pocos mechones grises como el acero había aún algo del color original. Era delgado y huesudo como un espantapájaros, con las mejillas chupadas y los ojos hundidos en sus órbitas; sus labios, antaño llenos y generosos, se habían reducido a una línea dura y fina. Pero sus ojos no eran los de un viejo. Brillaban de energía e inteligencia, como topacios, y miraban con enorme intensidad hacia las sombras donde ella se agazapaba.
—Entra —ordenó Mornan.
Ghysla no podía desobedecerlo, pero mientras avanzaba sintió arder en su interior una pequeña llama de rebelión. Puesto que debía exhibirse ante ese mago, no lo haría bajo el verdadero aspecto de Ghysla —que seguramente sería para sus ojos tan desagradable como lo había sido para los de Anyr—, sino con la imagen de Sivorne. Una vez más, pensó, por última vez quizá, sería hermosa.
Entró y avanzó por el salón arrastrando los pies. No se atrevía a mirar a Mornan a la cara, pero avanzó lentamente, con pasos inseguros, hasta que sus nervios la traicionaron y se detuvo a diez pasos del hechicero.
Mornan la miró y vio a una joven encantadora de rubia cabellera, pero el hechicero sabía que aquélla era una apariencia falsa. El mago se preguntó qué habría bajo la máscara.
Mornan habló con severidad.
—¿Qué pretendías causándole tales inconvenientes a la buena gente de esta casa, criatura?
Ghysla por fin se atrevió a mirarlo.
—No quería hacerlo —susurró—. Por favor, debes creerme, no deseaba herir a nadie. —Los ojos de Ghysla reflejaron su profunda tristeza cuando se dio cuenta de la inutilidad de sus palabras, pero continuó hablando—: ¡Yo lo amo tanto...!
—¿Lo amas? —preguntó Mornan—. ¿Y a quién amas?
—A Anyr —respondió lloriqueando Ghysla, y se frotó los ojos con el puño.
El hechicero echó una mirada al salón en ruinas.
—Y todo esto —dijo—, toda esta destrucción sin sentido, ¿fue por amor?
Ahora en los ojos de Ghysla brillaban las lágrimas.
—Él me desdeñó..., yo pensé que me amaba... ¡Pero sí, él me amaba, me lo había dicho! Cuando yo era una foca, o una corza, él decía que me amaba. Pero luego se volvió contra mí, y ahora dice que la ama a ella. Él piensa que yo soy malvada... pero no lo soy. ¡No, no soy mala!
Mornan frunció el entrecejo.
—Raptaste a la novia de un joven e intentaste ganártelo mediante malas artes. ¿No es eso una maldad?
—¡No! Yo no quería...
—Causar ningún daño —completó el mago—. Eso es lo que dices. Pero lo has hecho, has causado un gran daño.
Ghysla bajó la cabeza y, por unos momentos, permaneció callada.
—Fue porque lo amaba demasiado. Creí que lo obligaban a casarse con ella. —Los hombros de Ghysla se estremecieron, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Creí que él deseaba que yo fuera su novia..., lo amo desde hace mucho tiempo, y él me amaba; él lo decía, pero nunca me atreví a dejarme ver tal como soy, y luego, cuando me enteré de que él se iba a casar... —y Ghysla, balbuciendo, atropellándose con las palabras, contó toda su triste historia desde el comienzo. Le confesó todo a Mornan; todos sus pensamientos, todos sus actos. Mientras las palabras escapaban como un torrente de sus labios, Mornan la escuchaba y la miraba sin decir palabra.
Finalmente el torrente cesó. Ghysla parecía muy triste.
—Entonces —dijo, al cabo, Mornan—, tú temías que Anyr te viera tal como eres, pero creías que te amaba a ti y no a Sivorne. ¿Y lo has hecho todo porque pensaste que así Anyr sería feliz?
—Sí —asintió Ghysla.
—Pero ahora sabes la verdad, ¿no es así? Sabes que has cometido una grave equivocación. —Mornan suspiró—. ¡Pobre niña tonta! Ya no tiene sentido que sigas fingiendo o que mantengas ese disfraz. Quítate la máscara. Muéstrame tu verdadero ser.
Ella lo miró aterrorizada.
—No, por favor. No quiero...
—Debes hacerlo —dijo Mornan con tono firme—. Te lo ordeno.
Ghysla no podía luchar contra el hechicero. Ya había experimentado su poder, y sabía que ante él estaba indefensa. Así pues, cerró los ojos, la máscara de Sivorne desapareció y Ghysla apareció ante Mornan tal como era, esmirriada, fea, con el pelo lacio y los ojos de lechuza. El vestido de novia ya no era de su talla, sino que colgaba de su delgado cuerpo en ridículos pliegues. Los elegantes zapatos de Sivorne se salieron de sus pies, que eran demasiado deformes e inhumanos para caber en ellos. El arrugado velo y la diadema eran como un último toque cómico, y Ghysla —la verdadera Ghysla— se cubrió el rostro con las manos de largas garras y lloró amargamente de vergüenza y pesar.
—¿Cómo te llamas, criatura? —preguntó en voz baja Mornan.
Ya había visto la verdad, se dijo Ghysla, ¿por qué no decirle quién era? ¿Qué importancia tenía, al fin y al cabo?
—Mi nombre es Ghysla —susurró. Tras un prolongado silencio, con voz amable, casi triste, Mornan dijo:
—¡Ah! Ghryszmyxychtys.
Ghysla levantó bruscamente la cabeza y sus ojos, muy abiertos, parecieron llenar por completo su cara, mientras su boca se redondeaba en una
o
de sorpresa. Un silbido escapó de su boca y se transformó en palabras. —Tú hablas... —dijo, y la voz le falló.
—Sí —respondió Mornan—. Hablo la lengua de los ancianos. El idioma de tu especie.
—¡Pero eso es imposible! Todos los de mi pueblo están muertos. Yo soy la última, y no queda nadie más que hable la vieja lengua. ¡Sólo yo!
—Ah, morenita, estás equivocada.
Ghysla comprobó que los ojos de Mornan estaban cambiando, que se agrandaban; también el rostro del hechicero se alteraba, de forma sutil pero inequívoca, y se volvía más estrecho y huesudo.
—Hay otro —afirmó Mornan, tocándose el pecho con una mano cuyas uñas eran ahora muy largas—. Me llaman Mornan desde hace tantos años que ya no puedo recordar cuántos son. Pero antes de que decidiera hablar sólo la lengua de los humanos, mi nombre era Myrrzynohoenhaxn, y ése era el nombre que me había dado mi madre.
Ghysla lo miró atónita. No podía creer lo que oía, pero con sólo mirar el rostro del hechicero sabía que lo que éste decía era cierto. No se trataba de un truco para ganar su confianza. El era demasiado poderoso para recurrir a eso. Mornan era de su misma especie...
—Pequeña Ghysla —susurró Mornan. Había amabilidad y compasión en su voz—. Comprendo mejor que nadie lo que te llevó a actuar como lo has hecho. Verás, hace muchos, muchos años, mucho antes de que tú llegaras a este mundo, hubo otra criatura de tu raza que, como tú, se enamoró de un hombre. En esos días lejanos los seres humanos no odiaban ni temían a nuestro pueblo, sino que lo respetaban, posiblemente porque, a pesar de sus diferencias, las dos razas coexistían en paz. De modo que la historia de esa criatura fue más feliz que la tuya porque el hombre que amaba correspondió a su amor, y se casaron de acuerdo a las ceremonias del pueblo de ella. —Mornan sonrió con tristeza—. Yo era su hijo, su único hijo.
Ghysla no dijo nada y continuó mirándolo con sus enormes ojos llenos de asombro. Mornan continuó.
—Mi padre, al ser humano, llegó al término natural de su vida en lo que para nosotros es poco tiempo. Murió hace cuatrocientos años. Mi madre podría haber vivido muchos siglos más, pero el dolor que le causó su muerte fue tal que eligió seguirlo al mundo que nos espera a todos al final de esta vida. Nunca pensé que volvería a ver a otro ser de nuestra raza. Creía que era el último en cuyas venas corría la antigua sangre. Al parecer, estaba equivocado.
Ghysla parpadeó. Un sonido ahogado escapó de su boca y una nueva lágrima cayó como un diamante al suelo.
Mornan rió suavemente, aunque con simpatía.
—¿Por qué lloras? ¡Seguro que no es por mí!
—Yo..., yo no sé...
Pero sí lo sabía. Lloraba por el hechicero y también por ella misma. Lloraba por los tiempos pasados, que ya nunca volverían, por su pueblo ya extinguido, por el amor que la madre de Mornan había conocido y por el que ella misma había creído, durante un breve y maravilloso tiempo, conocer. Y aunque una parte de ella no quería reconocerlo, también lloraba por Anyr y por Sivorne.
—Ghysla, ¿has matado a la novia de Anyr? —preguntó en voz baja Mornan—. ¿O todavía vive?
—Está... viva.
El hechicero respiró aliviado.
—Sí, como yo pensaba —dijo—. ¿Y dónde está?
Ghysla no contestó.
—Debes decírmelo, hija —añadió el hechicero un instante después—. Lo sabes, ¿verdad? Es la única manera de reparar el daño que has hecho.
Ghysla, que por dentro se sentía morir, repuso:
—Hay una cueva en las montañas, cerca de Kelda's Horns. Sivorne está allí. Yo..., yo la hechicé.
—¿Y cómo la has hechizado? —preguntó Mornan, ceñudo.
—Con el sueño de piedra —respondió Ghysla tras unos instantes de duda.
—¡Oh, dioses! —exclamó Mornan, y cerró los ojos—. Ghysla, Ghysla, ¿te das cuenta de lo que has hecho? ¿No sabes que ese hechizo sólo puede ser revocado de una sola manera?
Ghysla arqueó las cejas. No había pensado en la manera de romper el hechizo, porque en su plan no entraba regresar a Sivorne de su limbo. Mornan había abierto otra vez los ojos y la miraba fijamente. Sorprendida, Ghysla observó que su expresión era de profunda simpatía.
—No lo sabes, ¿verdad? —dijo el hechicero con aire desdichado.
Ghysla hizo un gesto negativo con la cabeza al tiempo que advertía los acelerados latidos de su corazón. Mornan bajó la mirada.
—El sueño de piedra —explicó con voz hueca— es uno de los hechizos más poderosos conocidos por nuestro pueblo. En los tiempos antiguos, nuestros mayores decretaron que sólo podía ser utilizado en casos de apremiante necesidad. Y tenían buenas razones para ese edicto, Ghysla, porque el sueño de piedra sólo puede ser roto si el que ordenó el hechizo ocupa, por su propia voluntad, el lugar de la víctima. Para que Sivorne despierte, tú debes entrar al limbo en su lugar. Sólo así es posible salvarla.