Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
La hora de espera transcurrida desde que la última bostezante doncella se fue a la cama hasta el momento en que Ghysla pensó que ya podía salir sin peligro de su escondite, le pareció una de las horas más largas de toda su vida. Se acurrucó en el cobertizo, temblando a causa del viento helado que entraba por la desvencijada puerta, y contempló la luna que se elevaba lentamente en el cielo. Pensó que por fin podía salir sin peligro. Cruzó de puntillas la silenciosa cocina y subió las escaleras que llevaban a la parte principal de la oscura casa. El corazón le saltaba en el pecho cuando cruzó el salón, subió por la gran escalera y se deslizó por el laberinto de corredores hasta la torre de Sivorne. Se detuvo al pie de la escalera de caracol y durante un terrible instante le faltó el valor para seguir. ¡No podía hacerlo!, protestaba una vocecilla en su interior. ¿Y si algo salía mal? ¿Y si no conseguía engañarlos y la descubrían? Pero luego surgió una segunda voz en su interior que argumentó con gran fervor. ¿Acaso era una tonta y una cobarde y se iba a echar atrás ahora? Valía la pena correr el riesgo, porque, si no seguía adelante con su plan, perdería a Anyr para siempre. Una vez que estuviera casado con la verdadera Sivorne no habría una segunda oportunidad, y era una locura huir cuando estaba tan cerca de realizar su sueño. Debía hacerlo. De lo contrario, viviría el resto de su triste vida sabiendo que había desperdiciado la única oportunidad de realizar el deseo de su corazón y el del corazón de Anyr. Y esto sería insoportable.
Ghysla respiró profundamente y comenzó a subir la escalera. Cuando llegó arriba se detuvo unos minutos ante la puerta de Sivorne con una oreja contra la madera, escuchando los sonidos del interior de la habitación. No se oía nada. Hizo por fin a un lado sus miedos y movió el picaporte. La puerta se abrió y Ghysla vio a Sivorne profundamente dormida en la cama, con el rostro apenas iluminado por la linterna que su madre había dejado junto al lecho.
Ahora tendría lugar la prueba final. Ghysla fue de puntillas y se inclinó sobre la cama. Luego echó el aliento, con suavidad, sobre el rostro de la muchacha dormida. Sivorne no se movió y Ghysla se sintió más segura. Tocó la cara de Sivorne. La joven no reaccionó. Tampoco lo hizo cuando Ghysla, envalentonada, la sacudió con delicadeza cogiéndola del hombro. Todo estaba bien; el soporífero había cumplido perfectamente con su función. Ahora sólo tenía que sacar de allí a la narcotizada joven y ocupar su lugar.
Ghysla fue deprisa a la ventana y la abrió después de correr las cortinas. Entró un aire frío. Ghysla se inclinó sobre el alféizar y miró el vertiginoso precipicio. Al pie del alto acantilado, donde el mar batía contra las rocas, observó los dibujos de la espuma. El ruido hambriento de las olas era como un coro sobrenatural de voces profundas y melancólicas. Ghysla volvió junto a la cama y, con un solo movimiento, arrancó las mantas que cubrían la dormida figura de Sivorne. La joven llevaba un camisón de fino lino blanco adornado con encajes. Ghysla no pudo resistir el impulso de tocar la delicada tela con una mezcla de admiración y envidia, pero luego acuciada por sus apremiantes pensamientos, cogió a Sivorne por debajo de los brazos, la sacó de la cama y la arrastró por el suelo. Jadeando por el esfuerzo, levantó el cuerpo inerte de la joven hasta dejarlo atravesado en el alféizar de la ventana e hizo una pausa para recuperar el aliento. Un empujón más y Sivorne caería de la ventana como un frágil blanco y, tras varios tumbos en el aire, acabaría en el mar que la estaba esperando. Las corrientes se llevarían su cuerpo, y nadie sabría qué había sido de la joven. Era tan fácil. Sólo un empujón...
Pero Ghysla se dio cuenta, con el corazón encogido, de que no podía hacerlo. No podía matar a esa muchacha a sangre fría. Por todos los antiguos dioses, se dijo, si ni siquiera podría matarla en un arrebato de pasión. Había matado así a Coorla, y la sola idea de cargar su conciencia con una nueva muerte le helaba la sangre. En las montañas, cuando vio por vez primera a Sivorne, deseó con fervor su muerte, pero había una gran diferencia entre rezar a las fuerzas elementales y manchar sus propias manos con la sangre de la muchacha. ¿Qué daño le había hecho Sivorne además de enamorarse de Anyr?, razonó con tristeza Ghysla. Si eso era un delito, entonces ella misma era también culpable. No podía matarla. Era un acto erróneo, malvado. ¡No podía hacerlo!
Pero, puesto que su naturaleza se rebelaba contra la idea de matar a sangre fría, ¿qué iba a hacer? ¿Abandonar su plan, y con él todos sus sueños y esperanzas? Ya había pensado en otra ocasión en esto, y sabía que no podía soportar la idea de renunciar a la oportunidad de conseguir a Anyr. Al menos había que alejar a Sivorne de la casa y esconderla en un lugar del que no pudiera escapar y donde nadie pudiera encontrarla. Había cientos de lugares así en esta tierra salvaje, pero la solución no serviría; ¿cómo se las arreglaría ella para satisfacer las necesidades de Sivorne y mantenerla viva? No podía endurecer su conciencia y aceptar la idea de dejar que la joven se muriera de hambre, ni tampoco podía pensar en mantenerla prisionera por el resto de su vida.
Ghysla permaneció unos minutos junto a la ventana, mordiéndose las uñas largas como garras, en silencio y presa de la confusión. Sivorne se hallaba aún tumbada sobre el alféizar, y el viento agitaba su largo pelo dorado, que parecía un halo. Un empujón, pensó otra vez Ghysla, y de inmediato rechazó la horrible idea, y esta vez definitivamente. Había otra solución. Tenía que haberla.
Se le ocurrió de repente. Algo que salvaría su conciencia —sí, ella otra vez— y le permitiría continuar con su plan. Matar a Sivorne quedaba descartado, pero mantenerla prisionera parecía igualmente imposible. Pero había una solución intermedia, un camino entre la vida y la muerte, camino que estaba abierto para alguien que recordaba magias antiguas, anteriores a la llegada de los seres humanos. Sivorne no sufriría el menor daño; ni siquiera sabría qué le había sucedido, porque estaría sumida en un sueño que, si era necesario, podía durar siglos. Ghysla sonrió. Llevaría a Sivorne a su cueva en las montañas, junto a Kelda's Horns, y allí introduciría el sueño en la joven. El antiguo sueño. El gran sueño. El sueño de piedra.
Se acercó otra vez a la desmayada muchacha e intentó levantarla. Aunque Sivorne, según los criterios humanos, era delgada y liviana, resultaba muy pesada para los delgados brazos de Ghysla. Se preguntó si le alcanzarían las fuerzas para volar con semejante carga a las montañas, pero, decidida, apartó de sí las dudas. Era lo bastante fuerte. Y era de noche, la hora que más la favorecía; sus amigos los elementos la ayudarían y la luz plateada de la luna, la reina indiscutida de la noche, le prestaría su poder.
Ghysla deslizó sus manos con más firmeza bajo los brazos de Sivorne y susurró en su propia lengua: «¡Reina Luna, ayúdame ahora mismo, por favor!». Apretando los dientes, empujó con todas sus fuerzas y levantó a Sivorne con ella mientras se subía al alféizar de la ventana. Inmóvil durante un segundo sobre el vertiginoso abismo, Ghysla rogó no haber sobreestimado su habilidad y se lanzó al vacío.
Batió las alas, vaciló con el peso de Sivorne que le desgarraba los brazos, pero luego su apretón se hizo más firme y sus alas batieron con más fuerza. Estaba ganando altura, ya se hallaba encima de la casa. «¡Sí, puedo hacerlo, puedo hacerlo!», pensó llena de regocijo.
Como una mágica ave de presa, Ghysla voló hacia el oeste con la dormida muchacha en los brazos.
La cueva era lo más parecido a una casa que Ghysla había tenido nunca. Situada entre riscos en las alturas, desde ella se divisaba una maravillosa vista de las pendientes y de los verdes valles, con el mar detrás como una brillante daga de plata. No había muebles en la cueva; aunque hubiera podido conseguirlos, no habría sabido qué hacer con ellos. Una plataforma natural en un rincón protegido, cubierta de brezo para darle calor, hacía las veces de cama; aunque rústica, satisfacía muy bien las simples necesidades de Ghysla.
Descendió en picado al reborde junto a la entrada de la cueva y soltó su carga con un suspiro de alivio. Extenuada por el vuelo, durante unos minutos sólo fue capaz de permanecer a cuatro patas sobre la piedra, con los brazos doloridos y entumecidos, esforzándose por recuperar el aliento. Cuando por fin se levantó, juntó fuerzas para la arremetida final y, tambaleándose bajo el peso de Sivorne, la llevó al interior de la cueva. Depositó a la muchacha sobre el rústico lecho de brezo, le cruzó las manos sobre el pecho y luego retrocedió. Aunque nunca lo había utilizado, Ghysla conocía el hechizo, y sus ojos enormes, inhumanos, adquirieron una mirada vidriosa, como si el mundo físico se hubiera vuelto invisible y estuviera contemplando una dimensión más extraña.
Ghysla comenzó a salmodiar, primero suavemente, luego con creciente vigor y seguridad. El origen de las palabras que pronunciaba y de la lengua que utilizaba se perdía en la noche de los tiempos, y cuando las sílabas de su hechizo ondularon y se entrelazaron en la cueva pareció como si extrañas figuras apenas entrevistas cobraran forma en la penumbra, sombras-espíritus surgidos de una era olvidada, cuando antiguos dioses y antiguas leyes regían el mundo. El aspecto de la joven que estaba tendida en el lecho de brezos comenzó a cambiar lentamente. Al principio los cambios eran tan sutiles que un ojo inexperto no los hubiera advertido, pero más tarde, y a medida que proseguía la salmodia de Ghysla, se hicieron más y más evidentes. El hermoso color del pelo de Sivorne se iba decolorando y haciendo más opaco, como la arena de una cala sombría. El vestido blanco de lino comenzó a volverse gris. La piel de la joven perdía su delicada tersura; primero se pareció al pergamino, y luego al mármol. Los últimos mechones de pelo que la brisa y el aliento de Ghysla agitaban sobre la frente y las mejillas de Sivorne parecieron congelarse en el aire y permanecieron inmóviles... y Ghysla supo que había completado su tarea.
Las palabras del hechizo se desvanecieron en un último eco y la cueva quedó sumida en el silencio. Muy lentamente, Ghysla se acercó al lecho de brezo. Allí yacía Sivorne convertida en una estatua de piedra, todavía hermosa pero fría, insensible y ya no humana.
Ghysla la contempló un largo rato. Sabía que Sivorne no estaba muerta, sino que su esencia viva había penetrado en una dimensión de letargo profundo sin sueños, donde permanecería, en paz y sin envejecer ni morir, durante diez, cien o mil años. Ya estaba hecho. La conciencia de Ghysla intentó protestar por última vez, pero su débil voz fue sofocada por la felicidad del triunfo.
—Gracias —dijo Ghysla en un susurro a los antiguos dioses y poderes que habían acudido en su ayuda—. ¡Gracias!
Llena de renovada energía y emoción, salió corriendo de la cueva, se remontó en el aire y, volando a gran altura, se dirigió a Caris.
La mañana de la boda amaneció espléndida. La casa de Caris fue una activa colmena desde el alba; el desayuno fue servido rápidamente tanto para los criados como para los señores, y cuando el sol mostró su cara en el páramo ya casi todo estaba preparado. En el gran salón inundado de flores se extendió una larga alfombra a modo de pasillo central, por el cual la novia se encaminaría al altar. En dos antesalas se dispusieron mesas con vino, cerveza y pasteles para los primeros invitados, y en otra habitación pequeña dos violinistas, un gaitero y un intérprete de viola de gamba afinaban sus instrumentos y preparaban su música. Anyr, en su dormitorio, era atendido por dos criados que se habían ocupado de sus vestimentas y ahora le preparaban el baño. El joven estaba tan nervioso como un caballo pura sangre enjaulado, y repasaba una y otra vez en su mente lo que debía hacer y decir. Pero la inquietud de Anyr era nada comparada con los terrores de la muchacha que ocupaba la habitación de la torre, a quien rodeaba una bandada de mujeres charlatanas y emocionadas.
Ghysla se sentía como en medio de un sueño. Por la mañana temprano, cuando una doncella le llevó su desayuno de pasteles de miel e infusión de hierbas y la saludó con un respetuoso «Buenos días, señora», se dio realmente cuenta por primera vez de la enormidad que había logrado. Para la doncella, ella era, sin la menor duda, Sivorne. Y hoy iba a casarse con su amado Anyr.
No había probado la bebida ni los pasteles. Por fortuna, la doncella la había dejado sola muy pronto, y Ghysla utilizó ese rato —que sabía sería breve— para meditar sobre lo que iba a hacer, calmar —en la medida de lo posible— su acelerado pulso y asegurarse de que el papel que iba a desempeñar y la imagen que debía mantener estaban firmemente fijadas en su conciencia. Más tarde llamaron a la puerta. Ghysla, adivinando la identidad de la visita, respiró profundamente, musitó una ferviente plegaria dirigida a los antiguos dioses y alzó la cabeza para enfrentarse a la primera prueba.
La puerta se abrió y Maiv entró en la habitación. Durante una décima de segundo, Ghysla estuvo a punto de perder el valor, pero se dominó y —¡ayudadme ahora!, ¡ayudadme ahora!— logró componer la más dulce sonrisa de que Sivorne era capaz.
—¡Hija querida! —Maiv cruzó la habitación y la besó en la mejilla. Ghysla, a quien nunca nadie había besado, experimentó una sensación extraña y casi desagradable. Maiv la estudió luego con ansiedad. —¿Cómo te encuentras? —le preguntó. Era la gran prueba. Ghysla tragó algo que sentía pegado a la garganta y respondió con la suave y joven voz de Sivorne:
—¡Me encuentro muy bien, madre!
Maiv se mostró indecisa. La sombra de una duda asomó a sus ojos.
—¿Estás segura? ¿No más pesadillas? ¿No más miedos?
Ghysla indicó que no con la cabeza y sintió que la dorada cabellera le rozaba los hombros.
—No, madre, nada de eso. Me siento..., me siento completamente restablecida.
—¡Bueno, es una espléndida noticia! —respondió Maiv, más tranquila, pero la duda en sus ojos tardó un instante en desaparecer, tiempo suficiente para que Ghysla sintiera una fría punzada de miedo en su corazón.
Dio vuelta de inmediato la cara, aterrorizada ante la sospecha de haber olvidado algún detalle pequeño pero vital que sólo la madre de Sivorne pudiera reconocer, y oyó los pasos de Maiv en la habitación.
—¡No has tocado el desayuno!
Armándose de valor, Ghysla miró de nuevo a la mujer, que contemplaba la bandeja servida.
—No tengo hambre, madre. No podría comer nada.
—Bueno, no me sorprende, con tantas emociones; pero deberías intentar tomar algo, o más tarde te desmayarás. Aunque, de todas formas, también puedes comer después de la ceremonia. —Maiv le sonrió—. Dentro de poco vendrán las mujeres a ocuparse de ti, y traerán agua caliente y hierbas aromáticas para el baño. Ahora me marcharé; también yo debo prepararme. —Otra pausa—. ¿Estás segura de que todo está bien? Si prefieres que me quede...