Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
—Hazle una pregunta —dijo—. Hazle una pregunta que sólo Sivorne pueda responder.
Raerche, repentinamente mudo, se quedó boquiabierto.
—Pregúntale —repitió Maiv—, y si su respuesta es correcta, podrás encerrarme por demente. ¡Pero interrógala! Si tú no lo haces, lo haré yo.
Maiv entrecerró los ojos en un gesto de pena y furia, pero también de resolución, y se dirigió por primera vez a Ghysla.
—Sivorne, o quien quiera que seas. ¿Cómo se llamaba tu hermana pequeña, que murió de unas fiebres cuando tenías doce años?
Ghysla la miró fijamente. No podía moverse; estaba paralizada desde el horrible instante en que Anyr rehusó dar su palabra de casamiento y se volvió contra ella. Ghysla había vivido aterrada ante la posibilidad de que su engaño fuera descubierto, pero jamás se le ocurrió que pudiera ser Anyr quien lo hiciera. El no había advertido quién era ella, no había comprendido lo que sucedía y ahora, sin darse cuenta, lo había arruinado todo. Ghysla se sintió como si se estuviera ahogando bajo una gran ola y, a pesar de que luchaba con todas sus fuerzas, no conseguía romper las cuerdas de terror, dolor y tristeza que la paralizaban. Ante ella había cinco rostros —Maiv, Raerche, Aronin, el sacerdote y, el peor de todos, Anyr—, que la miraban como demonios surgidos de un mundo sobrenatural y monstruoso. Por detrás y a ambos lados se extendía un mar de gentes que estiraban el cuello para mirarla: los invitados a la boda que cinco minutos antes la adoraban y a quienes Ghysla veía ahora como una inmensa jauría que se disponía a cercarla. No tenía escapatoria. No podía darse la vuelta y correr, o volar. Estaba rodeada, atrapada, acorralada. Su sueño se había convertido de repente en una pesadilla.
La lengua sin control de Ghysla comenzó a temblar en su boca y un horrible sonido salió de su garganta.
—
Nn...nn...
Maiv, implacable, siguió mirándola.
—¿Qué fue eso? ¿Qué has dicho?
La mujer la miraba fijamente, como un juez que la condenara por un delito.
—
Nnnn...nnaaa...
Ghysla no podía controlarse, los ruidos surgían como un vómito de la profundidad de su alma y no podía contenerlos. Los ojos se le llenaron de lágrimas que comenzaron a deslizarse por sus mejillas. De repente, sus ojos ya no eran azules y hermosos, sino enormes y extraños como los de un búho. Su piel ya no era pálida y suave, ni su pelo dorado. Sus dientes eran ahora afilados, y de sus hombros huesudos crecían alas...
—
¡Nnnn...aahh!
—La voz de Ghysla, su propia voz, lanzó un aullido de desesperación y tristeza—.
¡Nnnnn...aaAAAAHH!
—¡Que los dioses nos protejan! —gritó Aronin horrorizado.
Cuando Ghysla, todavía vestida con el hermoso traje de novia de Sivorne, completó su horrible metamorfosis y retornó a su verdadero aspecto, las mujeres comenzaron a chillar. Maiv, que estaba a un paso de distancia y recibió de lleno el impacto de la terrible visión, lanzó un grito agudo, puso los ojos en blanco y cayó desmayada. El sacerdote retrocedió como un conejo asustado sin dejar de hacer frenéticos signos para ahuyentar al demonio. Y Anyr..., Anyr la contemplaba pasmado, con una mirada de indecible horror en sus ojos.
Imponiéndose por sobre del tumulto, se oyó la estentórea voz de Aronin:
—¡Matad a esa criatura! ¡Matadla!
Se oyó el ruido del acero cuando los hombres que estaban cerca de él desenfundaron sus espadas, y tres hojas refulgieron sobre Ghysla. La parálisis la abandonó y retrocedió agitando las manos para protegerse y chillando. Los espadachines fueron tras ella, pero de repente Anyr gritó:
—¡No, esperad!
Los hombres se quedaron inmóviles en su lugar. Anyr pasó junto a ellos y se dirigió hacia Ghysla, que había caído al suelo tras pisar el ruedo del vestido de novia de Sivorne. Anyr la miró desde arriba, con el rostro retorcido por el odio, y le preguntó con voz temblorosa:
—¿Dónde está mi Sivorne? ¿Qué has hecho con ella?
Ghysla gimió. Anyr, su amado Anyr le hablaba, pero sin el cariño y la amabilidad con que ella había soñado. Esto no era amor, era odio. Y el corazón de Ghysla no podía soportarlo.
—Por favor —susurró, y comenzó a gatear desmañadamente hacia él—. Anyr, amado mío, ¿no me reconoces?
—¿Reconocerte? —Anyr retrocedió temblando—. ¡Si en mi vida había visto algo como tú! ¿Qué eres? Por todos los dioses, ¿qué eres?
—Soy tu verdadero amor. ¡Soy Ghysla, Anyr, soy Ghysla! —Comprobó entonces que eso no significaba nada para él—. ¡Ah, claro, tú no sabías mi nombre! Todavía no te has dado cuenta...
Y, de repente, en el lugar donde antes se hallaba la grotesca figura de Ghysla, apareció una foca manchada. Sus grandes ojos miraron melancólicos a Anyr, y luego la foca se convirtió en una corza, después en una liebre, más tarde en un pájaro, y luego en una zorra...
—¡Basta! —Anyr se cubrió la cara con las manos—. ¡Detente!
Ghysla, consternada, recuperó su propia forma.
—¡Pero ahora tienes que reconocerme, Anyr! —exclamó desesperada—. ¡Soy tu foca, tu corza, tu pájaro, soy todos tus animales amigos! Y tú me quieres, sé que me quieres, porque me lo has dicho cientos de veces. Yo soy Ghysla, tu único y verdadero amor, y he venido para ser tu esposa.
Anyr, lentamente, comenzó a comprender.
—¡Oh, no! —susurró horrorizado—. ¡No, por todos los dioses, esta pesadilla no puede ser verdad! —Ghysla, que continuaba sin enterarse de nada, le tendió la mano.
—No es una pesadilla, querido Anyr, es la realidad. Te amo tanto como tú a mí. Te amo con todo mi corazón y toda mi alma, y no tendrás que casarte con Sivorne porque se ha marchado. —Anyr abrió la boca, pero antes de que pudiera hablar, Ghysla continuó—: La he llevado muy lejos, a un lugar donde nunca más te molestará. Y ahora yo puedo ser tu esposa. No tengo por qué tener esta apariencia; puedo ser tan hermosa como tú desees. Tengo poderes, conozco los hechizos y por ti puedo convertirme en lo que quieras. —Sus manos, implorantes, lo cogieron por el dobladillo de la capa—. ¡Seremos tan felices, Anyr! ¿No ves que desde ahora estaremos juntos para siempre?
Anyr continuó mirándola y, de repente, la cogió por los brazos. Por un glorioso instante Ghysla pensó que el joven por fin había entendido; que ahora la abrazaría como lo había hecho cada noche en sus sueños, y que todo estaría bien. Pero luego Anyr habló, y las palabras que dijo con voz trémula, terrible, rompieron en mil pedazos el sueño de Ghysla.
—¿Dónde está mi Sivorne? ¿Qué has hecho con ella?
La pregunta atravesó el corazón de Ghysla con más precisión que cualquier espada, y sus ojos se abrieron en una mirada de incomprensión.
—Pero... Anyr, ¡tú me quieres a mí, y ella no te importa!
—¿A ti? —Anyr hizo un horrible ruido de asco—. ¡Por el amor del cielo!, ¿qué locura es ésta? ¿Cómo podría amarte, si ni siquiera eres un ser humano? —La soltó, como si de repente la piel de Ghysla fuera incandescente, y su voz sonó trémula de emoción—. ¡Amo a Sivorne! ¿Me escuchas? ¡Amo a mi dulce Sivorne! ¡Y quiero que vuelva!
Ghysla se estremeció cuando la horrible verdad rompió por fin las defensas que ella se había construido y dio en el blanco. Anyr la desdeñaba. Su amado, su adorado Anyr, no sólo no la amaba, sino que la odiaba con una intensidad comparable a la de su amor por él. No podía creerlo. ¡No quería creerlo, y no iba a creerlo, no! Una nueva emoción surgió en ella, haciéndole olvidar el dolor. Era furia. La furia del amor desdeñado, la furia de la fe y la lealtad traicionadas. No podía contenerla, y descubrió que tampoco quería hacerlo; todo lo que deseaba era devolver sus golpes a esos seres humanos que la habían tratado con tanta crueldad. Devolverle los golpes al propio Anyr, que había rechazado su amor y se lo había arrojado a la cara como se arroja un desecho. Presa del despecho y la furia, Ghysla tenía tantas posibilidades de controlar sus reacciones como de alterar el eterno flujo de las mareas.
—¡No! —gritó con tal violencia que Anyr se echó hacia atrás—. ¡No! ¡NO! ¡NO! ¡NO!
Se oyeron gritos de consternación que, como una descarga eléctrica, chisporrotearon alrededor de su cabellera. Ghysla se puso en pie de un salto.
—¡NO! —volvió a gritar—. ¡JAMÁS TE DIRÉ DÓNDE ESTÁ SIVORNE! ¡NUNCA TE DIRÉ NADA! —gritó con más fuerza aún.
Ghysla sintió que de su interior brotaba, como un torrente, la antigua magia. La multitud gritó, espantada, cuando el paño sagrado sobre el que habían estado de pie ella y Anyr salió disparado por el aire como si un tornado lo hubiera arrebatado del suelo. El viento azotó el salón e hizo tambalear a algunos de los invitados; el paño se retorció hasta formar un nudo y luego se desgarró por el medio y los dos fragmentos volaron en direcciones opuestas. En el rostro de Ghysla apareció una horrible sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes puntiagudos. En un extremo del salón, una silla saltó de su sitio y golpeó a un anciano en la cabeza. Las cortinas comenzaron a agitarse como las velas de un barco en la tormenta, como si quisieran arrancarse de su lugar. Tres de los jarrones con flores que adornaban la estancia se estrellaron contra el suelo, mientras las flores interpretaban una danza enloquecida en el aire. Una mesa comenzó a elevarse lenta y amenazadora, produciéndose un pandemónium cuando los que estaban junto a ella intentaron alejarse. La horrible sonrisa de Ghysla se acentuó hasta parecer que su rostro se dividiría en dos. Las grandes puertas del salón se abrieron con un estallido, y un extraño conjunto de objetos —alfombras, muebles, platos llenos de comida, jarros de vino e incluso las losas que pavimentaban el suelo— penetró en el salón y se lanzó contra los invitados, que fueron presa del pánico. Los objetos daban en el blanco con mortal puntería, y varios invitados cayeron antes de que los demás reaccionaran y comenzaran a defenderse de los ataques. Ghysla rió histérica cuando vio el caos que había provocado.
—¡Más! —aulló—. ¡Más!
Los goznes de las puertas saltaron cuando Ghysla dirigió hacia ellos su poderoso rayo; una asfixiante nube de humo se elevó en el aire cuando el metal comenzó a derretirse. Con el rabillo del ojo Ghysla vio que dos hombres, más valientes y de reflejos más rápidos que los demás avanzaban hacia ella con las espadas en alto. Soltó entonces un horrible chillido; sus ojos refulgieron, primero negros y luego amarillos, y un segundo rayo estalló entre los atacantes y los lanzó a más de diez metros de distancia. Ghysla se dio una vuelta completa, buscando nuevos atacantes y desafiando a cualquiera a que se arriesgara a seguir el mismo camino que los otros dos, pero advirtió que nadie aceptaba su desafío. Los asistentes a la boda corrían en tropel hacia las puertas. En medio de la aterrorizada muchedumbre, Ghysla distinguió al sacerdote, con la sotana revoloteándole alrededor, al que seguían Raerche y otros dos hombres que sostenían a Maiv. Ghysla se echó a reír. Rió como el demonio que Anyr había dicho que era, mientras el caos reinaba entre los ilustres invitados y el gran salón se vaciaba. Lanzó más rayos, y más, y más, aullando con un simulacro de alegría que no conseguía hacerle olvidar la tristeza que colmaba su alma.
El último grupo de gente salió por las puertas y buscó refugio en el jardín. Aronin se encontraba entre ellos, pero, en cuanto advirtió que ya había hecho todo lo que estaba en su mano para asegurar la supervivencia de sus invitados, se detuvo en el umbral y miró hacia atrás. Anyr le vio detenerse y corrió a su lado, ordenando a dos de los criados más forzudos que se unieran a ellos. Los cuatro contemplaron la escena en el salón.
El elegante recinto estaba en ruinas. Las mesas y las sillas volcadas por el suelo, que a su vez estaba cubierto de trozos de vajilla, vasos de peltre abollados, flores deshechas y comida pisoteada. Ghysla, en medio del desastre, parecía una imagen salida de una pesadilla enloquecida. El velo nupcial estaba desgarrado, y las flores de la corona, enredadas en su enmarañada cabellera; su cadavérico rostro, sus ojos enormes y sus alas negras y membranosas contrastaban horriblemente con el hermoso vestido que llevaba. Se la veía extraña y grotesca, una paradoja viviente, una imagen obscena para los ojos de los seres humanos.
Al ver a los hombres, Ghysla abrió su boca en una mueca de burla, mostrando sus dientes de animal salvaje, mientras la baba chorreaba por su labio inferior. Moviéndose con una velocidad asombrosa, Ghysla agitó las manos y una silla se elevó y voló por el aire en dirección a sus cabezas. Los hombres retrocedieron; la silla se estrelló contra el marco de la puerta y Ghysla chilló de frustración. Otro gesto violento, y una de las pesadas cortinas de terciopelo se desprendió y salió volando por el salón. Pero Ghysla, en su furia, calculó mal su hechizo, y al arrojar la cortina hacia los hombres, ésta rozó una de las lámparas de cristal que colgaban de las paredes. La lámpara cayó al suelo y se rompió, el petróleo se derramó y la cortina comenzó a arder.
—¡Dioses benditos! —se espantó Aronin cuando advirtió el peligro—. La casa...
El aullido de terror de Ghysla cubrió sus palabras. ¡Ella no había querido hacer eso! Se había cuidado muy bien de no dañar las lámparas, pero la furia le había impedido dominarse, y ahora el fuego, su peor enemigo y aquello que más temía, incendiaba el salón y le cortaba el camino hacia la puerta.
Las llamas crepitaron, extendiéndose con rapidez mientras saltaban las chispas. El humo comenzaba a ser sofocante, y Ghysla retrocedió tambaleándose. Batía las alas y agitaba frenéticamente las manos intentando en vano defenderse de aquel horror. Anyr, en la puerta, gritaba a los sirvientes que llevaran cubos de agua, pero Aronin, al ver la reacción de Ghysla, le dijo a su hijo con tono perentorio:
—¡Anyr, Anyr, mira, esa criatura le teme al fuego!
Y antes de que el asombrado Anyr pudiera detenerlo, Aronin se quitó la capa, corrió al interior del salón y acercó la prenda a las llamas. La capa comenzó a arder, y Aronin avanzó esquivando el fuego y esgrimiendo la capa ardiente como un arma. Al verlo, Ghysla volvió a chillar y se lanzó hacia la puerta pequeña del extremo del salón. Los criados dominaban ahora la escena; uno de ellos, muy listo, comprendió la intención de su señor y, mientras los otros combatían el fuego, improvisó una antorcha con una escoba y corrió a ayudar a Aronin.
De repente se oyó la voz de Anyr por encima del alboroto.
—¡No, padre, no!
Los criados arrojaron un cubo de agua sobre la cortina que ardía y se oyó el sisear del vapor de agua; esquivando los cubos y las escobas con que los hombres combatían el fuego, Anyr corrió hacia su padre.