Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
Al día siguiente comenzaron los preparativos para la boda de Anyr y Sivorne. La ciudad y el puerto se adornaron con banderas y guirnaldas de flores, y toda clase de artistas —músicos, malabaristas, poetas— comenzaron a ensayar sus números, con la esperanza de estar entre los pocos y selectos que actuarían en las fiestas nupciales. Desde temprano por la mañana, una interminable procesión de visitantes subió la colina hacia la casa de Caris: carros de mercaderes cargados de comestibles, cerveceros y vinateros con barriles de cerveza, hidromiel y vino y representantes de casi todas las familias que debían lealtad a Aronin y llevaban pequeños presentes para Anyr y su prometida.
En la casa reinaba un alegre desorden. En la habitación de la torre que ocupaba Sivorne, un grupo de mujeres —entre ellas Maiv y dos costureras de la ciudad— se afanaban charlando alrededor de la novia, acabando con los últimos detalles de su traje y discutiendo cómo tenía que peinarse para la gran ocasión. También Anyr sufría las atenciones del sastre, del zapatero y del barbero —no sin protestas, al verse obligado a permanecer en la casa en un día tan hermoso—, mientras en el gran salón y en las cocinas se oían los ruidos del trabajo incesante.
A media tarde, Sivorne por fin pudo escapar de la febril actividad. Los hombres aún estaban ocupados. En compañía de su madre, fue a dar un paseo por los jardines. Caminaron lentamente junto al borde del cuidado césped; no hablaban, se limitaban a disfrutar del aire fresco. Tras ellas, a prudente distancia pero cuidándose de no perderlas de vista, iba Ghysla, una sombra entre las sombras, que contemplaba todos los movimientos de Sivorne con ojos ávidos.
No pensaba dejar que la joven del pelo dorado la viera. Tal vez el esfuerzo de mantener sus transformaciones la fatigaba más de lo que ella creía, o fue quizá, como antes, un momento de descuido o de exceso de confianza; lo cierto es que cuando Sivorne se detuvo repentinamente y miró por encima de su hombro, cogió a Ghysla desprevenida. No tuvo tiempo para ocultarse entre los arbustos o cambiar su apariencia. Sivorne la vio por tercera vez... y gritó.
—¡Sivorne! —se inquietó Maiv—. ¿Qué te pasa, hija?
—¡Mira! —exclamó Sivorne, y señaló hacia el lugar donde había visto a Ghysla.
Maiv miró pero no vio nada, porque Ghysla, en la décima de segundo que tardó Maiv en darse la vuelta, había corrido hacia los arbustos y desaparecido de la vista.
Sivorne se aferró al brazo de su madre.
—¡Allí había alguien! —dijo con voz aguda—. ¡Yo lo vi, madre, yo lo vi!
Maiv frunció el entrecejo, indecisa, y Ghysla, que las espiaba entre los arbustos, se agachó más e intentó hacerse lo más pequeña posible.
—¿Qué fue lo que viste? —preguntó Maiv.
Sivorne temblaba.
—¡Una monstruosidad! Era igual que la criatura que vi en mi habitación hace dos noches. ¡Madre, era un trasgo o un duende! ¡
Sé
que lo era!
—¡Sivorne, eso es una tontería! ¡Cómo va a haber duendes aquí! ¡No estamos en la tierra salvaje de las montañas, sino en el jardín de Aronin! Cariño, tiene que haber sido una ilusión óptica o, quizás, una sombra...
—¡No! —negó Sivorne con vigorosos movimientos de cabeza—. No, madre, era real. Se metió entre los arbustos antes de que pudieras verlo, pero estaba allí.
—¿Entre los arbustos? Bueno, si es así, vamos allí. —Maiv se recogió la falda y se dirigió muy decidida hacia el escondite de Ghysla.
Aterrorizada, Ghysla intentó hacerse aún más pequeña, pero pronto se dio cuenta de que era imposible que no la vieran. Maiv ya estaba sobre ella; Ghysla cerró los ojos, se concentró con toda su fuerza de voluntad y...
—¡Oh! —Maiv saltó hacia atrás sobresaltada ante un movimiento repentino entre los arbustos y rió cuando un gran gato atigrado salió de entre la maleza maullando atemorizado y corrió hacia la casa—. ¡Mira! —llamó Maiv a su hija—. He aquí a tu duende, uno de los gatos de la cocina.
Sivorne miró fijamente los matorrales.
—Pero yo vi...
—Hija, aquí no había ningún duende, ni nada de lo que debas sentir temor —dijo Maiv con voz firme.
La mujer cogió a su hija del brazo y la condujo por el camino que habían recorrido antes.
—La pesadilla de la otra noche debe de haberte afectado más de lo que pensábamos. No me extraña, con el penoso viaje que hicimos por esas lóbregas montañas, y las emociones de estos últimos días. —Maiv posó la mano sobre la frente de Sivorne—. No me parece que tengas fiebre, pero de todos modos me aseguraré de que mañana pases un día tranquilo. Te sentirás mejor después de una noche de descanso; tranquilizará tu mente y olvidarás esos sueños.
Por un instante pareció que Sivorne iba a protestar o a discutir la decisión de su madre, pero, sin duda, lo pensó mejor y asintió. Su madre la condujo a la casa y, una vez allí, ya no hablaron más de pesadillas o de duendes. Con todo, después de la cena, Maiv se dirigió a las cocinas e indicó a la jefa de las cocineras que prepararan una bebida caliente con una abundante dosis de hierbas soporíferas y se la sirvieran a Sivorne esa noche en su habitación. Le hizo prometer a la criada que guardaría el secreto, pues Maiv no quería inquietar a su marido o a sus anfitriones. Se fue a dormir tranquila sabiendo que Sivorne no sufriría más pesadillas y convencida de que, en adelante, no habría más problemas.
Sivorne durmió profundamente toda la noche. Cuando los últimos criados se retiraron y la casa estaba silenciosa y oscura, Ghysla subió con sumo cuidado las escaleras de la torre, como la noche anterior, y se agazapó junto a la cabecera de la joven del pelo dorado para continuar, sin prisa y sin pausa, su tarea secreta.
Maiv estaba segura de que Sivorne no sufriría más angustias, pero, desafortunadamente, estaba equivocada. Cuando habían pasado dos días, no sólo ella sino todos los de la casa estaban muy preocupados porque ahora era evidente que algo malo le ocurría a la futura esposa de Anyr.
Por cierto, no hubo más pesadillas, pero, en opinión de Maiv, lo que ahora había en su lugar era muchísimo peor, porque Sivorne había comenzado a sufrir alucinaciones a plena luz del día. Al parecer, no se la podía dejar sola por más de cinco minutos sin que la acometiera una nueva visión. Cuando caminaba por los jardines o estaba sentada junto al fuego o incluso en su propia habitación, sus gritos de terror conmovían una y otra vez a los de la casa, y en cada ocasión la historia que contaba la joven era la misma: había visto un trasgo o un duende, y cuyo rostro era una parodia del de la propia Sivorne.
Al tercer día llamaron a un facultativo. Era el médico de Aronin, un hombre famoso por sus conocimientos. Después de examinar a Sivorne y hablar con ella durante largo rato, el médico se confesó vencido. La joven no padecía mal alguno; incluso se podría decir que tenía una salud espléndida. Su mente no desvariaba ni presentaba síntoma alguno de demencia. Pero Sivorne insistía en su historia del duende que seguía todos sus pasos. En privado, el hombre dijo a Raerche y a Maiv que, en su opinión, la joven no necesitaba un médico sino una bruja.
A Aronin no le gustaba recurrir a la brujería. Siempre había desalentado su práctica entre sus vasallos porque pensaba que abría las puertas a demasiados tramposos y charlatanes. Pero parecía que en esta ocasión no tenía alternativa, y Maiv insistió en que debían consultar a las mujeres sabias de la ciudad. Así fue que acudieron siete u ocho de ellas, observaron a Sivorne y, todas juntas, murmuraron en un ángulo del salón. Después montaron sus braseros y crisoles de incienso y entonaron salmos durante toda la noche para alejar los miasmas malignos. Pero sus conjuros no afectaron a Ghysla. Alertada por la conversación de un criado y una camarera sobre lo que se proponían, había huido al puerto, donde las brujerías de las mujeres no podían perjudicarla. Ghysla esperó allí hasta que las brujas terminaron su trabajo y se marcharon.
Estaba furiosa consigo misma por sus torpes errores, que habían permitido que Sivorne la viera en numerosas ocasiones, pero, al mismo tiempo, sabía que ese riesgo era inevitable. El tiempo pasaba deprisa; sólo faltaban dos días para la boda y debía estar perfecta en el papel que había planeado desempeñar. Su único consuelo era saber que Aronin y Raerche aún pensaban que Sivorne sufría alucinaciones, y eso era todo. Habían llamado a las brujas para apaciguar a Maiv, no porque creyeran en la existencia de un duende escondido en la casa, y Ghysla, en una ocasión y bajo la familiar apariencia de un gato de las cocinas, oyó que la cocinera decía a la camarera principal que el médico, en una segunda visita, había atribuido los achaques de Sivorne a un nerviosismo prenupcial agudo.
Ghysla volvió esa noche a la casa y olfateó prudentemente el aire antes de entrar en las cocinas para asegurarse de que en la atmósfera no quedaba huella de la magia humana. Todo estaba bien y, una vez más Ghysla, se mimetizó en el caos general de los criados. Al día siguiente se realizaría un ensayo general de la ceremonia de la boda en el gran salón. Para Ghysla ésta era la parte más importante de sus preparativos, porque le permitiría saber qué tenía que hacer y decir la novia en el día de la boda. Con gran alegría se enteró de que los criados podrían presenciar el ensayo. Aquella noche, en vez de ir a la habitación de Sivorne, como ya era su costumbre, se dirigió a uno de los cobertizos y se permitió el lujo de unas horas de descanso. No necesitaba dormir como lo hacen los humanos; una hora aquí, otra hora allí era para ella suficiente. Pero los últimos días la habían dejado al borde del agotamiento, y necesitaba recobrar su vigor mientras todavía tenía la posibilidad de hacerlo.
Durante toda la noche tuvo salvajes y gloriosos sueños acerca de Anyr. Al alba despertó y comenzó a prepararse para el día que tenía por delante. Cuando a media mañana los criados de la casa se situaron ilusionados y respetuosos en un extremo del salón, nadie advirtió que había una muchacha de más entre el emocionado y susurrante grupo de fregonas del rincón.
Un silencio lleno de respeto inundó el salón cuando las dos nobles familias entraron y comenzó el ensayo de la ceremonia nupcial. Ataviada con un sencillo vestido de lana en lugar de las galas que luciría al día siguiente, apareció Sivorne, pálida y con semblante de enferma. Tenía ojeras y parecía incapaz de concentrarse. Hubo que indicarle varias veces el lugar donde debía estar y lo que tenía que hacer. La joven se volvía continuamente para mirar hacia atrás, como si esperara sorprender a alguien escondido detrás de ella. Ghysla observó su incomodidad y se sintió levemente culpable, pero este sentimiento no duró; estaba demasiado ocupada mirando y oyendo todo lo que sucedía en el ensayo de la boda. ¡Había tanto que aprender, tantas cosas que debía recordar! En verdad, tenía buenas razones para estar agradecida por las indecisiones y errores de Sivorne, ya que hubo que ensayar varias veces algunas partes de la ceremonia antes de que las dos familias se dieran por satisfechas, seguras de que todo marcharía bien.
Cuando por fin terminaron, Maiv no permitió a Sivorne que se quedara en el salón con los demás, sino que la envió a su habitación de la torre con órdenes estrictas de que descansara. Los criados volvieron a sus obligaciones, y Ghysla aprovechó la oportunidad para regresar al jardín y buscar un lugar tranquilo donde repasar todos los detalles de la ceremonia y memorizarlos debidamente. Aronin, Raerche y Anyr permanecieron en el salón, reunidos junto a la chimenea. Anyr contemplaba el fuego con expresión triste y ausente. Después de unos instantes de silencio, Raerche se aclaró la garganta y dijo:
—Se pondrá bien, Anyr. No son más que nervios; ya has oído lo que dijo el médico ayer. —En un gesto de comprensión, Raerche palmeó el hombro de Anyr—. Una vez que todo esto haya pasado y os establezcáis como marido y mujer, Sivorne volverá a ser la misma de siempre.
Anyr lo miró con una pálida sonrisa de agradecimiento.
—Gracias, señor. Estoy seguro de que está en lo cierto.
—Claro que lo estoy. Conozco a mi hija. Sivorne es muy sensible, como su madre, pero también muy fuerte. No temas; es un estado pasajero. Y ahora, ¿por qué no vas a verla unos minutos, antes de que se retire a descansar? —añadió Raerche con aire de conspiración—. Será vuestra última oportunidad. Después no veremos más a las mujeres, pues trae mala suerte que tengan trato con los hombres en vísperas de una boda.
Anyr asintió y su sonrisa fue más distendida.
—Seguiré su consejo, señor. Y le doy otra vez las gracias. Ahora, si me perdonan...
Anyr atravesó el salón con paso ligero. Cuando se hubo marchado, Aronin miró a Raerche y suspiró.
—Yo había pensado sugerir que, dadas las circunstancias, aplazáramos la boda —dijo—, pero si realmente piensas que Sivorne estará bien...
—Claro que lo estará —lo tranquilizó Raerche—. Por otra parte, Maiv jamás aceptaría un aplazamiento —Raerche arqueó las cejas, para indicar, sin necesidad de palabras, que no sería prudente contrariar a su esposa—. Ni tampoco Sivorne. La conozco. Es como su madre. Igual que su madre —terminó Raerche con una sonrisa cariñosa.
Aronin rió y se dirigió luego hasta una pequeña mesa situada cerca del hogar.
—Bueno, también nosotros podemos tomarnos un descanso hasta mañana. Para ello, he hecho traer hace muy poco un vino particularmente bueno. Me gustaría conocer tu opinión sobre él. ¿Quieres tomar un vaso conmigo?
—¡Con mucho gusto, amigo! ¡Con muchísimo gusto! —exclamó Raerche sonriente, mientras se palmeaba el estómago.
Esa noche, Maiv en persona preparó la infusión de hierbas para Sivorne. Los criados, intimidados por su presencia en la cocina, lugar adonde rara vez se aventuraban los señores, mantuvieron una respetuosa distancia mientras ella se afanaba con la poción. Cuando estuvo preparada, Maiv se dio la vuelta y, cortésmente, dio las gracias a la cocinera —que era, después de todo, la reina sin corona de esta zona de la casa— por haberle permitido invadir sus dominios. Mientras hacía esto, nadie vio a la pequeña e insignificante criada que se adelantó y echó una pizca de hierbas en polvo en la infusión preparada por Maiv.
Disfrazada de criada, Ghysla había observado con gran atención esas pequeñas ceremonias. Había visto las hierbas que ponían todas las noches en la bebida de Sivorne para que durmiera, y aunque no podía leer las etiquetas de los frascos, memorizó el lugar que ocupaban en los estantes de la cocina. En medio del caos general no le resultó difícil robar una pequeña porción de cada una de las hierbas, ni tampoco echar en la taza lo que había robado mientras Maiv hablaba con la cocinera. Con una dosis doble de polvos soporíferos en la infusión, Sivorne dormiría esa noche un sueño muy, muy profundo. Y eso era exactamente lo que quería Ghysla.