Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
«¡Por todos los dioses, no!», pensó Ghysla horrorizada. Y en voz alta dijo:
—No, madre. Estoy muy bien; de verdad que lo estoy.
—Entonces, te dejaré en las manos expertas de las criadas —Maiv la miró de nuevo largamente, y Ghysla tuvo que esconder las manos bajo las mantas porque de repente comenzaron a temblarle.
—Vendré a verte de nuevo cuando estés vestida y preparada —anunció Maiv, mirando hacia otro lado—. Si por alguna razón quieres que venga antes, envía a una doncella a mi habitación. Me aseguraré de que tu padre te acompañe al salón cuando sea la hora. Y no te pongas nerviosa, cariño. ¡Éste será un día muy feliz para todos!
Cuando Maiv descendía las escaleras de la torre se encontró con la doncella, acompañada por tres criadas que portaban jarros de agua caliente. La doncella la saludó con una reverencia.
—Señora, ¿cómo se encuentra la señorita Sivorne esta mañana?
—Gracias al cielo, está mucho mejor. Pero...
—¿Decía, señora?
—No, nada. Estoy segura de que no tiene importancia; son sólo los nervios de un día como el de hoy, pero... —Maiv sentía que había algo que no estaba bien, algo que no podía concretar. ¿Qué sería? Vaya, era una tontería; después de las alarmas de los días pasados, su imaginación volaba exaltada y veía fantasmas en todas las sombras. Hizo un esfuerzo y se obligó a sonreír con normalidad a la doncella.
—Estoy segura de que no tenemos nada de que preocuparnos. Sivorne está un poco alterada, eso es todo.
Maiv bajó las escaleras y las mujeres siguieron su camino.
Ghysla ya estaba lista. Temblando, con los nervios de punta, emocionada y aterrada a la vez, tenía la sensación de que iba a estallar en mil pedazos. Pero, de todas formas, ya estaba preparada. Su disfraz no había fallado ni un solo instante. Las mujeres que se arremolinaban a su alrededor como gallinas no habían sospechado en ningún momento que allí pasaba algo raro. Le habían puesto el vestido, una maravillosa creación de seda, encaje y pequeñas perlas, y luego cepillaron su cabellera dorada, y la peinaron y trenzaron para finalmente ponerle una corona de plata adornada con flores y, sobre ella, el velo de encaje que cubría su rostro y le daba un aire misterioso, como si fuera una diosa. Radiante, con las mejillas sonrosadas, Ghysla sonrió feliz mientras las mujeres le demostraban su admiración. A través de la ventana que habían abierto para que entrara el aire fresco de la mañana, penetró un sonido que aceleró los latidos de su corazón. Era el clamor de un alegre carillón, pues todas las campanas de la ciudad portuaria comenzaron a tañer para celebrar la boda.
Se abrió la puerta de la habitación, y Raerche y Maiv la miraron desde el umbral.
—¡Sivorne! —Raerche se adelantó para abrazarla. Las mujeres protestaron, preocupadas porque fuera a arrugar el maravilloso traje de novia. Maiv, algo más atrás, resplandeciente con su vestido carmesí y adornos de piedras preciosas en el pelo, sonrió orgullosa y se llevó un pañuelo a los ojos.
—Están esperando, hija mía —dijo Raerche—. ¿Estás lista?
Ghysla hizo que sí con la cabeza, pues tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.
—Sí —susurró luego—. Sí... padre.
Puso su brazo sobre el de Raerche, como lo había hecho la verdadera Sivorne en el ensayo, y con pasos lentos y solemnes descendieron la escalera de caracol y avanzaron por el pasillo hasta la escalera principal. Desde arriba, Ghysla vio a la gente que la esperaba abajo; Aronin, seis niñas vestidas de verde, un grupo de músicos y un hombre flaco y encorvado que llevaba una túnica parda. Ghysla se dio cuenta de que aquél era el hábito de un sacerdote de los nuevos dioses de los humanos y sus dedos se crisparon involuntariamente sobre el brazo de Raerche, que le dio una palmadita tranquilizadora. Luego comenzaron a descender. Las piernas de Ghysla amenazaban con fallarle en cada escalón. Cuando pisaron las losas del suelo, los músicos alzaron sus instrumentos y comenzaron a interpretar una melodía lenta y majestuosa. Se formó la procesión nupcial; la encabezaba el sacerdote, seguido por Aronin; después iba Ghysla, escoltada por Raerche y Maiv, y por último las seis niñas, como una verde estela. Se abrieron las puertas del gran salón, iluminado por cientos de lámparas. Ghysla, aturdida, vio una gran multitud que se volvía para mirarla, vestida con finas ropas que semejaban un mar de brillantes colores, y la interminable alfombra azul que formaba el pasillo central y se extendía recta como un rayo de luna. En el extremo más alejado del salón divisó una figura solitaria, suntuosamente vestida de verde y dorado. Aunque la distancia era muy grande para distinguir con claridad el rostro, Ghysla tuvo la seguridad de que él la miraba fijamente, y de que sonreía feliz, en una sonrisa dedicada sólo a ella.
De repente, el miedo de Ghysla se evaporó, y recuperó todo su valor y su confianza en sí misma. Éste era el momento por el que tanto había luchado, intrigado e incluso asesinado. El sueño largamente acariciado comenzaba a realizarse. Dentro de pocos minutos, Anyr sería suyo para siempre.
Murmuró el nombre del joven, tan suavemente que nadie la oyó. Con la blanca mano sobre el brazo de Raerche y los ojos azules brillando de felicidad tras el velo de encaje, caminó por el pasillo alfombrado, entre la multitud de invitados, para reunirse con su amado.
Cuando el grupo llegó al final del salón, Anyr se adelantó y tendió las manos a Ghysla. Ella le cogió los dedos y juntos se situaron sobre un cuadrado de tela bordado con símbolos sagrados que el sacerdote había llevado del templo. La música cesó cuando el clérigo ocupó su lugar ante los jóvenes. En el salón reinó el silencio. El sacerdote alzó entonces las manos al cielo.
—¡Pongo a los dioses por testigos de que éste es un día de alegría y celebración! —declaró—. Invoco a los poderes de los cielos, de la tierra y del mar que nos rodea, para que deparen buena suerte y bendiciones sobre este hijo de hombre y esta hija de mujer que han acudido ante la mirada de los dioses para celebrar sus esponsales.
Cuando el sacerdote pronunció las primeras palabras del rito, Ghysla sintió una aguda punzada de miedo. La magia humana le era perjudicial, tenía un terrible poder para hacerle daño. Si este hombre invocaba a los dioses humanos... Pero recordó que él era un sacerdote y no un hechicero. Ghysla sabía que los sacerdotes no tenían poder ni magia; su función era decir bonitas palabras; eran siervos y no encarnaciones de los nuevos dioses. Estaba a salvo.
El sacerdote terminó con las bendiciones y luego pronunció un breve sermón sobre las serias responsabilidades que deben compartir marido y mujer. Anyr comenzó a mostrarse inquieto y Ghysla, muy audaz ahora que sabía que no tenía nada que temer del clérigo, le apretó la mano para tranquilizarlo. El joven, tras dedicarle una sonrisa agradecida que la entibió como los rayos del sol, cuadró los hombros y miró al frente mientras comenzaba la parte más importante de la ceremonia.
—Anyr de la casa de Caris, ¿a quién nombras padrino y testigo en este día feliz?
Anyr se aclaró la garganta.
—Nombro padrino a Aronin, señor de Caris, a quien tengo el privilegio de llamar padre.
Aronin se adelantó, sonriendo, y el sacerdote preguntó:
—Aronin, señor de Caris, ¿consientes con libertad y alegría que tu hijo se una en matrimonio a Sivorne?
—¡Consiento libre y alegremente!
Ghysla sintió que los intensos latidos de su corazón le oprimían el pecho cuando la mirada del sacerdote cayó sobre ella.
—Sivorne de las tierras del este, ¿a quién nombras padrino y testigo en este día feliz?
Ghysla pensó durante un horrible instante que no iba a ser capaz de responder. Tenía la garganta reseca y le temblaba todo el cuerpo. Pero las palabras que había oído en el ensayo acudieron a su mente y, aliviada, sintió que su garganta se distendía y oyó a sus propios labios pronunciar con la bien modulada voz de Sivorne:
—Nombro madrina a Maiv, esposa de Raerche, a quien tengo el privilegio de llamar madre.
La figura de Maiv, como una nube carmesí bajo el velo se adelantó hasta situarse a su lado. El sacerdote preguntó:
—Maiv, esposa de Raerche, ¿consientes con libertad y alegría que tu hija se una en matrimonio a Anyr?
Hubo un instante de silencio.
—Consiento libre y alegremente —repuso luego.
Maiv dio un paso hacia delante, se volvió hacia Ghysla y levantó el velo que cubría su rostro. Ghysla parpadeó con los azules ojos de Sivorne. Los ojos de Maiv se entrecerraron levemente, como si estuviera perpleja; luego, sacudió apenas la cabeza, como si descartara un pensamiento que la perturbaba, y regresó a su puesto.
El sacerdote extendió las manos.
—Ahora pido a Anyr y a Sivorne que se pongan uno frente al otro y se cojan las manos para pronunciar los votos sagrados.
Ghysla miró por primera vez a Anyr sin la protección del velo. Él sonrió de modo tranquilizador... y luego, por un instante, la sonrisa pareció menos segura, hasta que el joven volvió a recuperar el dominio de sí mismo. Ghysla advirtió, con una oleada de cariño, que él estaba aún más nervioso que ella. Pobre, queridísimo Anyr. Cuando terminara este ritual, ella sería muy amable con él, lo tranquilizaría, acariciaría su frente, lo serviría, lo amaría, lo haría feliz. Nada inquietaría a Anyr en el futuro.
—Sivorne de las tierras del este —siguió diciendo el sacerdote. Posó gentilmente su mano en la corona de Ghysla, e hizo que las flores se movieran con un agradable sonido—. Te pido que repitas conmigo estas palabras. Yo, Sivorne, hija de Raerche y de Maiv...
Ghysla sintió que el corazón le iba a estallar de felicidad y comenzó a repetir en voz alta las palabras que tan intensamente había deseado pronunciar; las palabras que la ligaban a Anyr.
—Yo, Sivorne, hija de Raerche y de Maiv..., renuncio a todo deber y a todo amor que no sean el amor a Anyr de Caris y el deber hacia él...; seré su esposa y compañera, su consuelo y su sostén...; lo honraré como esposo y señor...; él será el sol de mis días, la luna de mis noches... Y juro y prometo que desde este día hasta el de mi reposo final no amaré a otro hombre.
Ghysla temblaba de emoción; las palabras que acababa de pronunciar y su significado la conmovían hasta el éxtasis. El sacerdote, que advirtió su estado, sonrió divertido, pero mantuvo una voz solemne, como correspondía a la ocasión, cuando se volvió hacia Anyr.
—Anyr de la casa de Caris. Sivorne de las tierras del este te ha dado su palabra de casamiento. Ahora te pido a ti que repitas conmigo estas palabras. Yo, Anyr, hijo de Aronin y de la difunta Elona...
La punta de la lengua de Anyr rozó su labio inferior. Los asistentes esperaban.
—Yo, Anyr... —Otra pausa aún más larga—. Hijo de Aronin y de la difunta Elona...
—Renuncio a todo amor y a todo deber que no sean mi amor por Sivorne de las tierras del este y mi deber hacia ella —continuó el sacerdote.
—Renuncio... —Las manos de Anyr, que todavía tenían cogidas las de Sivorne, comenzaron de repente a sacudirse; luego las retiró con un movimiento brusco de las manos de ella.
El joven se había puesto muy pálido. Sus ojos tenían una expresión desesperada, como los de un animal acorralado.
El sacerdote, desconcertado, se inclinó hacia delante.
—Hijo mío, tranquilízate. Repite las palabras conmigo. Renuncio a todo amor y a todo deber que no sean...
—¡No! —La voz de Anyr resonó en el salón cortante como un cuchillo, y el joven retrocedió tambaleándose dos pasos, que lo alejaron de Ghysla y del sacerdote—. ¡No, no lo diré!
—¡Anyr! —exclamó Aronin, escandalizado. Corrió junto a su hijo y lo cogió del brazo—. ¿Qué sucede? ¿Qué te pasa, hijo mío?
Anyr se quitó bruscamente de encima la mano de su padre y señaló a Ghysla.
—¡Tú! —dijo el joven con voz áspera, cargada de emoción—. No sé quién, o qué eres. ¡Pero tú no eres Sivorne!
Un terrible silencio inundó todo el recinto, hasta que fue quebrado por un rugido de furia.
—¿Qué significa esto? —Raerche dejó atrás a Maiv y al atónito sacerdote para enfrentarse con Anyr—. ¿Qué significa esto, muchacho? ¿Cómo te atreves a insultar así a mi hija?
Anyr sostuvo con firmeza la mirada, pero antes de que pudiera contestarle, Aronin se adelantó.
—¡No tan rápido, Raerche! Yo, como tú, ignoro lo que sucede, pero...
Raerche se volvió para mirarlo con un gesto de indignación.
—¡Ya has oído lo que ha dicho este crío! ¡Ha insultado a mi hija y ofendido a mi familia!
—¡Cómo te atreves a llamar crío a mi hijo! —replicó Aronin, rojo de indignación.
—Lo llamaré crío y otras cosas peores. Él...
—¡Esperad!
Esta única palabra, dicha con tono firme, contuvo la creciente oleada de ira, y los dos hombres se callaron al oír la voz de Maiv. La mujer caminó hacia adelante y se situó entre ellos y Anyr. Maiv, muy pálida, miró al joven; en la expresión de la madre de Sivorne había miedo y simpatía a la vez.
—Anyr —dijo Maiv en voz baja, pero que bastó para acallar las conversaciones que habían comenzado a oírse en el salón—. Explícame qué quieres decir.
Anyr parecía enfermo.
—Yo —comenzó a decir, y se detuvo, indeciso.
Maiv echó una rápida mirada a Ghysla, que durante todo este tiempo había permanecido paralizada de terror, y luego su mirada volvió a Anyr.
—Tal vez yo pueda responder por ti —dijo con amabilidad Maiv—. ¿Dices que esta joven no es Sivorne?
Anyr hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí, señora —dijo luego con tristeza—. Eso es lo que quise decir.
Raerche estalló.
—¡Por todos los dioses, el muchacho se ha vuelto loco!
—No, esposo mío —respondió de inmediato Maiv—. Yo no creo que Anyr esté loco. Pero, si lo está, me ha contagiado, porque yo pienso como él.
—¿Qué? Maldito sea, esto es...
Maiv volvió a interrumpirlo.
—¡Escúchame, Raerche! Yo sabía que algo estaba mal, lo sabía desde que fui esta mañana a la habitación de Sivorne, pero no percibía claramente qué era, y traté de no pensar más en ello. Pero no pude. Conozco a mi hija mejor que nadie en este mundo y sé, aunque no puedo explicar cómo, que ésta no es la misma muchacha a la que besé anoche antes de que se fuera a dormir.
Raerche comenzó a protestar, e incluso la expresión de Aronin reflejaba sus dudas ante lo que su razón le decía que era una afirmación imposible. Pero mientras discutían, Maiv les dio la espalda y miró a Ghysla.