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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (4 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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La última pregunta vino precedida de un breve silencio. El comisario no era de aquellos que se podían clasificar en la categoría de estúpidos. Sí, más bien, en la de capullos.

—Claro, comisario —repuso Herrero, acercándose de nuevo el auricular—. Estaba tomando nota de lo que mandaba.

—Un día de éstos vamos a tener problemas usted y yo. Bueno, no se entretenga más y salga pitando para allí. No olvide llamarme en cuanto tenga algo.

—A sus órdenes —contestó Herrero a un inerme aparato, ya que el comisario había colgado.

Sin dejar el aparato, marcó el número de su casa. Al cuarto timbrazo saltó el contestador. Esperó a que diese la señal y dejó un mensaje para su mujer, que sin duda estaría de camino a casa, desde la centralita telefónica donde trabajaba. Con voz átona le comunicaba que llegaría tarde y que no lo esperase a cenar. Era un mensaje tan trillado que le salía automáticamente.

Con parsimonia, Herrero se acomodó en la ancha silla de metal y plástico que había
tomado prestada
del cuarto donde se llevaban a cabo los interrogatorios a los detenidos. Como siempre que necesitaba relajarse o pensar, cogió de una caja una hoja de papel usado destinado al triturador y con unas largas tijeras empezó a cortar esquinas tranquilamente.

Volvió a marcar un número, esta vez una serie más corta, pues era una llamada interna, y preguntó al oficial de guardia si había visto al inspector Estévez. Por algún motivo desconocido para Herrero, el agente trató de ocultar lo evidente: que Estévez no estaba por el edificio, algo de lo que el inspector jefe no tenía la menor duda. Aquel anormal estaría en casa de su amante, una pelandusca con menos cerebro que él.

Siempre lamentaba que la mujer de Estévez no llamara ningún viernes por la tarde, para poder tener la satisfacción de decirle que el imbécil de su marido no había acudido a la oficina, pero era comprensible que la pobre mujer no tuviera ningún interés en preguntar por aquella calamidad.

Una vez cubierto el trámite de preguntar por su inspector, pensó en llamar a Ramírez, el otro inspector que le quedaba, dada la plaga de gripe que asolaba la comisaría. Pero Ramírez llevaba dos días sin dormir, pues a su hijo pequeño le estaban saliendo los dientes, y Herrero lo había mandado a casa. No aportaría mucho en el estado en el que estaba.

Finalmente llamó al subinspector Ponte y al agente Cuéllar, de su grupo, y los citó en el aparcamiento. Arreglándose un poco el arrugado abrigo, tomó el ascensor y bajó a reunirse con ellos.

Repantigado en el asiento del copiloto del coche policial sin distintivos conducido por el servicial Cuéllar, el inspector jefe trataba de relajarse mientras cruzaban las abarrotadas calles de la capital. Detrás, el subinspector Ponte, con un móvil atrapado entre su oreja y el hombro, se esforzaba en recopilar más datos sobre la situación, que apuntaba en una pequeña libreta.

Bajo el asiento de Herrero, había una lámpara azul destellante con un alargador que se conectaba al mechero del coche, pero sus subordinados sabían de sobra que el inspector no haría uso de ella, ni de la sirena escondida bajo el salpicadero, así que se lo tomaban con filosofía.

Hasta que llegaron a su destino, los tres apenas intercambiaron unas palabras sobre las medidas que habían sido tomadas para aislar el lugar del crimen, y otros temas recurrentes como los nuevos calendarios laborales y la tan prometida y esquiva subida de sueldo.

—Inspector Herrero, me alegra verlo por aquí —lo saludó su homólogo de la policía científica, Dos Anjos, cuando se encontraron en la entrada de la mansión.

Herrero recibió con satisfacción el saludo. Miguel Dos Anjos era un joven pero experimentado inspector que conocía el oficio. Aunque tenía nacionalidad española, Dos Anjos era de origen portugués y raza gitana. Había comenzado como patrullero, pateando la calle de noche y luchando contra la desconfianza de sus superiores y de sus propios compañeros, que no acababan de entender qué hacía un gitano en su plantilla. También había tenido que lidiar con su familia al ingresar en el cuerpo. Poco a poco y con gran esfuerzo había logrado ir ascendiendo solventando todas las trabas que se le ponían hasta llegar a la brigada científica. Herrero había trabajado anteriormente con él en otros casos y le había sorprendido su profesionalidad e intuición, algo que el inspector anteponía sobre cualquier otra virtud en un policía.

—Hola, Miguel. Me acaba de avisar el comisario, así que estoy a oscuras. ¿Qué es lo que tenemos?

—Así que el jefe le ha fastidiado el fin de semana —sonrió el inspector y, examinado su libreta, añadió—: No tenemos mucho por ahora. Uno de los muertos se llamaba Nikolaos Tsaldharis. De setenta y tres años de edad. Era el propietario de esta mansión. Impresionante, ¿verdad?

Herrero no pudo sino estar de acuerdo. Todas las construcciones de aquella zona excedían lo que cualquier persona necesitaba para fundar una familia, pero se quedaban pequeñas al lado de la que visitaba ahora. Se trataba de una mansión de tres plantas de al menos ochocientos metros cuadrados cada una, encalada de blanco y rodeada de un inmenso jardín que contenía una piscina olímpica. El perímetro aislaba la edificación de miradas exteriores indiscretas por medio de frondosos árboles, en su mayoría grandes pinos y abetos.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba? —preguntó Herrero.

—Nikolaos Tsaldharis —repuso al instante el inspector sin hacerse un lío con la difícil pronunciación—. Un antiguo armador griego, de esos que empezaron con nada y terminaron con más de lo que podían gastar en toda su vida. Vivía solo, atendido por una legión de sirvientes. Por las noches, sin embargo, los despachaba a todos y se quedaba solo con una enfermera. Por lo que me han dicho era un tipo muy extraño. Desde que se retiró, hace ocho años, no había vuelto a salir de estas paredes. Tenía un pasante inglés que hacía funciones de secretario personal, Robert Aldrich. Llevaba toda la administración de su capital, sus negocios, incluso la elección del personal doméstico. Ha sido él quien nos ha avisado.

—Ha dicho usted que el tal Nikolaos era una de las víctimas. ¿Es la enfermera que lo cuidaba la otra?

—Así es. Los asesinatos fueron llevados a cabo pasadas las diez de la noche, cuando los sirvientes ya se habían marchado. Creo que la enfermera murió enseguida. Ahora la verá usted. Se trata de una señora de mediana edad. Susana Escobar, si no recuerdo mal. Sí, efectivamente. Era diplomada en enfermería y llevaba al servicio de Nikolaos desde hace más de nueve años. Aparentemente alguien se le acercó por detrás, le tapó la boca con la mano y la degolló con un tajo profundo que va de oreja a oreja. El asesino la dejó donde la había matado. El viejo no tuvo tanta suerte.

Mientras hablaban habían subido las escalinatas que llevaban a un espacioso salón. En las paredes colgaban pinturas de diferentes épocas, autores y escuelas. Annibale Currad, Caravaggio, Tiziano, Delacroix, David Friedrich y Goya compartían los honores con Picasso, Manet, Degas, Gauguin y Piet Mondrian.

Los suelos de madera noble estaban tapizados por gruesas alfombras persas, chinas y del Turkestán. Sobre los pesados muebles macizos de caoba, descansaban figurillas de ébano y marfil, jarrones chinos, piezas de jade, bustos clásicos e instrumentos de todo tipo.

—Un poco recargado, ¿no le parece? —preguntó Herrero mientras examinaba atentamente una figura de un guerrero oriental modelado en barro.

—Sin duda lo es —repuso Dos Anjos, que de arte andaba poco versado—. Pero aquí hay una fortuna. Estoy seguro de que con lo que cuesta esa figurita terminaría de pagar el piso.

—¿Han echado de menos alguna pieza? —preguntó distraídamente el inspector jefe, sin dejar de observar al guerrero. Sabía que era prematuro hablar de aquello, pero le gustaba tantear las cosas antes de meterse de lleno en la investigación.

—No hemos tenido mucho tiempo aún, pero en principio no parece que haya ninguna marca ni en las paredes ni sobre los muebles.

—Dada la extrema limpieza que hay en esta casa, dudo que queden marcas —dijo Herrero mientras levantaba una pieza ante el horror de los demás policías.

—Puede ser —contestó tranquilamente Dos Anjos, que conocía las maneras poco ortodoxas del inspector jefe—. De todas formas cuando retiremos los cuerpos haremos un barrido a fondo. ¿Qué opina de esto?

Herrero se acercó a la enorme mesa de madera oscura donde se centraba la atención de sus dos hombres y de los de la científica. Un agente, enfundado en un buzo blanco con capucha y mascarilla, disparaba sin cesar su cámara fotográfica desde todos los ángulos.

Sobre la mesa se encontraba el cuerpo desnudo y roto de un hombre mayor. Sin tocar nada y con la tranquilidad que proporciona la experiencia, Herrero examinó concienzudamente el cadáver. Lo habían tumbado boca arriba y le habían atado las piernas a las patas de la mesa. Las manos estaban clavadas al tablero, con gruesos clavos, por las muñecas. En la mano derecha faltaban todos los dedos, que estaban esparcidos por el piso. En la izquierda aún permanecían dos de ellos. Las orejas también habían sido arrancadas y colgaban de la araña de cristal situada sobre la mesa. Una de ellas se veía parcialmente masticada. La misma suerte había corrido la virilidad del pobre individuo. Lo que quedaba de ella estaba al lado del torturado rostro, como si el asesino se hubiese querido asegurar de que la víctima fuera consciente de su tarea. La nariz fracturada y la boca tumefacta, a la que faltaban varios dientes, no ayudaban a reconocer la identidad de aquel despojo.

En el tren de alta velocidad Madrid-Sevilla, Etzel abandonaba la capital española. En el asiento de al lado, para el que había cogido billete por si algún entrometido revisor ponía alguna pega, llevaba una voluminosa caja alargada envuelta en papel de regalo azul y adornada con una vistosa cinta dorada rematada por un gran lazo.

Eran las diez de la mañana y aún quedaba una hora para llegar a la estación sevillana de Santa Justa. Etzel se planteaba el tema del desayuno mientras el paisaje corría por las ventanillas. A pesar de la temperatura controlada del vagón, prefería no quitarse la cazadora de cuero que vestía sobre un polo negro. Unos elegantes zapatos y los artificialmente envejecidos vaqueros completaban su vestuario, discreto pero de calidad. El cabello negro y engominado hacia atrás enmarcaba un rostro pálido, de ojos marrones, e imberbe. Su figura alta y estilizada ofrecía un aire inquietante.

Horas antes, en la mansión del magnate griego, ni el pelo era negro, ni tenía gomina, ni los ojos castaños, ni su vestuario se parecía en lo más mínimo.

Quizá era un exceso de celo pero aunque la policía aún tardaría horas en movilizarse, era mejor no utilizar el aeropuerto de Madrid. Desde Sevilla sería más discreto tomar un vuelo a París, donde tenía previsto descansar unos días.

Justo acababa de meterse el móvil en el bolsillo del pantalón. Etzel había dejado sonar un número convenido de veces el teléfono antes de colgar para informar a su cliente de que había cumplido el encargo. Por fortuna no había habido más contratiempos. En un trabajo anterior, meses atrás, las cosas habían ido aún peor.

Durante un mes había estado controlando la rutina del hombre. En ese tiempo el tipo había llegado a su casa puntualmente a las seis de la tarde, no volviendo a salir hasta la mañana siguiente. El estuche que Etzel debía robar, de gran tamaño, también volvía con él a la misma hora. Etzel ya conocía el interior de la casa, que había recorrido y fotografiado en ausencia de la familia.

Había llegado a la conclusión de que el paquete se quedaba en el despacho de abajo, mientras su propietario, con su mujer e hijos, dormía en la planta de arriba, adonde se retiraban hacia las nueve y media de la noche, después de cenar.

El plan era sencillo: entrar antes de las seis, cuando la casa estaba desierta, esconderse en el pequeño aseo del despacho, que no se utilizaba, y esperar hasta que terminaran de cenar y se fueran a sus cuartos. Después cogería el paquete y saldría por la puerta tranquilamente. Cuando a la mañana siguiente el hombre echara en falta el estuche, Etzel estaría ya muy lejos.

Pero aquella noche uno de los hijos adolescentes del matrimonio volvió a casa bastante más tarde de lo habitual, junto a un grupo de amigos. Los chavales habían estado bebiendo y se acercaron a la casa sigilosamente para que los padres no se dieran cuenta, con tan mala suerte que coincidieron con Etzel, que ya se marchaba con el paquete. El hijo no se dejó engañar y enseguida se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, dio la alerta y todos salieron corriendo detrás. A Etzel no le quedó más remedio que dejar el codiciado y voluminoso estuche y huir apresuradamente para no ser víctima de un linchamiento a manos de los alborotados jóvenes.

Etzel había descargado su frustración con un mendigo que dormitaba en un banco tapado con unos cartones. Cuando se tranquilizó, el indigente sangraba por varios sitios y estaba sin sentido.

Esa noche había jurado resarcirse con un trabajo impecable pero también habían surgido dificultades, siendo necesaria la intervención del propio cliente para que, desde donde estuviese, hiciese una llamada a Suiza solicitando ayuda.

Cuando dos horas más tarde éste llamó y dijo con tono despectivo que el viejo había mentido, Etzel perdió los papeles y se encarnizó aún más con el pobre anciano, que yacía sobre la mesa de su casa. Al final, el viejo confesó dónde ocultaba el estuche. Realmente el escondite era todo un logro técnico, imposible de detectar, pero el cliente no se había mostrado muy razonable con las dificultades sufridas.

GINEBRA. NOVIEMBRE DE 2003

Sentado frente a la mesa de su despacho, Ludwig Dreifuss leía el informe que sostenía en la mano, alumbrado por la pálida luz de un flexo. Aunque eran las cinco y media de la tarde entraba un suave resplandor por el ventanal que daba al lago Leman, donde el Ródano se ensanchaba para bañar las orillas de la ciudad.

Antes de que la oscuridad terminara de cerrarse, Ludwig había estado contemplando la magnífica panorámica, admirando la fuerza del chorro de agua,
le Jet d’Eau
, que se alzaba ciento veinte metros por encima del lago. También había admirado el fenómeno conocido como
seiches
, en el que la oscilación de la superficie del agua variaba un metro en un intervalo de tiempo de sólo media hora.


la exploración del oído derecho se aprecia una zona granulomatosa abombada en epitímpano. El TAC muestra compatibilidad con colesteomatoma. Hipoacusia de conducción con buena conservación de la vía ósea

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