—Pero, !habla de una vez! —imploró—, busquemos juntos. ¿No hay realmente ninguna tabla de salvación?
—Ninguna, lo sabes muy bien —respondió ella—; tú mismo exponías la situación hace un momento; no podemos esperar ayuda de nadie; nuestros propios hijos nos han traicionado.
—Huyamos, entonces… ¿Quieres que dejemos Plassans esta noche, ahora mismo?
—¡Huir! Pero, mi pobre amigo, mañana seríamos el hazmerreír de la ciudad… ¿No te acuerdas de que has mandado cerrar las puertas?
Pierre se debatía; imprimía a su espíritu una tensión extraordinaria; después, como vencido, en tono suplicante, murmuró:
—Te lo ruego, encuentra una idea, tú; aún no has dicho nada.
Felicité alzó la cabeza, fingiendo sorpresa; y, con un gesto de profunda impotencia:
—Soy una boba en estas materias —dijo—; no entiendo nada de política, me lo has repetido cien veces. —Y como su marido callaba, cortado, bajando los ojos, continuó lentamente, sin reproches—: Tú no me has puesto al tanto de tus asuntos, ¿verdad? Lo ignoro todo, ni siquiera puedo darte un consejo… Por otra parte, has hecho muy bien, las mujeres son a menudo parlanchinas, y es cien veces posible que los hombres conduzcan la barca solos.
Decía esto con una ironía tan fina que su marido no sintió la crueldad de sus chanzas. Experimentó simplemente un gran remordimiento. Y de repente, se confesó. Habló de las cartas de Eugène, explicó sus planes, su conducta, con la locuacidad de un hombre que hace su examen de conciencia y que implora un salvador. A cada instante, se interrumpía para preguntar: «¿Qué habrías hecho tú, en mi lugar?», o bien exclamaba: «¿Verdad? Tenía yo razón, no podía obrar de otro modo». Félicité no se dignaba hacer un gesto ni siquiera. Escuchaba, con la ceñuda rigidez de un juez. En el fondo, saboreaba goces exquisitos; por fin lo tenía cogido, a aquella buena pieza; y jugaba con él como una gata juega con una bola de papel; y él tendía las manos para que ella le pusiera las esposas.
—Pero espera —dijo Pierre saltando rápidamente de la cama—, voy a dejarte leer la correspondencia de Eugène. Juzgarás mejor la situación.
Ella intentó vanamente detenerlo por un faldón del camisón; él desplegó las cartas sobre la mesilla de noche, se acostó, le leyó páginas enteras, la forzó a ojearlas ella misma. Ella contenía una sonrisa, empezaba a sentir lástima del pobre hombre.
—¿Y qué? —dijo, ansioso, cuando hubo acabado—. Ahora que lo sabes todo, ¿no ves alguna forma de salvarnos de la ruina? —Ella todavía no respondió. Parecía reflexionar profundamente—. Eres una mujer inteligente —prosiguió él, para halagarla—; me equivoqué al ocultarte esto, lo reconozco…
—No hablemos más de eso —respondió Felicité—. En mi opinión, si tuvieras mucho valor… —Y como él la miraba con aire ávido, se interrumpió; dijo, con una sonrisa—: Pero ¿me prometes en serio que no volverás a desconfiar de mí? ¿Me lo dirás todo? ¿No obrarás sin consultarme?
El juró, aceptó las condiciones más duras. Entonces Félicité se acostó a su vez; había cogido frío, se acercó mucho a él; y en voz baja, como si hubieran podido oírles, le explicó largamente su plan de campaña. Según ella, era preciso que el pánico soplara con más violencia en la ciudad y que Pierre conservase una actitud de héroe en medio de los consternados habitantes. Un secreto presentimiento, decía, le hacía pensar que los insurgentes estaban aún lejos. Por otra parte, tarde o temprano, el partido del orden ganaría, y los Rougon serían recompensados. Después del papel de salvadores, no era desdeñable el papel de mártires. Lo hizo tan bien, habló con tanta convicción, que su marido, sorprendido al principio por la simplicidad de su plan, que consistía en manifestar audacia, acabó viendo en él una táctica maravillosa y prometió cumplirlo, mostrando todo el valor posible.
—Y no olvides que soy yo quien te salva —murmuró la vieja, con voz mimosa—. ¿Serás bueno?
Se besaron, se dieron las buenas noches. Fue un renacimiento para aquellos dos ancianos abrasados por la codicia. Pero ni uno ni otro se durmieron; al cabo de un cuarto de hora, Pierre, que miraba en el cielo raso una mancha redonda de la lamparilla, se volvió y, en voz muy baja, comunicó a su mujer una idea que acababa de brotar en su cerebro.
—¡Oh, no! ¡No! —murmuró Felicité con un estremecimiento—. Sería demasiado cruel.
—¡Vaya! —prosiguió él—, ¿no quieres que los habitantes estén consternados?… Me tomarían en serio, si lo que te he dicho ocurriera… —Después, al completarse su proyecto, exclamo—: Podríamos utilizar a Macquart… Sería una manera de desembarazarse de él.
Felicité pareció impresionada por esta idea. Reflexionó, vaciló y, con voz turbada, balbució:
—Quizá tengas razón. Habría que verlo… Después de todo, seríamos muy idiotas si tuviéramos escrúpulos; se trata para nosotros de una cuestión de vida o muerte. Déjame a mí, iré mañana a visitar a Macquart, y ya veré si podemos entendernos con él. Tú te pelearías, lo estropearías todo… Buenas noches, que duermas bien, queridito… Hale, nuestras penas acabarán.
Se besaron una vez más, se durmieron. Y en el cielo raso la mancha de luz se redondeaba como un ojo aterrado, abierto y clavado largamente sobre el sueño de esos burgueses descoloridos, rezumando crímenes entre las sábanas, que veían en sueños caer en su dormitorio una lluvia de sangre, cuyas anchas gotas se mudaban en piezas de oro sobre las baldosas.
Al día siguiente, antes de clarear, Felicité fue al ayuntamiento, provista de instrucciones de Pierre para llegar hasta Macquart. Llevaba, en una cartera, el uniforme de guardia nacional de su marido. Por lo demás, sólo vio a unos hombres durmiendo a pierna suelta en el retén. El portero, que estaba encargado de alimentar al preso, subió a abrirle el cuarto de aseo, transformado en celda. Después volvió a bajar tranquilamente.
Macquart llevaba encerrado en el cuarto dos días y dos noches. Había tenido tiempo de hacer prolongadas reflexiones. Cuando hubo dormido, las primeras horas se entregó a la cólera, a una rabia impotente. Sentía ganas de destrozar la puerta, ante la idea de que su hermano se pavoneaba en la habitación contigua. Y se prometía estrangularlo con sus propias manos cuando los insurrectos llegaran a liberarlo. Pero por la tarde, al crepúsculo, se calmó, dejó de dar furiosas vueltas por el estrecho cuarto. Respiraba allí un suave olor, una sensación de bienestar que sosegaba sus nervios. El señor Garçonnet, muy rico, delicado y coqueto, había mandado arreglar aquel reducto de manera muy elegante; el diván era mullido y tibio; perfumes, pomadas y jabones guarnecían el lavabo de mármol; y la luz, palideciente, caía del techo con blanda voluptuosidad, como los resplandores de una lámpara colgada en una recámara. Macquart, en medio de ese aire almizclado, soso y adormilado que ronda por los cuartos de aseo, se durmió pensando que los ricos, aquellos diablos, «eran muy felices, a fin de cuentas». Se había tapado con una manta que le habían dado. Estuvo tumbado hasta la mañana, con la cabeza, la espalda y los brazos apoyados en las almohadas. Al abrir los ojos, un hilo de sol se deslizaba por el vano. No abandonó el diván, tenía calor, pensó mientras miraba a su alrededor. Se decía que nunca tendría un rincón parecido para asearse. Le interesaba sobre todo el lavabo; no era nada difícil, pensaba, ir limpio con tantos tarritos y tantos frascos. Eso le hizo pensar amargamente en su vida fracasada. Se le ocurrió la idea de que a lo mejor se había equivocado de camino; no se gana nada con frecuentar a los pordioseros; no tendría que haberse mostrado duro, y sí entenderse con los Rougon. Después rechazó este pensamiento. Los Rougon eran unos malvados que le habían robado. Pero las tibiezas, las blanduras del diván, seguían dulcificándolo, inspirándole vagas nostalgias. Después de todo, los insurgentes lo abandonaban, se dejaban derrotar como imbéciles. Acabó concluyendo que la República era una engañifa. Esos Rougon tenían suerte. Recordó sus maldades inútiles, su guerra sorda; nadie, en la familia, lo había apoyado: ni Aristide, ni el hermano de Silvère, ni el propio Silvère, que era un idiota por entusiasmarse con los republicanos, y que nunca llegaría a nada. Ahora su mujer estaba muerta, sus hijos lo habían dejado; reventaría solo, en un rincón, sin un céntimo, como un perro. Decididamente, tendría que haberse vendido a la reacción. Pensando en esto, miraba de reojo el lavabo, asaltado por unos enormes deseos de ir a lavarse las manos con cierto polvo de jabón contenido en una caja de cristal. Macquart, como todos los haraganes a quienes mantienen una mujer o sus hijos, tenía gustos de peluquero. Aunque llevaba pantalones remendados, adoraba inundarse de aceite aromático. Se pasaba las horas en el barbero, donde se hablaba de política, y que le pasaba el peine entre dos discusiones. La tentación resultó demasiado fuerte; Macquart se instaló ante el lavabo. Se lavó las manos, la cara; se peinó, se perfumó, hizo un aseo completo. Usó todos los frascos, todos los jabones, todos los polvos. Pero su mayor gozo consistió en secarse con las toallas del alcalde; eran flexibles, espesas. Hundió en ellas su cara húmeda, y aspiró beatíficamente todos los aromas de la riqueza. Después, bien untado de cosméticos, cuando olió bien de la cabeza a los pies, volvió a tumbarse en el diván, rejuvenecido, inclinado a ideas conciliadoras. Experimentó un horror todavía mayor por la República después de haber metido la nariz en los tarros del señor Garçonnet. Le brotó la idea de que quizá ya era hora de hacer las paces con su hermano. Pensó lo que podría pedir por una traición. Su rencor contra los Rougon seguía royéndole el corazón; pero estaba en uno de esos momentos en que, acostado de espaldas, en el silencio, uno se dice verdades duras, se regañaba por no haberse procurado, incluso a costa de sus odios mas queridos, un hueco dichoso para cobijar sus cobardías de alma y de cuerpo. Hacia el atardecer, Antoine se decidió a llamar a su hermano al día siguiente. Pero cuando, a la mañana siguiente, vio entrar a Félicité comprendió que tenían necesidad de él. Se puso en guardia.
La negociación fue larga, llena de perfidias, llevada con infinito arte. Intercambiaron al principio vagas quejas. Félicité, sorprendida de encontrar a Antoine casi cortés, tras la escena grosera que había hecho en su casa el domingo por la noche, la tomó con él en un tono de suave reproche. Deploró los odios que desunen a las familias. Pero realmente él había calumniado y perseguido a su hermano con una saña que había sacado de sus casillas al pobre Rougon.
—¡Pardiez! Mi hermano nunca se condujo como un hermano conmigo —dijo Macquart con contenida violencia—. ¿Es que acudió en mi ayuda? Me habría dejado reventar en mi cuchitril… Cuando fue amable conmigo, se acordará usted, en la época de los doscientos francos, creo que no se me puede acusar de haber hablado mal de él. Repetía por todas partes que tenía un gran corazón.
Lo cual significaba claramente: Si hubieran seguido proporcionándome dinero, habría sido encantador con ustedes, y les hubiera ayudado, en vez de combatirles. La culpa es suya. Había que comprarme.
Félicité lo comprendió tan bien que respondió:
—Ya sé, usted nos ha acusado de dureza, porque se imagina que vivimos con desahogo; pero se equivoca, mi querido hermano: somos gente pobre; jamás hemos podido obrar con usted como nuestro corazón deseaba. —Vaciló un instante, y luego continuó—: En rigor, en una circunstancia grave, podríamos hacer un sacrificio; pero, de veras, ¡somos tan pobres, tan pobres!
Macquart aguzó la oreja. «¡Los tengo!», pensó. Entonces, sin aparentar haber oído la oferta indirecta de su cuñada, desplegó su miseria con voz doliente, contó la muerte de su mujer, la huida de sus hijos. Felicité, por su parte, habló de la crisis que atravesaba el país; pretendió que la República había acabado de arruinarlos. De frase en frase, llegó a maldecir una época que obligaba al hermano a encarcelar al hermano. ¡Cómo sangraría su corazón, si la justicia no quisiera devolver su presa! Y soltó la palabra «galeras».
—Apuesto a que no —dijo tranquilamente Macquart.
Pero ella clamó:
—Antes rescataría con mi sangre el honor de la familia. Lo que le digo es para demostrarle que no lo abandonaremos… Vengo a proporcionarle los medios para huir, mi querido Antoine.
Se miraron por un instante a los ojos, tanteándose con la mirada antes de entablar la lucha.
—¿Sin condiciones? —preguntó él por fin.
—Sin ninguna condición —respondió Felicité. Se sentó a su lado en el diván, y luego continuó con voz decidida—: E incluso, antes de cruzar la frontera, si quiere usted ganar un billete de mil francos, puedo proporcionarle los medios.
Hubo un nuevo silencio.
—Si el asunto es limpio —murmuró Antoine, que parecía reflexionar—. Ya sabe usted, no quiero meterme en sus tejemanejes.
—Pero si no hay tejemanejes —prosiguió Felicité, riéndose de los escrúpulos del viejo tunante—; va usted a salir ahora mismo de este cuarto, irá a esconderse a casa de su madre y, por la noche, reunirá a sus amigos, y vendrá a recuperar el ayuntamiento.
Macquart no pudo ocultar una honda sorpresa. No entendía nada.
—Creía —dijo— que habían salido ustedes victoriosos.
—¡Oh!, no tengo tiempo de ponerle al corriente —respondió la vieja con cierta impaciencia—. ¿Acepta usted o no acepta?
—Pues, bueno, no, no acepto… Quiero reflexionar. Por mil francos sería muy idiota si a lo mejor arriesgase una fortuna.
Felicité se levantó.
—Como le parezca, amigo mío —dijo fríamente—. Realmente no tiene usted conciencia de su situación. Ha venido a mi casa a llamarme vieja bribona, y cuando tengo la bondad de tenderle la mano en el agujero donde ha cometido la tontería de caer se anda con melindres, no quiere que le salven. ¡Bueno!, pues quédese aquí, espere a que regresen las autoridades. Yo me lavo las manos.
Estaba ya en la puerta.
—Pero —imploró él—, deme algunas explicaciones. No puedo cerrar un trato con usted sin saber. Desde hace dos días ignoro lo que pasa. ¿Cómo sé yo que no me están robando ustedes?
—Mire, es usted un necio —respondió Felicité, a quien este arrebato de sinceridad lanzado por Antoine hizo volver sobre sus pasos—. Se equivoca muy mucho al no ponerse ciegamente de nuestra parte. Mil francos es una linda suma, y no se arriesga sino por una causa ganada. Acepte, se lo aconsejo.
Él seguía vacilando.
—Pero, cuando tomemos la alcaldía, ¿nos dejarán entrar tranquilamente?