El pánico de la noche aumentó aún más el terrible efecto causado, por la mañana, por la vista de los cuatro cadáveres. Jamás fue conocida la verdadera historia de aquel tiroteo. Los disparos de los combatientes, los martillazos de Granoux, la desbandada de la guardia nacional lanzada por las calles, habían llenado los oídos de ruidos tan terroríficos que la gran mayoría soñó siempre con una batalla gigantesca, entablada con un número incalculable de enemigos. Cuando los vencedores, engrosando la cifra de sus adversarios por una instintiva jactancia, hablaron de unos quinientos hombres, la gente protestó; los burgueses pretendieron haberse asomado a la ventana y haber visto pasar durante más de una hora nutridas oleadas de fugitivos. Todo el mundo, además, había oído correr a los bandidos bajo los balcones. Jamás quinientos hombres hubieran podido despertar así a una ciudad sobresaltada. Era un ejército, un auténtico ejército, al que la valiente milicia de Plassans había hecho meterse bajo tierra. Esta frase que pronunció Rougon: «Se han metido bajo tierra», pareció de una gran precisión, pues los retenes, encargados de defender las murallas, juraron siempre por todos los dioses que ni un solo hombre había entrado ni salido, lo cual añadió al hecho de armas una pizca de misterio, una idea de diablos cornudos abismándose en las llamas, que acabó de trastornar las imaginaciones. Es cierto que los retenes evitaron contar sus furiosos trotes. Así la gente más razonable se aferró a la idea de que una banda de insurgentes había entrado probablemente por una brecha, por un boquete cualquiera. Más adelante se difundieron rumores de traición, se habló de una emboscada; sin duda los hombres llevados por Macquart al matadero no pudieron callar la atroz verdad; pero reinaba aún tal terror, la vista de la sangre había lanzado a la reacción a tal número de cobardes que se atribuyeron esos temores a la rabia de los republicanos vencidos. Se pretendió, por otra parte, que Macquart era prisionero de Rougon, y que éste lo guardaba en un calabozo húmedo, donde lo dejaba morirse lentamente de hambre. Este horrible cuento hizo que la gente saludara a Rougon inclinándose hasta el suelo.
Fue así como ese ser grotesco, ese burgués barrigudo, blando y pálido, se convirtió en una noche en un terrible señor de quien nadie osó reírse más. Había metido un pie en la sangre. La población del barrio viejo permaneció muda de espanto ante los muertos. Pero hacia las diez, cuando la gente bien de la ciudad nueva llegó, la plaza se llenó de conversaciones sordas, de exclamaciones ahogadas. Se hablaba del otro ataque, de aquella toma de la alcaldía, en la cual el único herido había sido un espejo; y esta vez ya no bromeaban sobre Rougon, lo nombraban con despavorido respeto; era realmente un héroe, un salvador. Los cadáveres, con los ojos abiertos, miraban a aquellos señores, abogados y rentistas, que temblaban al susurrar que la guerra civil tiene muy tristes exigencias. El notario, jefe de la delegación enviada la víspera a la alcaldía, iba de grupo en grupo, recordando el «¡Yo estoy preparado!» del hombre enérgico a quien se debía la salvación de la ciudad. Fue un servilismo general. Quienes más cruelmente habían ridiculizado a los cuarenta y uno, sobre todo quienes habían motejado a los Rougon de intrigantes y cobardes que disparaban al aire, fueron los primeros en hablar de conceder una corona de laurel al «gran ciudadano del cual Plassans se enorgullecería eternamente». Pues los charcos de sangre se secaban sobre el empedrado; los muertos decían con sus heridas a cuánta audacia el partido del desorden, del pillaje, del asesinato, había llegado, y qué mano de hierro se había necesitado para sofocar la insurrección. Y Granoux, entre el gentío, recibía felicitaciones y apretones de manos. Se conocía la historia del martillo. Sólo que, por una mentira inocente, de la cual pronto ya no tuvo conciencia, pretendió que, habiendo visto a los insurgentes el primero, se había puesto a golpear la campana, para dar la alarma; sin él, la guardia nacional habría sufrido una carnicería. Eso duplicó su importancia. Su hazaña fue declarada prodigiosa. No se le llamó más que: «Señor Isidore Granoux, ya sabe, ¡ése que tocó a rebato con su martillo!». Aunque la frase fuera un poco larga, Granoux la habría adoptado de buena gana como título nobiliario; y desde entonces no se pudo pronunciar ante él la palabra «martillo» sin que creyera en una delicada lisonja.
Cuando retiraban los cadáveres, Aristide llegó a olfatearlos. Los miró en todos los sentidos, husmeando el aire, interrogando los rostros. Tenía un semblante seco, los ojos claros. Con una mano, la víspera envuelta, libre en ese instante, levantó la blusa de uno de los muertos, para ver mejor su herida. Este examen pareció convencerlo, sacarlo de una duda. Apretó los labios, se quedó un momento sin decir palabra, y luego se retiró para apresurar la distribución de
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en el cual había escrito un largo artículo. A lo largo de las casas, se acordaba de esta frase de su madre: «¡Mañana verás!». Había visto, y la cosa era muy fuerte; hasta lo espantaba un poco.
Entre tanto, Rougon empezaba a estar molesto con su victoria. Solo en el despacho del señor Garçonnet, escuchando los ruidos sordos de la multitud, experimentaba una extraña sensación que le impedía mostrarse en el balcón. Aquella sangre, sobre la cual había caminado, le adormecía las piernas. Se preguntaba qué iba a hacer hasta la noche. Su pobre cabeza vacía, desequilibrada por la crisis de la noche, buscaba desesperada una ocupación, una orden que dar, una medida que tomar, que pudiera distraerlo. Pero ya no sabía. ¿Adónde lo llevaba Felicité? ¿Se había acabado, o tendría que matar a más gente? El miedo volvía a asaltarlo, le entraban dudas terribles, veía la cinta de murallas rota por todas partes por el ejército vengador de los republicanos, cuando un gran grito: «¡Los insurrectos! ¡Los insurrectos!» estalló bajo las ventanas de la alcaldía. Se levantó de un salto y, alzando una cortina, miró al gentío que corría, enloquecido, por la plaza. Ante este rayo, en menos de un segundo se vio arruinado, saqueado, asesinado; maldijo a su mujer, maldijo a la ciudad entera. Y cuando miraba a sus espaldas con aire torvo, buscando una salida, oyó al gentío estallar en aplausos, lanzar gritos de gozo, estremecer los cristales con su alegría loca. Volvió a la ventana: las mujeres agitaban sus pañuelos, los hombres se abrazaban; había quienes se cogían de la mano y bailaban. Atónito, allí se quedó, sin entender nada, sintiendo que la cabeza le daba vueltas. A su alrededor, la gran alcaldía, silenciosa y desierta, lo espantaba.
Rougon, cuando se confesó con Felicité, jamás pudo decirle cuánto tiempo había durado su suplicio. Recordó solamente que un ruido de pasos, despertando los ecos de las vastas salas, lo había sacado de su estupor. Esperaba hombres con blusas, amados de hoces y garrotes, y fue la comisión municipal la que entró, correcta, con fraques negros, radiante. No faltaba ni un miembro. Una feliz noticia había sanado a todos aquellos señores a la vez. Granoux se arrojó en los brazos de su querido presidente.
—¡Los soldados! —tartamudeó—, ¡los soldados!
Un regimiento acababa de llegar, en efecto, a las órdenes del coronel Masson y del señor de Blériot, prefecto del departamento. Los fusiles vistos desde las murallas, a lo lejos en la llanura, habían hecho pensar al principio en la proximidad de los insurrectos. La emoción de Rougon fue tan intensa que por sus mejillas corrieron gruesas lágrimas. ¡Lloraba, el gran ciudadano! La comisión municipal miró caer esas lágrimas con respetuosa admiración. Pero Granoux se arrojó de nuevo al cuello de su amigo, gritando:
—¡Ah, qué feliz soy!… Ya sabe usted que soy hombre sincero, sí. ¡Pues bien!, todos teníamos miedo, ¿verdad, caballeros? Sólo usted ha sido grande, valiente, sublime. ¡Cuánta energía ha debido de precisar! Se lo decía hace un rato a mi mujer: Rougon es un gran hombre, merece ser condecorado.
Entonces aquellos señores hablaron de ir al encuentro del prefecto. Rougon, atolondrado, sofocado, sin poder creer en aquel repentino triunfo, balbucía como un niño. Recobró el resuello; bajó, tranquilo, con la dignidad que reclamaba aquella solemne ocasión. Pero el entusiasmo que acogió a la comisión y a su presidente en la plaza del Ayuntamiento a punto estuvo de turbar de nuevo su gravedad de magistrado. Su nombre circulaba entre el gentío, acompañado esta vez de los más cálidos elogios. Oyó a todo un pueblo repetir la confesión de Granoux, citarlo como un héroe en pie e inquebrantable en medio del pánico universal. Y hasta la plaza de la Subprefectura, donde la comisión se encontró con el prefecto, bebió su popularidad, su gloria, con desfallecimientos secretos de mujer enamorada cuyos deseos son saciados por fin.
El señor de Blériot y el coronel Masson entraron solos en la ciudad, dejando a la tropa acampada en la carretera de Lyon. Habían perdido un tiempo considerable, engañados sobre la marcha de los insurrectos. Por lo demás, sabían que ahora estaban en Orchéres; sólo tenían que detenerse una hora en Plassans, el tiempo necesario para tranquilizar a la población y publicar las crueles ordenanzas que decretaban el embargo de los bienes de los insurgentes, y la muerte de todo individuo sorprendido con las armas en la mano. El coronel Masson esbozó una sonrisa cuando el comandante de la guardia nacional ordenó correr los cerrojos de la puerta de Roma, con un ruido espantoso de vieja chatarra. El retén acompañó al prefecto y al coronel como guardia de honor. A lo largo de todo el paseo Sauvaire, Roudier contó a aquellos señores la epopeya de Rougon, los tres días de pánico, rematados por la brillante victoria de la noche pasada. Así, cuando los dos cortejos se encontraron frente a frente, el señor de Blériot avanzó prestamente hacia el presidente de la comisión, le estrechó las manos, lo felicitó, rogándole que siguiera velando por la ciudad hasta el regreso de las autoridades; y Rougon saludaba, mientras el prefecto, llegado a la puerta de la subprefectura, donde deseaba descansar un momento, decía en voz alta que no olvidaría en su informe dar a conocer su hermosa y valiente conducta.
Entre tanto, pese al gran frío, todo el mundo se encontraba en las ventanas. Félicité, asomándose a la suya, a riesgo de caer, estaba palidísima de gozo. Cabalmente Aristide acababa de llegar con un número de
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, en el cual se había declarado netamente en favor del golpe de Estado, que acogía «como aurora de la libertad en el orden y del orden en la libertad». Y había hecho también una delicada alusión al salón amarillo, reconociendo sus errores, diciendo que «la juventud es presuntuosa», y que «los grandes ciudadanos callan, reflexionan en silencio, y pasan por alto los insultos, para erguirse en todo su heroísmo el día de la lucha». Estaba especialmente contento con esta frase. Su madre encontró el artículo espléndidamente escrito. Besó a su querido hijo, lo puso a su derecha. El marqués de Carnavant, que también había ido a verla, cansado de enclaustrarse, presa de una furiosa curiosidad, se acodó a su izquierda, en la barandilla de la ventana.
Cuando el señor de Blériot, en la plaza, le tendió la mano a Rougon, Felicité lloró.
—¡Oh!, mira, mira —le dijo a Aristide—. Le ha estrechado la mano. Fíjate, se la vuelve a coger. —Y echando un vistazo a las ventanas donde se amontonaban las cabezas—: ¡Cómo deben de rabiar! Mira a la mujer del señor Peirotte, muerde el pañuelo. Y allá abajo, las hijas del notario, y la señora Massicot, y la familia Brunet, qué caras, ¿eh? ¡Cómo se les alarga la nariz!… ¡Ah, vaya!, ahora nos toca el turno a nosotros.
Siguió la escena que sucedía a la puerta de la Subprefectura con arrobo, con una agitación de cigarra ardiente. Interpretaba los menores gestos, inventaba las palabras que no podía oír, decía que Pierre saludaba muy bien. Por un momento, se puso de mal humor, cuando el prefecto concedió una frase al pobre Granoux que giraba a su alrededor, mendigando un elogio; sin duda el señor de Blériot conocía ya la historia del martillo, pues el ex comerciante de almendras se ruborizó como una jovencita y pareció decir que no había hecho más que su deber. Pero lo que la enojó más aún fue la excesiva bondad de su marido, que presentó a Vuillet a aquellos caballeros; la verdad es que Vuillet se colaba entre ellos, y Rougon se vio obligado a mencionarlo.
—¡Qué intrigante! —murmuró Felicité—. Se mete en todas partes… ¡Mi pobrecito debe de estar tan turbado!… Ahora le habla el coronel. ¿Qué le estará diciendo?
—¡Ah!, pequeña —respondió el marqués con fina ironía—, le felicita por haber cerrado tan cuidadosamente las puertas.
—Mi padre ha salvado a la ciudad —dijo Aristide con voz seca—. ¿Vio usted los cadáveres, caballero?
El señor de Carnavant no respondió. E incluso se retiró de la ventana y fue a sentarse en un sillón moviendo la cabeza, con aire ligeramente asqueado. En ese momento, al marcharse el prefecto de la plaza, apareció Rougon, se lanzó al cuello de su mujer.
—¡Ah! ¡Querida mía! —balbuceó.
No pudo decir más. Félicité le hizo besar también a Aristide, hablándole del espléndido artículo de
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. Pierre habría besado igualmente al marqués en las mejillas, tan emocionado estaba. Pero su mujer se lo llevó aparte, y le dio la carta de Eugène que había metido de nuevo en un sobre. Fingió que acababan de traerla. Pierre, triunfante, se la tendió tras haberla leído.
—Eres una bruja —le dijo riendo—. Lo has adivinado todo. ¡Ah, qué tonterías iba a hacer sin ti! Vamos, haremos juntos nuestros pequeños negocios. Bésame, eres una buena mujer.
La tomó en sus brazos, mientras ella intercambiaba con el marqués una discreta sonrisa.
Fue solamente el domingo, dos días después de la carnicería de Sainte-Roure, cuando las tropas volvieron a pasar por Plassans. El prefecto y el coronel, a quienes el señor Garçonnet había invitado a cenar, entraron solos en la ciudad. Los soldados dieron la vuelta por las murallas y fueron a acampar en el arrabal, junto a la carretera de Niza. La noche caía; el cielo, cubierto desde la mañana, tenía extraños reflejos amarillos que iluminaban la ciudad con una claridad turbia, parecida a esos brillos cobrizos de los días de tormenta. La acogida de los habitantes fue miedosa; esos soldados, todavía ensangrentados, que pasaban, cansados y mudos, en el crepúsculo sucio, asquearon a los pequeños burgueses aseados del paseo, y esos señores, retrocediendo, se contaban al oído espantosas historias de tiroteos, de feroces represalias, cuyo recuerdo ha conservado la región. El terror al golpe de Estado comenzaba, terror enloquecido, aplastante, que tuvo al sur tembloroso durante largos meses. Plassans, en su pavor y su odio a los insurgentes, había podido acoger a la tropa, al pasar por primera vez, con gritos de entusiasmo; pero en aquel momento, ante ese regimiento sombrío que disparaba a una palabra de su jefe, los propios rentistas, y hasta los notarios de la ciudad nueva, se interrogaban con ansiedad, se preguntaban si no habrían cometido algún pecadillo político merecedor de un tiro de fusil.