Mientras tanto Macquart había pasado el día en casa de tía Dide. Se había tumbado sobre el viejo arcón, echando de menos el diván del señor Garçonnet. En diversas ocasiones tuvo unas ganas locas de ir a mermar sus doscientos francos en algún café vecino; aquel dinero, que había metido en uno de los bolsillos del chaleco, le quemaba el costado; empleó el tiempo en gastarlo en su imaginación. Su madre, a cuya casa acudían los hijos desde hacía unos días, enloquecidos, con semblantes pálidos, sin que ella saliera de su silencio, sin que su rostro perdiera su muerta inmovilidad, dio vueltas a su alrededor, con sus movimientos rígidos de autómata, sin parecer siquiera percibir su presencia. Ignoraba los temores que trastornaban la ciudad cerrada; estaba a mil leguas de Plassans, embarcada en esa continua idea fija que mantenía sus ojos abiertos, vacíos de pensamientos. En ese momento, sin embargo, una inquietud, una preocupación humana a veces la hacía parpadear. Antoine, sin poder resistir el deseo de comer un buen bocado, la envió a buscar un pollo asado a una casa de comidas del arrabal. Cuando se sentó a la mesa:
—¡Eh! —le dijo—, no comes pollo tan a menudo. Es para los que trabajan y saben llevar sus negocios. Tú siempre lo has derrochado todo… Apuesto a que le das tus ahorros a esa mosquita muerta de Silvère. Tiene una amante, el hipócrita. Anda, si tienes unos ahorrillos escondidos en algún rincón un día te los birlará lindamente.
Reía burlón, se consumía de salvaje alegría. El dinero que tenía en el bolsillo, la traición que preparaba, la certeza de haberse vendido a buen precio, lo llenaban del contento de las personas malas que se vuelven naturalmente alegres y chanceras en el mal. Tía Dide sólo entendió el nombre de Silvère.
—¿Lo has visto? —preguntó, abriendo por fin la boca.
—¿A quién? ¿A Silvère? —respondió Antoine—. Se paseaba entre los insurgentes con una chicarrona roja del brazo. Si se mete en un tomate, bien empleado le estará.
La abuela lo miró fijamente, y con voz grave:
—¿Por qué? —dijo simplemente.
—¡Ah!, no hay que ser tan bobo como él —prosiguió, cortado—. ¿Es que uno va a arriesgar la piel por sus ideas? Yo ya he arreglado mis asuntillos. No soy un niño.
Pero tía Dide ya no lo escuchaba. Murmuraba:
—Tenía ya las manos llenas de sangre. Me lo matarán como al otro; sus tíos le enviarán los gendarmes.
—¿Qué está mascullando ahora? —dijo su hijo, que terminaba el caparazón del pollo—. Ya sabe, me gusta que me acusen en la cara. Si alguna vez conversé sobre la República con el crío fue para conducirlo a ideas más razonables. Estaba chalado. A mí me gusta la libertad, pero es necesario que no degenere en libertinaje… Y en cuanto a Rougon, cuenta con mi estima. Es un chico inteligente y valeroso.
—Tenía el fusil, ¿verdad? —interrumpió tía Dide, cuya mente extraviada parecía seguir de lejos a Silvère por la carretera.
—¿El fusil? Ah, sí, la carabina de Macquart —prosiguió Antoine, tras haber echado un vistazo a la campana de la chimenea, donde solía estar colgada el arma—. Creo habérsela visto entre las manos. Lindo instrumento para correr por los campos del brazo de una chica. ¡Qué imbécil!
Y se creyó en el deber de gastar algunas bromas de mal gusto. Tía Dide había vuelto a pasear por la habitación. No pronunció una palabra más. Hacia el anochecer, Antoine se alejó, después de haberse puesto una blusa y calado hasta los ojos una gorra grande que su madre fue a comprarle. Entró en la ciudad como había salido de ella, contando una historia a los guardias nacionales que custodiaban la puerta de Roma. Después se dirigió al barrio viejo, donde misteriosamente se deslizó de puerta en puerta. Todos los republicanos exaltados, todos los afiliados que no habían seguido a la banda se encontraron, hacia las nueve, reunidos en un café miserable donde Macquart los había citado. Cuando hubo allá unos cincuenta hombres, les soltó un discurso, en el que habló de una venganza personal que tenía que satisfacer, de una victoria que alcanzar, de un yugo vergonzoso que sacudir, y acabó comprometiéndose a entregarles la alcaldía en diez minutos. Salía de allí, estaba vacía; la bandera roja ondearía allá esa misma noche, si ellos lo querían. Los obreros se consultaron: a esas horas la reacción agonizaba, los insurgentes estaban a las puertas, sería honorable no esperarlos para recuperar el poder, lo cual permitiría recibirlos como hermanos, con las puertas de par en par, las calles y las plazas empavesadas. Por lo demás, nadie desconfió de Macquart; su odio a los Rougon, la venganza personal de que hablaba, respondían de su lealtad. Se convino que todos aquellos que eran cazadores y que tenían en casa una escopeta irían a buscarla, y que a medianoche la banda se encontraría en la plaza del Ayuntamiento. Una cuestión de detalle estuvo a punto de detenerlos, no tenían balas; pero decidieron que cargarían sus armas con perdigones, lo cual resultaba hasta inútil, ya que no iban a encontrar la menor resistencia.
Una vez más, Plassans vio pasar, en el claro de luna mudo de sus calles, hombres armados que se deslizaban a lo largo de las casas. Cuando la banda se encontró reunida ante el ayuntamiento, Macquart, ojo avizor, avanzó atrevidamente. Llamó, y cuando el portero, aleccionado de antemano, preguntó qué querían, lo amenazó de tan espantosa forma, que el hombre, fingiendo pavor, se apresuró a abrir. La puerta giró lentamente, de par en par. El portal se ahondó, vacío y abierto.
Entonces Macquart gritó con voz fuerte:
—¡Venid, amigos!
Era la señal. El se echó rápidamente a un lado. Y mientras los republicanos se abalanzaban, de la oscuridad del patio salió un torrente de llamas, una granizada de balas que pasaron con redoble de trueno sobre el portal abierto. La puerta vomitaba muerte. Los guardias nacionales, exasperados por la espera, urgidos por librarse de la pesadilla que pesaba sobre ellos en aquel tétrico patio, habían disparado todos a la vez, con prisa febril. El resplandor fue tan intenso que Macquart vio con toda claridad, en el reflejo rojizo de la pólvora, a Rougon que intentaba apuntar. Creyó ver el cañón del fusil dirigido hacia él, recordó el rubor de Félicité, y escapó, murmurando:
—¡Nada de tonterías! Ese bribón es capaz de matarme. Me debe ochocientos francos.
Entre tanto, un alarido ascendía en la noche. Los republicanos, sorprendidos, gritando traición, habían hecho fuego a su vez. Un guardia nacional vino a caer bajo el portal. Pero ellos dejaban tres muertos. Emprendieron la huida, tropezando con los cadáveres, enloquecidos, repitiendo por las callejas silenciosas: «¡Están asesinando a nuestros hermanos!», con una voz desesperada que no hallaba eco. Los defensores del orden, que habían tenido tiempo de recargar sus armas, se precipitaron entonces a la plaza vacía, como enfurecidos, y enviaron balas a todas las esquinas de las calles, a los lugares donde la oscuridad de una puerta, la sombra de un farol, el saliente de un guardacantón, les hacían ver insurgentes. Y allá se quedaron, diez minutos, descargando sus fusiles en el vacío.
La emboscada había estallado como un rayo en la ciudad dormida. Los habitantes de las calles vecinas, despertados por el ruido de aquel tiroteo infernal, se habían sentado en la cama, castañeteando los dientes de miedo. Por nada del mundo habrían asomado la nariz por la ventana. Y lentamente, en el aire desgarrado por los disparos, una campana de la catedral tocó a rebato, con un ritmo tan irregular, tan extraño, que se hubiera dicho el martilleo en un yunque, el estruendo de un caldero colosal golpeado por el brazo de un niño encolerizado. Aquella campana aulladora, que los burgueses no reconocieron, los aterrorizó aún más que las detonaciones de los fusiles, y hubo quien creyó oír los ruidos de una fila interminable de cañones rodando por el empedrado. Volvieron a acostarse, se estiraron bajo sus mantas, como si hubieran corrido algún peligro estando sentados en el fondo de las alcobas, en las habitaciones cerradas; con las sábanas hasta la barbilla, la respiración entrecortada, se empequeñecieron, mientras los picos de sus gorros les caían sobre los ojos; y sus esposas, a su lado, hundían la cabeza en la almohada, desfallecidas.
Los guardias nacionales que se habían quedado en las murallas también oyeron los disparos. Acudieron en desbandada, en grupos de cinco o seis, creyendo que los insurgentes habían entrado por medio de algún subterráneo, y turbando el silencio de las calles con el alboroto de sus carreras atolondradas. Roudier llegó entre los primeros. Pero Rougon los envió de vuelta a sus puestos, diciéndoles severamente que no se abandonaban así las puertas de una ciudad. Consternados por este reproche —pues, en su pánico, habían dejado, en efecto, las puertas sin un defensor—, reanudaron el trote, volvieron a pasar por las calles con un estrépito todavía más horrible. Durante una hora, Plassans pudo creer que un ejército enloquecido lo cruzaba en todos los sentidos. El tiroteo, el toque a rebato, las marchas y contramarchas de los guardias nacionales, sus armas que arrastraban como garrotes, sus asustadas llamadas entre las sombras, formaban un estruendo ensordecedor de ciudad tomada por asalto y entregada al pillaje. Fue el golpe de gracia para los infelices habitantes, que creyeron todos en la llegada de los insurgentes; ya lo habían dicho ellos que sería su noche suprema, que Plassans, antes del día, se abismaría bajo tierra o se evaporaría en humo; y en la cama esperaban la catástrofe, locos de terror, imaginándose a ratos que su casa se movía ya.
Granoux seguía tocando a rebato. Cuando el silencio volvió a caer sobre la ciudad, el ruido de aquella campana resultó lamentable. Rougon, ardiendo de fiebre, se sentía exasperado por esos sollozos lejanos. Corrió a la catedral, cuyo portillo encontró abierto. El sacristán estaba en el umbral.
—¡Eh! ¡Ya basta! —le gritó a aquel hombre—; parece que alguien está llorando; es irritante.
—Pues no soy yo, caballero —respondió el sacristán, con aire desolado—. Es el señor Granoux, que ha subido al campanario… Tengo que decirle que había retirado el badajo de la campana, por orden del señor cura, justamente para evitar que tocaran a rebato. El señor Granoux no ha querido entrar en razón. Ha trepado, a pesar de todo. No sé con qué diablos puede hacer ese ruido.
Rougon subió precipitadamente por la escalera que llevaba a las campanas, gritando:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Por amor de Dios, acabe de una vez!
Una vez arriba, vio, en un rayo de luna que entraba por el festón de una ojiva, a Granoux, sin sombrero, con aire furioso, golpeando ante sí con un grueso martillo. ¡Y con qué ganas! Se echaba hacia atrás, tomaba impulso y caía sobre el bronce sonoro como si hubiera querido rajarlo. Toda su rolliza persona se encogía; después, cuando se había arrojado sobre la gran campana inmóvil, las vibraciones lo devolvían hacia atrás, y retornaba con nuevo arrebato. Recordaba a un herrero batiendo un hierro caliente; pero un herrero de levita, bajo y calvo, con actitud torpe y rabiosa.
La sorpresa clavó por un instante a Rougon ante aquel burgués endiablado, que luchaba con una campana bajo un rayo de luna. Entonces comprendió los ruidos de caldero con los que ese extraño campanero sacudía a la ciudad. Le gritó que se detuviera El otro no oyó. Tuvo que cogerlo de la levita, y Granoux, reconociéndolo:
—¿Qué tal? —dijo con voz triunfante—. ¡Ya ha oído usted! Intenté al principio golpear la campana con los puños, pero me hacía daño. Afortunadamente encontré este martillo… Unos golpes más, ¿verdad?
Pero Rougon se lo llevó. Granoux estaba radiante. Se enjugaba la frente, le hacía prometer a su compañero que al día siguiente diría que con un simple martillo había hecho todo aquel ruido. ¡Qué hazaña y qué importancia iba a darle aquel furioso campaneo!
De madrugada, Rougon pensó en tranquilizar a Felicité. Por orden suya los guardias nacionales se habían encerrado en la alcaldía; había prohibido que se levantara a los muertos, con el pretexto de que hacía falta un escarmiento para la población del barrio viejo. Y cuando, para correr a la calle de la Banne, cruzó la plaza, de la que se había retirado la luna, posó el pie sobre la mano de uno de los cadáveres, crispada al borde de una acera. Estuvo a punto de caer. Esa mano blanca que se aplastaba bajo su tacón le causó una indefinible sensación de asco y horror. Siguió las calles desiertas a grandes zancadas, creyendo sentir tras sus espaldas un puño sangriento que lo perseguía.
—Hay cuatro en tierra —dijo al entrar.
Se miraron, como extrañados de su crimen. La lámpara imprimía a su palidez un tono de cera amarilla.
—¿Los has dejado? —preguntó Félicité— tienen que encontrarlos allí.
—¡Pardiez! No los he recogido. Están de espaldas… He caminado sobre algo blando…
Miró su zapato. El tacón estaba lleno de sangre. Mientras se ponía otro par, Félicité prosiguió:
—¡Bueno, tanto mejor! Esto ha terminado… Nadie podrá decir ya que disparas a los espejos.
El tiroteo, planeado por los Rougon para que los aceptaran definitivamente como los salvadores de Plassans, arrojó a sus plantas a la ciudad, espantada y agradecida. El día avanzó, lúgubre, con esa melancolía gris de las mañanas invernales. Los habitantes, al no oír nada más, cansados de temblar entre sus sábanas, se aventuraron. Aparecieron diez o quince; después, al correr el rumor de que los insurgentes habían emprendido la huida, dejando sus muertos en el arroyo, Plassans entera se levantó, bajó a la plaza del Ayuntamiento. Durante toda la mañana los curiosos desfilaron en torno a los cuatro cadáveres. Estaban horriblemente mutilados, uno sobre todo, que tenía tres balas en la cabeza; el cráneo, levantado, dejaba al desnudo los sesos. Pero el más atroz de los cuatro era el guardia nacional caído en el portal; había recibido en pleno rostro toda una carga de los perdigones de que se habían servido los republicanos, a falta de balas; su cara, agujereada, acribillada, rezumaba sangre. El gentío se llenó los ojos con aquel horror, largamente, con esa avidez de los cobardes por los espectáculos innobles. Reconocieron al guardia nacional; era el salchichero Dubruel, a quien Roudier acusaba, el lunes por la mañana, de haber disparado con apresuramiento culpable. De los otros tres muertos, dos eran obreros sombrereros; el tercero siguió siendo una incógnita. Y ante los charcos rojos que manchaban el empedrado, grupos boquiabiertos se estremecían, miraban a sus espaldas con aire desconfiado, como si esa justicia sumaria que había, en las tinieblas, restablecido el orden a tiros de fusil, los acechase, espiase sus gestos y sus palabras, dispuesta a fusilarlos a su vez si no besaban con entusiasmo la mano que acababa de salvarlos de la demagogia.