La fortuna de los Rougon (44 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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Las autoridades habían regresado la víspera, en dos carricoches alquilados en Sainte-Roure. Su entrada imprevista no había tenido nada de triunfal. Rougon le devolvió al alcalde su sillón sin gran tristeza. La apuesta estaba hecha; aguardaba de París, con fiebre, la recompensa por su civismo. El domingo —no la esperaba hasta el día siguiente— recibió una carta de Eugène. Felicité se había cuidado, desde el jueves, de enviar a su hijo los números de
La Gaceta
y de El independiente que, en una segunda edición, habían contado la batalla de la noche y la llegada del prefecto. Eugène respondía, a vuelta de correo, que el nombramiento de su padre como recaudador particular iba a ser firmado; pero, decía, quería anunciarle sobre la marcha una buena noticia: acababa de obtener para él la Legión de Honor. Félicité lloró. ¡Su marido condecorado! Su sueño de orgullo jamás había llegado a tanto. Rougon, pálido de gozo, dijo que había que dar esa misma noche una gran cena. Ya no hacía números, habría tirado a la gente, por las dos ventanas del salón amarillo, sus últimas monedas de cinco francos para celebrar aquel hermoso día.

—Escucha —le dijo a su mujer—, invitarás a Sicardot; ¡hace bastante tiempo que me fastidia con su condecoración! Y además a Granoux y a Roudier, a quienes no me disgustaba demostrar que no son sus dineros los que les darán una cruz. Vuillet es un roñica, pero el triunfo debe ser completo; avísale, así como a toda la morralla… Se me olvidaba, irás en persona a buscar al marqués; lo sentaremos a tu derecha, quedará muy bien en nuestra mesa. Ya sabes que el señor Garçonnet anda con el coronel y el prefecto. Es para darme a entender que ya no soy nadie. Pues me río de su alcaldía; ¡no le produce un cuarto! Me ha invitado, pero diré que yo también tengo gente. Mañana los verás reír sin ganas… Y tira la casa por la ventana. Que lo traigan todo del Hotel de Provenza. Hay que hundir la cena del alcalde.

Félicité se puso en campaña. Pierre, en medio de su arrobo, experimentaba aún una vaga inquietud. El golpe de Estado iba a pagar sus deudas, su hijo Aristide lloraba sus culpas, y él se desembarazaba por fin de Macquart; pero temía alguna tontería de su hijo Pascal, y sobre todo estaba muy inquieto por la suerte reservada a Silvère, y no porque lo compadeciera ni por asomo: temía simplemente que el asunto del gendarme llegara al tribunal. ¡Ah, si una bala inteligente hubiera podido librarle del pequeño criminal! Como su mujer le hacía observar por la mañana, los obstáculos se habían derrumbado ante él: esa familia que lo deshonraba había trabajado, en el último momento, por su elevación; sus hijos, Eugène y Aristide, esos derrochadores, cuyos meses de colegio lamentaba tan amargamente, por fin pagaban los intereses del capital gastado en su instrucción. ¡Y el pensamiento de aquel miserable de Silvère tenía que enturbiar esta hora de triunfo!

Mientras Félicité se azacanaba para la cena de la noche, Pierre se enteró de la llegada de la tropa, y decidió ir a informarse. Sicardot, a quien había interrogado a su regreso, no sabía nada: Pascal debía de haberse quedado a cuidar a los heridos; en cuanto a Silvère, el comandante, que lo conocía poco, ni siquiera lo había visto. Rougon se dirigió al arrabal, prometiéndose entregar a Macquart, de paso, los ochocientos francos que sólo entonces acababa de conseguir a duras penas. Pero cuando estuvo en el barullo del campamento, y vio de lejos a los prisioneros, sentados en largas filas en las vigas del ejido de San Mittre, y custodiados por soldados, fusil en mano, tuvo miedo de comprometerse, y se introdujo taimadamente en casa de su madre, con intención de enviar a la anciana en busca de noticias.

Cuando entró en la casucha, la noche casi había caído. Al principio sólo vio a Macquart, fumando y tomando unas copas.

—¿Eres tú? Qué suerte —murmuró Antoine, que había vuelto a tutear a su hermano—. Aquí me vuelvo endiabladamente viejo. ¿Tienes el dinero?

Pero Pierre no respondió. Acababa de descubrir a su hijo Pascal, inclinado sobre la cama. Lo interrogó vivamente. El médico, sorprendido por su inquietud, que atribuyó primero a ternura paterna, le respondió con tranquilidad que los soldados lo habían capturado y que lo habrían fusilado de no haber sido por la intervención de un buen hombre a quien no conocía de nada. Salvado por su título de doctor, había regresado con la tropa. Fue un gran alivio para Rougon. Uno más que no lo comprometería. Atestiguaba su alegría con repetidos apretones de mano, cuando Pascal terminó, diciendo con voz triste:

—No se regocije. Acabo de encontrar a mi pobre abuela sumamente mal. Le traía esta carabina, que ella aprecia, y mire, estaba así, no ha vuelto a moverse.

Los ojos de Pierre se habituaban a la oscuridad. Entonces, entre los últimos resplandores difusos, vio a la tía Dide, rígida, muerta sobre la cama. Aquel pobre cuerpo, desequilibrado por tantas neurosis desde la cuna, estaba vencido por una crisis suprema. Los nervios habían como comido la sangre, el sordo laboreo de esa carne ardiente, agotándose, devorándose a sí misma en una tardía castidad, terminaba, hacía de la desdichada un cadáver que sólo unas sacudidas eléctricas galvanizaban aún. En ese momento, un dolor atroz parecía haber apresurado la lenta descomposición de su ser. Su palidez de monja, de mujer ablandada por la sombra y las renuncias del claustro, se manchaba de placas rojas. Con el rostro convulso, los ojos horriblemente abiertos, las manos vueltas y torcidas, estaba tendida entre sus sayas, que dibujaban con líneas secas la delgadez de sus miembros. Y, apretando los labios, ponía en el fondo de la habitación negra el horror de una agonía muda.

Rougon hizo un gesto de mal humor. Aquel espectáculo desconsolador le resultó muy desagradable; tenía gente a cenar esa noche, habría sido terrible estar triste. Su madre no sabía qué inventar para ponerlo en aprietos. Podía muy bien escoger otro día. Conque adoptó un aire totalmente tranquilo, al decir:

—¡Bah! No será nada. La he visto cien veces así. Hay que dejarla reposar, es el único remedio.

Pascal negó con la cabeza.

—No, esta crisis no se parece a las otras —murmuró—. La he estudiado a menudo, y jamás he observado tales síntomas. Fíjese en sus ojos: tienen una fluidez especial, una claridad pálida muy inquietante. ¡Y la fisonomía! ¡Qué espantosa torsión de todos los músculos! —Después, inclinándose más, estudiando los rasgos más de cerca, continuó en voz baja, como hablando consigo mismo—: Sólo he visto un rostro semejante en las personas asesinadas, muertas de espanto… Debe haber sufrido alguna emoción terrible.

—Pero ¿cómo le vino la crisis? —preguntó Rougon impaciente, sin saber ya de qué manera abandonar la habitación.

Pascal no sabía. Macquart, sirviéndose una nueva copa, contó que le apeteció tomar un poco de coñac y la había mandado a buscar una botella. Había estado muy poco tiempo fuera. Después, al regreso, había caído tiesa al suelo, sin decir una palabra. Macquart había tenido que llevarla a la cama.

—Lo que me extraña —dijo a modo de conclusión— es que no haya roto la botella.

El joven médico reflexionaba. Prosiguió al cabo de un silencio:

—Oí dos disparos al venir hacia acá. Quizá esos miserables han vuelto a fusilar a algunos prisioneros. Si ha cruzado las filas de los soldados en ese momento, la vista de la sangre ha podido provocar la crisis… Tiene que haber sufrido horriblemente.

Felizmente tenía la cajita de primeros auxilios que llevaba consigo desde la partida de los insurrectos. Trató de introducir entre los dientes apretados de tía Dide unas gotas de un licor rosáceo. Durante ese tiempo, Macquart preguntó de nuevo a su hermano:

—¿Tienes el dinero?

—Sí, te lo traigo, vamos a terminar —respondió Rougon, encantado con esta distracción.

Entonces Macquart, viendo que iban a pagarle, se puso a gemir. Había comprendido tarde las consecuencias de su traición; sin eso habría exigido una suma dos y tres veces más cuantiosa. Y se quejaba. Realmente, mil francos, no era bastante. Sus hijos lo habían abandonado, se encontraba solo en el mundo, obligado a irse de Francia. Poco faltó para que llorase hablando de su exilio.

—Veamos, ¿quiere los ochocientos francos? —dijo Rougon, que tenía prisa por marcharse.

—No, de veras, dobla la suma. Tu mujer me ha timado. Si me hubiese dicho rotundamente lo que esperaba de mí, jamás me habría comprometido de esa forma por tan poco.

Rougon alineó los ochocientos francos de oro sobre la mesa.

—Le juro que no tengo más —prosiguió—. Pensaré en usted más adelante. Pero, por favor, márchese esta misma noche.

Macquart, refunfuñando, mascullando sordos lamentos, llevó la mesa a la ventana y se puso a contar las monedas de oro, al resplandor agonizante del crepúsculo. Soltaba desde arriba las monedas, que le cosquilleaban deliciosamente en las yemas de los dedos, y cuyo tintineo llenaba las sombras con una música clara. Se interrumpió un instante para decir:

—Me has prometido un puesto, acuérdate. Quiero volver a Francia… Un puesto de guarda rural no me desagradaría, en una buena región elegida por mí…

—Sí, sí, de acuerdo —respondió Rougon—. ¿Tiene usted los ochocientos francos?

Macquart volvió a contar. Los últimos luises tintineaban, cuando un estallido de risa estridente les hizo volver la cabeza. Tía Dide estaba de pie ante la cama, desabrochada, con el pelo blanco suelto, su cara pálida manchada de rojo. Pascal había intentado en vano retenerla. Con los brazos tendidos, sacudida por un gran temblor, movía la cabeza, deliraba.

—¡El precio de la sangre, el precio de la sangre! —dijo, en varias ocasiones—. He oído el oro… Y son ellos, ellos, quienes lo han vendido. ¡Ah, asesinos! Son lobos. —Se apartaba los cabellos, se pasaba las manos por la frente, como para leer en ella. Después continuó—: Hacía tiempo que lo veía, con la frente agujereada por una bala. Había siempre gentes, en mi cabeza, que lo acechaban con fusiles. Me hacían señas de que iban a disparar… Es espantoso, siento cómo me rompen los huesos y me vacían la cabeza. ¡Oh, piedad, piedad!… Os lo suplico, él no la verá más, no la amará más, ¡nunca, nunca! Yo lo encerraré, le impediré que se meta entre sus faldas. No, ¡piedad!, no tiréis… La culpa es mía… Si supierais… —Casi se había puesto de rodillas, llorando, suplicando, tendiendo sus pobres manos temblorosas hacia alguna visión lamentable que divisaba en las sombras. Y, bruscamente, se irguió, sus ojos se agrandaron aún más, su garganta convulsa dejó escapar un grito terrible, como si algún espectáculo, que sólo ella veía, la hubiera llenado de un loco terror—. ¡Oh! ¡El gendarme! —dijo, ahogándose, retrocediendo, yendo a caer en la cama, donde se revolcó con largos estallidos de risa que sonaban furiosamente.

Pascal seguía la crisis con mirada atenta. Los dos hermanos, muy asustados, sin captar más que frases deshilvanadas, se habían refugiado en un rincón de la habitación. Cuando Rougon oyó la palabra «gendarme» creyó comprender; desde la muerte de su amante en la frontera, tía Dide nutría un profundo odio contra los gendarmes y los aduaneros, a quienes confundía en una misma idea de venganza.

—Nos está contando la historia del cazador furtivo —murmuró.

Pascal le hizo señas de que callase. La moribunda se alzaba penosamente. Miró a su alrededor, con aire de estupor. Se quedó un instante muda, tratando de reconocer los objetos, como si se encontrara en un lugar desconocido. Después, con súbita inquietud:

—¿Dónde está el fusil? —preguntó.

El médico le puso la carabina entre las manos. Ella lanzó un leve grito de alegría, la miró largamente, diciendo en voz baja, con voz cantarina de niñita:

—Es ella, ¡oh!, la reconozco… Está toda manchada de sangre. Hoy, las manchas están frescas… Sus manos rojas han dejado en la culata rayas sangrientas… ¡Ah, pobre, pobre tía Dide! —Su cabeza enferma giró de nuevo. Se quedó pensativa—. El gendarme estaba muerto —murmuró—, y yo lo he visto, ha vuelto… ¡No mueren nunca, esos granujas! —Y, presa de un oscuro furor, agitando la carabina, avanzó hacia sus dos hijos, arrinconados, mudos de horror. Sus faldas desatadas se arrastraban, su cuerpo retorcido se erguía, semidesnudo, terriblemente surcado por la vejez—. ¡Sois vosotros los que habéis disparado! —gritó—. He oído el oro… ¡Desdichada! No he criado sino lobos…, toda una familia, toda una camada de lobos… No había más que un pobre niño, y se lo han comido; cada cual ha dado su dentellada; aún tienen los dientes llenos de sangre… ¡Ah, malditos! Han robado, han matado. Y viven como señores. ¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos!

Cantaba, reía, gritaba y repetía: «¡Malditos!», en una extraña frase musical, parecida al ruido desgarrador de un tiroteo. Pascal, con los ojos llenos de lágrimas, la cogió en sus brazos, la volvió a acostar. Ella se dejó llevar, como una niña. Continuó con su canción, acelerando el ritmo, marcando el compás sobre la sábana, con sus manos secas.

—Lo que me temía —dijo el médico—, está loca. El golpe ha sido demasiado duro para un pobre ser predestinado como ella a las neurosis agudas. Morirá en una casa de locos, como su padre.

—Pero ¿qué ha podido ver? —preguntó Rougon, decidiéndose a salir de la esquina donde se había escondido.

—Tengo una horrible sospecha —respondió Pascal—. Quería hablarle a usted de Silvère, cuando entró. Está prisionero. Hay que moverse con el prefecto, salvarlo, si aún estamos a tiempo.

El ex comerciante de aceite miró a su hijo palideciendo. Después, con voz rápida:

—Escucha, vela por ella. Yo estoy demasiado ocupado esta noche. Mañana intentaremos que la trasladen al manicomio de Les Tulettes. Y usted, Macquart tiene que marcharse esta misma noche. Júremelo! Voy a ir a ver al señor de Blériot.

Balbucía, ardiendo en deseos de salir, al frío de la calle. Pascal clavaba una mirada penetrante en la loca, en su padre, en su tío; el egoísmo del sabio lo dominaba; estudiaba a aquella madre y a aquellos hijos con la atención de un naturalista que sorprende las metamorfosis de un insecto. Y pensaba en aquellos brotes de una familia, de un tronco que echa diversas ramas, y cuya savia acre arrastra los mismos gérmenes a los tallos más alejados, diferentemente retorcidos, según el ambiente de sombra y de sol. Creyó entrever por un instante, como en un relámpago, el futuro de los Rougon-Macquart, una jauría de apetitos desencadenados y saciados, en un resplandor de oro y sangre.

Mientras tanto, ante el nombre de Silvère, tía Dide había dejado de cantar. Escuchó un instante, ansiosa. Luego se puso a lanzar espantosos alaridos. La noche había caído por entero; la pieza, totalmente oscura, se ahondaba, lamentable. Los gritos de la loca, a quien ya no se veía, salían de las tinieblas, como de una tumba cerrada. Rougon, perdiendo la cabeza, huyó, perseguido por aquellas risotadas que sollozaban con mayor crueldad en la sombra.

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