La fortuna de los Rougon (46 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—Yo soy de Poujols.

Una carcajada corrió entre el gentío, y unas voces gritaron:

—Desate al campesino.

—¡Bah! —respondió Rengade—; cuanta más gentuza de ésta aplastemos, mejor será. Puesto que están juntos, les tocará a los dos. Hubo un murmullo.

El gendarme se dio la vuelta, con su terrible rostro manchado de sangre, y los curiosos se apartaron. Un pequeño burgués muy pulido se retiró, declarando que si se quedaba más tiempo se perdería la cena. Unos chavales, al reconocer a Silvère, hablaron de la muchacha roja. Entonces el pequeño burgués volvió sobre sus pasos, para ver mejor al amante de la mujer de la bandera, de aquella mujerzuela de la que había hablado
La Gaceta
.

Silvère no veía, no oía nada; Rengade tuvo que cogerlo por el cuello de la camisa. Entonces se levantó, forzando a Mourgue a levantarse también.

—Venid —dijo el gendarme—. No será muy largo.

Y Silvère reconoció al tuerto. Sonrió. Debió de comprender. Después apartó la cabeza. La vista del tuerto, de esos bigotes que la sangre endurecía con una escarcha siniestra, le causó una pena inmensa. Habría querido morir entre una dulzura infinita. Evitó mirar el único ojo de Rengade, que brillaba bajo la palidez de lienzo. Fue el joven quien, por sí solo, se dirigió al fondo del ejido de San Mittre, a la estrecha vereda oculta por las pilas de tablas. Mourgue lo seguía.

El ejido se extendía, desolado, bajo el cielo amarillo. La claridad de las nubes cobrizas se arrastraba en turbios reflejos. Nunca el campo desnudo, el aserradero donde las vigas dormían, como tiesas de frío, había tenido la melancolía de un crepúsculo tan lento, tan afligido. Al borde de la carretera, los prisioneros, los soldados, el gentío, desaparecían entre la oscuridad de los árboles. Sólo el terreno, los maderos, las pilas de tablones palidecían en la claridad moribunda, con tintes cenagosos, con un vago aspecto de torrente seco. Los caballetes de los chiquichaques, perfilando en una esquina su enjuta armazón, esbozaban ángulos de horcas, montantes de guillotina. Y lo único vivo eran tres gitanos que asomaban sus cabezas asustadas por la puerta de su carromato, un viejo y una vieja y una chica alta de pelo crespo, cuyos ojos relucían como ojos de lobo.

Antes de alcanzar la vereda, Silvère miró. Recordó un lejano domingo en el cual, entre un hermoso claro de luna, había cruzado el aserradero. ¡Qué tierna dulzura! ¡Cómo los pálidos rayos se deslizaban lentamente a lo largo de los maderos! Y, en ese silencio, la gitana de cabellos crespos cantaba en voz baja en una lengua desconocida. Después, Silvère se acordó de que de aquel lejano domingo de hacía ocho días. Hacía ocho días que había ido a decirle adiós a Miette. ¡Qué lejos estaba eso! Le parecía que no había puesto los pies en el aserradero hacía años. Pero cuando entró en la estrecha vereda, su corazón desfalleció. Reconocía el olor de las hierbas, las sombras de los tablones, los boquetes del muro. Una voz desconsolada se oyó por encima de todas esas cosas. La vereda se alargaba, triste, vacía; le pareció más larga; notó que soplaba un viento frío. Aquel rincón había envejecido cruelmente. Vio la tapia roída de musgo, la alfombra de hierba quemada por la helada, las pilas de tablas podridas por el agua. Era una desolación. El crepúsculo amarillo caía como un fino fango sobre las ruinas de sus más caros afectos. Tuvo que cerrar los ojos, y volvió a ver la vereda verde, se desplegaron las estaciones felices. El tiempo era tibio, él corría por el aire cálido, con Miette. Después las lluvias de diciembre caían, rudas, sin fin; seguían yendo allí, se escondían en el fondo de las tablas, escuchaban encantados los grandes chorros del aguacero. Fue, en un relámpago, toda su vida, toda su alegría la que pasó. Miette saltaba su tapia, corría hacia él, sacudida por risas sonoras. Estaba allí, veía su blancura en las sombras, con su casco vivo, su cabellera de tinta. Hablaba de los nidos de urracas, que son tan difíciles de coger, y lo arrastraba. Entonces oyó a lo lejos los murmullos dulcificados del Viorne, el canto de las cigarras rezagadas, el viento que soplaba en los álamos de los prados de Santa Clara. ¡Cuánto habían corrido, con todo! Se acordaba muy bien. Ella había aprendido a nadar en quince días. Era una buena chica. No tenía más que un grave defecto: robaba fruta. Pero él la hubiera corregido. El pensamiento de sus primeras caricias lo devolvió a la estrecha vereda. Siempre habían vuelto a aquel agujero. Creyó captar el canto lánguido de la gitana, el chasquido de los últimos postigos, la hora grave que caía de los relojes. Luego sonaba el momento de la despedida, Miette subía por su tapia. Le enviaba besos. Y él ya no la veía. Una emoción terrible le apretó la garganta: no la vería nunca más, nunca.

—A tu gusto —rió burlón el tuerto—; vamos, escoge tu lugar.

Silvère dio unos cuantos pasos más. Se acercaba al fondo de la vereda, no veía sino una franja de cielo donde moría el día color de herrumbre. Allá, durante dos años, había cabido su vida. La lenta proximidad de la muerte, en ese sendero donde hacía tanto tiempo paseaba su corazón, era de una dulzura inefable. Se rezagaba, disfrutaba largamente de sus adioses a todo cuanto amaba, las hierbas, las piezas de madera, las piedras de la vieja tapia, esas cosas que Miette había vuelto vivientes. Y su pensamiento se extraviaba de nuevo. Esperaban a tener edad para casarse. Tía Dide se habría quedado con ellos. ¡Ah! ¡Si hubieran huido lejos, muy lejos, al fondo de alguna aldea desconocida, donde los golfos del arrabal no hubieran ido a echarle en cara a la Chantegreil el crimen de su padre! ¡Qué dichosa paz! Habría abierto un taller de carretero, al borde de un camino real. Cierto que tenía en poco sus ambiciones de obrero; ya no envidiaba la carrocería, las calesas de anchos paneles barnizados, relucientes como espejos. En el estupor de su desesperación, no pudo recordar por qué su sueño de felicidad no se realizaría nunca. ¿Por qué no se iba, con Miette y tía Dide? Con la memoria en tensión, escuchaba un ruido agrio de tiroteo, veía una bandera caer ante sí, con el asta rota, la tela colgante, como el ala de un pájaro abatido de un disparo. Era la República que dormía con Miette, en un pliegue de la bandera roja. ¡Ah, qué calamidad, habían muerto las dos! Tenían un agujero ensangrentado en el pecho, y eso era lo que le cortaba la vida ahora, los cadáveres de sus dos amores. Ya no tenía nada, podía morir. Desde Sainte-Roure, era eso lo que le había dado esa dulzura infantil, vaga y estúpida. Le habrían podido pegar sin que lo sintiera. Ya no estaba en su carne, había quedado arrodillado junto a sus queridas muertas, bajo los árboles, entre el humo acre de la pólvora.

Pero el tuerto se impacientaba; empujó a Mourgue, que se dejaba arrastrar, y gruñó:

—Vamos de una vez, no quiero dormir aquí.

Silvère tropezó. Miró a sus pies. Un fragmento de calavera blanqueaba entre la hierba. Creyó oír que la estrecha vereda se llenaba de voces. Los muertos lo llamaban, los viejos muertos, cuyos hálitos cálidos, durante las noches de julio, los turbaban tan extrañamente, a él y a su enamorada. Reconocía a la perfección sus murmullos discretos. Estaban gozosos, le decían que acudiera, prometían devolverle a Miette en la tierra, en un retiro todavía más escondido que aquel trozo de sendero. El cementerio, que había insuflado en el corazón de los niños, con sus olores feraces, con su vegetación negra, ásperos deseos, desplegando con complacencia su lecho de hierbajos, sin poder arrojarlos uno en brazos del otro, soñaba, en ese momento, con beber la sangre caliente de Silvère. Desde hacía dos veranos, esperaba a los jóvenes esposos.

—¿Es aquí? —preguntó el tuerto.

El joven miró ante sí. Había llegado al extremo de la vereda Vio la lápida sepulcral, sintió un estremecimiento. Miette tenía razón, esa lápida era para ella. «Aquí yace… Marie… muerta…». Ella estaba muerta, la losa había caído sobre ella. Entonces, desfallecido, se apoyó en la lápida helada. ¡Qué tibia era antaño, cuando parloteaban, sentados en una esquina, durante largas veladas! Ella llegaba por allí, había desgastado una esquina del bloque al poner los pies, cuando bajaba de la tapia. Perduraba un poco de ella, de su cuerpo ágil, en esa huella. Y él pensaba que todas esas cosas eran fatales, que esa lápida se encontraba en ese lugar para que pudiera ir a morir en él, tras haber amado en él.

El tuerto montó sus pistolas.

Morir, morir, esta idea arrobaba a Silvère. Era, pues, allí adonde lo llevaban por esa larga carretera blanca que baja desde Sainte-Roure a Plassans. De haberlo sabido, se hubiera dado más prisa. Morir sobre esa lápida, morir al fondo de la estrecha vereda, morir en ese aire, donde creía sentir aún el aliento de Miette, jamás habría esperado semejante consuelo en su dolor. El cielo era bueno. Aguardó con una sonrisa vaga.

Entre tanto Mourgue había visto las pistolas. Hasta entonces se había dejado arrastrar estúpidamente. Pero lo invadió el espanto. Repitió con voz enloquecida:

—¡Yo soy de Poujols, yo soy de Poujols!

Se arrojó al suelo, se revolcó a los pies del gendarme, suplicando, imaginándose sin duda que lo tomaba por otro.

—¿Y a mí qué me importa que seas de Poujols? —murmuró Rengade.

Y como el infeliz, tiritando, llorando de terror, sin entender por qué iba a morir, tendía sus manos trémulas, sus pobres manos de trabajador deformadas y endurecidas, diciendo en su dialecto que no había hecho nada, que había que perdonarle, el tuerto se impacientó al no poder aplicarle la boca de la pistola a la sien, de tanto como se movía.

—¿Te callarás? —gritó. Entonces Mourgue, loco de espanto, resistiéndose a morir, se puso a lanzar alaridos de bestia, de cerdo al que degüellan—. ¿Te callarás, granuja? —repitió el gendarme.

Y le partió la cabeza. El campesino rodó como una masa. Su cadáver fue a rebotar al pie de una pila de tablas, donde quedó doblado sobre sí mismo. La violencia de la sacudida había roto la cuerda que lo ataba a su compañero. Silvère cayó de rodillas ante la lápida sepulcral.

Rengade había matado a Mourgue primero por un refinamiento de venganza. Jugaba con su segunda pistola, la alzaba lentamente, saboreando la agonía de Silvère. Este, tranquilo, lo miró. La vista del tuerto, cuyo ojo feroz le quemaba, le causó malestar. Apartó la mirada, temiendo morir cobardemente, si continuaba viendo a ese hombre temblando de fiebre, con la venda maculada y el bigote sangrante. Pero cuando alzaba los ojos, distinguió la cabeza de Justin a ras de la tapia, en el lugar por donde saltaba Miette.

Justin se encontraba en la puerta de Roma, entre el gentío, cuando el gendarme se había llevado a los dos prisioneros. Había echado a correr a toda velocidad, dando un rodeo por el Jas-Meiffren, pues no quería perderse el espectáculo de la ejecución. La idea de que, de todos los golfos del arrabal, sería el único en ver el drama a sus anchas, como desde un balcón, le empujaba a apresurarse tanto que en dos ocasiones se cayó. A pesar de su loca carrera, llegó demasiado tarde para el primer disparo. Desesperado, trepó a la morera. Al ver que quedaba Silvère, sonrió. Los soldados lo habían informado de la muerte de su prima, el asesinato del carretero colmaba su gozo. Esperó el disparo con esa voluptuosidad que sentía con el sufrimiento de los demás, pero centuplicada por el horror de la escena, mezclada con un exquisito espanto.

Silvère, al reconocer aquella cabeza, sola a ras del muro, a aquel inmundo pillastre, con la cara lívida y encantada, el pelo ligeramente levantado sobre la frente, experimentó una rabia sorda, una necesidad de vivir. Fue la última rebelión de su sangre, una repugnancia de un segundo. Volvió a caer de rodillas, miró ante sí. En el crepúsculo melancólico, pasó una visión suprema. En el extremo de la vereda, a la entrada del callejón de San Mittre, creyó distinguir a tía Dide, de pie, blanca y rígida como una santa de piedra, que desde lejos veía su agonía.

En ese momento sintió en la sien el frío de la pistola.

La cabeza macilenta de Justin reía. Silvère, cerrando los ojos, oyó a los viejos muertos llamarlo furiosamente. En la oscuridad, sólo veía a Miette, bajo los árboles, cubierta con la bandera, con los ojos en el vacío. Después el tuerto disparó, y eso fue todo; el cráneo del chiquillo estalló como una granada madura; su cara cayó sobre el bloque, con los labios pegados al lugar desgastado por los pies de Miette, a ese sitio tibio donde la enamorada había dejado un poco de su cuerpo.

Y en casa de los Rougon, por la noche, a los postres, resonaban las risas en el vaho de la mesa, caliente aún con los restos de la cena. ¡Por fin mordían los placeres de los ricos! Sus apetitos, aguzados por treinta años de deseos contenidos, enseñaban unos dientes feroces. Esos ávidos insatisfechos, esas fieras escuálidas, apenas soltadas la víspera entre el disfrute, aclamaban el Imperio naciente, el reinado de la jauría desatada. Al igual que había enderezado la fortuna de los Bonaparte, el golpe de Estado fundaba la fortuna de los Rougon.

Pierre se puso en pie, extendió su copa, gritando:

—¡Bebo por el príncipe Luis, por el emperador!

Aquellos señores, que habían ahogado sus celos en el champán, se levantaron todos, brindaron con exclamaciones ensordecedoras. Fue un bello espectáculo. Los burgueses de Plassans, Roudier, Granoux, Vuillet y los demás, lloraban, se abrazaban, sobre el cadáver apenas enfriado de la República. Pero Sicardot tuvo una idea triunfal. Cogió, entre el pelo de Félicité, un lazo de satén rosa que ella se había puesto graciosamente encima de la oreja derecha, cortó una punta del satén con su cuchillo de postre, y fue a colocarlo solemnemente en el ojal de Rougon. Este se hizo el modesto. Se debatió, con la cara radiante, murmurando:

—No, por favor, es demasiado. Hay que esperar a que aparezca el decreto.

—¡Diantre! —exclamó Sicardot—. ¡Conserve esto! ¡Un ex soldado de Napoleón le condecora!

Todo el salón amarillo estalló en aplausos. Felicité desfalleció, Granoux el mudo, en su entusiasmo, se subió a una silla, agitando su servilleta y pronunciando un discurso que se perdió en medio del jaleo. El salón amarillo triunfaba, deliraba.

Pero el pedacito de satén rosa, colocado en el ojal de Pierre, no era la única mancha roja en el triunfo de los Rougon. Olvidado bajo la cama de la pieza contigua, se encontraba aún un zapato con el tacón ensangrentado. El cirio que ardía junto al señor Peirotte, al otro lado de la calle, sangraba en la sombra como una herida abierta. Y, a lo lejos, en el fondo del ejido de San Mittre, sobre la lápida sepulcral, un charco de sangre se coagulaba.

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