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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (4 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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Seguían caminando. Pronto llegaron al atajo de que Miette había hablado, un trozo de callejuela que se adentra en el campo hasta una aldea construida a orillas del Viorne. Pero no se detuvieron, siguieron bajando, fingiendo no haber visto el sendero que se habían prometido no rebasar. Sólo unos minutos después Silvère murmuró:

—Debe de ser muy tarde, te vas a cansar.

—No, te lo juro, no estoy cansada —respondió la joven—. Caminaría así durante leguas. —Después añadió con voz mimosa—: ¿Quieres? Vamos a bajar hasta los prados de Santa Clara… Allí se acabará de veras, desandaremos el camino.

Silvère, a quien la marcha cadenciosa de la cría acunaba, y que dormitaba suavemente, con los ojos abiertos, no hizo la menor objeción. Prosiguieron con su éxtasis. Avanzaban aflojando el paso, por temor al momento en que tendrían que subir la cuesta; mientras avanzaban, les parecía marchar hacia la eternidad de aquel abrazo que los ligaba el uno al otro; el regreso era la separación, la cruel despedida. Poco a poco la pendiente de la carretera se volvía menos empinada. El fondo del valle está ocupado por praderas que se extienden hasta el Viorne, que corre al otro extremo, a lo largo de una serie de colinas bajas. Estas praderas, separadas del camino real por setos vivos, son los prados de Santa Clara.

—¡Bah! —exclamó Silvère a su vez, al divisar las primeras extensiones de hierba—, iremos hasta el puente.

Miette soltó una fresca carcajada. Cogió al joven por el cuello y lo besó ruidosamente.

En el punto donde comienzan los setos, la larga avenida de árboles terminaba entonces con dos olmos, dos colosos aún más gigantescos que los otros. Los terrenos se extienden a ras de la carretera, desnudos, similares a una ancha franja de lana verde, hasta los sauces y los abedules del río. Desde los últimos olmos al puente había, además, apenas cien metros. Los enamorados tardaron un cuarto de hora largo en salvar esa distancia. Por fin, pese toda su morosidad, se encontraron en el puente. Se detuvieron.

Ante ellos, la carretera de Niza subía por la vertiente opuesta del valle, pero sólo podían ver un tramo bastante corto, porque forma un brusco recodo, a medio kilómetro del puente, y se pierde entre laderas boscosas. Al darse la vuelta, distinguieron el otro extremo de la carretera, el que acababan de recorrer, y que va en línea recta desde Plassans al Viorne. Bajo el hermoso claro de luna invernal, hubiérase dicho una larga cinta de plata que las hileras de olmos bordeaban con dos orlas oscuras. A derecha e izquierda, las tierras de labor de la cuesta formaban anchos mares grises y vagos, cortados por esa cinta, por esa carretera blanca y helada, de un resplandor metálico. Arriba del todo brillaban, semejantes a chispas vivas, algunas ventanas todavía iluminadas del arrabal. Miette y Silvère, paso tras paso, se habían alejado una buena legua. Echaron una mirada al camino recorrido, impresionados con muda admiración ante aquel inmenso anfiteatro que subía hasta el borde del cielo, y sobre el cual corrían, como sobre los peldaños de una cascada gigante, franjas de claridad azulada. Este extraño decorado, esta apoteosis colosal, se alzaba en una inmovilidad y en un silencio de muerte. No existía nada de más soberana grandeza.

Después los jóvenes, que acababan de apoyarse contra un pretil del puente, miraron a sus pies. El Viorne, crecido por las lluvias, pasaba por debajo de ellos, con ruidos sordos y continuos. Río arriba y río abajo, entre las tinieblas amontonadas en las cavidades, distinguían las líneas negras de los árboles que crecían en las orillas; aquí y allá, un rayo de luna se deslizaba, dejando sobre el agua un reguero de estaño fundido que relucía y se agitaba, como un reflejo de luz sobre las escamas de un animal vivo. Esos resplandores corrían con un encanto misterioso a lo largo de la corriente grisácea del torrente, entre los vagos fantasmas del follaje. Parecía un valle encantado, un maravilloso retiro donde vivía con vida extraña todo un pueblo de sombras y de claridades.

Los enamorados conocían bien aquel trozo de río; en las cálidas noches de julio habían bajado allí a menudo, en busca de algún frescor; habían pasado largas horas ocultos en los bosquecillos de sauces, en la orilla derecha, en el punto donde los prados de Santa Clara despliegan su alfombra de césped hasta el borde del agua. Recordaban los menores repliegues de la ribera; las piedras sobre las que había que saltar para cruzar el Viorne, entonces delgado como un hilo; ciertos hoyos de hierba donde habían soñado sus sueños de ternura. Y así Miette, desde lo alto del puente, contemplaba con ojos de envidia la orilla derecha del torrente.

—Si hiciera más calor —suspiró—, podríamos bajar a descansar un rato, antes de subir la cuesta… —Luego, tras un silencio, sin dejar de clavar los ojos en las orillas del Viorne—: Mira, Silvère —prosiguió—, ese bulto negro, allá abajo, antes de la esclusa… ¿Te acuerdas?… Es el matorral donde nos sentamos el pasado Corpus.

—Sí, es el matorral —respondió Silvère en voz baja.

Allí era donde se habían atrevido a besarse en las mejillas. El recuerdo que la niña acababa de evocar les causó a ambos una sensación deliciosa, emoción en la cual se mezclaban las alegrías de la víspera con las esperanzas del mañana. Vieron, como al resplandor de un relámpago, las gratas tardes que habían vivido juntos, sobre todo aquella tarde del Corpus, cuyos menores detalles recordaban, el gran cielo tibio, el fresco de los sauces del Viorne, las palabras acariciadoras de su charla. Y al mismo tiempo, mientras las cosas del pasado surgían en sus corazones con dulce sabor, creyeron penetrar en la incógnita del futuro, verse uno en brazos del otro, habiendo realizado su sueño y paseando por la vida como acababan de hacerlo por la carretera, cálidamente arropados en una misma pelliza. Entonces el arrobamiento los asaltó de nuevo, los ojos en los ojos, sonriéndose, perdidos entre la muda claridad.

De pronto Silvère levantó la cabeza. Se desembarazó de los pliegues de la pelliza, aguzó la oreja. Miette, sorprendida, lo imitó, sin comprender por qué se separaba de ella con gesto tan rápido.

Desde hacía un instante llegaban ruidos confusos desde detrás de los collados entre los que se pierde la carretera de Niza. Eran como los traqueteos lejanos de una caravana de carros. El Viorne, además, cubría con su fragor aquellos ruidos aún indistintos. Pero poco a poco se acentuaron, se parecieron a las pisadas de un ejército en marcha. Después se distinguió, en aquel estruendo continuo y creciente, un guirigay de multitud, extraños soplos de huracán acompasados y rítmicos; se dirían los truenos de una tormenta que avanzase rápidamente, turbando ya con su cercanía el aire dormido. Silvère escuchaba, sin poder captar aquellas voces de tempestad que los collados impedían que llegaran claramente hasta él. Y, de repente, una masa negra apareció en el recodo de la carretera;
La marsellesa
, cantada con furia vengadora, estalló, formidable.

—¡Son ellos! —exclamó Silvère con un arrebato de gozo y de entusiasmo.

Echó a correr, subiendo la cuesta, arrastrando a Miette. Había, a la izquierda de la carretera, un talud plantado de encinas, al cual trepó con la joven, para no verse arrastrados ambos por la oleada rugiente de la multitud.

Cuando estuvieron en el talud, en la sombra del matorral, la niña, un poco pálida, miró tristemente a aquellos hombres cuyos cantos lejanos habían bastado para arrancar a Silvère de sus brazos. Le pareció que la tropa entera acababa de interponerse entre ella y él. ¡Eran tan felices, unos minutos antes, estaban tan estrechamente unidos, tan solos, tan perdidos en el gran silencio y las discretas claridades de la luna! Y ahora Silvère, con la cabeza vuelta, sin parecer consciente siquiera de que ella estaba allí, sólo tenía miradas para aquellos desconocidos a quienes llamaba con el nombre de hermanos.

La tropa bajaba con impulso soberbio, irresistible. Nada más terriblemente grandioso que la irrupción de aquellos pocos millares de hombres en la paz muerta y helada del horizonte. Por la carretera, convertida en torrente, avanzaban olas vivientes que parecían inagotables; siempre, en el recodo del camino, aparecían nuevas muchedumbres negras, cuyos cantos henchían cada vez más la gran voz de aquella tormenta humana. Cuando aparecieron los últimos batallones, se produjo un estruendo ensordecedor.
La marsellesa
llenó el cielo, como soplada por bocas gigantes en monstruosas trompetas que la lanzaban, vibrante con sequedad de cobres, hacia todos los rincones del valle. Y la campiña dormida despertó sobresaltada; se estremeció por entero, al igual que un tambor golpeado por los palillos; resonó hasta las entrañas, repitiendo con todos sus ecos las notas ardientes del canto nacional. Y entonces no fue ya solamente la tropa la que cantaba; de los extremos del horizonte, de las rocas lejanas, de los trozos de tierras labradas, de las praderas, de los grupos de árboles, de las más insignificantes malezas, parecieron brotar voces humanas; el ancho anfiteatro que sube desde el río a Plassans, la cascada gigantesca sobre la cual corría la azulada claridad de la luna, estaban como cubiertos por un pueblo invisible e innumerable que aclamaba a los insurgentes; y, en el fondo de las cavidades del Viorne, a lo largo de las aguas rayadas por misteriosos reflejos de estaño fundido, no había un hoyo de tinieblas donde hombres ocultos no pareciesen repetir cada estribillo con una cólera más alta. La campiña, en la conmoción del aire y del suelo, gritaba venganza y libertad. Mientras el pequeño ejército descendió por la cuesta, el rugido popular rodó así en ondas sonoras atravesadas por bruscos estallidos, sacudiendo hasta las piedras del camino.

Silvère, pálido de emoción, escuchaba y seguía mirando. Los insurgentes, que marchaban en cabeza, arrastrando tras sí aquella larga corriente hormigueante y mugiente, monstruosamente indistinta en las sombras, se acercaban al puente a rápidos pasos.

—Creía —murmuró Miette— que no teníais que atravesar Plassans.

—Habrán modificado el plan de campaña —respondió Silvère— en efecto, debíamos dirigirnos hacia la capital del departamento por la carretera de Tolón, cogiendo a la izquierda de Plassans y de Orchères. Habrán salido de Alboise esta tarde y habrán pasado por Les Tulettes al anochecer.

La cabeza de la columna había llegado ante los jóvenes. Reinaba, en el pequeño ejército, más orden del que hubiera podido esperarse de una banda de hombres indisciplinados. Los contingentes de cada ciudad, de cada villa, formaban batallones distintos que marchaban a unos pasos unos de otros. Estos batallones parecían obedecer a unos jefes. Por otra parte, el impulso que los hacía abalanzarse en aquel momento por la pendiente de la cuesta los convertía en una masa sólida y compacta, de un poderío invencible. Podía haber allí unos tres mil hombres unidos y arrastrados en bloque por un viento de cólera. Se distinguían mal, en la sombra que los altos taludes proyectaban a lo largo de la carretera, los extraños detalles de la escena. Pero, a cinco o seis pasos del matorral donde se habían refugiado Miette y Silvère, el talud de la izquierda descendía para dejar paso a un caminito que seguía el Viorne, y la luna, deslizándose por ese boquete, rayaba la carretera con una ancha franja luminosa. Cuando los primeros insurgentes entraron en aquel rayo, se hallaron súbitamente iluminados por una claridad cuyas agudas blancuras recortaban con singular nitidez las menores aristas de los rostros y de las ropas. A medida que los contingentes desfilaban, los jóvenes los vieron así, frente a ellos, feroces, sin cesar renacientes, surgir repentinamente de las tinieblas.

Al entrar los primeros hombres en la claridad, Miette, con un movimiento instintivo, se apretó contra Silvère, aunque se sentía segura, e incluso al abrigo de las miradas. Pasó el brazo por el cuello del joven, apoyó la cabeza en su hombro. Con el rostro enmarcado por la capucha de la pelliza, pálida, se mantuvo en pie, con los ojos clavados en aquel cuadrado de luz que atravesaban rápidamente caras tan extrañas, transfiguradas de entusiasmo, con la boca abierta y negra, rebosante del grito vengador de
La marsellesa
.

Silvère, a quien sentía temblar a su lado, se inclinó entonces a su oído y le nombró los diversos contingentes, a medida que se presentaban.

La columna marchaba en filas de a ocho. A la cabeza iban unos buenos mozos, de cabezas cuadradas, que parecían tener una fuerza hercúlea y una ingenua fe de gigantes. La República debía de encontrar en ellos defensores ciegos e intrépidos. Llevaban al hombro grandes hachas cuyo filo, recién amolado, relucía al claro de luna.

—Los leñadores de los bosques de la Seille —dijo Silvèr—. Han formado un cuerpo de zapadores… A una señal de sus jefes, esos hombres irían hasta París, hundiendo las puertas de las ciudades a hachazos, como derriban los viejos alcornoques de la montaña… —El joven hablaba orgullosamente de los anchos puños de sus hermanos. Continuó, al ver llegar, detrás de los leñadores, a una cuadrilla de obreros y de hombres de barbas rudas, quemados por el so—. El contingente de la Palud. Es la primera villa que se alzó. Los hombres de blusa son obreros que trabajan los alcornoques; los otros, los hombres de chaquetas de pana, deben de ser cazadores o carboneros que viven en las gargantas de la Seille… Los cazadores conocieron a tu padre, Miette. Tienen buenas armas que manejan con destreza. ¡Ah!, ¡si todos estuvieran armados así! Faltan fusiles. Ves, los obreros sólo tienen palos.

Miette miraba, escuchaba, muda. Cuando Silvère le habló de su padre, la sangre le subió violentamente a las mejillas. Con el rostro ardiendo, examinó a los cazadores con expresión de cólera y de extraña simpatía. A partir de ese momento, pareció animarse poco a poco con los estremecimientos de fiebre que los cantos de los insurgentes le traían.

La columna, que acababa de volver a empezar
La marsellesa
, seguía bajando, como azotada por los ásperos soplos del mistral. A la gente de La Palud la había sucedido otra tropa de obreros, entre los cuales se distinguía un número bastante grande de burgueses de gabán.

—Son los hombres de Saint-Martin de-Vaulx —prosiguió Silvèr—. Esa villa se sublevó casi al mismo tiempo que La Palud… Los patronos se han unido a los obreros. Allí hay gente rica, Miette, ricos que podrían vivir tranquilos en sus casas y que van a arriesgar sus vidas en defensa de la libertad. Hay que querer a esos ricos… Siguen faltando armas: apenas unas cuantas escopetas de caza… ¿Ves, Miette, a esos hombres que llevan en el codo izquierdo un brazalete de tela roja? Son los jefes. —Pero Silvère se retrasaba. Los contingentes bajaban por la cuesta más rápidos que sus palabras. Estaba hablando aún de la gente de Saint Martin-de-Vaulx cuando ya dos batallones habían cruzado la raya de claridad que blanqueaba la carreter—. ¿Has visto? —preguntó—: Los insurgentes de Alboise y de Les Tulettes acaban de pasar. He reconocido a Burgat, el herrero… Se habrán unido a la tropa hoy mismo… ¡Cómo corren!

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