La fortuna de los Rougon (30 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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Silvère, que comprendía vagamente el peligro de esos éxtasis, se levantaba a veces de un salto proponiendo pasar a una de las islitas que las aguas bajas descubrían en medio del río. Ambos, descalzos, se aventuraban; a Miette le traían sin cuidado los guijarros, no quería que Silvère la sostuviera, y una vez cayó sentada en medio de la corriente; pero no había ni veinte centímetros de agua, y salió del trance poniendo a secar su falda encimera. Después, cuando estaban en la isla, se acostaban de bruces sobre una lengua de arena, con los ojos al nivel de la superficie del agua, cuyas escamas de plata miraban estremecerse a lo lejos, en la noche clara. Entonces Miette declaraba que iba en barco, la isla avanzaba, con toda seguridad; notaba perfectamente que la arrastraba; este vértigo que les daba el gran caudal con que sus ojos se llenaban los divertía un instante, los mantenía allá, en la orilla, cantando a media voz, al igual que los barqueros que con los remos golpean el agua. Otras veces, cuando la isla tenía una ribera baja, se sentaban en ella como en un banco de verdor, dejando que sus pies desnudos colgasen en la corriente. Y durante horas conversaban, salpicando el agua a golpe de talón, balanceando las piernas, disfrutando al desencadenar tempestades en la apacible cuenca cuya frescura calmaba su fiebre.

Estos baños de pies engendraron en el ánimo de Miette un capricho que a punto estuvo de estropear sus hermosos amores inocentes. Quiso a toda costa bañarse del todo. Un poco más arriba del puente del Viorne había una poza, muy adecuada, decía, apenas de tres o cuatro pies de profundidad, y muy segura; hacía tanto calor, se estaría tan a gusto en el agua hasta los hombros; y además hacía mucho tiempo que se moría de ganas de saber nadar, Silvère le enseñaría. Silvère oponía objeciones: de noche no era prudente, podrían verlos, a lo mejor les haría daño; pero no decía la verdadera razón, estaba instintivamente muy alarmado ante la idea de este nuevo juego, se preguntaba cómo se desvestirían, y de qué forma se las arreglaría para sostener a Miette sobre el agua, en sus brazos desnudos. Ella no parecía sospechar tales dificultades.

Una noche ella apareció con un traje de baño que se había cortado de un vestido viejo. Silvère tuvo que regresar a casa de tía Dide a buscar el suyo. La excursión fue totalmente ingenua. Miette ni siquiera se alejó; se desvistió con naturalidad a la sombra de un sauce, tan tupido que su cuerpo de niña sólo puso en él durante unos segundos una vaga blancura. Silvère, de piel morena, apareció en la noche como el tronco sombreado de un roble joven, mientras que las piernas y los brazos de la jovencita, desnudos y robustos, parecían los tallos lechosos de los abedules de la orilla. Después ambos, como vestidos con las manchas oscuras que el alto follaje proyectaba sobre ellos, entraron alegremente en el agua, llamándose, lanzando exclamaciones, sorprendidos por el frescor. Y los escrúpulos, las vergüenzas inconfesadas, los pudores secretos, quedaron olvidados. Allí estuvieron una hora larga, chapoteando, echándose agua a la cara, Miette enfadándose y luego estallando en risas, y Silvère dándole su primera clase, sumergiéndole de vez en cuando la cabeza, para curtirla. Mientras la sostenía con una mano por el cinturón del traje, pasándole la otra mano bajo el vientre, ella movía furiosamente piernas y brazos, creía nadar; pero, en cuanto la soltaba, se debatía gritando y, con las manos extendidas, azotando el agua, se agarraba a donde podía, a la cintura del joven, a una de sus muñecas. Se abandonaba un instante contra él, descansaba, sin resuello, empapada, mientras su traje mojado dibujaba las gracias de su busto de virgen. Después gritaba:

—Una vez más; pero lo haces adrede, no me sostienes.

Y nada vergonzoso les venía de aquellos abrazos de Silvère, que se inclinaba para sujetarla, de aquellos salvamentos enloquecidos de Miette colgada al cuello del joven. El frío del baño les inspiraba una pureza de cristal. Eran, bajo la noche tibia, entre el follaje pasmado, dos inocencias desnudas que reían. Silvère, tras los primeros baños, se reprochó secretamente haber pensado mal. ¡Miette se desvestía tan pronto, y estaba tan fresca en sus brazos, tan sonora de risas!

Pero al cabo de quince días la niña supo nadar. Con sus miembros libres, mecida por las olas, jugando con él, se dejaba invadir por la blanda dulzura del río, por el silencio del cielo, por las ensoñaciones de las riberas melancólicas.

Cuando los dos nadaban sin ruido, Miette creía ver, en las dos orillas, el follaje espesarse, inclinarse hacia ellos, revestir su retiro con enormes cortinas. Y los días de luna, entre los troncos se deslizaban resplandores, dulces apariciones que paseaban a lo largo de la orilla con trajes, blancos. Miette no tenía miedo. Experimentaba una emoción indefinible al seguir los juegos de la sombra. Mientras avanzaba, con lentos movimientos, el agua tranquila, que la luna convertía en un claro espejo, se arrugaba al acercarse ella como una tela de lamé de plata; los círculos se ensanchaban, se perdían en las tinieblas de las orillas, bajo las ramas colgantes de los sauces, donde se oían chapoteos misteriosos; y, a cada brazada, encontraba así cavidades llenas de voces, hoyos negros ante los cuales pasaba más deprisa, bosquecillos, hileras de árboles cuyas masas oscuras cambiaban de forma, se alargaban, parecían seguirla desde lo alto del ribazo. Cuando se ponía de espalda, las profundidades del cielo la enternecían también. De la campiña, de los horizontes que no veía, oía entonces ascender una voz grave, prolongada, hecha de todos los suspiros de la noche.

No era de natural soñador, y disfrutaba con todo su cuerpo, con todos sus sentidos, del cielo, del río, de las sombras, de las claridades. El río, sobre todo, esa agua, ese terreno móvil, la llevaba con caricias infinitas. Experimentaba, al remontar la corriente, un gran placer al sentir el agua deslizarse más rápida contra su pecho, y contra sus piernas; era un largo cosquilleo, muy dulce, que podía aguantar sin risas nerviosas. Se hundía más aún, se metía en el agua hasta los labios, para que la corriente pasara sobre sus hombros, la envolviera de un tirón, de la barbilla a los pies, en su beso huidizo. Sentía una languidez que la dejaba inmóvil en la superficie, mientras las olitas resbalaban blandamente entre su traje y la piel, hinchando la tela; después se revolcaba en las superficies muertas, como una gata sobre una alfombra; e iba del agua luminosa, donde se bañaba la luna, al agua negra, ensombrecida por el follaje, con escalofríos, como si hubiera abandonado una llanura soleada y sentido el frío de las ramas caerle sobre la nuca.

Ahora se apartaba para desvestirse, se escondía. En el agua, guardaba silencio; no quería ya que Silvère la tocase; se deslizaba suavemente a su lado, nadando con el ruidito de un pájaro cuyo vuelo cruza un zarzal; o a veces daba vueltas en torno a él, presa de vagos temores que no se explicaba. También él se alejaba, cuando rozaba uno de sus miembros. El río tenía ya sólo para ellos una embriaguez muelle, un embotamiento voluptuoso que los turbaba extrañamente. Cuando salían del baño, sobre todo, experimentaban somnolencias, vahídos. Estaban como agotados. Miette tardaba una hora larga en vestirse. Al principio se ponía sólo la blusa y una falda; luego se quedaba allí, extendida en la hierba, quejándose de cansancio, llamando a Silvère, que se hallaba a unos pasos, la cabeza vacía, los miembros llenos de extraña y excitante lasitud. Y, al regreso, había más ardor en su abrazo, sentían mejor, a través de sus ropas, su cuerpo flexible por el baño, se detenían lanzando grandes suspiros. El moño enorme de Miette, todavía muy húmedo, su nuca, sus hombros tenían un aroma fresco, un olor puro, que acababan de embriagar al joven. La niña, felizmente, declaró una noche que no tomaría más baños, que el agua fría hacía que la sangre se le subiese a la cabeza. Sin duda dio esta razón con toda verdad, con toda inocencia.

Reanudaron sus largas conversaciones. En el espíritu de Silvère sólo perduró, del peligro que acababan de correr sus amores ignorantes, una gran admiración por el vigor físico de Miette. En quince días había aprendido a nadar, y a menudo, cuando competían en velocidad, la había visto cortar la corriente con un brazo tan rápido como el suyo. Él, que adoraba la fuerza, los ejercicios corporales, sentía su corazón enternecido al verla tan fuerte, tan poderosa y hábil de cuerpo. Se apoderaba de su corazón un singular aprecio por sus robustos brazos. Una noche, después de uno de esos primeros baños que los dejaban tan risueños, se habían agarrado por la cintura, en una banda de arena, y durante largos minutos habían luchado, sin que Silvère consiguiera derribar a Miette; luego, al perder el equilibrio el joven, la niña había quedado en pie. Su enamorado la trataba como a un chico, y fueron esas marchas forzadas, esas carreras locas a través de los prados, esos nidos encontrados en las copas de los árboles, esas luchas, todos esos juegos violentos, los que los protegieron tan largo tiempo y les impidieron manchar su ternura. Había también en el amor de Silvère, amén de su admiración por la fanfarronería de su enamorada, la dulzura de su corazón tierno con los desdichados. Él, que no podía ver a un ser abandonado, a un pobre hombre, a un niño caminando descalzo entre el polvo de los caminos, sin sentir un nudo de piedad en la garganta, amaba a Miette porque nadie la amaba, porque llevaba una ruda existencia de paria. Cuando la veía reír, se emocionaba profundamente con esta alegría que él le daba. Además, como la niña era tan salvaje como él, se entendían en su odio a las comadres del arrabal. El sueño que él acariciaba, cuando, durante el día, cercaba en casa de su patrón las ruedas de las carretas, a grandes martillazos, estaba lleno de generosa locura. Pensaba en Miette como un redentor. Todas sus lecturas se le subían a la cabeza; quería casarse un día con su amiga para dignificarla a los ojos del mundo; se confiaba una santa misión, el rescate, la salvación de la hija del presidiario. Y tenía la cabeza tan atiborrada de ciertos alegatos que no se decía estas cosas con sencillez; se extraviaba en pleno misticismo social, imaginaba rehabilitaciones apoteósicas, veía a Miette sentada en un trono, en un extremo del paseo Sauvaire, y a toda la ciudad inclinándose, pidiendo perdón, cantando sus alabanzas. Felizmente se olvidaba de estas hermosas cosas en cuanto Miette saltaba su tapia y le decía en la carretera:

—¿Quieres que corramos? Apuesto a que no me pillas.

Pero, si el joven soñaba despierto con la glorificación de su enamorada, tenía tales necesidades de justicia que a menudo la hacía llorar hablándole de su padre. Pese a las hondas ternuras que la amistad de Silvère había puesto en ella, tenía aún de vez en cuando bruscos despertares, malas horas, en las cuales las cabezonadas, las rebeliones de su naturaleza sanguínea la atiesaban, con los ojos duros, los labios apretados. Entonces sostenía que su padre había hecho muy bien al matar al gendarme, que la tierra pertenece a todo el mundo, que uno tiene derecho a disparar su fusil donde quiera y cuando quiera. Y Silvère, con su voz grave, le explicaba el Código como lo entendía él, con extraños comentarios que habrían indignado a toda la magistratura de Plassans. Esas conversaciones tenían lugar, con mayor frecuencia, en algún rincón perdido de los prados de Santa Clara. La alfombra de hierba, de un negro verduzco, se extendía hasta perderse de vista, sin que un solo árbol manchase el inmenso lienzo, y el cielo parecía enorme, llenando con sus estrellas la redondez desnuda del horizonte. Los niños estaban como acunados por aquel mar de verdor. Miette luchaba mucho tiempo; le preguntaba a Silvère si hubiera valido más que su padre se dejase matar por el gendarme, y Silvère guardaba silencio un instante; después decía que, en tal caso, más valía ser víctima que verdugo, y que era una gran desdicha matar a un semejante, incluso en legítima defensa. Para él, la ley era una cosa santa, los jueces habían tenido razón al enviar a Chantegreil a presidio. La joven se enfurecía, habría golpeado a su amigo, le gritaba que tenía tan mal corazón como los demás. Y, como él continuaba defendiendo firmemente sus ideas de justicia, Miette acababa por estallar en sollozos, balbuciendo que sin duda se avergonzaba de ella, ya que le recordaba todos los días el crimen de su padre. Estas discusiones terminaban entre lágrimas, con una emoción común. Pero, por mucho que llorase la niña, que reconociese que quizá estaba equivocada, conservaba en el fondo todo su salvajismo, su arrebato sanguíneo. Una vez contó con largas risas cómo un gendarme, al caer de su caballo delante de ella, se había roto una pierna. Por lo demás, Miette sólo vivía ya para Silvère. Cuando éste la interrogaba sobre su tío y su primo, respondía que «no sabía», y si él insistía, por miedo a que en el Jas-Meiffren la hicieran demasiado desgraciada, decía que trabajaba mucho, que nada había cambiado. Creía, empero, que Justin había acabado por saber lo que la hacía cantar de mañana y le llenaba de dulzura los ojos. Pero agregaba:

—¿Qué importa eso? Si alguna vez se le ocurre molestarnos, lo recibiremos, ¿verdad?, de tal manera que se le quitarán las ganas de mezclarse en nuestros asuntos.

Sin embargo, la campiña abierta, las largas marchas al aire libre, los cansaban a veces. Regresaban siempre al ejido de San Mittre, a la vereda estrecha, de donde los habían expulsado las ruidosas noches estivales, los olores demasiado fuertes de las hierbas pisoteadas, los soplos cálidos y turbadores. Pero, ciertas noches, la vereda se volvía más dulce, la refrescaban los vientos, podían quedarse allí sin experimentar vértigo. Disfrutaban entonces de deliciosos reposos. Sentados en la lápida sepulcral, con los oídos sordos al alboroto de los niños y de los gitanos, se encontraban en su casa. Silvère había recogido en diversas ocasiones fragmentos de huesos, restos de calaveras, y les gustaba hablar del viejo cementerio. Vagamente, con su imaginación viva, se decían que su amor había brotado, como una hermosa planta robusta y feraz, en aquel mantillo, en aquel rincón de tierra fertilizada por la muerte. Había crecido como aquellos hierbajos; había florecido como aquellas amapolas que la menor brisa hacía bailar sobre sus tallos, semejantes a corazones abiertos y sangrantes. Y se explicaban los tibios hálitos que pasaban sobre sus frentes, los susurros oídos en las sombras, el largo escalofrío que sacudía la vereda: eran los muertos que les soplaban a la cara sus pasiones desaparecidas, los muertos que les contaban su noche de bodas, los muertos que se revolvían en la tierra, presa de un furioso deseo de amar, de reanudar el amor. Esas osamentas, lo notaban muy bien, estaban llenas de ternura por ellos; las calaveras rotas se calentaban en las llamas de su juventud, los menores despojos los rodeaban de un susurro encantado, de una solicitud inquieta, de unos celos estremecidos. Y cuando se alejaban, el antiguo cementerio lloraba. Esas hierbas, que les ataban los pies en las noches de fuego, y que les hacían vacilar, eran dedos delgados, afilados por la tumba, salidos del suelo para retenerlos, para arrojarlos uno en brazos de otro. Ese olor acre y penetrante que exhalaban los tallos rotos era el perfume fecundante, el jugo poderoso de la vida, que elaboran lentamente los ataúdes y que embriaga de deseo a los amantes extraviados en la soledad de los senderos. Los muertos, los viejos muertos, deseaban las bodas de Miette y Silvère.

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