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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (10 page)

BOOK: La gaya ciencia
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83. Traducciones.

Es legítimo juzgar el grado de sentido histórico que tiene una época por la forma en que traduce y trata de asimilar las épocas y los libros del pasado. Los franceses de Corneille y hasta los de la Revolución se apropiaron de la Antigüedad romana de un modo en el que hoy ya no seríamos capaces, dado nuestro sentido histórico superior. Y en cuanto a la propia Antigüedad romana, no se puede negar que metió la mano con violencia e ingenuidad en lo más destacado y sobresaliente de la alta Antigüedad griega. ¡Con qué deleite y falta de escrúpulos quitaron el polvo a las alas de esa mariposa que es el instante! Así, Horacio tradujo de un lado y del otro a Alceo y a Arquíloco; Propercio a Calímaco y a Filetes (poetas del mismo valor que Teócrito, si se nos permite juzgar),. ¡Qué les importaba que el creador en cuestión hubiese vivido aquí o allá y que esto hubiese dejado huellas en su poema! Como poetas, apenas disponían de olfato para captar ese sentido arqueológico que es previo al sentido histórico; como poetas, descuidaban los detalles más personales, los nombres y todo lo que caracteriza a una ciudad, a una costa, a un siglo, con su ropa típica y su fachada, para sustituirlo incontinentemente por su propia actualidad romana. Parece que nos preguntaran: «¿No, tuvimos razón al renovar lo antiguo para nosotros y reconocerlo como propio, al infundir un alma en ese cuerpo sin ida? Porque lo cierto era que estaba bien muerto, y ¡q e feo resulta todo lo que ha muerto!». Ignoraban el goce. El sentido histórico; les resultaba penosa la realidad pasada o extraña y en ellos, romanos, se despertaba el ansia característica de conquista. Efectivamente, en aquel tiempo traducir era sinónimo de conquistar, no sólo por ello se eliminaba el elemento histórico, sino porque se añadía también la alusión a la actualidad, suprimiendo primero el nombre del poeta para colocar el propio en su lugar. Y no con el sentimiento de haber cometido un robo, sino con la completa buena conciencia del imperio romano.

84. Sobre el origen de la poesía.

Los amantes de lo fantástico en el hombre, que son los mismos que defienden la doctrina de la moral instintiva, razonan de la siguiente forma: «Si admitimos que en toda época se ha honrado lo útil como divinidad suprema, ¿de dónde ha surgido entonces la poesía, ese ritmo de la palabra, que dificulta en lugar de facilitar la comunicación y que se ha extendido y aún extiende por todos los rincones de la tierra, como desafío a toda utilidad? Pues esa bella y agreste sinrazón de la poesía los refuta, utilitaristas. Lo que precisamente ha elevado al hombre ha sido tratar de liberarse de lo útil, y lo que le ha sido inspirado por la moral y el arte». Sin embargo, será necesario, en alguna medida, darle la razón a los utilitaristas —¡y es que tan pocas veces la tienen que inspiran lástima!—. En los tiempos antiguos en los que nació la poesía, se consideraba que tenía una gran utilidad, una utilidad supersticiosa, desde que se permitió que en el discurso penetrara el ritmo, esa violencia que renueva el orden de todos los átomos de la frase, que impone elegir palabras y pinta los pensamientos con colores nuevos, haciéndolos más sombríos, más extraños, más lejanos. Se trataba de inculcar más profundamente en los dioses, merced al ritmo, una simpatía hacia los hombres, una vez comprobado que la memoria del hombre retiene mejor un verso que un discurso espontáneo; asimismo, se vio que mediante la cadencia rítmica era posible hacerse oír desde lejos, a mayores distancias, y se creyó que la oración en rima llegaba mejor a los oídos de los dioses. Pero antes se trató de sacar provecho del dominio elemental que sufre el hombre cuando oye música; el ritmo es una coacción, genera un ansia irresistible de ceder, de colocarse al unísono; y no son sólo los pies, sino también el alma quien sigue el compás. Se llegó a pensar que el alma de los dioses hacía lo mismo. Por eso se intentó sujetarlos mediante el ritmo, ejerciendo fuerza sobre ellos, arrojando alrededor de su cuello la poesía como un mágico nudo corredizo.

Existió una representación más admirable aún que quizás haya contribuido poderosamente a la formación de la poesía. En los pitagóricos, surge como doctrina filosófica y como medio del arte de la pedagogía; pero por el ritmo armónico, mucho antes de que existiesen filósofos, se reconoció a la música la virtud de descargar las pasiones, de purificar el alma, de atenuar la ferocidad del ánimo. La receta de esta cura del alma era que cuando se pierden la tensión y la armonía precisas, no hay más que danzar siguiendo el compás del cantante. Con esta fórmula, Terpandro calmó un motín, Empédocles amansó a un loco furioso y Damón purificó a un joven que languidecía de amor; esta misma cura del alma se aplicó también a los dioses que repentinamente se volvían desafiantes y vengativos; primero, llevando hasta el límite el delirio y la explosión de sus pasiones, es decir, enloqueciendo al dios enfurecido y alterando la represalia del dios vengativo. Todos los cultos orgiásticos tratan de descargar de golpe la ferocidad de una divinidad y convertirla en orgía, para que se sienta inmediatamente más libre y apaciguada y deje a los hombres én paz. Según la raíz del término,
melos
significa un medio de apaciguar, no porque el canto sea apacible en sí, sino porque su acción de fondo es aplacar. Y no sólo el canto de los cultos, sino también el canto profano de los tiempos más remotos presupone que el movimiento rítmico, al sacar agua o remar, ejerce un poder mágico. El canto hechiza a los demonios que se cree que actúan aquí, los vuelve serviciales, los encadena y los convierte en instrumentos de los hombres. Cada vez que se va a hacer algo, se tiene un motivo para cantar; toda acción está ligada a la asistencia de los espíritus; parece que la forma original de la poesía fue el encantamiento y el conjuro mágico. Cuando se recurrió también al verso para formular un oráculo —los griegos decían que el hexámetro había sido inventado en Delfos—, el ritmo debía también ser impuesto. Profetizar algo significa (según la etimología del término griego que considero verosímil) hacer que ese algo quede determinado; se cree poder obligar al futuro por el hecho de haberse ganado a Apolo, quien, según la representación más antigua, es mucho más que un dios que prevé el futuro. Tal y como se pronuncia la fórmula en su exactitud literal y rítmica, así queda encadenado el futuro, aunque aquella sea una invención de un Apolo que, como dios de los ritmos, puede también obligar a las diosas del destino. Así, entonces, considerándolo todo, ¿había para la antigua humanidad supersticiosa algo más útil que el ritmo? Permitía hacerlo todo: facilitar mágicamente un trabajo; obligar a un dios a aparecerse, a acercarse, a escuchar; hacer que el futuro correspondiese a lo que esperaba la voluntad; descargar el alma del individuo de cualquier desmesura (de la angustia, de la manía, de la necesidad de vengarse), y no sólo el alma del individuo, sino también la del demonio más perverso. Sin el ritmo no se era nada, por el ritmo se convertía uno casi en un dios. Un sentimiento tan arraigado no puede extirparse totalmente; todavía hoy, pese a los esfuerzos milenarios que se han hecho por combatir esta superstición, el más sensato de nosotros se convierte en un frenético del ritmo, ¡aunque sólo sea porque ha comprobado que un pensamiento resulta más verdadero en cuanto adopta una forma métrica y se manifiesta con un estremecimiento (¿por qué no decirlo?). divino! ¿Hay algo más divertido que ver a los filósofos más serios, comúnmente tan rigurosos en materia de certeza, referirse siempre a las sentencias de los poetas, para dar fuerza y credibilidad a sus pensamientos? Y, sin embargo, ¿no es más comprometedor para una verdad que le dé su asentimiento un poeta, en lugar de contradecirla? Pues como dijo Homero: «Los poetas mienten mucho».

85. Lo bueno y lo bello.

Los artistas están continuamente transfigurando —no hacen otra cosa— aquellas situaciones y cosas que, en concreto, se estima que proporcionan al hombre el medio de sentirse bueno o grande, ebrio o feliz, sano y sabio. Estas cosas y estas situaciones escogidas, cuyo valor para la felicidad humana se calcula seguro e incontestable, constituyen la materia de los artistas; éstos están siempre al acecho para descubrirlas y llevarlas al terreno del arte. Creo que sin ser ellos mismos los tasadores de la felicidad y del hombre feliz, se encuentran siempre en el entorno de los tasadores propiamente dichos, con la mayor curiosidad, el mayor deseo de sacar partido pronto a sus estimaciones. De esta suerte, como además de impaciencia, tienen el gran aliento de los heraldos y la rapidez de los mensajeros, serán siempre también los primeros en glorificar el nuevo Bien y, a menudo, parecerá que son ellos los primeros en calificarlo de bueno, en valuarlo como bueno. Pero, como he dicho, eso es un error en tanto sólo habrán sido más rápidos y habrán hablado más fuerte que los tasadores auténticos. Pero ¿quiénes son éstos últimos? Los ricos y los ociosos.

86. Sobre el teatro.

Un día más he experimentado sentimientos poderosos y sublimes, y si para acabar el día pudiera disponer de música y de arte, sé muy bien con qué clase de música y de arte no querría contar: con ninguna música que tratara de embriagar a sus oyentes, procurando un instante de exaltación fuerte y sublime a esos hombres de vida anímica banal que, al final del día, no parecen vencedores en sus paseos triunfales, sino mulas embrutecidas por los latigazos demasiado frecuentes de la vida. Y, además, ¿qué podría saber esa gente de «estados anímicos superiores» si no dispusieran de excitantes capaces de embriagar y de latigazos ideales? De este modo, tienen «cosas para entusiasmarse», como tienen vinos. Pero ¿qué me importan a mí sus brebajes y sus borracheras? ¿Acaso necesita vino quien está entusiasmado? Ese tal mira con cierto asco los excitadores llamados a producir aquí un efecto sin razón suficiente, ¡ridícula imitación de la marea alta del alma! Pues, ¿qué? ¿Se le dan alas al topo y altivas ilusiones antes de irse a dormir, antes de introducirse en su madriguera?, ¿se envía al teatro y se ponen cristales de aumento en sus ojos ciegos y cansados a esos hombres para quienes la vida no es una «acción», sino un negocio, que se sientan delante de un escenario a contemplar a seres que les son extraños y para quienes la vida es algo más que un negocio? «¡Esto es decente —dicen—, resulta distraído, lo exige la cultura!». Pues bien, pensaré que no tengo la suficiente cultura en este aspecto, pues semejante espectáculo me asquea demasiado a menudo. Quien cree tener en sí la suficiente tragedia y la suficiente comedia prefiere mantenerse alejado del teatro; o bien, como algo excepcional, asiste al mismo y entonces el conjunto del proceso —teatro, público y poeta—exclusivamente son para él el espectáculo trágico y cómico propiamente dicho, en relación con el cual la obra que se represente le interesa poco. A quien tiene el temple de un Fausto o de un Manfredo no le dicen nada los Faustos y los Manfredos del teatro, y encontrará sumamente cuestionable que alguien se atreva a llevar a un escenario a semejantes personajes. ¡Mostrar los pensamientos y las pasiones más fuertes ante quienes no son capaces de pensamientos ni de pasión, sino sólo de emborracharse! ¡Servirse de aquellos como un medio para producir ese estado! ¡Hacer del teatro y de la música el hachís y el opio de los europeos! ¿Quién nos contará alguna vez la historia de los narcóticos, que es casi la historia de la «cultura», de la denominada cultura superior?

87. Sobre la vanidad de los artistas.

Creo que los artistas ignoran sus mejores virtudes a causa de su excesiva vanidad; su espíritu apunta hacia algo más soberbio de lo que parecen ser esas plantitas nuevas, raras y bellas capaces de crecer en su suelo y de alcanzar una verdadera plenitud. No aprecian sino superficialmente la última producción de su propio jardín, de su propia viña; su comprensión no es de la misma clase que su amor. He aquí un músico cuya mayor virtud consiste en acertar los acentos característicos de las almas dolientes, oprimidas, martirizadas y hasta en hacer que hablen animales mudos. Nadie es comparable a él en cuanto a expresar los matices del otoño avanzado, la felicidad indescriptible de un goce definitivo y fugaz; conoce el peculiar sonido de la singularidad íntima del alma que se halla en plena medianoche, cuando parecen disociarse la causa y el efecto mientras que en cualquier instante puede surgir algo «de la nada»; con mayor fortuna que nadie bebe del manantial subterráneo de la felicidad humana y, por así decirlo, de la copa vacía de esa felicidad en la que las gotas más agrias y amargas acaban mezclándose con las más dulces; conoce ese cansancio que arrastra el alma cuando ya no acierta a saltar ni a volar, ni siquiera a andar; tiene la mirada temerosa del dolor oculto, de la comprensión que no consuela, de la despedida sin palabras; al igual que Orfeo en toda desgracia íntima, es mayor que ningún otro y, a grandes rasgos, ha enriquecido el arte con muchas cosas que hasta entonces parecían inexpresables e incluso indignas de ese arte, que no se podían expresar con palabras, realidades del alma que eran inasibles, ínfimas y microscópicas. Efectivamente, es el maestro de las realidades ínfimas. Aunque se niegue a serlo. Su carácter prefiere los grandes murales y las pinturas sagaces. No se da cuenta de que su espíritu tiene otro gusto y otra inclinación y que prefiere habitar en las casas destruidas; allí, escondido de todos, hasta de sí mismo, pinta sus obras maestras propiamente dichas, que son muy breves, que a menudo no duran más que un paso de baile, pero que es tal vez el único lugar donde se muestra grande y perfecto. ¡Sin embargo, lo ignora! Es demasiado vanidoso como para caer en la cuenta.

88. Seriedad con la verdad.

¡Seriedad con la verdad! ¡Qué diferentes sentidos otorgan los hombres a estas palabras! Sin embargo, las mismas opiniones, las mismas clases de pruebas y de análisis que un pensador considera una banalidad a la que, para vergüenza suya, ha sucumbido en tal o cual momento; esas mismas opiniones, digo, pueden dar a un artista que las descubre y que vive durante un tiempo con ellas, la conciencia de que desde ese momento ha sido sorprendido por la más profunda seriedad con la verdad, y que es digno de admiración por el hecho de que, aunque sea un artista, muestra el más considerado deseo por lo opuesto a la apariencia. De este modo, es posible que por su propio
pathos
de seriedad, cualquiera descubra la forma superficial y acotada con que su espíritu había actuado hasta entonces en el terreno del conocimiento. ¿No nos traiciona aquello a lo que damos mucha importancia? Esto muestra dónde se encuentra nuestro peso y en qué carecemos de peso.

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