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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (9 page)

BOOK: La gaya ciencia
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72. Las madres.

Los animales no consideran a las hembras como los hombres a sus mujeres; para aquellos, el valor de la hembra reside en su función productiva. No existe en ellos el amor paterno, sino algo parecido al amor que el hombre siente hacia los hijos de alguien estimado, a los que uno se ha habituado. Las hembras encuentran en sus crías la satisfacción de su necesidad de dominar una propiedad, una ocupación, alguien a quien entienden muy bien, con quien pueden charlar. Todo eso constituye el amor materno, un amor comparable al que siente el artista por su obra. El embarazo vuelve a las mujeres más tiernas, más sensibles, más medrosas, disponiéndolas mejor para la sumisión. Del mismo modo, el embarazo espiritual configura el carácter de los contemplativos, que son madres masculinas. Los animales consideran que el masculino es el sexo bello.

73. Santa crueldad.

Un santo vio acercarse a él a un hombre que llevaba a un niño recién nacido. «¿Qué voy a hacer con este niño? —preguntó este último—, es raquítico, nació prematuramente y no tiene fuerzas ni para morirse». «¡Mátalo! —exclamó el santo con una voz terrible—; mátalo y sostenlo en brazos tres días y tres noches para que te acuerdes de ello, así sólo concebirás hijos en el momento oportuno». Cuando el hombre oyó estas palabras, se fue decepcionado, y muchos criticaron al santo por haber aconsejado una acción tan cruel como matar a un niño. «Pero ¿no es más cruel dejarlo vivir?», replicó el santo.

74. Las que no tienen éxito.

Nunca tienen éxito esas pobres mujeres que se muestran ansiosas e inseguras y que hablan demasiado delante de quien aman, pues lo que verdaderamente seduce a los hombres es una ternura íntima y flemática.

75. El tercer sexo.

«Un hombre de baja estatura es una paradoja, pero no deja de ser un hombre; en cambio, en comparación con las mujeres altas, las bajas me parece que pertenecen a otro sexo», decía un viejo maestro de baile. Una mujer de baja estatura no es nunca hermosa, decía el viejo Aristóteles.

76. El mayor peligro.

La humanidad habría desaparecido hace tiempo de no existir siempre una gran cantidad de hombres que considerara a la disciplina de su cerebro (es decir, a su racionalidad) un motivo de orgullo, una virtud y un deber y que, dotados del «buen sentido común», se hayan considerado humillados y ofendidos ante cualquier delirio o desliz del pensamiento. Es que por sobre la cabeza de esta humanidad ha acechado en todo momento, como su mayor peligro, la locura dispuesta a irrumpir, es decir, la irrupción de lo arbitrario en la sensación, la vista, el oído, el goce de la anarquía cerebral, el placer en el sin sentido, en la irracionalidad humana. Ni la verdad ni la certeza constituyen la contrapartida del mundo de la locura, pero ambos son la universalidad y la obligación universal de una creencia; en pocas palabras, el no ser arbitrarios al juzgar. Y la mayor labor de los hombres hasta ahora ha consistido en lograr un acuerdo mutuo sobre un gran número de cosas y en consensuar una ley de la unanimidad, independientemente de que dichas cosas fueran verdaderas o falsas. Así es la disciplina cerebral que ha conservado a la humanidad, sin que deba desecharse el que los impulsos contrarios tienen todavía una fuerza tal que, en el fondo, apenas se puede hablar con confianza del futuro de la humanidad. La imagen de las cosas continuamente se mueve y se desplaza, y es factible que a partir de ahora lo haga más rápidamente que nunca; permanentemente los espíritus más selectos, en particular, se alzan contra esta obligación universal —¡yendo a la cabeza los exploradores de la verdad!—. Sin cesar, esta creencia, como creencia de todos, inspira aversión y nuevos deseos insatisfechos a los espíritus más cultos; y el ritmo lento que la misma exige para todos los procesos espirituales, esta imitación de la tortuga que aquí se reconoce como norma, permite a los poetas y a los artistas hacer el papel de tránsfugas. En estos espíritus impacientes irrumpe una auténtica ansia de locura, porque ¡qué ritmo alegre que tiene! Se precisan, entonces, intelectuales virtuosos —¡ah!, he de decirlo sin el menor equívoco—, se precisa una virtuosa estupidez, se precisan directores de orquesta imperturbables, capaces de ajustarse al ritmo lento del espíritu para que los fieles de la creencia final continúen reunidos y bailando su danza; quién exige y quién manda eso es una necesidad de primer orden. Nosotros somos la excepción y el peligro —¡tenemos la necesidad de estar continuamente defendiéndonos!—. Pero puede decirse algo en favor de la excepción, siempre y cuando no quiera convertirse nunca en regla.

77. La buena conciencia animal.

No se me escapa cuánto hay de vulgar en todo lo que gusta en la Europa meridional, ya se trate de la ópera italiana (por ejemplo, de Rossini y de Bellini) o de la novela picaresca española (que nos es más accesible en el disfraz francés de Gil Blas), pero no me enfada más que la vulgaridad que encuentro, ya sea dando un paseo por Pompeya o leyendo cualquier libro de la Antigüedad. ¿A qué se debe esto? A que aquí no hay pudor y a que toda vulgaridad se manifiesta con tanta seguridad y certeza como cuanto de noble, amable y apasionado pueda existir en la música y en la novela del mismo género. «El animal tiene derechos como el hombre, por eso puede moverse tan libremente como tú, ¡mi querido semejante!, dado que, pese a todo, no eres menos que ese animal».

Creo que ésta es la moral y la particularidad de la humanidad meridional. El mal gusto tiene tanto derecho como el bueno, y respecto a éste último ostenta incluso un privilegio en la medida en que expresa la gran necesidad y la satisfacción cierta, tanto como en que constituye, por así decirlo, un lenguaje universal, una máscara y una actitud inmediatamente comprensibles. Por el contrario, el buen gusto, habida cuenta de lo que tiene de escogido, testimonia siempre una búsqueda, una improvisación, una ambigüedad en cuanto a su comprensibilidad. Por ello no es ni ha sido nunca popular. ¡No hay nada más popular que la máscara! ¡Qué se emplee, así, toda esa mascarada en las melodías y en las cadencias, en el ritmo saltarín y burlón de esas óperas! ¡En toda la vida de la antigüedad! ¿Quién puede entender esto si no capta el placer y la buena conciencia de toda mascarada? En esto se bañaba y se reconfortaba el espíritu antiguo, donde este baño era más necesario para las naturalezas raras y nobles que para las naturalezas vulgares. En cambio, me molesta extraordinariamente un giro vulgar en las obras nórdicas, por ejemplo, en la música alemana. Aquí se ha mezclado
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, el artista se ha degradado a sus ojos y ni siquiera ha podido dejar de ruborizarse; nosotros nos avergonzamos con él y nos ofende sentir que el artista creía que debía degradarse por causa de nosotros.

78. Nuestras razones para estar agradecidos.

Los artistas, fundamentalmente los teatrales, han sido los primeros en dotar a los hombres de ojos y oídos para ver y oír con cierto placer lo que cada uno es, lo que cada uno experimenta, lo que cada uno quiere. Ellos fueron los primeros en enseñarnos a estimar al héroe que hay oculto en todo hombre corriente; los que nos enseñaron a considerarnos héroes, a vernos desde lejos y, por decirlo de alguna manera, transfigurados —el arte de «ponemos en escena» ante nosotros mismos—

¡Sólo así podemos pasar por alto algunos viles detalles nuestros! Sin ese arte no seríamos más que un «primer plano», y no haríamos más que vivir enteramente bajo el ángulo de esa óptica que agranda monstruosamente lo que hay de inmediato y de vulgar, dándole de este modo la apariencia de la realidad en sí.

Tal vez tenga un mérito análogo esa religión que mandaba examinar en detalle el carácter pecador de todo hombre y que convertía al pecador en un criminal inmortal, pues al mostrar en torno a él perspectivas eternas, enseñaba al hombre a considerarse desde lejos, como algo acabado y total.

79. Atractivo de la imperfección.

Veo aquí a un poeta que, como más de un hombre, ejerce un atractivo mayor por sus imperfecciones que por todo lo que sale redondo y elaborado de sus manos. Así es, consigue más provecho y más gloria por su incapacidad que por su fuerza abundante. Su obra no expresa nunca plenamente lo que en suma quisiera expresar, lo que le gustaría haber visto. Parece que hubiese presentido una visión, si bien nunca la visión misma, pero en su alma permanece una sed inmensa de esa visión, y de ella extrae su elocuencia no menos inmensa, nacida del deseo y de la ambición. Mediante ella, eleva a quien lo escucha por encima de su obra y de todas las «obras», y le da alas para elevarse a una altura tal que nunca alcanzarían los oyentes. Y así, convertidos ellos mismos en poetas y en videntes, le manifiestan al autor de su felicidad tanta admiración como si los hubiese conducido a la visión de sus realidades más sagradas y como si él hubiese visto realmente y comunicado su visión. Su gloria se beneficia del hecho de no haber alcanzado realmente su meta.

80. Arte y naturaleza.

A los griegos (o al menos a los atenienses) les gustaba oír hablar bien, destacándose por poseer una ávida inclinación a ello que los distinguía más que ninguna otra cosa de quienes no eran griegos. Así, exigían que hasta la pasión hablara bien en el escenario y se dejaban llevar con gusto por el ritmo artificial de los versos dramáticos, ¡con lo sobria en palabras, muda y apocada que es la pasión en la vida real, o con lo turbada, irracional y avergonzada que resulta cuando llega a expresarse! Sin embargo, gracias a los griegos, nos hemos acostumbrado a esta falta de naturalidad en la escena, así cómo a esa otra falta de naturalidad que es la pasión cantante que soportamos, gustosamente por cierto, gracias a los italianos. Ha nacido en nosotros una necesidad que no podríamos satisfacer en la realidad: oír hablar bien y con detenimiento a hombres que se encuentran en las más graves situaciones; ahora nos encanta que el héroe trágico se muestre aún capaz de elegir las palabras, de encontrar razones, de adoptar actitudes elocuentes y, en definitiva, de mostrar una inteligencia lúcida en el momento en que su vida se acerca al abismo cuando, por lo general, el hombre real pierde la cabeza y normalmente el lenguaje noble. Esta especie de separación de la naturaleza es quizás lo que más agradablemente alimenta el orgullo humano; en cualquier caso, gracias a ella se ama al arte como expresión de una antinaturaleza y de una convención superiores y heroicas. Se censura, con razón, a un poeta dramático si no consigue transformar completamente su argumento en razón y palabras, y si se reserva cosas en el tintero dejando períodos de silencio; del mismo modo, nos decepciona el compositor de ópera que, para dotar de intensidad a la pasión, no sabe hacer nada mejor que sustituir la melodía por balbuceos y gritos patéticamente «naturales». Y, en realidad, aquí precisamente hay que contradecir a la naturaleza. Aquí es cuando el encanto vulgar debe ceder paso a un encanto superior. En este aspecto los griegos llegaron muy lejos… ¡espantosamente lejos! Del mismo modo que supieron construir el escenario más angosto posible, prohibiéndose todo efecto que haya surgido de un telón de fondo que diese profundidad, y del mismo modo que convirtieron al actor de la mímica y de los gestos fáciles en una máscara, congelando de igual manera su actitud solemne y sus rasgos. Asimismo, privaron a la pasión de la profundidad de su propio telón de fondo, dictándole a cambio la ley del discurso bello y recurriendo a todo lo que suprimiera el efecto básico de unas imágenes capaces de generar temor y piedad. Porque no pretendían en modo alguno suscitar temor ni piedad, como muy bien dice Aristóteles, a quien hay que rendirle los máximos honores por su acierto al apuntar esto, si bien cuando habla del fin último de la tragedia griega no supo dar en el clavo, ni mucho menos. Si pensamos en los trágicos griegos, veremos que lo que más suscita su entusiasmo, su ingenio y su emulación no es precisamente sacudir a los espectadores con pasiones. El ateniense iba al teatro para oír discursos bellos. ¡Sófocles se preocupaba de hacer discursos bellos! —y discúlpenme esta herejía—. Una cosa muy distinta es lo que sucede en la ópera seria, en donde todos sus maestros tratan de impedir que se entienda a sus personajes. Una palabra captada al vuelo viene a veces en ayuda del oyente distraído pero, en la totalidad, lo necesario es que la situación se explique por sí misma, sin importar la forma del discurso. Así piensan todos y así se han tomado en broma las palabras. Tal vez les haya faltado audacia para expresar su desprecio radical por la palabra; un poco más de impertinencia en Rossini, y no hubiese hecho cantar más que la la la desde principio hasta el final, y con razón. El hecho es que a los personajes de una ópera no se les debe creer «por sus palabras», sino por su tono. ¡Esta es la diferencia, ésta es la hermosa antinaturaleza por la que vamos a la ópera! Incluso el mero recitado no debe entenderse en última instancia como texto y palabra, pues esta especie de semi-música está más bien destinada a conceder cierto reposo al oído musical (el reposo que conviene después de la melodía corno goce sublime y, por consiguiente, ¡cómo lo más agotador de este arte!) cumpliendo, también, otra función: la de hacer que nazca una impaciencia creciente, una repugnancia progresiva, un deseo nuevo de música total, de melodía. ¿Qué es el arte de Richard Wagner desde este punto de vista? ¿Acaso algo distinto? A menudo he tenido la impresión de que hubiese sido preciso saberse de memoria la letra y la música de sus obras antes de asistir a su representación, sin lo cual se corre el riesgo de, me ha parecido, no entender la letra, y ni siquiera la música.

81. El gusto griego.

«¿Qué tiene esto de bello? —preguntaba un agrimensor después de una representación de Ifigenia—, ¡no demuestra absolutamente nada!» ¿Estaban los griegos tan alejados de este gusto? En Sófocles, al menos, «todo está demostrado».

82. El «esprit» no es griego.

Los griegos fueron inconmensurablemente lógicos y simples en toda su fomia de pensar, y no se cansaron de serlo durante su mejor período; a diferencia de lo que les ocurre frecuentemente a los franceses, quienes, en ocasiones, dan un salto con excesiva complacencia al campo contrario. Estos sólo so portan el espíritu de la lógica cuando manifiesta, mediante numerosos saltitos al campo contrario, su sociabilidad, su sociable negación de sí. La lógica les resulta tan i dispensable como el pan y el agua, al igual que estos alimentos son vitales para los presos, por cuanto constituye la única comida que, además, ha de tomarse a solas. En la buena sociedad no hay que querer ser el único que tenga toda la razón, como lo pretende la lógica pura. De ahí la pequeña dosis de sinrazón que hay en todo
esprit
francés. ,a sociabilidad de los griegos distaba mucho de estar tan se desarrollada como lo está, y lo estuvo, la de los franceses; por ello se explica el poco
esprit
que había en sus hombres más espirituales, las pocas chanzas que se permitían sus bromistas, el poco crédito que darían a mis frases, ¡y cuántas otras del mismo género tengo en el corazón!
Est res magna tacere
, dijo Marcial, como todos los charlatanes.

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