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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (6 page)

BOOK: La gaya ciencia
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30. La comedia de los hombres célebres.

Los hombres célebres que necesitan su gloria, como los políticos, no eligen a sus aliados y a sus amigos desprovistos de segundas intenciones; de los unos quieren una parte del esplendor y del reflejo de su virtud; de los otros, el aspecto terrible que ofrecen determinadas particularidades inquietantes que todos les reconocen; al mismo tiempo, copiarán a un tercero por ser holgazán y por tomar sol, porque les interesa que alternativamente se los tenga por despreocupados y perezosos. Así podrán disimular que están al acecho. A veces, los hombres célebres necesitan de la cercanía del caprichoso; otras, del experto; otras, del buscador inquieto; otras, del pedante; como así también de la presencia del propio yo, por así decirlo, ¡aunque suceda también que pasan perfectamente sin ellos! De este modo, su entorno y sus aspectos externos están constantemente desapareciendo, mientras parece que todo se empuja hacia ese entorno y que tiende a convertirse en su «carácter»; en eso se parecen a las grandes ciudades. Tanto su reputación como su carácter están cambiando continuamente, pues sus medios variables exigen estas modificaciones y exhiben una u otra cualidad real o ficticia para hacer que entren en escena. Sus amigos y aliados contribuyen, como he señalado, a estas cualidades escénicas. Por el contrario, es preciso que lo que quieren permanezca firme, con una firmeza de bronce, y con un esplendor duradero —y eso necesita también, a veces, de comedias y de juegos escénicos—

31. Comercio y aristocracia.

La compra y la venta son consideradas actividades tan ordinarias como los actos de lectura y de escritura. Todos son prácticos para ellas, aun sin ser comerciantes, y se perfeccionarán cada día más en este género de técnica. Pasa exactamente corno antes, en los tiempos de la humanidad primitiva, cuando todos eran cazadores y se ejercitaban diariamente en los secretos de la caza. En aquella época, la caza era algo corriente, pero había acabado siendo un privilegio de los poderosos y de los nobles, perdiendo así su carácter ordinario y cotidiano, por el hecho de que dejaba de ser una necesidad para convertirse en un asunto de capricho y de lujo. Es así como podría suceder que en cualquier época ocurriese lo mismo con el hecho de comprar y vender. Es factible concebir unas condiciones sociales en las que no se compre ni se venda y en las que vaya desapareciendo paulatinamente esa técnica; tal vez entonces algunos individuos, no tan sometidos a la ley de las condiciones comunes, se permitan el acto de comprar y de vender como un lujo de la sensibilidad. Sólo a partir de ese momento adquiriría distinción el comercio y, tal vez entonces, se dedicaran los aristócratas al comercio con tanto gusto como antes practicaron la guerra y la política. Por el contrario, podría suceder que de aquí a ese tiempo la política se encontrara totalmente desacreditada, dejando de ser un oficio de nobles, y cabría la posibilidad de que un día se la considerase tan abyecta que fuera calificada de «prostitución del espíritu», como la literatura de los partidos políticos y de los periódicos.

32. Discípulos indeseables.

¿Qué voy a hacer con estos dos jóvenes?, escribía malhumorado un filósofo que «corrompía» a la juventud como lo supo hacer Sócrates en su momento, «para mí son discípulos indeseables». Aquel no sabe decir no y éste dice en todo momento: «en cierto modo». Suponiendo que captasen mi doctrina, el primero sufriría demasiado, pues mi forma de pensar exige unalma belicosa, una voluntad de hacer sufrir, un placer en decir no, una piel dura; sucumbiría a sus heridas visibles e internas. Y en cuanto al segundo, se las arreglará para convertir en algo mediocre toda causa que sostenga, convirtiéndola en un compromiso. ¡Un discípulo así le deseo a mi enemigo!

33. Fuera de la sala de conferencias.

"Para demostrarles que el hombre pertenece en definitiva a la especie de los animales benignos, les recordaré toda la credulidad que ha demostrado desde tanto tiempo atrás. Recién ahora, demasiado tarde, y tras inauditos esfuerzos por vencerse a sí mismo, se ha convertido en un animal desconfiado —¡sí!, el hombre es ahora más malvado que nunca—. Lo que no entiendo es una cosa: ¿por qué el hombre sería ahora más desconfiado y más malvado? Porque desde ahora posee una ciencia, ¡porque la necesita!"

34. Historia escondida.

Todo gran hombre ejerce una fuerza retroactiva. Por ello se reconsidera toda la historia y miles de secretos del pasado salen deslizándose de sus escondites y quedan expuestos… a su sol. No es posible prever todo lo que será, un día, la historia. ¡Puede que el pasado siga aún esencialmente velado! ¡Se precisan todavía tantas fuerzas retroactivas!

35. Herejía y brujería.

Pensar de forma distinta a la habitual no es obra tanto de una inteligencia superior, sino de impulsos poderosos y malvados; de impulsos que separan y que aíslan; de impulsos arrogantes y pérfidos, que llevan a gozar del sufrimiento ajeno. La herejía es la compañera de la brujería, por lo tanto, algo que es también poco inofensivo, poco venerable en sí. Los herejes y las brujas constituyen dos tipos de seres malvados; tienen en común no sólo que ambos experimentan el mismo sentimiento de su propia maldad, sino que una necesidad irresistible los lleva a ser nocivos para lo que dominan (ya sean hombres u opiniones). La Reforma, que fue una especie de redoblamiento del espíritu medieval en una época en que dicho espíritu ya no tenía buena conciencia de sí mismo, suscitó un buen número de unos y de otras.

36. Últimas palabras.

Recordaremos cómo el emperador Augusto, aquel hombre terrible que sabía violentarse y callarse como todo Sócrates sabio, se mostró indiscreto respecto a sí mismo en sus últimas palabras, cuando por primera vez dejó caer su máscara al dar a entender que había llevado una y que había representado una comedia; había representado el papel de padre de la patria y el de sabio en un trono, hasta sufrir él mismo esa ilusión. ¡
Plaudite, amici, comoedia finita est
! El pensamiento de Nerón al morir: ¡
qualis artifex pereo
! fue el mismo que el de Augusto en el momento de su muerte; ¡vanidad de actor!

¡Palabrería de actor! ¡Contrapartida perfecta de Sócrates al morir! Pero Tiberio, el más atormentado de quienes han sido verdugos de sí mismos, murió desconsolado, ¡él sí que fue auténtico, no un actor! ¿Qué pudo pasarle por la cabeza al exhalar su último suspiro? Tal vez esto: «¡La vida no es sino una larga muerte! ¡Qué infeliz he sido por haber acabado con la vida de tantos!». Tendría que haberles concedido una vida eterna, así hubiese podido verlos morir eternamente. Para eso tenía tan buena vista; ¡
qualis spectator pereo
! Cuando, tras una larga agonía, parecía que recobraba fuerzas, se consideró apropiado asfixiarlo con una almohada. Murió, así, dos veces.

37. En virtud de tres errores.

Durante los últimos siglos se fomentó el desarrollo de las ciencias en base a tres supuestos: porque con ellas y por ellas se esperaba comprender mejor la bondad y la sabiduría de Dios —motivo capital del alma de los grandes ingleses (como Newton)—; porque se creía en la necesidad absoluta del conocimiento, sobre todo en la más íntima relación entre la moral, la ciencia y la felicidad —motivo capital del alma de los grandes franceses (como Voltaire)—; porque en la ciencia se pretendía poseer y amar algo desinteresado, inofensivo, autosuficiente, verdaderamente inocente, en el cual no intervenían en modo alguno los impulsos malos del hombre —motivocapital del alma de Spinoza que, como conocedor, se sentía divino—. ¡En conclusión, se ha fomentado el desarrollo de las ciencias en virtud de tres errores!

38. Las naturalezas explosivas.

Si se tiene en cuenta que la fuerza de los jóvenes es proclive a explotar, no nos asombrará verlos decidirse por determinadas causas con tan poco tacto y discernimiento en su elección. Lo que excita a los jóvenes es la efervescencia que suscita una causa. Ver, por así decirlo, la mecha encendida; no la causa en sí. De este modo, los seductores más sutiles procuran prometerles la explosión y no se preocupan de legitimar su causa; ¡no se gana a semejantes barriles de pólvora con legitimaciones!

39. Cambio de gusto.

El cambio general del gusto es más importante que el de las opiniones, ya que con todas sus pruebas, sus refutaciones y su fachada intelectual, las opiniones no son sino los síntomas del gusto que cambia y no las causas de ese cambio, como se sigue creyendo tan a menudo. ¿Cómo se modifica el gusto general? Pregunta atinada porque individuos aislados, poderosos o influyentes, expresan sin rubor su
hoc est ridiculum, hoc est absurdum
, es decir, el juicio de sus gustos y disgustos y los imponen de forma tiránica afirmándolos. De esta manera, hacen sufrir a varios una coacción, que va convirtiéndose paulatinamente en costumbre de un número mayor de individuos hasta acabar siendo una necesidad de todos. Pero el hecho de que estos individuos aislados sientan y «saboreen» de un modo diferente se debe habitualmente a una singularidad en su forma de vivir, de alimentarse, de digerir, a una dosis más o menos considerable de sales inorgánicas en su sangre y en su cerebro, en
sufisis
; no obstante, tienen la valentía de apelar a su
fisis
y de estar atento a sus exigencias hasta en sus notas más sutiles; sus juicios estéticos y morales responden a semejantes «notas sutiles» de
la fisis
.

40. Sobre la falta de una forma distinguida.

Los soldados y los jefes tienen siempre un comportamiento recíproco muy superior al que existe entre obreros y patronos. Hasta hoy, al menos, toda auténtica civilización militar sigue estando muy por encima de la llamada civilización industrial; esta última, en su forma actual, es en líneas generales el modo de vida más vulgar que se ha visto hasta el momento. Lo que aquí actúa es sencillamente la ley de la miseria, pues para vivir hay que venderse, pero se desprecia a quien explota esa miseria y compra al obrero. Es curioso que la sumisión a personas poderosas que inspiran miedo y hasta terror, la sumisión a tiranos y a jefes militares no resulte tan penosa como la sumisión a personas desconocidas y tan poco interesantes como son los hombres eminentes de la industria; por lo general el obrero no ve en la persona del empresario sino un ser perruno, astuto, opresor, que especula con toda miseria y cuyo nombre, fisonomía, moralidad y reputación le son indiferentes. Es probable que a los industriales y a los grandes jefes de empresas les falte en buena medida lo que constituye y caracteriza a una raza superior y que hace interesantes a las personas; si hubiesen tenido en su mirada y en sus gestos la distinción que da la nobleza de nacimiento, tal vez no habría aparecido el socialismo en las masas. Pues éstas se encuentran sumamente dispuestas a aceptar cualquier esclavitud, siempre y cuando el individuo que es superior a ellas se legitime continuamente como más elevado, como nacido para mandar ¡mediante la distinción de su estilo! Hasta el hombre más vulgar capta que la distinción no se improvisa y que ésta es venerable en tanto producto de largos siglos, mientras que la falta de distinción y la desacreditada grosería del industrial de manos gruesas y coloradas le hacen pensar que quien ha puesto a uno por encima de otro no ha sido más que el azar y la suerte. ¡Tanto mejor!, se dice; ¡tentemos nosotros también al azar y a la suerte!

¡Echemos los dados! Y empieza el socialismo.

41. Contra el arrepentimiento.

El pensador ve en sus propios actos tentativas e interrogantes encaminados a obtener aclaraciones sobre algo. El éxito y el fracaso son, para él, antes que nada, respuestas. Irritarse o arrepentirse por un fracaso es algo que el pensador deja a quienes obran únicamente cuando son compelidos a ello, esperando ser apaleados por su gracioso amo cuando no le agrada el resultado.

42. Trabajo y tedio.

En los países civilizados casi todos los hombres son iguales en el hecho de buscar trabajo con el objeto de ganar un salario. Para ellos, el trabajo es sólo un medio, no el fin en sí; por eso son poco exigentes al elegir trabajo, el cual sólo les importa por la promesa de la ganancia, siempre que ésta sea considerable. Sin embargo, existen unas pocas personas que prefieren morir antes que dedicarse a trabajar a disgusto; son naturalezas que tienden a elegir y difíciles de satisfacer, pues no se contentan con una apreciable ganancia, si el trabajo en sí no constituye la ganancia de todas las ganancias. A esta clase de hombres pertenecen los artistas y los contemplativos de todo tipo, así como esos ociosos que se pasan la vida cazando, viajando o dedicándose a intrigas y aventuras amorosas. Todos éstos quieren el trabajo y la penuria con tal que esté unido al placer, incluyendo el trabajo más duro y penoso si fuera necesario. Por lo demás, muestran una pereza decidida, aunque ésta produzca pobreza, deshonor y ponga en peligro su salud y su vida. Temen más al aburrimiento que trabajar disconformes. Hasta necesitan aburrirse mucho si quieren tener éxito en su propio trabajo. Para el pensador, como para todo espíritu sensible, el tedio es esa desagradable «calma chicha» del alma que antecede a la navegación feliz y a los vientos alegres; por eso prefieren soportarlo, esperar el efecto. Esto es precisamente lo que las naturalezas más débiles no pueden obtener de sí mismas de ninguna manera. Ahuyentar de sí mismas el tedio por cualquier medio es tan vulgar como el hecho de trabajar a disgusto. Tal vez sea esto lo que distinga a los asiáticos de los europeos; en tanto seres más capaces de estar en profunda calma durante largo tiempo; incluso sus estupefacientes actúan lentamente y requieren paciencia, al contrario de la repugnante rapidez de ese veneno europeo que es el alcohol.

43. Lo que revelan las leyes.

Estudiar las leyes penales de un pueblo como expresión de su carácter supone incurrir en un grave error. Las leyes no revelan la naturaleza de un pueblo, sino lo quede resulta extraño, singular, monstruoso, todo lo externo a él. Las leyes se refieren a las excepciones de la moral de las buenas costumbres y las penas más duras castigan lo mismo que se ajusta a las costumbres de un pueblo vecino. Así, entre los wahabitas
[1]
no hay más que dos casos en los que se aplica la pena capital: adorar a un dios distinto al de los wahabitas y fumar (designado como «forma vergonzosa de beber»). «Pero ¿qué es del asesino y del adúltero?», preguntó un inglés asombrado al oír tales cosas. «Bueno, ¡Dios está lleno de gracia y de misericordia!», le respondió el viejo jefe de la tribu. Asimismo, entre los antiguos romanos, se pensaba que una mujer sólo podía ser culpable de pecado mortal en dos casos: por cometer adulterio y… por beber vino. El viejo Catón argumentaba que se había instaurado la costumbre de besarse entre los parientes tan sólo para controlar a las mujeres en ese aspecto. Un beso indagaba: ¿huele a vino esta mujer? Efectivamente, se castigó con la muerte a mujeres que fueron sorprendidas bebiendo vino, no sólo porque las mujeres pierden toda capacidad de resistencia bajo la influencia del vino; en una época en que era aún reciente el uso del vino en Europa, las mujeres del sur de Europa eran afectadas de vez en cuando por el fenómeno orgiástico y dionisiaco al que los romanos temían más que a nada, caracterizándola como una monstruosidad extranjera que sacudía los fundamentos de la sensibilidad romana. Para ellos era como una traición a Roma, como una invasión de lo extranjero.

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