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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (11 page)

BOOK: La gaya ciencia
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89. Ahora y antes.

¿Para qué nos sirve todo el arte de nuestras obras artísticas si hemos perdido ese arte superior que es el arte de las fiestas? Antes todas las obras de arte se alzaban en la gran avenida de las fiestas de la humanidad, como signos y movimientos conmemorativos de sus instantes de máxima felicidad. Ahora se recurre a las obras de arte para alejar de la gran avenida de los dolores humanos a los pobres seres agotados y enfermos, con el fin de darles un breve instante de deleite que les produzca placer y locura.

90. Luces y sombras.

Los libros y la redacción de sus líneas son cosas distintas en diferentes pensadores; unos han concentrado en su libro las luces que supieron robarle rápidamente a los rayos de un conocimiento cuyo resplandor lució en ellos y que lograron asimilar; otros no ofrecen más que sombras, imágenes reflejadas de colores grises y negras, de los que la víspera edificó en su alma.

91. Precaución.

Como todos saben, Alfieri dijo muchas mentiras cuando les contó la historia de su vida a sus asombrados contemporáneos. Mentía en virtud de ese despotismo aplicado a sí mismo del que es un signo, por ejemplo, su forma de forjarse un lenguaje propio y de tiranizarse hasta convertirse en poeta; acabó dando con una forma severa de estilo sublime que imprimió a su vida y a su memoria, lo que debió costarle mucho tormento. No concederé más crédito a una autobiografía de Platón, que el que le otorgo a Rousseau o a la
Vita nuova
del Dante.

92. Prosa y poesía
.

Notamos que los grandes maestros de la prosa han sido casi siempre también poetas, ya sea públicamente, o bien sólo en secreto y en su «fuero íntimo», ¡pues la buena prosa se escribe mejor pensando en la poesía! Pues la prosa no es otra cosa que una guerra ininterrumpida con la forma poética; todo su encanto radica en eludir continuamente la poesía y en contradecirla. Se pretende que toda noción abstracta sea como una travesura antipoética expresada en un tono jocoso; toda sequedad, toda frialdad trata de sumir a la amable diosa en una cordial desesperación. Habitualmente se producen acercamientos, reconciliaciones pasajeras, luego seguidas de rápidas huidas y de bruscas carcajadas; con frecuencia se alza la cortina y penetra una luz muy intensa en el instante mismo en que la diosa disfruta de sus penumbras y de sus pálidos colores; a menudo se le quita la palabra de los labios para cantarla con una melodía que hace que dirija sus suaves manos a sus delicados oídos y, así, esta guerra conoce mil diversiones que ignoran totalmente los hombres no poéticos, los llamados prosaicos. ¡Claro está que éstos sólo escriben y hablan en una mala prosa! Si la guerra es la madre de todo lo bueno, el combate es también el padre de la buena prosa. A lo largo de este siglo se han destacado cuatro hombres muy singulares, y verdaderamente poéticos, que han llegado a ser maestros de la prosa, para la cual, por otra parte, no está hecho este siglo. A excepción de Goethe, reivindicado por el siglo que lo formó con justeza como hijo suyo, no veo a nadie que pueda ser designado como maestro de la prosa, a excepción hecha de Giacomo Leopardi, Prosper Merimée, Ralph Waldo Emerson y Walter Savage Landor, el autor de
Imaginary Conversations
.

93. Pero ¿por qué escribes?

A: —No soy de los que piensan con el bolígrafo en la mano; menos aún de los que se sientan delante del tintero, concentran la vista en el papel y se dejan llevar por sus pasiones. Me molesta y me avergüenza todo lo que supone escribir, porque escribir es para mí una necesidad y me repugna hablar de ello hasta metafóricamente.

B: —Pero, entonces, ¿por qué escribes?

A: —Bueno, amigo mío, voy a confesarte algo. Hasta ahora no he encontrado otro medio de desembarazarme de mis pensamientos.

B: —¿Y por qué quieres desembarazarte de ellos?

A: —¿Qué por qué lo quiero? ¿Es que yo lo quiero? ¡Es que lo necesito!

B: —¡Basta, basta!

C:

94. Crecimiento póstumo.

Las pequeñas y audaces agudezas acerca de cuestiones morales que Fontenelle incluyó en sus inmortales
DiálogosdelosMuertos
pasaron en su época por paradojas y por juegos de una travesura sospechosa; hasta los jueces supremos del gusto y del espíritu no vieron en ellas nada más, incluyendo quizás al propio Fontenelle. Sin embargo, hoy ha ocurrido algo increíble: ¡esos pensamientos se han convertido en • verdades!

¡La ciencia los demuestra! ¡El juego se torna • algo serio! Y leemos esos
Diálogos
con un sentimiento distinto al de Voltaire y al de Helvetius, elevando involuntariamente a su autor a otra clase de espíritus mucho más alta de lo que aquellos imaginaron, equivocadamente o con razón.

95. Chamfort.

Conocedor de los hombres y de las masas, Chamfort se puso de parte de éstas últimas manteniéndose apartado en actitud filosófica de reacción y de renuncia; esto se puede explicar sólo si tenemos en cuenta que había en él un instinto más fuerte que su sabiduría, que nunca había sido satisfecho el odio hacia todo aristócrata de nacimiento. Viejo odio explicable a partir del resentimiento de su madre, ya que su amor por ella lo había concebido como sagrado; se explica así un instinto de venganza que procedía de sus años infantiles, que esperaba el momento de vengar a la madre. Sin embargo, tanto su vida como su temperamento y, más fuertemente sin duda la sangre paterna que corría por sus venas, lo sedujeron e impulsaron a integrarse precisamente en esa aristocracia, y a ponerse en pie de igualdad con ella ¡durante numerosos años! A pesar de ello, no soportó su aspecto, el aspecto del «hombre viejo» del Antiguo Régimen, por lo que fue presa de una violenta pasión de arrepentimiento, y esa pasión lo llevó a adoptar la ropa del populacho, ¡cómo una especie de suplicio predestinado! Su mala conciencia se debía a no haber llevado a cabo su venganza. Si Chamfort se hubiera mantenido entonces en un nivel más filosófico, la Revolución hubiera perdido a su trágico mordaz y hubiera quedado privada de su más afilado aguijón; habría sido considerada como un acontecimiento mucho más estúpido y no ejercería en los espíritus semejante seducción. Pero el odio y la venganza de Chamfort formaron el alma de toda una generación y los hombres más ilustres pasaron por esta escuela. Recordemos que Mirabeau dirigía sus ojos a Chamfort como si fuese su yo superior y más maduro, de quien esperaba y aceptaba impulsos, avisos y decisiones —y eso que Mirabeau pertenecía a un nivel de grandeza muy distinto del de los primeros grandes hombres de Estado de ayer y de hoy—. Es curioso que, a pesar de semejante amigo y de semejante abogado —se conservan, efectivamente, las cartas de Mirabeau a Chamfort—, el más maligno de todos los moralistas haya permanecido extraño a los franceses, al igual que sucede con Stendhal que, de todos los franceses de este siglo, es tal vez quien ha tenido unos ojos y unos oídos más ricos en pensamientos. ¿Sería que éste último tenía en el fondo demasiado de alemán y de inglés para que lo pudieran soportar los parisienses? Chamfort, en cambio, hombre rico en profundidades y en trasfondos del alma, sombrío, doliente, ardoroso —pensador que consideraba la risa como un remedio necesario contra la vida y que creía prácticamente perdido el día que no se había reído—, ¡parece un italiano, un pariente de Dante y de Leopardi, mucho más que un francés! Se conocen las últimas palabras de Chamfort: «Ah, amigo mío —le dijo a Sieyes—, me voy al fin de este mundo donde es preciso que el corazón se rompa o se vuelva de bronce». Palabras que no son, verdaderamente, propias de un francés moribundo.

96. Dos oradores.

Si hay dos oradores, para que uno alcance a expresar la razón de su causa debe darle lugar a la pasión, pues sólo ésta hace que actúen sobre su cerebro la sangre y el calor necesarios como para forzar a su elevada inteligencia a manifestarse. El otro trata de hacer, por su parte, lo mismo de vez en cuando; con ayuda de la pasión intenta defender su causa de forma sonora, enérgica y atractiva, aunque con muy poco éxito por lo general. Su discurso se vuelve oscuro y confuso, lleno de exageraciones y de lagunas, lo que hace que resulte sospechosa la razón de su causa; hasta él mismo acaba desconfiando de ella, lo que lo lleva a utilizar los tonos más fríos y desagradables que obligan al auditorio a dudar de la autenticidad de su naturaleza apasionada. En él la pasión ahoga siempre al ingenio, pues es un orador en el que la pasión se impone. Pero se pone a la altura de su fuerza cuando resiste a los impetuosos asaltos de su sensibilidad y llega a burlarse de ella, por así decirlo; sólo entonces su ingenio sale totalmente de su escondite, apareciendo como un ingenio lógico, burlón, jovial y terrible.

97. Sobre la palabrería de los escritores.

Hay una palabrería airada, frecuente en Lutero, incluso en Schopenhauer. Una palabrería alimentada por una gran provisión de fórmulas conceptuales, como en Kant. Una palabrería que se regocija continuamente en variaciones sobre el mismo tema, como en Montaigne. Una palabrería de naturalezas perversas. Quien lea las obras de nuestro tiempo recordará, en este aspecto, a dos escritores. Goethe, cuya prosa es ducha en palabras apropiadas y en formas retóricas; y Carlyle, experto en palabrerías por el puro placer del ruido y de la confusión de sentimientos.

98. En honor a Shakespeare.

Creo que lo m ás hermoso que se puede decir en honor a Shakespeare, en honor al hombre, es que creyó en Bruto, ¡y no quiso empañar su forma de virtud con la más mínima desconfianza! A él le dedicó su mejor tragedia —que se sigue citando aún con un título falso—, a él y al más terrible contenido de una elevada moral. ¡De lo que trata en ella es de la independencia del alma! Ningún sacrificio resulta excesivo en este caso; hay que saber sacrificar al amigo más querido, aunque sea el hombre más sublime, el adorno del universo, el genio incomparable —desde el momento en que se convierte en un peligro para esa libertad que se ama como libertad de las almas grandes—; ¡éste es el tipo de sentimiento que debió experimentar Shakespeare! La altura en que sitúa a César constituye el mayor honor que podía rendir a Bruto; a partir de ahí eleva el problema de este último a un nivel monstruoso, ¡al igual que la fuerza de ánimo capaz de cortar semejante nudo! ¿Fue realmente la libertad política lo que impulsó a este poeta a compartir la pasión y la culpabilidad de Bruto, o bien la libertad política no era sino el símbolo de algo inexpresable?

¿Estamos ante un oscuro suceso, una oscura aventura del alma del poeta, de la que sólo quiso hablar con signos? ¿Qué es toda la melancolía de Hamlet comparada con la melancolía de Bruto? ¡Tal vez conocía Shakespeare por experiencia una y otra! Pero cualquiera sean las semejanzas y las correspondencias secretas, Shakespeare se humilló ante el elevado carácter y la virtud de Bruto con un sentimiento de indignidad y de elogio, su tragedia da prueba de esto. En dos ocasiones hace salir a escena a un poeta, y las dos veces lo cubre de un supremo desprecio con una impaciencia tal que se cree estar oyendo un grito, el grito del desprecio de uno mismo. El propio Bruto pierde la paciencia cuando ve entrar al poeta en escena, fatuo, patético, inoportuno como suelen serlo los poetas, seres que parecen estar repletos de presuntas grandezas, incluso de grandeza moral, pero que en la filosofía de la acción y de la vida apenas alcanzan un nivel de probidad totalmente vulgar. «Si él conoce su momento, yo conozco su talante, ¡aparten al bufón!», exclama Bruto. Apliquemos esto al alma del poeta que lo concibió.

99. Los discípulos de Schopenhauer.

Lo que se observa en el contacto entre pueblos civilizados y bárbaros es que, por lo general, la civilización inferior empieza tomando de la civilización superior los vicios, las debilidades y los excesos de ésta última, sintiendo a partir de ese instante que se está ejerciendo sobre ella un atractivo; finalmente, merced a los vicios y debilidades que ha asimilado, deja que se despliegue en ella una parte de la valiosa fuerza de la civilización superior. Esto mismo lo podemos notar en nuestro entorno cercano de una forma por supuesto menos tangible, más sutil y sublimada, sin haber ido a explorar los pueblos primitivos. En efecto, ¿qué es lo primero que suelen tomar de su maestro los discípulos de Schopenhauer en Alemania? Discípulos que, como tales, comparados con la cultura superior de aquel, deben sentirse lo suficientemente bárbaros como para ser fascinados y seducidos por él, también, de una forma bárbara. ¿Es su duro sentido de la realidad, su buena disposición a ser claro y racional lo que con frecuencia hace que Schopenhauer parezca tan inglés y tan poco alemán? ¿O bien es la fuerza de su conciencia intelectual que mantuvo durante toda su vida una contradicción entre el ser y el querer, y que lo obligó a contradecirse continuamente y en casi todos los puntos también de sus escritos?

¿O acaso su limpieza en las cuestiones relativas a la Iglesia y al Dios cristiano? —pues en este punto se mostró limpio como ningún otro filósofo alemán hasta entonces, si bien vivió y murió «como un voltariano»—. ¿O bien son sus inmortales doctrinas sobre la intelectualidad de la intuición, sobre el apriorismo del principio de causalidad, sobre la naturaleza instrumental del intelecto y sobre la falta de libertad de la voluntad? No, todo esto ni fascina ni se experimenta como algo encantador, sino que son las confusiones y los subterfugios místicos propios de Schopenhauer acerca de las cuestiones en las que el pensador realista se deja seducir y corromper por la vana ambición de ser él quien resuelva el enigma del universo; la indemostrable doctrina de una voluntad única («todas las causas no son sino causas ocasionales de la manifestación de la voluntad en este tiempo y lugar», «la voluntad de vivir está presente en todo ser e, incluso, en el menor de los seres, plena e indivisible, de un modo tan total como en todos los que existieron, existen y existirán, considerados en conjunto»); es la negación del individuo («todos los leones no son en definitiva más que un solo león», «la pluralidad de individuos no es más que apariencia», como asimismo la evolución no es más que apariencia; Schopenhauer califica al pensamiento de Lamarck como «error genial y absurdo»); es la exaltación entusiasta del genio («en la intuición estética el individuo no es ya individuo, sino sujeto puro del conocimiento, sujeto atemporal, sin voluntad ni dolor»; «el sujeto al disolverse totalmente en el objeto de su intuición se convierte él mismo en ese objeto»); es su absurdo concepto de la compasión y de la violación que ésta hace posible del principio de individuación, como fuente de toda moral, incluyendo afirmaciones tales como las siguientes: «morir es, en definitiva, la finalidad de la existencia», «no se puede negar a priori la posibilidad de que un muerto no ejerza un efecto mágico».

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