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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (19 page)

BOOK: La gaya ciencia
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278. El pensamiento de la muerte.

Me produce un placer melancólico vivir en medio de esta confusión de callejuelas, de necesidades, de voces; ¡cuánta alegría, cuánta impaciencia, cuántos anhelos, cuánta vida sedienta y ebria de sí misma se produce aquí a cada momento del día! Y sin embargo, ¡para todos estos seres alborotadores, vividores y ansiosos de vivir, se hará pronto el silencio! ¡Cómo vemos alzarse detrás de cada uno de ellos a esa oscura compañera suya de viaje que es su sombra! Ocurre siempre como en el último momento que precede a la partida de un barco lleno de emigrantes; tienen más cosas que decirse que nunca, el tiempo apremia, el océano espera impaciente detrás de todo ese alboroto con su profundo silencio, ¡tan lleno de ansia, tan seguro de su presa! Y todos piensan que la vida vivida hasta entonces no es nada o es poca cosa, que el futuro próximo lo será todo, ¡de ahí esa prisa, esos gritos, esa forma de ensordecerse y de engañarse! Cada uno quiere ser el primero en ese futuro, y, no obstante, la muerte y el silencio de la muerte constituyen la única certeza y lo que todos tienen en común en ese futuro. Resulta extraño que la única certeza, la única suerte común, apenas haya ejercido alguna influencia en los hombres, y que la experiencia de la confraternidad de la muerte sea su sentimiento más distante. ¡Me alegra ver que los hombres se niegan totalmente a pensar en la muerte! ¡Y contribuiría gustoso a hacerles pensar en la vida, que es cien veces más digna de pensarse!

279. Amistad de estrellas.

Éramos amigos y nos hemos vuelto extraños. Pero es bueno que sea así, y no trataremos de disimularlo ni de ocultarlo como si debiéramos avergonzamos por ello. Como dos navíos con rumbos y destinos propios, podernos sin duda cruzarnos y celebrar juntos una fiesta al igual que hacíamos antes. Así, esos buenos navíos descansaban el uno junto al otro en el mismo puerto, bajo el mismo sol, tan serenos corno si hubiesen llegado a la meta, su mismo destino. Pero luego la llamada irresistible de nuestra misión nos impulsó de nuevo a alejarnos el uno del otro, cada uno por mares diferentes, hacia tierras y bajo soles distintos, quizás para no volvernos a ver nunca, quizás también para volver a vernos una vez más, pero sin reconocernos; ¡los mares y los soles distintos nos deben de haber cambiado! La ley que existe por encima de nosotros quiso que llegásemos a ser extraños el uno al otro; por eso mismo, debemos respetarnos más entre nosotros. Por eso mismo debe resultarnos más sagrada nuestra antigua amistad. Es probable que exista una inmensa curva invisible, una inmensa vía estelar donde nuestros rumbos y metas divergentes se hallen inscritos como ínfimos trayectos. ¡Elevémonos a este pensamiento! ¡Pero nuestra vida es demasiado breve, nuestra vista es demasiado débil para que podamos ser más que amigos en el seno de esta posibilidad sublime! Por eso queremos creer en nuestra amistad de estrellas, aunque debamos ser enemigos en la tierra.

280. Arquitectura para los que buscan el conocimiento.

Sería necesario entender un día —y probablemente ese día esté cerca— qué es lo que falta en nuestras ciudades; lugares silenciosos, espaciosos y amplios, dedicados a la meditación, provistos de altas y largas galerías para evitar la intemperie o el sol demasiado ardiente, donde no penetre rumor alguno de coches ni de gritos y donde, por una sutil urbanidad, se prohíba incluso que el sacerdote rece en voz alta; en definitiva, faltan edificios y jardines que expresen en conjunto el carácter sublime de la reflexión y de la vida meditada. Ya ha pasado el tiempo en el que la Iglesia poseía el monopolio de la meditación, en el que la vida contemplativa era siempre vida religiosa; todo lo que la Iglesia ha construido dentro de este género expresa este pensamiento. No sabría decir cómo podrían satisfacernos esos edificios aunque se los despojase de su destino eclesiástico, pues hablan un lenguaje demasiado patético y sobrecogedor en tanto casas de Dios y lugares suntuosos de un comercio con el más allá Nosotros, los sin Dios, no podemos tener en ellos nuestros propios pensamientos. Nuestro deseo sería vernos nosotros mismos traducidos en la piedra y en las plantas, paseamos por el interior de nosotros mismos, de un lado hacia el otro por esas galerías y esos jardines.

281. Saber encontrar el fin.

Se les reconoce a los maestros de primera categoría que, tanto en lo grande como en lo pequeño, saben encontrar el fin de una manera perfecta, ya se trate del final de una melodía o de un pensamiento, del quinto acto de una tragedia o de una acción política. Los de segunda categoría empiezan siempre a agitarse ante la cercanía del fin e ignoran esa regularidad misteriosa y serena con la que, por ejemplo, la cadena de montañas de Portofino dibuja su caída en el mar, allí donde el golfo de Génova acaba el canto de su melodía.

282. La manera de andar.

Hay formas del espíritu que, incluso entre los grandes espíritus, revelan su origen plebeyo o casi plebeyo. Lo que sobre todo los descubre es su manera de andar y el paso de sus pensamientos; no saben andar. Así, Napoleón, para lamento suyo, no sabía andar de manera principesca y «legítima» en las circunstancias propicias, como en los grandes desfiles de una coronación y en otras ceremonias análogas. Incluso en esos casos sus andares no dejaban de ser los de un jefe de columna, al mismo tiempo altanero y apresurado, de lo que, por lo demás, era plenamente consciente. Nada es más gracioso que esos escritores que hacen resonar a su alrededor las vestimentas de la época y tratan de esconder los pies.

283. Hombres preliminares.

¡Saludo a todas las señales que anuncian la llegada de una época más viril y más belicosa, que ante todo sabrá honrar la valentía! Pues preparará el camino de una época superior y concentrará la fuerza que requerirá esa época futura, época que introducirá el heroísmo en el terreno del conocimiento y que guerreará en pro del pensamiento y sus consecuencias. Para ello se necesitan ahora muchos precursores valientes que no podrán surgir así nomás, de la nada, y mucho menos de la civilización y de la educación fundible y viscosa de nuestras grandes ciudades. Estos hombres, silenciosos, solitarios y decididos, sabrán cifrar su contento en perseverar en una actividad invisible; son hombres que, en virtud de una inclinación interior, buscan en las cosas lo que hay que superar en ellas; hombres para quienes la alegría, la paciencia, la sencillez, el desprecio de las grandes vanidades les son tan propios como la generosidad en la victoria y la indulgencia hacia las pequeñas vanidades de todos los vencidos; hombres dotados de un juicio perspicaz respecto a todo vencedor y conscientes del grado de azar que hay en toda victoria, en toda gloria; hombres que tienen sus propias fiestas, sus propios días laborables, sus propios días de luto, acostumbrados a mandar con seguridad y dispuestos también a obedecer, cuando llegue el caso, siempre igualmente orgullosos, sirviendo igualmente a su causa. ¡Hombres más expuestos al peligro, más fecundos, más felices! Porque el secreto para cultivar la existencia más fecunda y más gozosa consiste en vivir peligrosamente. ¡Construyan sus ciudades a los pies del Vesubio! ¡Envíen sus barcos a mares sin explorar! ¡Vivan en pie de guerra con sus semejantes y con ustedes mismos! ¡Sean hombres que buscan el conocimiento, o saqueadores y conquistadores si no pueden ser dominadores y propietarios! ¡Pronto pasará el tiempo en que les alcanzaba con vivir ocultos en los bosques como ciervos espantados! Por fin el conocimiento va a extender la mano hacia lo que le es propio; éste deseará reinar y poseer, y ustedes reinarán y poseerán con él.

284. La fe en sí mismos.

Pocas personas tienen por lo general fe en sí mismos. De aquellos que la tienen, algunos la reciben de forma innata, como una ceguera útil o un oscurecimiento parcial de su espíritu, que no verían si pudiesen verse a sí mismos a fondo; otros han de adquirirla antes. Todo lo bueno, valioso y grande que hacen sirve antes que nada como argumento contra el escéptico que mora en ellos; la cuestión está en convencerlo o en persuadirlo, y para ello casi necesitan ser unos genios. Son los grandes insatisfechos de sí mismos.

285. ¡Excelsior!

«Ya no rezarás jamás, ya no adorarás jamás, ya no descansarás jamás en una confianza ilimitada. Ahora te prohíbes detenerte ante una sabiduría última, una bondad última, un poder último, y a dar rienda suelta a tus pensamientos. No tienes un amigo ni un guardián permanente para tus siete soledades. Vives sin gozar de la vista en una cordillera que tiene nieve en la cumbre e incandescencia en el corazón. Para ti no hay ya quien te vengue ni quien te mejore a último momento. Ya no tiene razón de ser lo que sucede, ni habrá amor en lo que te acontecerá. Ya no hay ningún lugar de descanso abierto para tu corazón, donde sólo haya que encontrar sin buscar. Rechazas toda paz definitiva, deseas el eterno retorno de la guerra y de la paz. Hombre de la renuncia, ¿quieres renunciar a todo eso? ¿Quién te dará fuerzas para ello? ¡Nadie ha tenido fuerzas hasta hoy!». Hay un lago que un día se negó a derramarse y que levantó un dique por donde antes se derramaba; desde entonces no deja de subir el nivel de ese lago. Tal vez, esta forma de renuncia nos dé la fuerza que permita soportar la renuncia misma; tal vez el hombre no dejará de elevarse siempre cada vez más desde el momento mismo en que deje de derramarse en un dios.

286. Divagación.

Aquí hay esperanzas, pero ¿cómo participarán ustedes de ellas si sus almas ignoran totalmente el esplendor, el ardor y las auroras? ¡Nada más puedo recordarles!

¿Qué esperan de mí, que dé vida a las piedras, que convierta a los animales en hombres? ¡Ah, si no son más que piedras y animales, busquen antes a su Orfeo!

287. Placer de la ceguera.

«Mis pensamientos, dijo el caminante a su sombra, deben indicarme dónde estoy, no revelarme adónde voy. Me gusta ignorar el futuro y no quiero sucumbir a la impaciencia ni saborear anticipadamente lo prometido».

288. Elevadas tonalidades del alma.

Me parece que la mayor parte de los hombres no cree en las elevadas tonalidades del alma, a menos que se trate de instantes, de cuartos de hora, a lo sumo —y a excepción de esos raros seres que conocen por experiencia una duración más prolongada del sentimiento elevado—. Pero que el hombre sea de una exaltación única, la encarnación de un estado sublime del alma, no ha sido hasta ahora más que un sueño, una ensalzada posibilidad; la historia no nos ofrece ningún ejemplo fiable de ello. Y, sin embargo, ésta podría dar a luz a semejantes hombres una vez creada y establecida una multitud de condiciones previas, que ni el mejor golpe de suerte podría provocar aún. Tal vez esas almas futuras conocerán como un estado usual lo que hasta ahora no se ha producido más que durante instantes en nuestras almas, como una excepción sentida con estremecimiento; un movimiento incesante entre la altura y la profundidad y el sentimiento de lo alto y de lo profundo, como subir continuamente por una escalera y a la vez descansar en las nubes.

289. ¡Levemos anclas!

Cuando se considera cómo actúa en todo individuo una justificación filosófica integral de su forma de vivir y de pensar, del mismo modo que un sol que calienta, bendice y fecunda, que no brilla más que para él, que lo absuelve de alabanza y de censura, que le permite bastarse a sí mismo, que lo hace rico y generoso en felicidad y en benevolencia, que tiene la virtud de convertir constantemente el mal en bien, que consigue que florezcan y maduren todas las fuerzas, y que extirpa la cizaña grande y pequeña del pesar y del despecho, cuando se considera todo esto, digo, no podemos sino exclamar con nostalgia: ¡qué pena que no puedan crearse muchos nuevos soles así! ¡El malo, el desgraciado y el hombre excepcional deben tener también su filosofía, su derecho propio, su rayo de sol! ¡Lo que necesitan no es que se los compadezca! Debemos desechar este impulso del orgullo, pese a todo lo que la humanidad ha hecho hasta hoy para ejercitarse en ello durante tan largo tiempo. ¡No son confesores, ni exorcistas, ni repartidores de bendiciones lo que tendríamos que instituir para ellos! ¡Lo que falta es una nueva justicia, una nueva consigna, nuevos filósofos! ¡También la tierra moral es redonda! ¡También la tierra moral tiene antípodas! ¡También quienes allí se encuentran tienen derecho a existir! Hay todavía un mundo por descubrir ¡y más de uno! Ha llegado la hora, filósofos, ¡levemos anclas!

290. Una sola cosa es necesaria.

«Dar estilo» a nuestro carácter constituye un arte grande y raro. Lo ejerce quien comprende toda la fuerza y la debilidad que ofrece su naturaleza, y sabe luego integrarlo tan bien a un plan artístico, que cada elemento aparece como un fragmento de arte y de razón hasta el punto de que aun la debilidad tiene la virtud de fascinar a la mirada. Aquí se ha añadido una gran masa de segunda naturaleza, allí se ha suprimido un trozo de primera naturaleza; en ambos casos, a costa de un ejercicio paciente, de una labor diaria. Aquí se ha disimulado la fealdad que no se podía eliminar, allí ha sido ésta transfigurada hasta adquirir un sentido sublime. Muchas cosas vagas que se resistían a tomar forma han sido reservadas y utilizadas al máximo para las perspectivas lejanas; su función consiste en evocar espacios inconmensurables. Al final, cuando la obra está acabada, se pone de manifiesto que era la sujeción a un mismo estilo el que imperaba y elaboraba en lo pequeño y en lo grande. Importa menos de lo que se piensa que el gusto fuera bueno o malo, ¡basta con que sea un mismo gusto! Serán las naturalezas fuertes, ávidas de dominar, quienes saborearán su goce más sutil con esta sujeción, subordinación y perfeccionamiento bajo su propia ley; la pasión de su violento querer se calma con la contemplación de toda naturaleza estilizada, de toda naturaleza vencida y sometida a servicio; incluso cuando han de construir palacios y hacer jardines, les repugna dar rienda suelta a la naturaleza. Por el contrario, las naturalezas débiles, que no han sido capaces de instruirse, odian subordinarse al estilo, pues sienten que si sufrieran esta amarga sujeción, se volverían vulgares, se convertirían en esclavos; por eso los horroriza servir. Tales espíritus, que pueden ser de primera categoría, declaran que ellos y quienes los rodean son naturalezas libres, salvajes, arbitrarias, caprichosas, desordenadas, sorprendentes, y así se interpretan. Hacen bien, ¡ya que sólo de este modo se hacen bien a sí mismos! Porque lo necesario es que el hombre llegue a estar contento de sí mismo, independientemente de que ello lo consiga con este o con aquel tipo de arte o de poesía, ¡pues sólo entonces ofrece el hombre un aspecto realmente soportable! El descontento de sí mismo impulsa continuamente a la venganza, nosotros seremos sus víctimas, aunque más no sea por tener que soportar su horrible aspecto. Es que la visión de la fealdad nos hace malos y sombríos.

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