291. Génova.
He estado contemplando durante un buen rato esta ciudad con sus villas y sus jardines de recreo, su amplio círculo de colinas y sus laderas habitadas; al final se me ocurre decir que veo los rostros de generaciones pasadas. Esta región está sembrada de imágenes de una humanidad audaz y soberana. Estos seres vivieron y quisieron sobrevivir, según lo que nos dicen sus casas construidas y adornadas para durar siglos y no sólo una hora pasajera; estaban llenos de bondad hacia la vida, por malos que pudieran ser a menudo consigo mismos. Veo continuamente al constructor, cómo observa todo lo que se ha construido a lo lejos o a su alrededor, en la ciudad, en el mar y en la silueta de los montes, cómo violenta a la naturaleza y realiza conquistas con esa mirada; quiere incluir todo esto en su plan y acabar convirtiéndolo en objeto de su propiedad, dado que cada cosa es parte integrante del todo. Toda la comarca está abundantemente labrada por este asombroso e insaciable deseo de autoafirmarse mediante la posesión y el botín. Estos hombres no conocían límite alguno en sus exploraciones lejanas, y con su sed de novedades instalaron un mundo nuevo junto al antiguo, del mismo modo que en su país natal cada individuo se alzaba también contra otro, y cada uno ideaba una forma de expresar su superioridad para poner entre él y su vecino su infinitud personal. Cada uno reconquistaba para sí su país, dominándolo con sus ideas arquitectónicas, con vistas a transfigurarlo en un lugar de delicias donde habitar. Cuando observamos en el norte la arquitectura de las ciudades, nos impresiona la ley, el placer común de obedecerla; adivinamos allí la inclinación a igualarse y a coordinarse que debió guiar a todos los constructores. Aquí, por el contrario, descubrimos en cada esquina a un hombre que conoce el mar, la aventura y el oriente; a un hombre al que le aburren e impacientan la ley y el vecino, y que considera con mirada celosa todo lo establecido y antiguo. Mediante una admirable travesura de la imaginación, le gustaría reconstruir mentalmente todo esto, poner manos a la obra y conferirle su sentido personal —aunque no fuese más que durante un momento de una tarde soleada en la que su alma insaciable y melancólica pudiera colmarse, y donde no se ofreciese a su vista nada ajeno, sino sólo lo que le pertenece—
292. A los predicadores de la moral.
No voy a moralizar, pero a los que lo hacen, les doy este consejo: si pretenden que las mejores condiciones y cosas pierdan totalmente su honor y su valor, ¡continúen como hasta ahora con ellas en la boca todo el día! Pónganlas en el escaparate de su moral y no hablen de la mañana a la noche más que de la felicidad de la virtud, de la tranquilidad del alma, de la justicia inmanente y de la equidad. De la manera en que lo hacen, todas estas cosas buenas acabarán teniendo la popularidad y la publicidad de la calle. Desde ese momento se habrá gastado todo su oro; más aún, todo el oro que contienen se convertirá en plomo. A decir verdad, ustedes se han convertido en maestros opuestos a la alquimia; ¡en la devaluación de lo más preciado que existe! Prueben por una vez otra estrategia, para no conseguir lo contrario de lo que pretenden; nieguen estas cosas excelentes, evítenles los aplausos del populacho y el carácter de moneda corriente, hagan que sean nuevamente motivo de pudor íntimo de ciertas almas solitarias; digan ¡la moral es algo prohibido! Quizás capten así a esa clase de hombres —me refiero a los héroes— que es la única que importa para su causa. Pero para eso es preciso que dicha causa tenga algo de terrible y no, como hasta ahora, ¡algo que inspira asco! ¿No podría decirse hoy respecto a la moral aquello del maestro Eckhart: «Pido a Dios que me libre de Dios».?
293. Nuestra atmósfera.
Estamos seguros de que para aquellos que se conforman con mirar por arriba a la ciencia, corno hacen las mujeres y desgraciadamente también muchos artistas, el riguroso servicio que exige, esa inflexibilidad en lo pequeño y en lo grande, esa rapidez en la valoración, el juicio y la condena tienen algo de vertiginoso y de terrible. A estas personas les desconcierta notablemente que se exija lo más difícil, que se ejecute lo mejor sin esperar alabanzas ni distinciones, mientras que, por el contrario, como en la vida militar, lo que se deja oír con un tono imperioso no son sino severas críticas y reproches, pues en este terreno el éxito se considera la regla y el fracaso la excepción. Aquí la regla es silenciosa. Esta «severidad de la ciencia», al igual que las formas de cortesía de la alta sociedad, asustan al novato. No obstante, quien se ha acostumbrado a ella sólo desea vivir en esta atmósfera clara, transparente, tonificante, cargada de electricidad, en esta atmósfera viril. La atmósfera de cualquier otra parte le resulta impura e irrespirable, pues intuye que en ésta última lo mejor de su arte no servirá de provecho a nadie ni le reportará placer a él mismo, tanto como que será objeto de malos entendidos, que la mitad de su vida se le escapará entre los dedos, que necesitará recurrir continuamente a actitudes de precaución, disimulo y reserva, todo lo cual supondría un gasto grande e inútil de energía. Aquí, en cambio, en este elemento severo y limpio, conserva toda su energía; ¡aquí puede emprender su vuelo! ¿Para qué bajar a esas aguas turbias en las que se nada y chapotea con el riesgo de arrastrar las alas por el lodo? ¡No! Allí nos es difícil vivir; ¿qué le vamos a hacer si hemos nacido para el aire puro, para emular al rayo del sol, si preferimos cabalgar en una partícula de éter, igual que la luz, pero en sentido opuesto a ésta, es decir, avanzando hacia el sol? Como no podemos hacerlo, hagamos lo que está a nuestro alcance. ¡Llevemos la luz a la tierra, seamos «la luz de la tierra»! Para eso tenemos alas, por eso somos rápidos, severos, viriles, incluso terribles, semejantes al fuego. ¡Qué nos teman quienes no saben calentarse ni alumbrarse con este fuego que somos!
294. Contra quienes calumnian a la naturaleza.
Muy desagradables me resultan aquellos para quienes toda inclinación natural se convierte inmediatamente en algo enfermo, deformante e incluso vergonzoso. Ellos son quienes nos han inducido a pensar que las tendencias y los impulsos humanos son perversos; ellos son los responsables de la gran injusticia que hemos cometido con nuestra naturaleza, ¡con toda naturaleza! Hay bastantes hombres que tienen derecho a dejarse llevar por sus impulsos con gracia y despreocupación, pero no lo hacen por miedo a ese supuesto carácter «perverso» de la naturaleza. De ahí que hallemos tan poca nobleza en los hombres, nobleza cuya característica será siempre no tenerse miedo a sí mismo, no esperar nada vergonzoso de sí mismo y volar sin escrúpulos hacia donde nos lleve nuestro impulso, ¡pues somos pájaros que hemos nacido libres! Dondequiera que nos lleve nuestro vuelo, ¡siempre estaremos en un espacio libre y soleado!
295. Costumbres breves.
Me gustan las costumbres que observamos por lapsos breves, pues las considero un medio inapreciable para conocer un gran número de cosas y situaciones hasta el fondo de su dulzura y de su amargura. Mi naturaleza está totalmente hecha para esas costumbres breves, hasta en lo relativo a su salud corporal y abarcativamente en todo lo que alcanzo a ver, desde lo más bajo a lo más elevado. Siempre creo que tal cosa me contentará durante mucho tiempo —la costumbre breve tiene también la fe de la pasión, la fe en la eternidad y me imagino que me envidian por haberla encontrado y reconocido. Desde entonces, esa creencia tiene la virtud de nutrirme día y noche, y de esparcir una profunda frugalidad en tomo a ella y en mí mismo, de manera tal que no deseo nada, ni necesito comparar, despreciar ni odiar. Llega un día en que esa buena cosa toca a su fin, separándose de mí, no como algo que ha llegado a resultar aburrido, sino apaciblemente, saciada de mí como yo lo estoy de ella, y como si nos debiéramos un agradecimiento mutuo, ¡pues nos disponemos a damos la mano en el momento de despedirnos! Ya me espera en la puerta otra cosa nueva, junto con la creencia —¡loca o cuerda, pero siempre imperturbable!– de que esa cosa nueva será la cosa correcta, la definitivamente correcta. Así me sucede con las comidas, los pensamientos, los hombres, las ciudades, los poemas, la música, las doctrinas, los horarios y los estilos de vida. Por el contrario, odio las costumbres duraderas y me parece que se me acerca un tirano y que se envenena mi atmósfera cuando las circunstancias adquieren un curso tal que necesariamente generarán costumbres duraderas; por ejemplo, a causa del desempeño de un cargo, de una vida acompañado siempre de las mismas personas, de un lugar de residencia estable, de un estado de salud permanente. Por cierto que, en lo más hondo de mi alma, estoy agradecido a mi lamentable salud, a todo lo que tengo de imperfecto, pues me ofrece cien puertas falsas para poder escapar de las costumbres duraderas. Lo que me resultaría sin duda más insoportable y lo que consideraría, en realidad, terrible sería una vida totalmente desprovista de costumbres, una vida que exigiera una constante improvisación; eso sería mi exilio, mi Siberia.
296. La reputación permanente.
Una reputación constante solía ser de gran utilidad. En la medida en que la sociedad siga dominada por instintos gregarios, resulta más conveniente para todo individuo que los demás consideren que no se alteran su carácter y su ocupación, aunque no suceda así en realidad. «Se puede confiar en él, es siempre el mismo», constituye la alabanza más importante que se puede hacer de una persona en toda situación peligrosa de la sociedad. Ésta ve con satisfacción que puede disponer de un instrumento seguro y preparado en todo momento, de la virtud de uno, del orgullo de otro, del carácter reflexivo y apasionado de un tercero, honrando en esta naturaleza instrumental su tendencia a ser fiel a sí mismo, sus opiniones, sus aspiraciones y hasta su falta de virtud invariables; tributándole los máximos honores. Esta estimación, que florece y ha florecido siempre y en todo lugar junto con la moral de las costumbres, educa «caracteres» y desacredita todo cambio, toda nueva orientación, toda reinterpretación, toda transformación de uno mismo. Sin embargo, por grandes que puedan ser las ventajas de esta forma de pensar, resulta el tipo de juicio más nocivo para el conocimiento, pues lo que se condena y desacredita con ello es precisamente la buena disposición que tiene el que busca el conocimiento, para rechazar sin miedo y en cualquier momento la opinión que sustentaba antes, y para expresar de forma general su desconfianza hacia todo lo que tienda a estabilizarlo. Se considera deshonroso el estado de ánimo del que busca el conocimiento por oponerse a la idea de una «reputación permanente», mientras que las opiniones petrificadas acaparan todos los honores. ¡Hoy hemos de vivir bajo el anatema de tales valores! Y ¡qué difícil es vivir sintiendo a nuestro alrededor y sobre nosotros el peso de unos juicios que se han defendido durante miles de años! Es probable que durante varios milenios el conocimiento haya cargado con el peso de la mala conciencia y que en la historia de los grandes espíritus existan mucho autodesprecio y muchas miserias íntimas.
297. Saber contradecir.
Todo el mundo sabe hoy que poder soportar la contradicción constituye una muestra ilustre de cultura. Algunos saben, incluso, que el hombre eminente desea y provoca la contradicción para obtener un signo de su propia injusticia, ignorada por él hasta ese momento. Ahora bien, lo esencialmente grande, nuevo y admirable de nuestra cultura, el paso supremo del espíritu liberado, es saber contradecir, conservar la buena conciencia adquirida en medio de la hostilidad hacia todo lo habitual, tradicional y sagrado —lo cual es más que soportar y provocar la contradicción—. Pero ¿quién sabe esto?
298. Lamento.
Agarré al vuelo esa idea y me valí a toda prisa de las primeras palabras que se me ocurrieron para retenerla y que no se me escapara. Pero la aridez de mis inapropiadas palabras mató la idea, que ahora está colgada de ellas y bamboleándose. Cuando la considero, apenas me explico cómo tuve la suerte de agarrar ese pájaro.
299. Lo que podemos aprender de los artistas.
¿De qué medios disponemos para que nos resulten bellas, atractivas y deseables las cosas que no lo son?, ¡aunque opino que nunca lo serán en sí mismas! En esto podríamos aprender mucho de los médicos cuando mezclan, por ejemplo, un remedio amargo con vino y azúcar; pero nos pueden enseñar aún más los artistas, quienes continuamente se dedican a estas invenciones y habilidades. Distanciarse de las cosas hasta que se desvanezcan muchos de sus detalles, y tener que forzar mucho la vista para seguir viéndola; ver las cosas desde la perspectiva de un determinado ángulo; disponerlas de tal forma que sólo puedan captarse con un golpe de vista y queden parcialmente disimuladas; mirarlas por un cristal de color o al resplandor del sol poniente; darles, en fin, una superficie, una epidermis que no sean totalmente transparentes; todo esto tendríamos que aprenderlo de los artistas, a reservas de ser más lúcidos que ellos en cuanto al resto. Pues en ellos esa fuerza sutil termina generalmente donde acaba el arte y empieza la vida; pero en cuanto a nosotros, ¡seamos poetas de nuestra vida, sobre todo en los detalles menudos y triviales!
300. Preludios de las ciencias.
¿Creen que habrían podido aparecer y desarrollarse las ciencias si no hubiesen ido precedidas por los magos, los alquimistas, los astrólogos y los brujos, cuyas promesas y espejismos debieron despertar antes hambre y sed de poderes ocultos y prohibidos, haciendo que se saborearan antes éstos con agrado? ¿No ven que fue preciso prometer infinitamente más de lo que podía cumplirse para que llegara a obtenerse algo en el terreno del conocimiento? De la misma manera que todas estas cosas las vemos nosotros ahora como preludios y ejercicios preparatorios para la ciencia, aunque nunca se realizaran ni se concibieran de este modo, así, a los ojos de una época todavía lejana, tal vez se vea que todas las religiones han sido un ejercicio y un preludio; puede que éstas no hayan sido otra cosa que el medio extraño de conseguir que unos hombres determinados disfrutaran de esa condición divina que supone la autosuficiencia y la autoredención que son propias de un dios. Incluso, podríamos preguntarnos si, fuera de esta escuela y de esta prehistoria religiosas, habría llegado el hombre a sentir hambre y sed de sí mismo y a encontrar en sí mismo saciedad y abundancia. ¿No sufrió Prometeo una especie de delirio, al imaginarse primero que había robado el fuego y que debía padecer por ello un castigo, para acabar descubriendo que había sido su deseo de luz el creador de la luz, y que no sólo el hombre sino también el dios eran obra de sus manos, de la arcilla trabajada por sus manos? ¿No serán todas las imágenes religiosas sino obra de esos creadores de imágenes que son los buscadores del conocimiento, incluyendo el delirio, el robo, el Cáucaso, el buitre y todo lo que pertenece a la tragedia de Prometeo?