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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (22 page)

BOOK: La gaya ciencia
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313. Nada de cuadros de mártires.

Haré como Rafael y no pintaré cuadros de mártires. Existen bastantes cosas sublimes como para que se tenga que buscar la sublimidad allí donde vive hermanada con la crueldad.

Por otra parte, no se sentiría satisfecho mi amor propio si me convirtiera en un verdugo sublime.

314. Nuevos animales domésticos.

Quiero tener a mi lado a mi león y a mi águila, para disponer en todo momento de advertencias y presagios sobre el estado poderoso o débil de mi fuerza. ¿Tengo que bajar hoy hacia ellos mi mirada con temor? ¿Llegará un día en que serán ellos quienes eleven sus ojos hacia mí con miedo?

315. Sobre la última hora.

Las tempestades son peligrosas para mí; ¿tendré mi tempestad, a la que sucumbiré, como sucumbió Oliver Cromwell a la suya? ¿O me apagaré como una antorcha que no espera a que el viento la apague, sino que se consume cansada y harta de sí misma? ¿O acabaré soplándome a mí mismo, para no consumirme?…

316. Hombres proféticos.

No se les ocurre pensar que los hombres proféticos experimentan grandes dolores. Ustedes creen simplemente que han recibido un hermoso «don» que sin duda les gustaría poseer. Me explicaré con un ejemplo. ¡Cuánto deben sufrir los animales cuando la atmósfera y las nubes están cargadas de electricidad! Vemos que ciertas especies, por ejemplo los monos (como puede observarse en Europa no sólo en los zoológicos, sino también en Gibraltar), tienen una facultad profética respecto al tiempo. Sin duda alguna que en ellos… ¡los profetas son sus dolores! Cuando una fuerte electricidad positiva, por influencia de una nube que se acerca, se convierte de pronto en electricidad negativa y se prepara un cambio atmosférico, mucho tiempo antes de que dicha nube sea visible, estos animales se comportan como si se les aproximara un enemigo y se disponen a defenderse o a huir. Lo más frecuente es que se metan bajo tierra, pues no entienden el mal tiempo como tal, sino como un enemigo cuyas manos sienten ya encima.

317. Mirada retrospectiva.

Rara vez tomamos conciencia del
pathos
propio de cada período de la vida, mientras estamos inmersos en él. Por el contrario, pensamos que ese será en lo sucesivo nuestro único estado posible, el único razonable, el único que es plenamente
ethos
y no
pathos
—para hablar y distinguir como lo harían los griegos—. Unas notas musicales me han traído hoy el recuerdo de un invierno y de una casa, de aquella existencia mía totalmente solitaria junto a los sentimientos de mi vida de entonces, cuando yo creía que iba a vivir indefinidamente así. Pero ahora comprendo que aquello no era más que
pathos
, pasión, algo parecido a esta música dolorosamente impetuosa y consoladora. Hay que evitar que este tipo de pasiones nos dure años o eternidades, porque acabaríamos convirtiéndonos en demasiado «supraterrenos» para este planeta.

318. Sabiduría en el dolor.

En el dolor hay tanta sabiduría como en el placer; ambos pertenecen a las fuerzas primordiales que conservan la especie. De no ser así, esta fuerza habría desaparecido hace mucho tiempo; el hecho de que haga daño no constituye un argumento contra él, sino que es su naturaleza. En el dolor oigo la voz de mando del capitán de barco: «¡Desplieguen las velas!». Ese audaz navegante que es el «hombre» tiene que ejercitarse en saber disponer las velas de mil modos, ya que de lo contrario estará perdido y el océano se lo tragará súbitamente. Debemos aprender a vivir también con una energía disminuida; en cuanto el dolor da la señal de alarma, llega el momento de disminuir la energía; un peligro grave, una tormenta cercana, y haremos bien en «inflarnos» lo menos posible. Es cierto que existen hombres que, ante un dolor inminente, obedecen al mandato contrario y que nunca se muestran tan orgullosos, guerreros y felices como cuando se levanta una tempestad; el dolor es el que les brinda sus momentos supremos. Son los hombres heroicos, los grandes mensajeros del dolor de la humanidad, esos hombres raros que necesitan la misma defensa que el dolor en general. Verdaderamente, ¡no se la podemos negar! Constituyen fuerzas primordiales que conservan y desarrollan la especie, aunque no sea más que por el hecho de que renuncian a la comodidad y de que no disimulan el asco que les inspira esta clase de felicidad.

319. Como intérpretes de nuestras vivencias.

A todos los fundadores de religiones y a sus semejantes les ha faltado cierta honradez, pues nunca han considerado que fuese un caso de conciencia examinar sus vivencias. «¿Qué he experimentado realmente? ¿Qué se ha producido en este momento en mí y en torno a mí? ¿Estaba mi razón lo bastante lúcida? ¿Podía resistir mi voluntad a todos los engaños de los sentidos?, ¿se ha mostrado valiente ante las alucinaciones?». Ninguno de ellos se ha interrogado así, y tampoco piensan hoy en ello nuestras bellas almas religiosas; más bien tienen sed de cosas contrarias a la razón y no quieren esforzarse demasiado en dejar de satisfacer esa sed. Por eso viven «milagros», «conversiones» y oyen hablar a los angelitos. Pero nosotros, que estamos sedientos de razón, ¡queremos examinar nuestras vivencias con el mismo rigor que un experimento científico, hora a hora, día a día! Queremos experimentar en nosotros mismos, ser los sujetos de nuestros propios experimentos.

320. En el momento d e volverse a ver.

A: —No logro comprenderte. ¿Estás buscando algo? ¿En qué lugar de este mundo que ahora se considera real estará tu rincón, dónde estará tu estrella? ¿Dónde podrás ponerte al sol para disfrutar, tú también, de un bienestar superabundante, y se justifique tu existencia? ¡Qué cada uno se preocupe de sí mismo parece que quieres decirme— y deje de una vez por todas de pensar en el interés general, de preocuparse por la suerte del prójimo y de la sociedad!

B: —Ambiciono mucho más; no soy de los que buscan. Lo que quiero es crearme un sol para mí.

321. Nueva prudencia.

¡Dejemos, por favor, de estar continuamente pensando en castigar, censurar y corregir!

Es difícil que lleguemos a cambiar a un individuo aislado. Si lo conseguimos, quizá logremos insensiblemente una cosa distinta: ¡también nosotros habremos sido cambiados por él!

¡Procuremos, más bien, que nuestra influencia en todo lo que suceda contrarreste la suya y la supere! No mantenemos una lucha directa, que es a lo que se reduce todo castigo, toda censura, todo deseo de mejorar a otro. ¡Elevémonos, por el contrario, a mayor altura!

¡Realcemos la imagen de nuestro ejemplo con colores cada vez más luminosos!

¡Oscurezcamos al otro con nuestra luz!: ¡No, no queramos oscurecemos nosotros a causa de él, como les sucede a todos los que castigan y a todos los descontentos! ¡Es preferible que nos apartemos, que miremos a otro lado!

322. Metáfora.

Los pensadores, para quienes todos los astros se mueven de forma cíclica, no son los más profundos; aquel que mira dentro de sí, como en el interior de un inmenso universo, y lleva vías lácteas en él sabe también qué irregulares son todas las vías lácteas, que los transportan al fondo del caos y del laberinto de la existencia.

323. Destino afortunado.

Cuando el destino nos ha permitido combatir durante algún tiempo en las filas de nuestros adversarios, nos concede una gran distinción. Con eso, estamos predestinados a una gran victoria.

324. En la mitad de la vida.

¡No! ¡La vida no me ha decepcionado! Por el contrario, año tras año la he ido encontrando más verdadera, más deseable y más misteriosa. Desde el día en que me vino ese pensamiento tan liberador de que a aquellos hombres que buscarnos el conocimiento nos está permitido ver la vida como un experimento, ¡y no como un deber, ni como una fatalidad, ni como un engaño! Y en cuanto al conocimiento, a otros les parecerá que es una cosa distinta, una especie de lecho de descanso, o el camino que conduce a ese lecho de descanso, o una diversión, o un pasatiempo. Pero para mí es un mundo de peligros y de victorias donde los sentimientos heroicos pueden dedicarse también a bailar y a saltar. «La vida es un medio para el conocimiento». Con este principio en el corazón no sólo se puede vivir valientemente, ¡sino también vivir alegremente y reír alegremente! Y ¿quién puede saber lo que es reír y vivir bien si antes no sabe lo que es batallar y vencer?

325. Lo que constituye una muestra de grandeza.

No se puede alcanzar la grandeza, si no se siente la fuerza y la voluntad de causar grandes dolores. Saber sufrir es lo menos importante; a menudo, débiles mujeres y hasta esclavos son maestros consumados en esto. Pero no ceder a la angustia y a la incertidumbre interiores por el hecho de causar un gran sufrimiento y oír el grito de ese sufrimiento constituye algo grande, constituye una muestra de grandeza.

326. Los médicos del alma y el dolor.

Todos los predicadores de moral, al igual que todos los teólogos, incurren en el mismo despropósito: tratan de convencer a los hombres de que están muy enfermos y de que les es indispensable una cura definitiva, enérgica y radical. Y como todos los hombres, sin excepción, han prestado demasiada atención durante siglos a estos maestros, han acabado por creer la superstición de que están muy enfermos, hasta el punto de que ahora se hallan sumamente dispuestos a gemir y a no encontrar nada bueno en la vida. Unos y otros ponen una cara afligida como si la vida fuera demasiado insoportable. A decir verdad, están irreductiblemente seguros de su vida, furiosamente enamorados de ella, plagados de indecibles sutilezas y astucias para destruir el elemento desagradable y quitarse la espina del dolor y la desgracia. Me parece que se creen en la obligación de hablar siempre del dolor de forma exagerada, como si fuera una delicadeza hacer hincapié en esto. Procuran silenciar intencionadamente que hay numerosos remedios contra el dolor, como los estupefacientes, el pensar con una prisa febril, el adoptar una postura de serenidad, o el recurrir incluso a recuerdos, intenciones o esperanzas, buenos o malos y a toda forma de orgullo y de compasión que tengan la virtud de producir un efecto casi anestésico, habida cuenta de que el dolor en su más alto grado genera estados de impotencia. Sabemos perfectamente endulzar nuestras amarguras, principalmente las amarguras del alma; disponemos de recursos como el orgullo y la grandiosidad, al igual que de los delirios más nobles de la sumisión y la resignación. Una pérdida apenas se vive como tal durante una hora, y en cualquier caso descubrimos a la vez un don como caído del cielo, una fuerza nueva; con lo que la pérdida en cuestión no sería sino una ocasión más de adquirir fuerza. ¡Cuántas fantasías han elaborado los predicadores de moral con motivo de la «miseria» del malvado y cuántas mentiras han dicho respecto a las desgracias del hombre apasionado! Efectivamente, mentir es aquí la palabra correcta, pues sin duda saben perfectamente que tales hombres son muy felices, pero lo silencian sistemáticamente, ya que ello representa una refutación de su teoría según la cual la felicidad sólo se da destruyendo las pasiones y acallando la voluntad. En lo relativo al remedio que recetan todos estos médicos del alma y a la cura radical y enérgica que prescriben, cabe preguntarse: ¿tan dolorosa y molesta es nuestra vida como para que sea preferible cambiarla por la forma petrificante de vida del estoico? No nos sentimos tan mal como para tener que enfermarnos igual que los estoicos.

327. Tomar en serio.

Para la mayoría de los hombres el intelecto es una máquina complicada, siniestra y ruidosa, que cuesta mucho trabajo poner en marcha. Al trabajar y pensar sensatamente con ayuda de esta máquina lo denominan «tomar la cosa en serio». ¡Qué penosos esfuerzos les debe costar pensar con sensatez! Por lo que se ve, este simpático animal que es el hombre pierde su buen humor y se vuelve serio siempre que se pone a pensar con sensatez. Frente a toda «gaya ciencia», este animal serio tiene el prejuicio de que cuando prevalecen la risa y la alegría se piensa sin rumbo y de manera desordenada. ¡Pues bien!

¡Mostremos que esto es un prejuicio!

328. Saber hacer daño a la estupidez.

La creencia, predicada con tenacidad y convicción, en el carácter reprobable del egoísmo, ha perjudicado desde luego al egoísmo en general (¡a favor de los instintos gregarios!, como repetiré cien veces), principalmente por haberlo privado de toda buena conciencia, y ha incitado a ver en él la causa esencial de todas las desgracias. «Tu egoísmo es calamitoso para tu vida», se sentenció durante miles de años. Como he dicho, esto ha perjudicado al egoísmo y lo ha despojado de ingenio, alegría, sensibilidad y belleza, ¡embruteciéndolo, estropeándolo y envenenándolo! La filosofía antigua, por el contrario, supo denunciar una fuente capital de desgracias completamente distinta; desde Sócrates los intelectuales no dejaron de predicar: "La falta de reflexión, la forma dócil de vivir conforme a lo establecido, la subordinación a la opinión del vecino, en definitiva, la estupidez es la razón de que ustedes sean tan poco felices; nosotros, como pensadores, somos los más felices". No tratemos de saber si esta prédica contra la estupidez disponía de mejores razones que la prédica contra el egoísmo; lo cierto es que despojó a la estupidez de su buena conciencia. Aquellos filósofos supieron hacerle daño a la estupidez.

329. Ocio e inactividad.

Hay una barbarie propia de los «pieles rojas» en la sed de oro de los americanos. Sus esfuerzos por trabajar sin descanso —vicio característico del nuevo mundo— constituyen una barbarie que ha empezado a contagiar a la vieja Europa y a extender por ella una falta de ingenio realmente singular. Ahora avergüenza descansar; al que se entrega a un largo reposo casi le remuerde la conciencia. Sólo se piensa con el reloj en la mano y se come con la mirada puesta en la información bursátil. Se vive como si en cualquier momento «fuera a perderse» algo. El principio de que «es preferible hacer cualquier cosa a no hacer nada» representa una cuerda que estrangula toda cultura y todo gusto superiores. Y del mismo modo que con este afán de trabajar de la gente se esfuman visiblemente las formas, desaparecen también la sensibilidad en sí hacia las formas, así como el oído y la vista para la melodía de los movimientos. Prueba de ello es esa vulgar precisión que hoy se exige siempre en todas las situaciones en que el hombre quiere ser leal con los demás, en la relaciones con los amigos, las mujeres, los parientes, los niños, los maestros, los alumnos, los jefes y los príncipes. Ya no se dispone de tiempo ni de fuerzas para las formas ceremoniosas, ni para la cortesía con rodeos, ni para las conversaciones ingeniosas, ni para el ocio en general. Pues una vida dedicada a la caza de ganancias obliga continuamente a la inteligencia a consumirse hasta el agotamiento, mientras que se está siempre preocupado de disimular, de actuar con astucia o de aventajar a los demás; hoy, la virtud esencial consiste en hacer algo en menos tiempo que otro. Con ello quedan raros momentos en que se permite ser leal, y en ellos la gente está tan cansada que no sólo desea «dejarse llevar», sino también tumbarse perezosamente. De acuerdo con esta tendencia se redactan hoy las cartas, cartas cuyo estilo y espíritu serán siempre «el signo de la época» propiamente revelador. Si se sigue encontrando placer en la vida social y en las artes, es en el sentido de los esclavos embrutecidos por sus pesadas faenas. ¡Qué pena da ver lo fáciles de conformar que son en sus «alegrías» los hombres cultos e incultos de hoy, lo recelosos que se muestran cada vez más hacia cualquier forma de goce! El trabajo monopoliza crecientemente la tranquilidad de conciencia. A la inclinación por la felicidad se la llama ya «necesidad de descanso» y empieza a verse como motivo de vergüenza. «Hay que pensar en la salud», se justifica quien es sorprendido en flagrante delito de salir al campo. Sí, puede llegar un día en que no se entregue uno a la vida contemplativa (es decir, a salir a pasear con los pensamientos y con los amigos) sin tener mala conciencia y sentir desprecio de uno mismo. ¡Pues bien!, antiguamente era todo lo contrario; era el trabajo el que soportaba el peso de la mala conciencia. Cuando una persona de origen noble se veía obligada a trabajar lo ocultaba. El esclavo trabajaba obsesionado por la idea de que hacía algo despreciable. El prejuicio antiguo proclamaba: «Lo único noble y honroso es el ocio y la guerra».

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