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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (24 page)

BOOK: La gaya ciencia
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338. La voluntad de sufrir y los compasivos.

¿Les conviene ser ante todo compasivos?

¿Conviene a los que sufren que lo sean? Dejemos por ahora sin responder la primera pregunta. Nuestro sufrimiento más profundo y personal resulta incomprensible e inaccesible para casi todos los demás; en esto permanecemos ocultos al prójimo, aunque comamos en el mismo plato. En cambio, siempre que nos observan como seres desconsolados, explican nuestro sufrimiento del modo más general; pertenece a la naturaleza del sentimiento de compasión despojar el sufrimiento ajeno de lo que le es esencialmente personal; más que nuestros enemigos, son nuestros «benefactores» quienes nos restan valor y voluntad. En la mayoría de los beneficios que se ofrecen a los desdichados, hay algo de indigente por la ligereza intelectual con la que el compasivo se pone a representar el papel de destino, ¡ignorando todo el entramado y las consecuencias íntimas de eso que tú y yo llamamos desgracia! La economía general de mi alma y el contrapeso que para ésta supone la «desgracia», la irrupción de nuevas fuentes y nuevas necesidades, la cicatrización de antiguas heridas, la superación de diferentes acontecimientos del pasado, todo esto que puede ir unido a la desgracia, no preocupa en modo alguno a la buena alma compasiva; ésta quiere ayudar; en ningún momento se le ocurre pensar que necesitemos personalmente la desgracia, que tanto a ti como a mí nos resulten tan necesarios los temores, las privaciones, los empobrecimientos, las noches oscuras del alma, las aventuras, los riesgos, los fracasos, etc., del mismo modo que sus contrarios y que, por decirlo en términos místicos, el camino que lleva a nuestro cielo personal pasa siempre por la voluptuosidad de nuestro infierno.

No, el alma compasiva no sabe nada de esto; la «religión de la piedad» (o el «corazón») ordena ayudar, y se cree que se socorre mejor cuanto más pronto se hace. Si los adeptos de semejante religión practican realmente la disposición de ánimo que manifiestan hacia sus semejantes, si no dejan que su sufrimiento descanse ni tan sólo una hora, sino que constantemente se están adelantando a todo posible dolor, si consideran en general que toda pena y toda molestia son algo malo, odioso, digno de suprimirse, como una carga de la vida, entonces tienen en el corazón otra religión, además de la piedad, que tal vez sea la madre de ésta: ¡la religión de la comodidad! ¡Qué poco saben de la felicidad humana las almas cómodas y bondadosas! Pues la felicidad y la desgracia son hermanas gemelas que o bien crecen juntas o, como les sucede a ustedes, ¡permanecen pequeñas! Pero volvamos ahora a la primera pregunta. ¿Es posible no desviamos nunca de nuestro camino? Constantemente nos distrae algún grito; raro será que nuestros ojos no descubran entonces alguna situación que nos ordene dejar nuestros asuntos para acudir a ella. Sé que hay mil formas honestas y laudables de extraviarme de mi camino, altamente «morales», es cierto. Los actuales moralistas de la compasión incluso pretenden que sólo es moral abandonar nuestro camino y acudir al de nuestro prójimo. También sé, con no menos certeza, que basta con que preste atención a cualquier miseria real para estar perdido. Y si un amigo que sufre me dijera: «Voy a morir pronto; prométeme que morirás conmigo» se lo prometería, de la misma manera que al ver un pueblito de montañeses que lucha por su libertad, correría a prestarle ayuda y a ofrecerle mi vida —por poner dos malos ejemplos de buenas razones—. Sí, todos esos seres que despiertan compasión y piden ayuda ejercen incluso una íntima seducción; «nuestro camino» es, en realidad, una causa demasiado dura y exigente, y demasiado alejada del amor y del reconocimiento ajenos; nos evadimos de él y de nuestra conciencia más personal con cierto alivio, para refugiarnos en la conciencia de los demás y en el templo agradable de la «religión de la piedad». Actualmente, al mismo tiempo que estalla una guerra, irrumpe una voluptuosidad, mantenida evidentemente en secreto, entre los hombres más nobles del pueblo; se lanzan encantados al nuevo peligro de muerte, porque creen encontrar al fin en el sacrificio por la patria una disculpa largamente esperada. Me refiero a la disculpa para eludir su propio objetivo, pues la guerra es para ellos un rodeo que lleva al suicidio, pero un rodeo con la conciencia tranquila. Aunque no diga algunas cosas, insistiré en lo que indica mi propia moral: "vive escondido, con el objeto de que puedas vivir para ti! ¡Vive ignorando lo que en tu época parece más importante! ¡Alza entre ti y el presente un muro de al menos tres siglos de espesor! ¡Qué los gritos de hoy, que el estruendo de las guerras y de las revoluciones no sean para ti más que un murmullo! También tú tratarás de ayudar, pero sólo a tus amigos cuyo problema entiendes plenamente, porque han compartido contigo dolores y esperanzas. Y no los ayudes más que como te ayudes a ti mismo; ¡los haré más valientes, más sufridos, más sencillos, más alegres! Les enseñaré lo que ahora comprenden tan pocos, lo que menos entienden esos predicadores de la solidaridad de la compasión; ¡la solidaridad en la alegría!".

339. La vida es una mujer.

Para captar toda la belleza de una obra no alcanzan ni la ciencia ni la buena disposición. Es preciso el azar más raro y afortunado para que retire el velo de nubes de cumbre y ésta aparezca bañada por el sol. No sólo hemos de estar en el lugar adecuado para verla, sino que nuestra alma debe quitarse también el velo de su cumbre y disponer de una expresión y de un símbolo externos donde poder apoyarse y llegar a ser dueña de sí misma. Pero es tan dificil que todo esto coincida que me inclino a pensar que las más altas cumbres de lo bueno, ya sea de una obra, de una acción, del hombre, de la naturaleza, han permanecido ocultas y cubiertas para la mayoría de las personas y hasta para las mejores. Además, lo que se nos revela, ¡no lo hace sino una sola vez! Los griegos oraban diciendo: «Que vuelva lo bello dos o tres veces». Hacían bien al invocar a los dioses, pues aquella realidad no divina no nos muestra la belleza, o lo hace una vez. Quiero decir que el mundo es rico en cosas bellas, pero pobre, muy pobre en bellos instantes y en bellas revelaciones de dichas cosas. Sin embargo, es posible que el encanto más poderoso de la vida consista en estar cubierta por un velo tejido en oro, un velo de bellas posibilidades que le da un aspecto prometedor, esquivo, púdico, irónico, compasivo, seductor. Sí, ¡la vida es una mujer!

340. Sócrates moribundo.

Admiro el valor y la sabiduría de Sócrates en todo lo que hizo, dijo… y dejó de decir. Aquel demonio y cazador de ratas de Atenas, irónico y amoroso, que hizo temblar y sollozar a los jóvenes más orgullosos, no fue sólo el charlatán más sabio que ha habido jamás, sino que también hubo grandeza en su silencio. Me hubiese gustado que se hubiera callado en los últimos momentos de su vida, así entonces habría dado pruebas de pertenecer a un orden espiritual más elevado. ¿Fue la muerte, el veneno, la piedad o la malicia lo que le desató la lengua en ese instante para decir: «Critón, le debo un gallo a Esculapio»? Estas «últimas palabras», ridículas y terribles, significan para quien tiene oídos: «Critón, ¡la vida es una enfermedad!». ¿Es posible? Un hombre como él, que había vivido alegremente y como un soldado a los ojos de todos… ¡era pesimista! ¡No había hecho entonces otra cosa que poner buena cara a la vida y ocultar durante toda su existencia su juicio definitivo, su sentimiento más íntimo! ¡A Sócrates, a Sócrates le dolía vivir! ¡Y se vengó de la vida con esas palabras oscuras, horribles, piadosas y blasfemas! ¿Era preciso que Sócrates recurriera a la venganza? ¿Le faltaba a su abundante virtud una pizca de generosidad? ¡Ah, amigos! ¡Hemos de superar incluso a los griegos!

341. La carga más pesada.

¿Qué dirías si un día o una noche se introdujera furtivamente un demonio en tu más honda soledad y te dijera: «Esta vida, tal como la vives ahora y como la has vivido, deberás vivirla una e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, sino que habrán de volver a ti cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada gemido, todo lo que hay en la vida de inefablemente pequeño y de grande, todo en el mismo orden e idéntica sucesión, aun esa araña, y ese claro de luna entre los árboles, y ese instante y yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se lo da vuelta una y otra vez y a ti con él, ¡grano de polvo del polvo!».? ¿No te tirarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablara? ¿O vivirías un formidable instante en el que serías capaz de responder: «Tú eres un dios; nunca había oído cosas más divinas»? Si te dominara este pensamiento, te transformaría, convirtiéndote en otro diferente al que eres, hasta quizás torturándote. ¡La pregunta hecha en relación con todo y con cada cosa: "¿quieres que se repita esto una e innumerables veces más?" pesaría sobre tu obrar como la carga más pesada! ¿De cuánta benevolencia hacia ti y hacia la vida habrías de dar muestra para no desear nada más que confirmar y sancionar esto de una forma definitiva y eterna?

342. Comienza la tragedia.

Tenía Zaratustra treinta años cuando dejó su patria y el lago Urmi y se marchó a la montaña. Gozó allí de su espíritu y de su soledad, y durante diez años no se cansó de hacerlo. Finalmente, su corazón se transformó, y un día se levantó al amanecer, enfrentó al sol y le dijo: «¡Oh gran astro! ¿Crees que serías feliz si no tuvieras a alguien a quien iluminar? Hace diez años que subes a mi cueva; si no fuera por mí, por mi águila y por mi serpiente, ya te habrías cansado de tu luz y de tu camino. Pero nosotros te esperábamos todas las mañanas, te aliviábamos de lo que a ti te sobraba y te bendecíamos por ello. Quiero que sepas que estoy harto de sabiduría, como la abeja que ha almacenado demasiada miel, y que necesito manos que me pidan. Quisiera dar y repartir hasta que los sabios que haya entre los hombres vuelvan a alegrarse de su locura y los pobres de su riqueza. Para eso he de descender a las profundidades, como haces tú al oscurecer, cuando te hundes por detrás del mar, para llevar tu luz incluso a lo que está más abajo del mundo, ¡astro desbordante de riqueza! Al igual que tú, he de hundirme en mi ocaso, como dirían los hombres a quienes quiero descender. ¡Bendíceme, pues, ojo impasible, capaz de contemplar sin envidia incluso una felicidad excesiva! ¡Bendice esta copa ansiosa de desbordarse y de derramar su dorada agua para que lleve por doquier el reflejo de tus delicias! ¡Mira esta copa que anhela volver a vaciarse; mira a Zaratustra, que quiere volver a ser hombre!». Así empezó el ocaso de Zaratustra.

LIBRO QUINTO

LOS QUE NO TENEMOS MIEDO.

¿
Tiemblas, esqueleto
?

Más temblarías si supieras adónde te llevo
.

Turenne

343. Lo que conlleva nuestra alegría.

El mayor acontecimiento reciente —que «Dios ha muerto», que la creencia en el Dios cristiano ha caído en descrédito— empieza desde ahora a extender su sombra sobre Europa. Al menos, a unos pocos, dotados de una suspicacia bastante penetrante, de una mirada bastante sutil para este espectáculo, les parece efectivamente que acaba de ponerse un sol, que una antigua y arraigada confianza ha sido puesta en duda. Nuestro viejo mundo debe parecerles cada día más crepuscular, más dudoso, más extraño, «más viejo». Pero, en general, se puede decir que el acontecimiento en sí es demasiado considerable, demasiado lejano, demasiado apartado de la capacidad conceptual de la inmensa mayoría como para que se pueda pretender que ya ha llegado la noticia y, mucho menos aún, que se tome conciencia de lo que ha ocurrido realmente y de todo lo que en adelante se ha de derrumbar, una vez convertida en ruinas esta creencia por el hecho de haber estado fundada y construida sobre ella y, por así decirlo, enredado a ella.

Un ejemplo lo proporciona nuestra moral europea en su totalidad. ¿Quién puede adivinar con suficiente certeza esta larga y fecunda sucesión de rupturas, de destrucciones, de hundimientos, de devastaciones, que hay que prever de ahora en más, para convertirse en el maestro y el anunciador de esta enorme lógica de terrores, el profeta de un oscurecimiento, de un eclipse de sol como no se ha producido nunca en este mundo?… ¿Por qué incluso nosotros, que adivinamos enigmas, nosotros, adivinadores natos, que en cierto modo vivimos en los montes esperando, situados entre el presente y el futuro, y tensos por la contradicción entre el presente y el futuro, nosotros, primicias, nosotros, primogénitos prematuros del próximo siglo, que ya deberíamos ser capaces de discernir las sombras que están a punto de envolver a Europa, miramos este oscurecimiento creciente sin sentirnos realmente afectados y, sobre todo, sin preocupamos ni temer por nosotros mismos? ¿Sufriremos demasiado fuerte quizás el efecto de las consecuencias inmediatas del acontecimiento? Estas consecuencias inmediatas no son para nosotros —en contra tal vez de lo que cabía esperar— de ninguna manera tristes, opacas ni sombrías; son más bien como una especie de luz, una felicidad, un alivio, un regocijo, una confortación, una aurora de un tipo nuevo difícil de describir… Efectivamente, los filósofos, los «espíritus libres», con la noticia de que el «viejo dios ha muerto» nos sentimos corno alcanzados por los rayos de una nueva mañana; con esta noticia, nuestro corazón rebosa de agradecimiento, admiración, presentimiento, espera. Ahí está el horizonte despejado de nuevo, aunque no sea aún lo suficientemente claro; ahí están nuestros barcos dispuestos a zarpar, rumbo a todos los peligros; ahí está toda nueva audacia que le está permitida a quien busca el conocimiento; y ahí está el mar, nuestro mar, abierto de 1 nuevo, como nunca.

344. En qué sentido seguimos siendo también piadosos.

Se dice, con razón, que en la ciencia las convicciones no tienen carta de ciudadanía. Sólo cuando deciden descender modestamente al nivel de una hipótesis, a adoptar el punto de vista provisional de un ensayo experimental, de una ficción normativa, puede concedérseles acceso e incluso un cierto valor dentro del campo del conocimiento —con la limitación, no obstante, de quedar bajo la vigilancia policial de la desconfianza—. Pero si consideramos esto con mayor detenimiento, ¿no significa que la convicción no es admisible en la ciencia sino cuando deja de ser convicción? ¿No se inicia la disciplina del espíritu científico con el hecho de prohibirse de ahora en más toda convicción?… Es posible. Queda por saber si, para que pueda instaurarse esta disciplina, no hace falta ya una convicción tan imperativa y absoluta que sacrifique a ella todas las demás convicciones. Se ve que también la ciencia se funda en una creencia y que no existe ciencia «sin supuestos». La pregunta de si es necesaria la verdad no sólo tiene que haber sido respondida antes afirmativamente, sino que la respuesta debe ser afirmada de forma que exprese el principio, la creencia, la convicción de que «nada es tan necesario como la verdad y que en relación con ella, lo demás sólo tiene una importancia secundaria». ¿Qué es esta voluntad absoluta de verdad? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar? En este sentido podría interpretarse, efectivamente, la voluntad de verdad, con la condición de que la subordinemos a la generalización «no quiero engañar», e incluso al caso particular «no quiero engañarme». Pero ¿por qué no engañar? Vemos cómo las razones del primer caso pertenecen a un campo completamente diferente de las del segundo; no queremos dejarnos engañar porque suponemos que es perjudicial, peligroso y nefasto ser engañado. En este sentido, la ciencia constituiría una perspicacia mantenida, una precaución, una utilidad a la que se le podría objetar; ¡cómo!, ¿el hecho de no querer dejarse engañar sería realmente menos perjudicial, menos peligroso y menos nefasto? ¿Qué saben previamente del carácter de la existencia para poder establecer si las mayores ventajas radican en la desconfianza absoluta o en la confianza absoluta? Pero en el caso de que ambas fueran indispensables, ¿de dónde tomaría la ciencia su creencia absoluta, esa convicción en la que se apoya, según la cual la verdad es más importante que cualquier otra cosa, es decir, más que cualquier otra convicción? No habría podido originarse esa convicción si la verdad y la no verdad demostraran ser útiles continuamente y al mismo tiempo, como sucede en realidad. Por consiguiente, la creencia en la ciencia, que indudablemente existe, no podría haberse originado en semejante cálculo de utilidad, sino que, por el contrario, nació a pesar del hecho de que la inutilidad y el peligro de la «voluntad de verdad», de la «voluntad a toda costa» se están demostrando constantemente.

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